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La parte de los crímenes

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Fue en una discoteca o en un sitio que parecía una discoteca pero que tal vez sólo era un bar con la música demasiado alta. Yo iba con unos amigos. Amigos y clientes. Y allí estaba este joven, sentado a una mesa, con gente conocida por algunos de los que iban conmigo. Junto a él estaba su primo, Daniel Uribe. A ambos me los presentaron. Parecían dos jóvenes bien educados, los dos hablaban inglés y vestían como si fueran rancheros, pero estaba claro que no eran rancheros. Eran fuertes y altos, más alto Antonio Uribe que su primo, se notaba que iban al gimnasio y que hacían pesas y cuidaban su cuerpo. Se notaba también que la apariencia les preocupaba. Llevaban una barba de tres días, pero olían bien, el corte de pelo era el adecuado, las camisas limpias, los pantalones limpios, todo de marca, las botas rancheras relucientes, la ropa interior probablemente limpia y también de marca, dos jóvenes, en una palabra, modernos. Yo platiqué un rato con ellos (sobre cosas sin interés, las cosas que uno habla y escucha en un lugar así y que podría decirse que son cosas de hombres: coches nuevos, dvd, compact discs de canciones rancheras, Paulina Rubio, narcocorridos, la negra esta cuyo nombre no recuerdo, ¿Whitney Huston?, no, ésa no, ¿Lana Jones?, tampoco, una negra que ahora no me acuerdo cómo se llama), y bebí una copa con ellos y con los demás, y luego todos salimos fuera de la discoteca, no recuerdo el motivo, todos de golpe para afuera, y allí, en la noche, dejé de ver a estos Uribe, fue la única vez que los vi, pero eran ellos, y luego uno de mis amigos me metió en su coche y salimos de allí como si fuera a explotar una bomba.

El diez de octubre, cerca de los campos de fútbol de PEMEX, entre la carretera a Cananea y la vía férrea, se encontró el cadáver de Leticia Borrego García, de dieciocho años de edad, semienterrada y en avanzado estado de descomposición. El cuerpo estaba envuelto en una bolsa industrial de plástico y según el informe forense la muerte se debía a estrangulamiento con rotura del hueso hioides. El cadáver fue identificado por su madre, que había denunciado la desaparición un mes atrás. ¿Por qué el asesino se tomó la molestia de cavar un pequeño agujero y hacer como que la enterraba?, se preguntó Lalo Cura mientras estuvo curioseando por el lugar. ¿Por qué no arrojarla directamente a un costado de la carretera a Cananea o entre los escombros de los antiguos almacenes del ferrocarril? ¿Es que el asesino no se dio cuenta de que dejaba el cuerpo de su víctima al lado de unos campos de fútbol? Durante un rato, hasta que lo echaron, Lalo Cura estuvo de pie contemplando el lugar donde encontraron el cuerpo. En el agujero con dificultad hubiera cabido el cuerpo de un niño o de un perro, en modo alguno el de una mujer. ¿Se trataba de un asesino con prisa por deshacerse de su víctima? ¿Era de noche y no conocía el lugar?

La noche antes de que llegara el investigador Albert Kessler a Santa Teresa, a las cuatro de la mañana, Sergio González Rodríguez recibió la llamada telefónica de Azucena Esquivel Plata, periodista y diputada del PRI. Cuando contestó al teléfono, temeroso de que lo llamara alguien de su familia para comunicarle un accidente, escuchó una voz de mujer, recia, mandona, imperativa, una voz que no estaba acostumbrada a pedir perdón ni a que le dieran excusas. La voz le preguntó si estaba solo. Sergio dijo que estaba durmiendo. ¿Pero estás solo, buey, o no estás solo?, dijo la voz. En ese momento su oído o su memoria auditiva la reconoció. No podía ser más que Azucena Esquivel Plata, la María Félix de la política mexicana, la más-más, la Dolores del Río del PRI, la Tongolele de la lascivia de algunos diputados y de casi todos los periodistas políticos mayores de cincuenta años, más bien cercanos a los sesenta, que se hundían como caimanes en el pantano, más mental que real, regentado, algunos decían que inventado, por Azucena Esquivel Plata. Estoy solo, dijo. Y además en pijama, ¿me equivoco? No, no se equivoca. Pues vístase y baje a la calle, lo paso a buscar en diez minutos. En realidad, Sergio no estaba en pijama pero le pareció poco delicado contradecirla ya desde el principio, así que se puso unos jeans, los calcetines y un suéter y bajó hasta el umbral de su edificio. Enfrente de la puerta vio un Mercedes con las luces apagadas. Desde el Mercedes también lo vieron a él, pues una de las puertas traseras se abrió y una mano con los dedos enjoyados le hizo una seña para que subiera. En una esquina del asiento trasero, arrebujada en una manta escocesa, estaba la diputada Azucena Esquivel Plata, la más-más, que pese a la oscuridad de la noche, y como si fuera la hija bastarda de Fidel Velázquez, cubría sus ojos con unas gafas negras, de montura negra y con patillas anchas y negras, similares a las que a veces se ponía Stevie Wonder y que suelen usar algunos ciegos para que los curiosos no les vean los globos oculares vacíos.

Primero voló a Tucson y desde Tucson tomó una avioneta que lo dejó en el aeropuerto de Santa Teresa. El procurador del estado de Sonora le comentó que dentro de poco, un año, un año y medio tal vez, se iniciarían los trabajos de construcción del nuevo aeropuerto de Santa Teresa, que iba a ser lo suficientemente grande como para que allí aterrizaran aviones Boeing. El presidente municipal de la ciudad le dio la bienvenida y mientras pasaban por el control de aduanas un mariachi empezó a tocar en su honor y a cantar una canción en la que se mencionaba, o eso creyó, su nombre. Prefirió no preguntar nada y sonrió. El presidente municipal apartó de un empujón al funcionario de aduanas que sellaba los pasaportes y fue él mismo el que le puso el sello al ilustre invitado. En el momento de timbrar el pasaporte de Kessler adoptó una pose de inmovilidad total. El sello en alto, la sonrisa esculpida de oreja a oreja, para que los fotógrafos reunidos pudieran hacer sus fotos con total tranquilidad. El procurador del estado hizo una broma y todos se rieron, menos el funcionario de aduanas, cuya expresión no parecía feliz. Luego todos subieron a una caravana de coches y se dirigieron a la alcaldía, en cuyo salón de actos principal el exagente del FBI procedió a dar su primera conferencia de prensa. Le preguntaron si ya tenía en sus manos el dossier o algo parecido a un dossier sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Le preguntaron si era verdad que Terry Fox, el protagonista de la película Los ojos manchados, era realmente, es decir en la vida real, un psicópata, como había declarado su tercera mujer antes de divorciarse. Le preguntaron si ya había estado en México y, en caso de ser afirmativa la respuesta, si le gustaba. Le preguntaron si era cierto que R. H. Davis, el novelista que escribió Los ojos manchados y El asesino entre los niños y Nombre codificado, era incapaz de dormir con las luces de su casa apagadas. Le preguntaron si era verdad que Ray Samuelson, el director de Los ojos manchados, le prohibió a Davis la entrada al set donde estaban rodando la película. Le preguntaron si una serie de asesinatos como los de Santa Teresa hubiera sido posible en los Estados Unidos. Sin comentarios, dijo Kessler y después, con movimientos muy medidos, saludó a los periodistas, les dio las gracias y se marchó rumbo a su hotel, en donde tenía reservada la mejor suite, que no era la suite presidencial o la suite matrimonial, como suele pasar en casi todos los hoteles, sino la suite del desierto, porque desde su terraza, que estaba de cara al sur y al oeste, se apreciaba en toda su extensión la grandeza y soledad del desierto de Sonora.

Son de Sonora, dijo Haas, pero también son de Arizona. ¿Y eso cómo se come?, dijo uno de los periodistas. Son mexicanos, pero también norteamericanos. Tienen doble nacionalidad. ¿Existe la doble nacionalidad entre mexicanos y norteamericanos? La abogada asintió sin levantar la cabeza. ¿Y dónde viven?, dijo uno de los periodistas. En Santa Teresa, pero también tienen casa en Phoenix. Uribe, dijo uno de los periodistas, me suena de algo. Sí, a mí también me suena, dijo otro de los periodistas. ¿No estarán emparentados con el Uribe de Hermosillo? ¿Cuál Uribe? Este buey de Hermosillo, dijo el periodista de El Sonorense, el de los transportes. El de la flota de camiones. Chuy Pimentel fotografió en ese momento a los periodistas. Jóvenes, mal vestidos, algunos con cara de venderse al mejor postor, muchachos trabajadores con pinta de sueño y mala noche que se miraban entre sí y ponían a funcionar una especie de memoria compartida, incluso el enviado de La Raza de Green Valley, que más que periodista parecía bracero, entendía y se aplicaba con cierta eficiencia al ejercicio de recordar, de aportar un grado más de definición al cuadro. Uribe de Hermosillo. El Uribe de la flota de camiones. ¿Cómo se llama? ¿Pedro Uribe? ¿Rafael Uribe? Pedro Uribe, dijo Haas. ¿Tiene algo que ver con los Uribe de esta historia? Es el padre de Antonio Uribe, dijo Haas. Y luego dijo: Pedro Uribe tiene más de cien camiones de transporte. Traslada mercancías de varias maquiladoras, tanto de Santa Teresa como de Hermosillo. Sus camiones cruzan la frontera cada hora o cada media hora. También tiene propiedades en Phoenix y Tucson. Su hermano, Joaquín Uribe, posee varios hoteles en Sonora y Sinaloa y una cadena de cafeterías en Santa Teresa. Es el padre de Daniel. Los dos Uribe están casados con norteamericanas. Antonio y Daniel son los hijos mayores. Antonio tiene dos hermanas y un hermano. Daniel es hijo único. Antes Antonio trabajaba en las oficinas de su padre en Hermosillo, pero desde hace tiempo ya no trabaja en ninguna parte. Daniel siempre ha sido un bala perdida. Los dos son protegidos del narcotraficante Fabio Izquierdo, que a su vez trabaja para Estanislao Campuzano. Se dice que Estanislao Campuzano fue el padrino de bautizo de Antonio. Sus amigos son hijos de millonarios, como ellos, pero también policías y narcos de Santa Teresa. Allá por donde van gastan el dinero a manos llenas. Ellos son los asesinos en serie de Santa Teresa.

El diez de octubre, el mismo día en que se encontró el cuerpo de Leticia Borrego García cerca de los campos de fútbol de PEMEX, fue hallado el cadáver de Lucía Domínguez Roa, en la colonia Hidalgo, en una acera de la calle Perséfone. En el primer informe policial se dijo que Lucía ejercía la prostitución y era drogadicta y que la causa de la muerte probablemente había sido una sobredosis. A la mañana siguiente, sin embargo, la declaración de la policía varió ostensiblemente. Se dijo entonces que Lucía Domínguez Roa trabajaba como mesera en un bar de la colonia México y que su muerte fue ocasionada por un disparo en el abdomen, con munición del calibre 44, probablemente un revólver. No había testigos del asesinato y no se descartaba que el asesino hubiera disparado desde el interior de un coche en marcha. Tampoco se descartaba que la bala apuntara a otra persona. Lucía Domínguez Roa tenía treintaitrés años, estaba separada y vivía sola en una habitación de la colonia México. Nadie supo decir qué hacía en la colonia Hidalgo, aunque era probable, según la policía, que hubiera estado dando un paseo y que se topara con la muerte por pura casualidad.

El Mercedes entró en la colonia Tlalpan, dio varias vueltas y finalmente enfiló por una calle empedrada, llena de bardas, con casas iluminadas por la luna que parecían deshabitadas o destruidas. Durante todo el trayecto Azucena Esquivel Plata permaneció en silencio, fumando arrebujada en su manta escocesa, y Sergio se dedicó a mirar por la ventana. La casa de la diputada era grande, de una sola planta, con patios en donde antiguamente entraban carruajes y viejas caballerizas y abrevaderos tallados directamente en la piedra. La siguió hasta una sala en donde colgaba un Tamayo y un Orozco. El Tamayo era rojo y verde. El Orozco negro y gris. Las paredes de la sala, blanquísimas, evocaban de alguna manera un hospital privado o la muerte. La diputada le preguntó qué quería beber. Sergio dijo que un café. Un café y un tequila, dijo la diputada sin levantar la voz, simplemente como si comentara lo que ambos querían a aquellas horas de la madrugada. Sergio miró a sus espaldas, por si había algún sirviente, pero no vio a nadie. Al cabo de unos minutos, sin embargo, apareció una mujer de mediana edad, más o menos de la generación de la diputada, pero mucho más avejentada por el trabajo y los años, con un tequila y una taza de café humeante. El café era espléndido y Sergio así se lo dijo a su anfitriona. Azucena Esquivel Plata se rió (en realidad sólo mostró los dientes y dejó escapar un sonido de ave nocturna que remedaba la risa) y le dijo que si probara el tequila que ella tenía entonces sí se iba a enterar de lo que era bueno. Pero vayamos a lo nuestro, dijo sin quitarse las enormes gafas negras. ¿Ha oído usted hablar de Kelly Rivera Parker? No, dijo Sergio. Me lo temía, dijo la diputada. ¿De mí ha oído usted hablar? Claro, dijo Sergio. ¿Pero no de Kelly? No, dijo Sergio. Así es este puto país, dijo Azucena, y durante unos minutos permaneció en silencio, mirando el vaso de tequila al trasluz de una lámpara de mesa o mirando el suelo o con los ojos cerrados, porque todo eso, y más, podía hacer bajo la impunidad de sus gafas. Yo conocía a Kelly desde que éramos chicas, dijo la diputada como si hablara en sueños. Al principio no me cayó bien, creo que era demasiado remilgada, o eso creía yo entonces. Su padre era arquitecto y trabajaba para los nuevos ricos de la ciudad. Su madre era gringa y el padre la había conocido mientras estudiaba en Harvard o en Yale, una de las dos. Por supuesto, no había ido allí, el padre, digo, enviado por sus propios padres, los abuelos de Kelly, sino gracias a una beca del gobierno. Supongo que como estudiante fue bastante bueno, ¿no? Seguramente, dijo Sergio al ver que el silencio volvía a enseñorearse del ánimo de la diputada. Como estudiante de arquitectura fue bueno, sí, pero como arquitecto era una mierda. ¿Conoce usted la casa Elizondo? No, dijo Sergio. Está en Coyoacán, dijo la diputada. Es un horror de casa. La construyó el padre de Kelly. No la conozco, dijo Sergio. Ahora vive allí un productor de cine, un borracho impenitente, un tipo acabado que ya no hace películas. Sergio se encogió de hombros. Cualquier día de éstos lo van a encontrar muerto y sus sobrinos venderán la casa Elizondo a una constructora para que levanten allí un edificio de apartamentos. En realidad, cada vez quedan menos huellas del paso por el mundo del arquitecto Rivera. Qué puta sidosa más caliente es la realidad, ¿no cree usted? Sergio asintió con la cabeza y luego dijo que sí, que así era. El arquitecto Rivera, el arquitecto Rivera, dijo la diputada. Tras un instante de silencio, dijo: la madre era una mujer muy hermosa, bella es la palabra, bellísima. La señora Parker. Una mujer moderna y bella a la que el arquitecto Rivera trataba como a una reina, dicho sea de paso. Y más le valía hacerlo, porque cuando los hombres la veían se volvían locos por ella y si hubiera querido dejar al arquitecto, buenos partidos no le iban a faltar. Lo cierto es que no lo dejó nunca, aunque cuando yo era chica se hablaba a veces de que un general y un político la pretendían y que ella no veía con malos ojos sus requiebros. Ya sabe usted cómo es la gente de mal pensada. Pero ella debió de querer a Rivera pues nunca lo dejó. Sólo tuvieron una hija, Kelly, que en realidad se llamaba Luz María, como su abuela. La señora Parker se quedó embarazada más veces, claro, pero tenía dificultad con los embarazos. Supongo que algo le pasaba a su matriz. Tal vez esa matriz no soportaba más hijos mexicanos y abortaba de forma natural. Puede ser. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que Kelly fue hija única y esa desgracia o esa suerte marcó su carácter. Por un lado era o parecía ser una niña remilgada, la típica güerita hija de arribista, y por otro lado tenía una personalidad, ya desde pequeña, muy fuerte, decidida, una personalidad que me atrevería a llamar original. Lo cierto es que al principio no me cayó bien y luego, cuando la fui conociendo, cuando me invitó a su casa y yo la invité a la mía, fui simpatizando cada vez más con ella, hasta que nos convertimos en inseparables. Esas cosas suelen marcar para siempre, dijo la diputada como si escupiera a la cara de un hombre o de un fantasma. Me lo imagino, dijo Sergio. ¿No quiere otro café?

El mismo día de su llegada a Santa Teresa Kessler salió del hotel. Primero bajó al lobby. Habló durante un rato con el recepcionista, le preguntó por la computadora del hotel y por las conexiones a la red, y luego fue al bar, en donde bebió un vaso de whisky que dejó a medias tras levantarse y meterse en el lavabo. Cuando salió parecía haberse lavado la cara y no miró a nadie de los que estaban en las mesas del bar o sentados en los sillones y se dirigió al restaurante. Pidió un plato de ensalada César y pan negro de molde y mantequilla y una cerveza. Mientras esperaba la comida se levantó y realizó una llamada telefónica desde el teléfono que está en la entrada del restaurante. Luego volvió a sentarse y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un diccionario inglés-español y estuvo buscando algunas palabras. Después un mesero le puso la ensalada en la mesa y Kessler bebió un par de sorbos de cerveza mexicana y untó un trozo de pan con mantequilla. Volvió a levantarse y se dirigió al baño. Pero no llegó a entrar sino que, tras darle un dólar e intercambiar unas palabras en inglés con el hombre encargado de la limpieza de los lavabos del restaurante, dobló por un pasillo lateral y abrió una puerta y atravesó otro pasillo. Al final aparecieron las cocinas del hotel, sobre las que flotaba una nube que olía a salsas picantes y carnes en adobo, y Kessler le preguntó a uno de los pinches por dónde se salía a la calle. El pinche lo acompañó hasta una puerta. Kessler le dio un dólar y salió por el patio. En la esquina lo esperaba un taxi y se subió. Vamos a dar una vuelta por los barrios bajos, le dijo en inglés. El taxista dijo okey y partieron. El recorrido duró aproximadamente dos horas. Estuvieron dando vueltas por el centro de la ciudad, por la colonia Madero-Norte y por la colonia México, casi hasta llegar a la frontera desde donde se divisaba El Adobe, que ya era territorio norteamericano. Luego volvieron a la Madero-Norte y se internaron por las calles de la colonia Madero y la colonia Reforma. Esto no es lo que quiero, dijo Kessler. ¿Qué es lo que quiere, jefe?, dijo el taxista. Barrios pobres, la zona de las maquiladoras, los basureros clandestinos. El taxista volvió a cruzar la colonia Centro y puso dirección a la colonia Félix Gómez, en donde tomó la avenida Carranza y atravesó la colonia Veracruz, la colonia Carranza y la colonia Morelos. Al final de la avenida había una especie de plaza o explanada de grandes proporciones, de un amarillo intenso, donde se acumulaban camiones de carga y camiones de transporte público y tenderetes donde la gente vendía y compraba desde hortalizas y gallinas hasta abalorios. Kessler le dijo al taxista que parara, que tenía ganas de echar una mirada. El taxista le dijo que mejor no, jefe, que allí la vida de un gringo no valía gran cosa. ¿Usted cree que nací ayer?, dijo Kessler. El taxista no entendió la expresión e insistió en que no bajara. Pare aquí, joder, dijo Kessler. El taxista frenó y dijo que le pagara. ¿Piensa usted marcharse?, dijo Kessler. No, dijo el taxista, yo lo espero, pero nadie me garantiza que vaya a volver usted con algo de dinero en los bolsillos. Kessler se echó a reír. ¿Cuánto quiere? Con veinte dólares es suficiente, dijo el taxista. Kessler le dio un billete de veinte y se bajó del taxi. Durante un rato, con las manos en los bolsillos y la corbata desanudada, estuvo curioseando por el improvisado mercadillo. Le preguntó a una viejita que vendía piña con chile hacia dónde iban los camiones, pues todos salían en la misma dirección. Se recogen a Santa Teresa, dijo la viejita. ¿Y más allá qué hay?, dijo en español e indicando con el dedo la dirección contraria. El parque, pues, dijo la viejita. Le compró, por delicadeza, un trozo de piña con chile, que tiró al suelo nada más alejarse de allí. Ya ve que no me ha pasado nada, le dijo al taxista al volver al coche. Habrá sido un milagro, dijo el taxista sonriendo por el espejo retrovisor. Vamos al parque, dijo Kessler. Al final de la explanada, que era de tierra, el camino se bifurcaba en dos direcciones, que luego, a su vez, volvían a bifurcarse en otras dos. Los seis caminos estaban pavimentados y confluían en el Parque Industrial Arsenio Farrel. Las naves industriales eran altas y cada fábrica estaba cercada por barreras de alambre y la iluminación que caía de los grandes postes de luz lo inundaba todo con un halo incierto de premura, de evento importante, lo que no era cierto, pues sólo se trataba de un día más de trabajo. Kessler volvió a bajarse del taxi y respiró el aire de la maquila, el aire laboral del norte de México. Los autobuses que llegaban con trabajadores y los que abandonaban el parque con trabajadores. Un aire húmedo y fétido, como de aceite quemado, le azotó la cara. Creyó escuchar risas y una música de acordeón engarzadas con el viento. Hacia el norte del Parque Industrial se extendía un mar de techados construidos con material de desecho. Hacia el sur, tras las chabolas perdidas, divisó una isla de luz y supo de inmediato que aquello era otro Parque Industrial. Le preguntó al taxista por el nombre. El taxista salió y miró durante un rato en la dirección indicada por Kessler. Ése debe ser el Parque Industrial General Sepúlveda, dijo. Empezó a anochecer. Hacía tiempo que Kessler no veía un atardecer tan hermoso. Los colores se arremolinaban en el ocaso y aquello le recordó un atardecer que había visto hacía muchos años en Kansas. No era exactamente igual, pero en lo que respecta a los colores era lo mismo. Él estaba allí, recordó, en la carretera, con el sheriff y un compañero del FBI, y el coche se detuvo un momento, tal vez porque uno de los tres tenía que bajarse a orinar, y entonces lo vio. Colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas danzando mientras la noche avanzaba como un cojo por el este. Vámonos, jefe, dijo el taxista, no abusemos de la suerte.

¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo poco que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima.

El catorce de octubre, a un lado de un camino de terracería que lleva desde la colonia Estrella hasta los ranchos del extrarradio de Santa Teresa, se localizó el cuerpo de otra mujer muerta. Vestía una camiseta azul marino de manga larga, una chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas, pantalón de mezclilla marca Levis, un cinturón ancho con hebilla forrada de terciopelo, botas de tacón fino, de media caña, y calcetines blancos, bragas negras y sostén blanco. La muerte, según el informe forense, fue debida a asfixia por estrangulamiento. Alrededor del cuello conservaba un cable eléctrico de color blanco, de un metro de longitud, con un nudo en medio y cuatro puntas, el que previsiblemente fue utilizado para estrangularla. Se apreciaron asimismo huellas externas de violencia alrededor del cuello, como si antes de usar el cable hubieran pretendido estrangularla con las manos, excoriaciones en el brazo izquierdo y en la pierna derecha y marcas de golpes en los glúteos, como si la hubieran pateado. Según el informe llevaba tres o cuatro días muerta. Se calculó su edad entre los veinticinco y treinta años. Posteriormente fue identificada como Rosa Gutiérrez Centeno, de treintaiocho años de edad, antigua obrera de la maquila y en el momento de su deceso mesera de una cafetería del centro de Santa Teresa, desaparecida desde hacía cuatro días. La identificó su hija, del mismo nombre y de diecisiete años de edad, con la que vivía en la colonia Álamos. La joven Rosa Gutiérrez Centeno vio el cadáver de su madre en las dependencias de la morgue y dijo que era ella. Por si quedaba alguna duda declaró que la chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas era suya, de su propiedad, y que con su madre solía compartirla, como compartían tantas cosas.

Hubo varias épocas, dijo la diputada, en que nos veíamos a diario. Por supuesto, de niñas, en el colegio, no teníamos otra alternativa. Pasábamos los recreos juntas y compartíamos juegos y hablábamos de nuestras cosas. A veces ella me invitaba a su casa y yo solía ir encantada, aunque mis padres y mis abuelos no eran proclives a que me juntara con niñas como Kelly, no por ella, claro, sino por sus padres, por miedo a que el arquitecto Rivera de alguna manera aprovechara la amistad de su hija para acceder a lo que mi familia consideraba sacrosanto, el círculo de hierro de nuestra intimidad, que había resistido a los embites de la revolución y a la represión que hubo después del levantamiento cristero y a la marginación en que se asaban a fuego lento los restos del porfirismo, en realidad los restos del iturbidismo mexicano. Para que se haga usted una idea: con Porfirio Díaz mi familia no estaba mal, pero con el emperador Maximiliano estaba mejor, y con Iturbide, con una monarquía iturbidista sin sobresaltos e interrupciones, pues habría estado en su momento óptimo.

Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos o seres violentos venidos de no se sabe dónde para llevar a México a la ruina. Ladrones, la mayoría. Arribistas. Vividores. Gente sin escrúpulos. El arquitecto Rivera, como puede usted imaginar, encarnaba para ellos el prototipo del trepador social. Daban por supuesto que su mujer no era católica. Probablemente, por lo que llegué a escuchar, la consideraban una puta. En fin, lindezas de ese tipo. Pero jamás me prohibieron que la visitara (aunque, como le digo, no era de su agrado) o que yo la invitara, cada vez con más frecuencia, a mi casa. La verdad es que a Kelly le gustaba mi casa, yo diría que le gustaba más que la suya, y en el fondo resulta comprensible que así fuera y eso decía mucho sobre su gusto, que ya desde niña se manifestaba con gran lucidez. O con gran terquedad, que tal vez es la palabra más apropiada. En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿no le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos. En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada. Más terca que yo, que ya es decir. ¿Por qué le gustaba mi casa más que la suya? Pues porque la mía tenía clase y la suya sólo tenía estilo, ¿comprende la diferencia? La casa de Kelly era bonita, mucho más cómoda que la mía, con más confort, quiero decir, una casa con luz, con una sala grande y agradable, ideal para recibir visitas o dar fiestas, con un jardín moderno, de césped y cortacésped, una casa racional, como se solía decir en aquellos años. La mía, ya usted la puede apreciar, es esta misma, aunque por supuesto mucho más descuidada de como está ahora, un caserón que olía a momias y a velas, más que una casa una capilla gigantesca, pero en donde estaban presentes los atributos de la riqueza y de la permanencia de México. Una casa sin estilo, en ocasiones fea como un barco hundido, pero con clase. ¿Y sabe lo que es tener clase? Ser, en última instancia, soberano. No deberle nada a nadie. No tener que dar explicaciones de nada a nadie. Y así era Kelly. No quiero decir que ella tuviera consciencia de eso. Ni yo. Las dos éramos unas niñas y éramos simples y complicadas como niñas y no nos enredábamos con palabras. Pero ella era así. Pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer. ¿Tiene usted hijas? No, dijo Sergio. Ni hijas ni hijos. Bueno, si tiene alguna vez hijas sabrá de lo que le hablo. La diputada guardó silencio durante un rato. Yo sólo he tenido un hijo, dijo. Vive en los Estados Unidos, está estudiando. A veces me gustaría que no volviera a México jamás. Creo que sería lo mejor para él.

Aquella noche a Kessler lo fueron a buscar al hotel para una cena de gala en casa del presidente municipal. En la mesa estaban el procurador del estado de Sonora, el subprocurador, dos policías judiciales, un tal doctor Emilio Garibay, jefe del departamento forense y catedrático de patología y medicina legal de la Universidad de Santa Teresa, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Abraham Mitchell, a quien todos llamaban Conan, los empresarios Conrado Padilla y René Alvarado, y el rector de la universidad, don Pablo Negrete, acompañados de sus esposas los que las tenían o solos, mucho más fúnebres y silenciosos los célibes, aunque alguno entre estos últimos parecía feliz de su condición y no paraba de reír y de contar anécdotas y alguno había que estando casado había sido invitado sin su esposa. Durante la comida no se habló de crímenes sino de negocios (la situación económica de aquella franja fronteriza era buena y podía todavía mejorar) y de películas, en especial de aquellas en las que Kessler había trabajado como asesor. Tras el café, y después de la desaparición diríase que instantánea de las mujeres, previamente aleccionadas por sus cónyuges, los hombres, recogidos en la biblioteca, que más que biblioteca parecía un salón de trofeos o salón de caza de un rancho de lujo, tocaron, con prudencia al principio excesiva, el gran tema. Para sobresalto de algunos, Kessler respondió a las preguntas iniciales con otras preguntas. Preguntas que dirigió, además, a las personas equivocadas. Por ejemplo, le preguntó a Conan Mitchell qué creía él, como ciudadano norteamericano, que estaba pasando en Santa Teresa. Los que sabían inglés tradujeron. A algunos no les pareció de buen tono empezar por el norteamericano. Y menos aún hacerle la pregunta en su condición de ciudadano norteamericano. Conan Mitchell dijo que no tenía una idea formada al respecto. Acto seguido Kessler le hizo la misma pregunta al rector Pablo Negrete. Éste se encogió de hombros, ensayó una sonrisa, dijo que lo suyo era el mundo de la cultura y luego tosió y se calló. Finalmente Kessler quiso saber la opinión del doctor Garibay. ¿Quiere que le responda como vecino de Santa Teresa o como forense?, preguntó a su vez Garibay. Como ciudadano común y corriente, dijo Kessler. Un forense difícilmente será jamás un ciudadano común y corriente, dijo Garibay, demasiados cadáveres. La mención de los cadáveres rebajó el entusiasmo de los que allí se congregaban. El procurador del estado de Sonora le hizo entrega de un dossier. Uno de los judiciales dijo que él creía que había, en efecto, un asesino en serie, pero que éste ya estaba en la cárcel. El subprocurador le contó a Kessler la historia de Haas y de la banda de los Bisontes. El otro judicial quiso saber qué pensaba Kessler de los asesinos imitativos. A Kessler le costó entender la pregunta hasta que Conan Mitchell le susurró copycats. El rector de la universidad lo invitó a dar un par de clases magistrales. El presidente municipal le reiteró lo feliz que lo hacía su presencia allí, en la ciudad. Cuando volvió a su hotel, en uno de los coches oficiales de la corporación municipal, Kessler pensó que toda esa gente era, en verdad, muy simpática y hospitalaria, tal como él pensaba que eran los mexicanos. Por la noche, cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó.

El que empezó a matar fue Antonio Uribe, dijo Haas. Daniel lo acompañaba y lo ayudaba después a deshacerse de los cadáveres. Pero poco a poco Daniel se fue interesando, aunque ésta no es la palabra correcta, dijo Haas. ¿Cuál es la palabra correcta?, le preguntaron los periodistas. La diría si no hubiera mujeres escuchando, dijo Haas. Los periodistas se rieron. La periodista de El Independiente de Phoenix dijo que por ella no se anduviera con remilgos. Chuy Pimentel fotografió a la abogada. Una mujer hermosa, a su manera, pensó el fotógrafo: con buen porte, alta, de expresión orgullosa, ¿qué es lo que empuja a una mujer así a pasarse la vida en juzgados y visitando a sus clientes en la cárcel? Dilo, Klaus, dijo la abogada. Haas miró el techo. La palabra correcta, dijo, es calentando. ¿Calentando?, dijeron los periodistas. Daniel Uribe, a fuerza de mirar lo que hacía su primo, se fue calentando, dijo Haas, y poco después él también empezó a violar y a matar. Chale, exclamó la periodista de El Independiente de Phoenix.

En los primeros días de noviembre un grupo de excursionistas de un colegio privado de Santa Teresa encontró los restos de una mujer en la ladera más abrupta del cerro La Asunción, también conocido como cerro Dávila. Desde el teléfono móvil del profesor que iba a cargo del grupo se telefoneó a la policía, que se presentó en el lugar de autos cinco horas después, cuando ya faltaba poco para oscurecer. En la ascensión al cerro uno de los policías, el judicial Élmer Donoso, resbaló y se rompió las dos piernas. Auxiliados por los excursionistas, que no se habían movido del sitio, se procedió a trasladar al judicial a un hospital de Santa Teresa. A la mañana siguiente, de madrugada, el judicial Juan de Dios Martínez, ayudado por varios policías, volvió al cerro La Asunción acompañado por el profesor que había denunciado el hallazgo de los huesos, los cuales fueron localizados esta vez sin ningún problema, procediendo a levantarlos y trasladarlos a las dependencias forenses de la ciudad, en donde se determinó que los restos pertenecían a una mujer, sin poderse establecer las causas de la muerte. Los restos carecían de tejidos blandos y ya ni siquiera tenían fauna cadavérica. En el sitio donde fueron hallados el judicial Juan de Dios Martínez descubrió un pantalón carcomido por la intemperie. Como si le hubieran sacado el pantalón antes de arrojarla contra los matorrales. O como si la hubieran subido desnuda y en una bolsa hubieran metido el pantalón, que luego arrojarían a varios metros de la muerta. La verdad es que nada tenía sentido.

A los doce años dejamos de vernos. El arquitecto Rivera tuvo la ocurrencia de morirse de forma inesperada, sin previo aviso, y de golpe la madre de Kelly se encontró no sólo sin marido sino llena de deudas. La primera medida que tomó fue cambiar a Kelly de colegio y luego vendió su casa de Coyoacán y se fueron a vivir a un apartamento en la colonia Roma. Con Kelly, sin embargo, seguimos llamándonos por teléfono y nos vimos en dos o tres ocasiones. Después dejaron el apartamento de la Roma y se marcharon a Nueva York. Recuerdo que cuando se fue me pasé llorando dos días enteros. Pensaba que nunca más la iba a volver a ver. A los dieciocho años entré en la universidad. Creo que fui la primera mujer de mi familia que lo hizo. Probablemente me dejaron seguir estudiando porque los amenacé con matarme si no me dejaban. Primero estudié Derecho y luego Periodismo. Ahí me di cuenta de que si quería seguir viva, quiero decir seguir viva como lo que era, como Azucena Esquivel Plata, tenía que dar un giro de ciento ochenta grados a mis prioridades, que hasta entonces no diferían sustancialmente de las prioridades de mi familia. Yo, como Kelly, era hija única, y los miembros de mi familia languidecían y se morían uno tras otro. En mi naturaleza no estaba, como puede usted suponer, ni languidecer ni morirme. Me gustaba demasiado la vida. Me gustaba lo que la vida me podía ofrecer a mí, a nadie más que a mí, y que yo, además, estaba segura de merecer. En la universidad empecé a cambiar. Conocí a otra clase de gente. En Derecho a los jóvenes tiburones del PRI, en Periodismo a los perros perdigueros de la política mexicana. Todos me enseñaron algo. Mis profesores me querían. Al principio eso era algo que me desconcertaba. ¿Por qué yo, que parecía salida de un rancho anclado en los primeros años del siglo XIX? ¿Tenía algo especial? ¿Era particularmente atractiva o inteligente? Tonta no era, eso es cierto, pero tampoco muy inteligente. ¿Por qué entonces despertaba esa simpatía entre mis profesores? ¿Por ser la última de los Esquivel Plata a la que le corría sangre por las venas? ¿Y si así fuera, qué más daba, por qué eso me tenía que hacer diferente? Podría escribir un tratado sobre los resortes secretos de la sentimentalidad de los mexicanos. Qué retorcidos que somos. Qué sencillos parecemos o nos mostramos ante los demás y en el fondo qué retorcidos que somos. Qué poquita cosa que somos y de qué manera tan espectacular nos retorcemos ante nosotros mismos y ante los demás, los mexicanos. ¿Y todo para qué? ¿Para ocultar qué? ¿Para hacer creer qué?

A las siete de la mañana se despertó. A las siete y media, duchado y ya vestido con un traje gris perla, camisa blanca y corbata verde, bajó a desayunar. Pidió un jugo de naranja, un café y dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. La mermelada era buena, la mantequilla no. A las ocho y media, mientras ojeaba los informes sobre los crímenes, llegaron dos policías a buscarlo. La actitud de los policías era de entrega total. Parecían dos putas a quienes se les permitía por primera vez vestir a su padrote, pero esto Kessler no lo notó. A las nueve dictó una conferencia a puerta cerrada exclusivamente para un grupo escogido de veinticuatro policías, la mayoría vestidos de civil aunque alguno había que llevaba uniforme. A las diez y media visitó las dependencias de la policía judicial y estuvo un rato examinando y jugando con las computadoras y los programas de identificación de sospechosos ante la mirada satisfecha del séquito de policías que lo acompañaban. A las once y media se fueron todos a comer a un restaurante especializado en comida mexicana y norteña que no quedaba lejos del edificio de los judiciales. Kessler pidió un café y un sándwich de queso, pero los judiciales insistieron en que probara antojitos mexicanos, que el dueño del restaurante en persona trajo en dos grandes bandejas. Al mirar los antojitos Kessler pensó en comida china. Después del café, sin que lo pidiera, le pusieron delante un vasito con jugo de piña. Lo probó y notó de inmediato el alcohol. Muy poco, sólo para aromatizar o para servir de contrapunto al aroma de la piña. El vaso lleno de hielo picado, muy fino. Algunos antojitos eran crujientes y el relleno indescifrable, otros tenían la piel suave, como si se tratara de frutas hervidas, pero rellenas de carne. En una bandeja estaban los picantes y en la otra los que apenas picaban. Kessler probó un par de esta última. Buenos, dijo, muy buenos. Luego probó los picantes y se bebió el resto del jugo de piña. Comen bien estos hijos de puta, pensó. A la una salió con dos judiciales que hablaban inglés a visitar diez lugares que Kessler escogió previamente de entre los dossiers que había recibido. Detrás de su coche se puso en marcha otro coche con tres judiciales más. Primero estuvieron en el barranco de Podestá. Kessler se bajó del coche, se acercó al barranco, sacó un mapa de la ciudad y realizó algunas anotaciones. Luego les pidió a los judiciales que lo llevaran al Fraccionamiento Buenavista. Cuando llegaron ni siquiera se bajó del coche. Extendió el mapa delante de él, realizó encima cuatro garabatos que a los judiciales les resultaron incomprensibles y luego pidió que lo llevaran al cerro Estrella. Llegaron por el sur, a través de la colonia Maytorena, y cuando Kessler preguntó cómo se llamaba ese barrio y los judiciales se lo dijeron, insistió en detenerse y caminar un rato. El coche que los seguía se detuvo junto a ellos y el que conducía preguntó con un gesto a los del coche principal qué pasaba. El judicial que estaba en la calle, junto a Kessler, se encogió de hombros. Al final todos se bajaron y se pusieron a caminar detrás del norteamericano, mientras la gente los miraba de refilón, algunos temiéndose lo peor, otros pensando que se trataba de una partida de narcos, aunque algunos reconocieron en el viejo que caminaba delante del grupo al gran detective del FBI. Al cabo de dos cuadras Kessler descubrió un merendero con las mesas al aire libre, debajo de un parrón y de unas lonas de rayas azules y blancas atadas a unos palos. El suelo era de madera apisonada y el local estaba vacío. Sentémonos un rato, le dijo a uno de los judiciales. Desde el patio se veía el cerro Estrella. Los judiciales juntaron dos mesas y se sentaron y procedieron a encender cigarrillos y no pudieron evitar sonreírse entre ellos, como si dijeran aquí estamos, señor, dispuestos para lo que usted mande. Rostros jóvenes, pensó Kessler, enérgicos, rostros de chicos sanos, algunos morirán antes de llegar a viejos, antes de arrugarse por la edad o el miedo o las cavilaciones inútiles. Una mujer de mediana edad, con un mandil blanco, apareció por el fondo del merendero. Kessler dijo que quería un jugo de piña con hielo, similar al que había tomado por la mañana, pero los policías le aconsejaron que pidiera otra cosa, que el agua con que hacían los jugos, en aquel barrio, no era de fiar. Tardaron en encontrar la palabra inglesa «potable». ¿Qué van a tomar ustedes, amigos?, dijo Kessler. Bacanora, dijeron los policías, y le explicaron que se trataba de una bebida que sólo se destilaba en Sonora, con una especie de agave que únicamente crecía allí y en ningún otro lugar de México. Pues probemos el bacanora, dijo Kessler, mientras unos niños se asomaban al merendero y miraban al grupo de policías y luego echaban a correr. Cuando la mujer volvió llevaba una bandeja con cinco vasos y una botella de bacanora. Ella misma le sirvió y se quedó esperando la opinión de Kessler. Muy bueno, dijo el detective norteamericano mientras la sangre le subía a la cabeza. ¿Usted está aquí por las muertas, señor Kessler?, preguntó la mujer. ¿Cómo sabe mi nombre?, dijo Kessler. Lo vi ayer en la televisión. También he visto sus películas. Ah, mis películas, dijo Kessler. ¿Piensa acabar con las muertes?, dijo la mujer. Es difícil responder a eso, lo intentaré, eso es todo lo que le puedo prometer, dijo Kessler, y el judicial se lo tradujo a la mujer. Desde donde estaban, bajo las lonas de rayas azules y blancas, el cerro Estrella parecía una estructura de yeso. Las estrías negras debían de ser basura. Las estrías marrones, casas o casuchas que se aguantaban en precario y extraño equilibrio. Las estrías rojas, tal vez trozos de hierro picados por la intemperie. Bueno el bacanora, dijo Kessler cuando se levantó de la mesa y dejó caer un billete de diez dólares que los judiciales le devolvieron de inmediato. Aquí es usted nuestro invitado, señor Kessler. Aquí está usted en su casa, señor Kessler. Para nosotros es un honor estar con usted. Patrullar con usted. ¿Estamos patrullando?, preguntó Kessler con una sonrisa. La mujer los vio irse desde el fondo del merendero, a medias velada, como una estatua, por una cortina azul que separaba la cocina o lo que fuera de las mesas. ¿Quién ha subido esos hierros a lo alto del cerro?, pensó Kessler.

¿Y tú, Klaus, desde cuándo sabes todo esto? Desde hace mucho, dijo Haas. ¿Y por qué no lo dijiste antes? Porque tenía que verificar la información, dijo Haas. ¿Cómo puedes verificar nada estando en la cárcel?, dijo la periodista de El Independiente. No volvamos a lo mismo, dijo Haas. Tengo mis contactos, tengo amigos, tengo gente que se entera de cosas. ¿Y, según tus contactos, dónde están ahora esos Uribe? Hace seis meses que desaparecieron, dijo Haas. ¿Desaparecieron de Santa Teresa? Correcto, desaparecieron de Santa Teresa, aunque hay personas que dicen haberlos visto en Tucson, en Phoenix, hasta en Los Ángeles, dijo Haas. ¿Cómo podemos verificarlo nosotros? Muy sencillo, consigan los teléfonos de sus padres y pregunten por ellos, dijo Haas con una sonrisa de triunfo.

El doce de noviembre el judicial Juan de Dios Martínez escuchó por la frecuencia de la policía que se había encontrado el cuerpo de otra mujer asesinada en Santa Teresa. Aunque no le había sido asignado el caso se dirigió al lugar de los hechos, entre las calles Caribe y Bermudas, en la colonia Félix Gómez. La muerta se llamaba Angélica Ochoa y tal como le contaron los policías que acordonaban la calle, todo parecía más un ajuste de cuentas que un delito sexual. Poco antes de que se cometiera el crimen dos policías vieron a una pareja discutir acaloradamente en la acera, junto a la discoteca El Vaquero, pero no quisieron intervenir al pensar que se trataba de la clásica rencilla entre enamorados. Angélica Ochoa tenía un impacto de arma de fuego en la sien izquierda con orificio de salida por el oído derecho. Una segunda bala en la mejilla, con salida en el lado derecho del cuello. Una tercera bala en la rodilla derecha. Una cuarta en el muslo izquierdo. Y una quinta y última bala en el muslo derecho. La secuencia de los disparos, pensó Juan de Dios, probablemente se inició por la quinta bala y terminó con la primera, el tiro de gracia en la sien izquierda. ¿En dónde se hallaban, en el momento de producirse los disparos, los policías que habían visto reñir a la pareja? Interrogados, no supieron dar una explicación coherente. Dijeron haber oído los balazos, dieron media vuelta, regresaron a la calle Caribe y allí ya sólo estaba Angélica tirada en el suelo y los curiosos que empezaban a asomarse por las puertas de los locales vecinos. Al día siguiente del suceso la policía declaró que el crimen era de índole pasional y que el probable homicida se llamaba Rubén Gómez Arancibia, un padrote de la zona conocido también por el alias de la Venada, no porque se pareciera a dicho animal sino porque a veces contaba que había venadeado a muchos hombres, que es como si dijéramos que había cazado a muchos hombres, a traición y con ventaja, como correspondía a un padrote de segunda o tercera fila. Angélica Ochoa era su mujer y según parece la Venada oyó que pretendía abandonarlo. Probablemente, pensó Juan de Dios sentado al volante de su coche, el coche detenido en una esquina oscura, el asesinato no había sido premeditado. Probablemente, al principio, la Venada sólo quiso hacer daño o atemorizar o advertir, de ahí el balazo al muslo derecho, luego, al ver el rostro de dolor o de sorpresa de Angélica, a la rabia se le añadió el sentido del humor, el abismo del humor, que se manifestó en un deseo de simetría, y entonces disparó sobre su muslo izquierdo. A partir de ese momento ya no pudo contenerse. Las puertas estaban abiertas. Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y trató de llorar pero no pudo. Los intentos de la policía por encontrar a la Venada fueron vanos. Había desaparecido.

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