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La parte de los críticos

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soft-landing, dijo Pelletier), ella se decidiera definitivamente por uno de los dos, o por ninguno, dijo Espinoza, en cualquier caso una decisión que quedaba en sus manos, en las de Norton, y que ella podía tomar cuando quisiera, en el momento en que más le acomodara, incluso no tomar nunca, postergarla y diferirla y retrasarla y dilatarla y prorrogarla y aplazarla hasta su lecho de muerte, a ellos les daba lo mismo, pues tan enamorados se sentían ahora, que Liz los mantenía en el limbo, como antes, cuando eran sus amantes o coamantes en activo, como la iban a amar después, cuando ella eligiera a uno, o después (un después sólo un poco más amargo, de amargura compartida, es decir de amargura en cierta forma mitigada), cuando ella, si así era su voluntad, no eligiera a ninguno. A lo cual Norton respondió con una pregunta, en la que era dable ver algo de retórica, pero una pregunta plausible al fin y al cabo: ¿qué sucedería si, mientras ella deshojaba la margarita, uno de ellos, Pelletier, por ejemplo, se enamoraba instantáneamente de una alumna más joven y más guapa que ella, y también más rica, y mucho más encantadora? ¿Debía ella considerar roto el pacto y desechar automáticamente a Espinoza? ¿O debía, por el contrario, quedarse con el español, puesto que no podía quedarse con nadie más? A lo que Pelletier y Espinoza respondieron que la posibilidad real de que su ejemplo se cumpliera era remotísima, y que ella, con o sin ejemplo, podía hacer lo que quisiera, incluso meterse monja, si ése era su deseo.

—Cada uno de nosotros lo que quiere es casarse contigo, vivir contigo, tener hijos contigo, envejecer contigo, pero ahora, en este momento de nuestras vidas, lo único que queremos es conservar tu amistad.

A partir de esa noche los vuelos a Londres se reanudaron. A veces aparecía Espinoza, otras veces Pelletier, y en algunas ocasiones aparecían ambos. Cuando esto sucedía solían alojarse en el hotel de siempre, un hotel pequeño e incómodo en Foley Street, cerca del Middlesex Hospital. Cuando abandonaban la casa de Norton, a veces solían dar un paseo por los alrededores del hotel, generalmente silenciosos, frustrados, de alguna forma agotados por la simpatía y el encanto que se obligaban a desplegar durante estas visitas conjuntas. En no pocas ocasiones se quedaban quietos, detenidos junto al farol de la esquina, observando a las ambulancias que entraban o salían del hospital. Los enfermeros ingleses hablaban a gritos, aunque el sonido de sus vozarrones les llegaba en sordina.

Una noche, mientras contemplaban la entrada desacostumbradamente vacía del hospital, se preguntaron por qué, cuando venían juntos a Londres, ninguno de los dos se quedaba en el departamento de Liz. Por cortesía, probablemente, se dijeron. Pero ninguno de los dos creía ya en ese tipo de cortesía. Y también se preguntaron, al principio renuentes y al final con vehemencia, por qué no se acostaban los tres juntos. Aquella noche una luz verde y enfermiza salía de las puertas del hospital, un verde claro como de piscina, y un enfermero fumaba un cigarrillo, de pie, en medio de la acera, y entre los coches aparcados había uno con la luz encendida, una luz amarilla como de nido, pero no un nido cualquiera sino un nido posguerra nuclear, un nido en donde ya no tenían cabida las certezas sino el frío y el abatimiento y la desidia.

Una noche, mientras hablaba por teléfono con Norton desde París o desde Madrid, uno de ellos sacó a colación el tema. Para su sorpresa Norton le dijo que ella también, desde hacía tiempo, se había planteado esa posibilidad.

—No creo que te lo propongamos nunca —dijo el que hablaba por teléfono.

—Ya lo sé —dijo Norton—. Os da miedo. Esperáis que sea yo la que dé el primer paso.

—No lo sé —dijo el que hablaba por teléfono—, tal vez no sea tan simple como eso.

En un par de ocasiones volvieron a encontrarse a Pritchard. El joven larguirucho ya no se mostraba tan malhumorado como antes, si bien es cierto que los encuentros fueron casuales, sin tiempo para desplantes ni violencias. Espinoza llegaba al piso de Norton cuando Pritchard se iba, Pelletier se cruzó con él una vez en la escalera. Este último encuentro, sin embargo, aunque breve fue significativo. Pelletier saludó a Pritchard, Pritchard saludó a Pelletier, y cuando ya ambos se habían dado la espalda Pritchard se volvió y llamó a Pelletier con un siseo.

—¿Quieres un consejo? —le dijo. Pelletier lo miró alarmado—. Ya sé que no lo quieres, viejo, pero igual te lo voy a dar. Ten cuidado —dijo Pritchard.

—¿Cuidado de qué? —atinó a decir Pelletier.

—De la Medusa —dijo Pritchard—, guárdate de la Medusa.

Y luego, antes de seguir bajando la escalera, añadió:

—Cuando la tengas en las manos te va a explotar.

Durante un rato Pelletier se quedó inmóvil, oyendo los pasos de Pritchard en la escalera y luego el ruido de la puerta de la calle que se abría y se cerraba. Sólo cuando el silencio se hizo insoportable volvió a subir por la escalera, pensativo y a oscuras.

Nada le contó a Norton de su incidente con Pritchard, pero cuando estuvo en París le faltó tiempo para llamar a Espinoza por teléfono y narrarle este enigmático encuentro.

—Es extraño —dijo el español—. Parece un aviso, pero también una amenaza.

—Además —dijo Pelletier—, Medusa es una de las tres hijas de Forcis y Ceto, las llamadas Gorgonas, tres monstruos marinos. Según Hesíodo, Esteno y Euríale, las otras dos hermanas, eran inmortales. Medusa, por el contrario, era mortal.

—¿Has estado leyendo mitología clásica? —dijo Espinoza.

—Es lo primero que he hecho apenas llegué a casa —dijo Pelletier—. Escucha esto: cuando Perseo le cortó la cabeza a Medusa de su cuerpo salió Crisaor, el padre del monstruo Geríones, y el caballo Pegaso.

—¿El caballo Pegaso salió del cuerpo de Medusa? Joder —dijo Espinoza.

—Sí, Pegaso, el caballo alado, que para mí representa el amor.

—¿Para ti Pegaso representa el amor? —dijo Espinoza.

—Pues sí.

—Es raro —dijo Espinoza.

—Bueno, son las cosas del liceo francés —dijo Pelletier.

—¿Y tú crees que Pritchard sabe estas cosas?

—Es imposible —dijo Pelletier—, aunque vaya uno a saber, pero no, no creo.

—¿Entonces qué conclusión sacas?

—Pues que Pritchard me pone, nos pone, en guardia contra un peligro que nosotros no vemos. O bien que Pritchard quiso decirme que sólo tras la muerte de Norton yo encontraré, nosotros encontraremos, el amor verdadero.

—¿La muerte de Norton? —dijo Espinoza.

—Claro, ¿es que no lo ves?, Pritchard se ve a sí mismo como Perseo, el asesino de Medusa.

Durante un tiempo, Espinoza y Pelletier anduvieron como espiritados. Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al Nobel, los dejaba indiferentes. Sus trabajos en la universidad, sus colaboraciones periódicas con revistas de distintos departamentos de germánicas del mundo, sus clases e incluso los congresos a los que asistían como sonámbulos o como detectives drogados, se resintieron. Estaban pero no estaban. Hablaban pero pensaban en otra cosa. Lo único que les interesaba de verdad era Pritchard. La presencia ominosa de Pritchard que rondaba a Norton casi todo el tiempo. Un Pritchard que identificaba a Norton con Medusa, con la Gorgona, un Pritchard del que ellos, espectadores discretísimos, apenas sabían nada.

Para compensarlo empezaron a preguntar por él a la única persona que podía darles algunas respuestas. Al principio Norton se mostró renuente a hablar. Era profesor, tal como habían supuesto, pero no trabajaba en la universidad sino en una escuela de enseñanza secundaria. No era de Londres sino de un pueblo cercano a Bournemouth. Había estudiado en Oxford durante un año, y luego, incomprensiblemente para Espinoza y Pelletier, se había trasladado a Londres, en cuya universidad terminó sus estudios. Era de izquierdas, de una izquierda

posible, y según Norton en alguna ocasión le había hablado de sus planes, que nunca se concretaban en una acción definida, de ingresar en el Partido Laborista. La escuela donde daba clases era una escuela pública con una buena porción de alumnos procedentes de familias de inmigrantes. Era impulsivo y generoso y no tenía demasiada imaginación, algo que Pelletier y Espinoza ya daban por sentado. Pero esto no los tranquilizaba.

—Un cabrón puede no tener imaginación y luego realizar un único acto de imaginación, en el momento más inesperado —dijo Espinoza.

—Inglaterra está llena de cerdos de esta especie —fue la opinión de Pelletier.

Una noche, mientras hablaban por teléfono desde Madrid a París, descubrieron sin sorpresa (la verdad es que sin un ápice de sorpresa) que ambos odiaban, y cada vez más, a Pritchard.

Durante el siguiente congreso al que asistieron («La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX», un encuentro de dos días de duración en Bolonia, copado por los jóvenes archimboldianos italianos y por una hornada de archimboldianos neoestructuralistas de varios países de Europa) decidieron contarle a Morini todo lo que les había pasado en los últimos meses y todos los temores que abrigaban con respecto a Norton y Pritchard.

Morini, que estaba un poco más desmejorado que la última vez (aunque ni el español ni el francés se dieron cuenta), los escuchó pacientemente en el bar del hotel y en una trattoria cercana a la sede del encuentro y en un restaurante carísimo de la parte vieja de la ciudad y paseando al azar por las calles boloñesas mientras ellos empujaban su silla de ruedas sin dejar de hablar en ningún momento. Al final, cuando quisieron recabar su opinión sobre el embrollo sentimental, real o imaginario, en el que estaban metidos, Morini sólo preguntó si alguno de ellos, o ambos, le había preguntado a Norton si amaba o si se sentía atraída por Pritchard. Tuvieron que confesar que no, que por delicadeza, por tacto, por finura, por consideración a Norton, en fin, no se lo habían preguntado.

—Pues teníais que haber empezado por ahí —dijo Morini, que aunque se sentía mal, y mareado además por tantas vueltas, no dejó escapar ni un suspiro de queja.

(Y llegados a este punto hay que decir que es cierto el refrán que dice: cría fama y échate a dormir, pues la participación, ya no digamos el aporte, de Espinoza y Pelletier al encuentro «La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX» fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica, como si de pronto estuvieran desgastados o ausentes, envejecidos de forma prematura o bajo los efectos de un

shock, algo que no pasó inadvertido para algunos de los asistentes acostumbrados a la energía que el español y el francés solían desplegar, a veces incluso sin miramientos, en este tipo de eventos, ni tampoco pasó inadvertida para la camada última de archimboldianos, chicos y chicas recién salidos de la universidad, chicos y chicas con un doctorado todavía caliente bajo el brazo y que pretendían, sin parar mientes en los medios, imponer su particular lectura de Archimboldi, como misioneros dispuestos a imponer la fe en Dios aunque para ello fuera menester pactar con el diablo, gente en general, digamos, racionalista, no en el sentido filosófico sino en el sentido literal de la palabra, que suele ser peyorativo, a quienes no les interesaba tanto la literatura como la crítica literaria, el único campo según ellos —o según algunos de ellos— en donde todavía era posible la revolución, y que de alguna manera se comportaban no como jóvenes sino como

nuevos jóvenes, en la misma medida en que hay ricos y nuevos ricos, gente en general, repitámoslo, lúcida, aunque a menudo negada para hacer la O con un palito, y quienes, aunque advirtieron un estar y no estar, una presencia ausencia en el paso fugaz de Pelletier y Espinoza por Bolonia, fueron incapaces de apercibirse de lo que verdaderamente importaba: su absoluto aburrimiento por todo lo que se decía allí sobre Archimboldi, su forma de exponerse a las miradas ajenas, similar, en su falta de astucia, a los andares de las víctimas de los caníbales, que ellos, caníbales entusiastas y

siempre hambrientos, no vieron, sus rostros de treintañeros abotargados por el éxito, sus visajes que iban desde el hastío hasta la locura, sus balbuceos en clave que sólo decían una palabra:

quiéreme, o tal vez una palabra y una frase:

quiéreme, déjame quererte, pero que nadie, evidentemente, entendía).

Así que Pelletier y Espinoza, que pasaron por Bolonia como dos fantasmas, en su siguiente visita a Londres le preguntaron a Norton, diríase que resollantes, como si no hubieran dejado de correr o de trotar, en sueños o en la realidad, pero ininterrumpidamente, si ésta, la querida Liz que no había podido ir a Bolonia, amaba o quería a Pritchard.

Y Norton les dijo que no. Y luego les dijo que tal vez sí, que era difícil dar una respuesta concluyente a este respecto. Y Pelletier y Espinoza le dijeron que ellos necesitaban saberlo, es decir que necesitaban una confirmación definitiva. Y Norton les dijo que por qué ahora, precisamente, se interesaban por Pritchard.

Y Pelletier y Espinoza le dijeron, casi al borde de las lágrimas, que si no ahora, ¿cuándo?

Y Norton les preguntó si estaban celosos. Y entonces ellos le dijeron que hasta ahí podíamos llegar, que celosos en modo alguno, que tal como llevaban ellos su amistad acusarlos de tener celos casi era un insulto.

Y Norton les dijo que sólo era una pregunta. Y Pelletier y Espinoza le dijeron que no estaban dispuestos a responder a una pregunta tan cáustica o capciosa o mal intencionada. Y luego se fueron a cenar y los tres bebieron más de la cuenta, felices como niños, hablando de los celos y de las funestas consecuencias de éstos. Y también hablando de la inevitabilidad de los celos. Y hablando de la necesidad de los celos, como si los celos fueran necesarios en medio de la noche. Para no mencionar la dulzura y las heridas abiertas que en ocasiones, y bajo ciertas miradas, son golosinas. Y a la salida tomaron un taxi y siguieron discurseando.

Y el taxista, un paquistaní, durante los primeros minutos los observó por el espejo retrovisor, en silencio, como si no diera crédito a sus oídos, y luego dijo algo en su lengua y el taxi pasó por Harmsworth Park y el Imperial War Museum, por Brook Street y luego por Austral y luego por Geraldine, dando la vuelta al parque, una maniobra a todas luces innecesaria. Y cuando Norton le dijo que se había perdido y le indicó qué calles debía tomar para enderezar el rumbo el taxista permaneció, otra vez, en silencio, sin más murmullos en su lengua incomprensible, para luego reconocer que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientarlo.

Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.

Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George’s Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asqueroso vehículo que nosotros preferimos apearnos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparcaba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que primero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní después de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, menos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en

inglés, sin importarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete el islam por el culo, allí es donde debe estar, esta patada es por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban más bien malo, pero cuya mención les pareció pertinente), esta patada es de parte de las feministas de París (parad de una puta vez, les gritaba Norton), esta patada es de parte de las feministas de Nueva York (lo vais a matar, les gritaba Norton), esta patada es de parte del fantasma de Valerie Solanas, hijo de mala madre, y así, hasta dejarlo inconsciente y sangrando por todos los orificios de la cabeza, menos por los ojos.

Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el

ménage à trois con el que tanto habían fantaseado.

Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple. Por Saint George’s Road pasaban algunos coches, pero ellos eran invisibles a cualquiera que a aquella hora transitara a bordo de un vehículo. En el cielo no había ni una sola estrella. La noche, sin embargo, era clara: lo veían todo con detalle, incluso los contornos de las cosas más pequeñas, como si de pronto un ángel hubiese puesto sobre sus ojos unos lentes de visión nocturna. Sentían la piel tersa, suavísima al tacto, aunque en realidad los tres estaban sudando. Por un momento Espinoza y Pelletier creyeron que habían matado al paquistaní. Por la cabeza de Norton debió de pasar una idea parecida, pues se inclinó sobre el taxista y le buscó el pulso. Moverse, agacharse, le dolió como si los huesos de sus piernas estuvieran desencajados.

Un grupo de personas salió por Garden Row cantando una canción. Se reían. Tres hombres y dos mujeres. Sin moverse, giraron la cabeza en aquella dirección y esperaron. El grupo empezó a caminar hacia donde estaban ellos.

—El taxi —dijo Pelletier—, vienen a por el taxi.

Sólo en ese momento se dieron cuenta de que la luz interior del taxi estaba encendida.

—Vamos —dijo Espinoza.

Pelletier cogió a Norton por los hombros y la ayudó a levantarse. Espinoza se había sentado al volante y les daba prisa. A empujones, Pelletier metió a Norton en el asiento posterior y luego entró él. El grupo de Garden Row avanzaba directo hacia el rincón donde yacía el taxista.

—Está vivo, respira —dijo Norton.

Espinoza puso en marcha el coche y salieron de allí. Al otro lado del Támesis, en una callecita cercana a Old Marylebone, abandonaron el taxi y caminaron durante un rato. Quisieron hablar con Norton, explicarle lo que había sucedido, pero ella ni siquiera les permitió que la acompañaran hasta su casa.

Al día siguiente buscaron en la prensa, mientras se servían un copioso desayuno en el hotel, alguna noticia sobre el taxista paquistaní, pero en ninguna parte lo mencionaban. Después de desayunar salieron en busca de los periódicos sensacionalistas. Tampoco allí encontraron nada.

Llamaron por teléfono a Norton, la cual ya no parecía tan enojada como la noche anterior. Le aseguraron que era urgente que se vieran esa tarde. Que tenían algo importante que decirle. Norton les contestó que ella también tenía algo importante que decirles. Para matar el tiempo salieron a dar una vuelta por el barrio. Durante unos minutos se entretuvieron contemplando las ambulancias que entraban y salían del Middlesex Hospital, alucinando con cada enfermo y herido que ingresaba, en cada uno de los cuales creían ver los rasgos del paquistaní a quien habían triturado, hasta que se aburrieron y se fueron a pasear, con la conciencia más tranquila, por Charing Cross hasta el Strand. Se hicieron, como es natural, confidencias. Abrieron mutuamente sus corazones. Lo que más les preocupaba era que la policía los buscara y finalmente los atrapara.

—Antes de abandonar el taxi —confesó Espinoza— borré mis huellas con el pañuelo.

—Ya lo sé —dijo Pelletier—, te vi e hice lo mismo: borré mis huellas y las huellas de Liz.

Recapitularon, cada vez con menor énfasis, la concatenación de hechos que los arrastraron a pegarle, finalmente, al taxista. Pritchard, sin duda. Y la Gorgona, esa Medusa inocente y mortal, segregada del resto de sus hermanas inmortales. Y la amenaza velada o no tan velada. Y los nervios. Y la ofensa de aquel patán ignorante. Echaron de menos un aparato de radio, para enterarse de los sucesos de última hora. Hablaron de la sensación que ambos sintieron mientras golpeaban el cuerpo caído. Una mezcla de sueño y deseo sexual. ¿Deseo de follar a aquel pobre desgraciado? ¡En modo alguno! Más bien, como si se estuvieran follando a sí mismos. Como si escarbaran en sí mismos. Con las uñas largas y las manos vacías. Aunque si uno tiene las uñas largas tampoco se puede decir que tenga necesariamente las manos vacías. Pero ellos, en esa especie de sueño, escarbaban y escarbaban, desgajando tejidos y destrozando venas y dañando órganos vitales. ¿Qué buscaban? No lo sabían. Tampoco, a esas alturas, les interesaba.

Por la tarde vieron a Norton y le dijeron todo lo que sabían o temían de Pritchard. La Gorgona, la muerte de la Gorgona. La mujer que explota. Ella los dejó hablar hasta que se les acabaron las palabras. Luego los tranquilizó. Pritchard era incapaz de matar una mosca, les dijo. Ellos pensaron en Anthony Perkins, que aseguraba ser incapaz de hacerle daño a una mosca y luego pasó lo que pasó, pero prefirieron no discutir y aceptaron, sin convencimiento, sus argumentos. Después Norton se sentó y les dijo que lo que no tenía explicación era lo que había pasado la noche anterior.

Le preguntaron, como para desviar su culpabilidad, si sabía algo del paquistaní. Norton dijo que sí. En el informativo local de una televisión había aparecido la noticia. Un grupo de amigos, probablemente la gente que ellos vieron salir de Garden Row, encontraron el cuerpo del taxista y llamaron a la policía. Tenía cuatro costillas rotas, conmoción cerebral, la nariz partida y había perdido toda la parte superior de la dentadura. Ahora estaba en el hospital.

—La culpa fue mía —dijo Espinoza—, sus insultos me hicieron perder los nervios.

—Lo mejor será que dejemos de vernos durante un tiempo —dijo Norton—, tengo que pensar detenidamente en esto.

Pelletier estuvo de acuerdo, pero Espinoza siguió echándose la culpa: que Norton dejara de verlo a él le parecía justo, no así que dejara de ver a Pelletier.

—Basta ya de decir tonterías —le dijo Pelletier en voz baja, y Espinoza sólo entonces se dio cuenta de que, en efecto, estaba diciendo sandeces.

Esa misma noche volvieron a sus respectivas casas.

Al llegar a Madrid Espinoza sufrió una pequeña crisis nerviosa. En el taxi que lo llevaba hasta su casa se puso a llorar, de forma discreta, tapándose los ojos con la mano, pero el taxista se dio cuenta de que lloraba y le preguntó qué le pasaba, si se sentía mal.

—Me siento bien —dijo Espinoza—, sólo un poco nervioso.

—¿Es usted de aquí? —dijo el taxista.

—Sí —dijo Espinoza—, soy madrileño.

Durante un rato ambos permanecieron sin decir nada. Luego el taxista volvió al ataque y le preguntó si le interesaba el fútbol. Espinoza dijo que no, que nunca le había interesado ni ese ni ningún otro deporte. Y añadió, como para no cortar de golpe la conversación, que anoche casi había matado a un hombre.

—No me diga —dijo el taxista.

—Pues sí —dijo Espinoza—, casi lo maté.

—¿Y eso por qué? —dijo el taxista.

—Por un pronto —dijo Espinoza.

—¿En el extranjero? —dijo el taxista.

—Sí —dijo Espinoza riéndose por primera vez—, fuera de aquí, fuera de aquí, y además el tipo tenía una profesión muy rara.

Pelletier, por el contrario, ni tuvo una pequeña crisis nerviosa ni habló con el taxista que lo llevó hasta su apartamento. Al llegar se duchó y se preparó un poco de pasta italiana con aceite de oliva y queso. Luego revisó su correspondencia electrónica, contestó algunas cartas y se fue a la cama con una novela de un joven autor francés, más bien intrascendente pero divertida, y con una revista de estudios literarios. Al poco rato se durmió y tuvo el siguiente y extrañísimo sueño: estaba casado con Norton y vivían en una amplia casa, cerca de un acantilado desde el que se veía una playa llena de gente en bañador que tomaba el sol o practicaba la natación sin alejarse, por otra parte, demasiado de la orilla.

Los días eran breves. Desde su ventana veía, casi sin cesar, puestas de sol y amaneceres. En ocasiones Norton se acercaba a donde estaba él y le decía algo, pero sin trasponer jamás el umbral de la habitación. La gente de la playa siempre estaba allí. A veces tenía la impresión de que por las noches no volvían a sus casas o que se iban, todos juntos, cuando estaba oscuro, para volver, en una larga procesión, cuando aún no había amanecido. Otras veces, si cerraba los ojos, podía sobrevolar la playa como una gaviota y podía ver a los bañistas de cerca. Los había de todos los tipos, aunque predominaban los adultos, treintañeros, cuarentañeros, cincuentañeros, y todos daban la impresión de estar concentrados en actividades nimias, como echarse aceite por el cuerpo, comer un sándwich, escuchar con más educación que interés la conversación de un amigo, de un pariente o de un vecino de toalla. En ocasiones, sin embargo, aunque con discreción, los bañistas se levantaban y contemplaban, no más de un segundo o dos, el horizonte, un horizonte calmo, sin nubes, de un azul transparente.

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