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La parte de los críticos

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Cuando Pelletier abría los ojos reflexionaba sobre la actitud de los bañistas. Era evidente que esperaban algo, pero tampoco se podía decir que les fuera la vida en esa espera. Simplemente, cada cierto tiempo, adquirían una actitud más atenta, sus ojos vigilaban durante uno o dos segundos el horizonte, y luego volvían a integrarse en el flujo del tiempo de la playa, sin dejar entrever un quiebre o una vacilación. Ensimismado en la observación de los bañistas Pelletier olvidaba a Norton, confiado, tal vez, en su presencia en la casa, una presencia que atestiguaban los ruidos que de tanto en tanto procedían del interior, de las habitaciones que no tenían ventanas o cuyas ventanas daban al campo o a la montaña, no al mar ni a la playa rebosante. Dormía, eso lo descubrió cuando el sueño ya estaba muy avanzado, sentado en una silla, junto a su mesa de trabajo y la ventana. Y seguramente dormía pocas horas, incluso cuando el sol se ponía procuraba mantenerse despierto el máximo tiempo posible, con los ojos fijos en la playa, ahora un lienzo negro o el fondo de un pozo, por si veía alguna luz, el dibujo de una linterna, las llamas vacilantes de una hoguera. Perdía la noción del tiempo. Vagamente recordaba una escena confusa que lo avergonzaba y enfervorizaba a partes iguales. Los papeles que tenía sobre la mesa eran manuscritos de Archimboldi o como tales los había comprado, aunque al repasarlos se daba cuenta de que estaban escritos en francés y no en alemán. Junto a él había un teléfono que nunca sonaba. Los días cada vez eran más calurosos.

Una mañana, cerca del mediodía, vio a los bañistas que suspendían sus actividades y contemplaban, todos a la vez, como era usual, el horizonte. No pasaba nada. Pero entonces, por primera vez, los bañistas se daban la vuelta y empezaban a abandonar la playa. Algunos se deslizaban por una carretera de tierra que había entre dos cerros, otros marchaban a campo abierto, agarrándose a las matas y a las piedras. Unos pocos se perdían en dirección al desfiladero y Pelletier no los veía pero sabía que iniciaban una lenta escalada. Sobre la playa sólo quedaba un bulto, una mancha oscura que sobresalía de una fosa amarilla. Durante un instante Pelletier sopesaba la conveniencia de bajar a la playa y proceder a enterrar, con todas las precauciones que el caso exigía, el bulto en el fondo del agujero. Pero tan sólo de imaginar el largo camino que tenía que recorrer para llegar a la playa se ponía a sudar, y cada vez sudaba más, como si una vez abierta la espita no pudiera cerrarse.

Y entonces observaba un temblor en el mar, como si el agua también sudara, es decir, como si el agua se pusiera a hervir. Un hervor apenas perceptible que se desparramaba en ondas, hasta montarse en las olas que iban a morir a la playa. Y entonces Pelletier sentía que se estaba mareando y un ruido de abejas llegaba del exterior. Y cuando el ruido de abejas cesaba se instalaba un silencio aún peor en la casa y en las áreas circundantes. Y Pelletier gritaba el nombre de Norton y la llamaba, pero nadie acudía a su llamado, como si el silencio se hubiera tragado su llamada de auxilio. Y entonces Pelletier se ponía a llorar y veía que del fondo del mar metalizado emergía lo que quedaba de una estatua. Un trozo de piedra informe, gigantesco, desgastado por el tiempo y por el agua, pero en donde aún se podía ver, con total claridad, una mano, la muñeca, parte del antebrazo. Y esa estatua salía del mar y se elevaba por encima de la playa y era horrorosa y al mismo tiempo muy hermosa.

Durante unos días Pelletier y Espinoza se mostraron, cada uno por su lado, compungidos por el affaire con el taxista paquistaní, que daba vueltas alrededor de su mala conciencia como un fantasma o como un generador de electricidad.

Espinoza se preguntó si su comportamiento no revelaba lo que verdaderamente era, es decir un derechista xenófobo y violento. A Pelletier, por el contrario, lo que alimentaba su mala conciencia era el hecho de haber pateado al paquistaní cuando éste ya estaba en el suelo, lo que resultaba francamente antideportivo. ¿Qué necesidad había de hacerlo?, se preguntaba. El taxista ya había recibido su merecido y no hacía falta que él añadiera más violencia a la violencia.

Una noche ambos hablaron largamente por teléfono. Se expusieron sus respectivas aprensiones. Procedieron a reconfortarse. Pero al cabo de pocos minutos volvieron a lamentar el incidente, por más que en su fuero íntimo estuvieran convencidos de que el verdadero derechista y misógino era el paquistaní, de que el violento era el paquistaní, de que el intolerante y mal educado era el paquistaní, de que el que se lo había buscado era el paquistaní, una y mil veces. En estas ocasiones, la verdad, si el taxista se hubiera materializado ante ellos, seguramente lo habrían matado.

Durante mucho tiempo se olvidaron de sus viajes semanales a Londres. Se olvidaron de Pritchard y de la Gorgona. Se olvidaron de Archimboldi, cuyo prestigio crecía a espaldas suyas. Se olvidaron de sus trabajos, que escribían de forma rutinaria y desabrida y que más que trabajos suyos eran de sus discípulos o de profesores ayudantes de sus respectivos departamentos captados para la causa archimboldiana a base de vagas promesas de contratos fijos o subidas de sueldo.

En el curso de un congreso visitaron ambos, mientras Pohl daba una conferencia magistral sobre Archimboldi y la vergüenza en la literatura alemana de posguerra, un burdel en Berlín, en donde se acostaron con dos chicas rubias, muy altas y de largas piernas. Al salir, cerca de medianoche, estaban tan contentos que se pusieron a cantar como niños bajo el diluvio. La experiencia con las putas, algo nuevo en sus vidas, se repitió varias veces en distintas ciudades europeas y finalmente terminó por instalarse en la cotidianidad de sus respectivas ciudades. Otros es posible que se hubieran acostado con alumnas. Ellos, que temían enamorarse o que temían dejar de amar a Norton, se decidieron por las putas.

En París, Pelletier las buscaba a través de Internet y sus resultados casi siempre fueron óptimos. En Madrid, Espinoza las encontraba leyendo los anuncios de relax de

El País, que al menos en este punto le daba un servicio fiable y práctico, no como el suplemento cultural, en donde no se hablaba casi nunca de Archimboldi, y en donde campeaban héroes portugueses, igual que sucedía en el suplemento cultural del

ABC.

—Ay —se quejaba Espinoza en sus conversaciones con Pelletier, buscando acaso algún consuelo—, en España siempre hemos sido provincianos.

—Es verdad —le contestaba Pelletier tras reflexionar su respuesta exactamente dos segundos.

En la singladura de las putas, por otra parte, tampoco salieron indemnes.

Pelletier conoció a una chica llamada Vanessa. Estaba casada y tenía un hijo. A veces se pasaba semanas enteras sin verlos. Según ella, su marido era un santo. Tenía algunos defectos, por ejemplo era árabe, marroquí concretamente, y también era flojo, pero en líneas generales, según Vanessa, se trataba de un tipo con buen rollo, que casi nunca se enojaba por nada y que cuando lo hacía, al contrario que el resto de los hombres, no se ponía violento ni mal educado sino melancólico, triste, apesadumbrado ante un mundo que de pronto se le revelaba demasiado grande e incomprensible. Cuando Pelletier le preguntó si el árabe sabía que hacía de puta, Vanessa dijo que sí, que lo sabía pero que no le importaba pues creía en la libertad de los individuos.

—Entonces es tu chulo —le dijo Pelletier.

Ante esta afirmación Vanessa contestó que era posible, que bien mirado sí era su chulo, pero un chulo distinto del resto de los chulos, que solían exigir demasiado de sus mujeres. El marroquí no le exigía nada. Había épocas, dijo Vanessa, en que ella también entraba en una suerte de pereza consuetudinaria, de languidez permanente, y entonces los tres pasaban apreturas económicas. El marroquí, durante aquellos días, se conformaba con lo que había y procuraba, con poca fortuna, realizar chapuzas que les permitían a los tres ir tirando. Era musulmán y a veces rezaba inclinado hacia La Meca, pero no cabía duda de que se trataba de un musulmán distinto. Según él Alá lo permitía todo o casi todo. Que alguien, conscientemente, le hiciera daño a un niño, eso no lo permitía. Que alguien abusara de un niño, que matara a un niño, que abandonara un niño a una muerte cierta, eso estaba prohibido. Todo lo demás era relativo y a la postre admitido.

En cierta ocasión, le contó Vanessa a Pelletier, viajaron a España. Ella, su hijo y el marroquí. En Barcelona se encontraron con el hermano pequeño del marroquí, que vivía con otra francesa, una chica gorda y alta. Eran músicos, le dijo el marroquí a Vanessa, pero lo cierto es que eran mendigos. Nunca como durante aquellos días vio al marroquí más feliz. Siempre se estaba riendo y contando historias y no se cansaba de caminar por los barrios de Barcelona, hasta llegar al extrarradio o a las montañas desde donde se veía toda la ciudad y el esplendor del Mediterráneo. Nunca, según Vanessa, había visto a un tipo con mayor vitalidad. Niños así de vitales sí que había visto. No muchos, pero unos cuantos. Pero adultos ninguno.

Cuando Pelletier le preguntó a Vanessa si su hijo era también hijo del marroquí la puta le respondió que no, y algo en su respuesta denotaba que la pregunta a ella le parecía ofensiva o hiriente, como una manera de menospreciar a su hijo. Éste era blanco, casi rubio, dijo, y había cumplido seis años cuando ella, si mal no recordaba, conoció al marroquí. En una época terrible de mi vida, dijo sin entrar en detalles. La aparición del marroquí tampoco podía denominarse una aparición providencial. Para ella, cuando lo conoció, era una mala época, pero él, literalmente, era un muerto de hambre.

A Pelletier le gustaba Vanessa y se vieron varias veces. Era una chica joven y alta, de nariz recta, como una griega, y mirada acerada y arrogante. Su desdén por la cultura, sobre todo por la cultura libresca, tenía un algo de liceano, algo en donde se mezclaban la inocencia y la elegancia, algo que concentraba, según creía Pelletier, lo inmaculado en grado tal que Vanessa podía permitirse el lujo de decir cualquier tipo de barbaridad sin que nadie se lo tuviera en cuenta. Una noche, después de hacer el amor, Pelletier se levantó desnudo y buscó entre sus libros una novela de Archimboldi. Después de dudar un rato se decidió por

La máscara de cuero, pensando que Vanessa, con suerte, podía leerla como una novela de terror, podía sentirse atraída por la parte siniestra del libro. A ella, al principio, le sorprendió el regalo y después la emocionó, pues estaba acostumbrada a que sus clientes le regalaran ropa o zapatos o lencería. La verdad es que se puso muy feliz con el libro, más aún cuando Pelletier le explicó quién era Archimboldi y el papel que el escritor alemán tenía en su vida.

—Es como si me regalaras algo tuyo —dijo Vanessa.

Esta afirmación dejó a Pelletier un tanto confuso, pues por una parte efectivamente era así, Archimboldi era ya algo suyo, le pertenecía en la medida en que él, junto con unos pocos más, había iniciado una lectura diferente del alemán, una lectura que iba a

durar, una lectura tan ambiciosa como la escritura de Archimboldi y que acompañaría a la obra de Archimboldi durante mucho tiempo, hasta que la lectura se agotara o hasta que se agotara (pero esto él no lo creía) la escritura archimboldiana, la capacidad de suscitar emociones y revelaciones de la obra archimboldiana, si bien por otra parte no era así, pues en ocasiones, sobre todo después de que él y Espinoza suspendieran sus vuelos a Londres y dejaran de ver a Norton, la obra de Archimboldi, es decir sus novelas y cuentos, era algo, una masa verbal informe y misteriosa, completamente ajena a él, algo que aparecía y desaparecía de forma por demás caprichosa, literalmente un pretexto, una puerta falsa, el alias de un asesino, una bañera de hotel llena de líquido amniótico en donde él, Jean-Claude Pelletier, terminaría suicidándose, porque sí, gratuitamente, aturdidamente, porque por qué no.

Tal como él esperaba, Vanessa nunca le dijo qué le había parecido el libro. Una mañana la acompañó hasta su casa. Vivía en un barrio obrero en donde no escaseaban los inmigrantes. Cuando llegaron su hijo estaba viendo la tele y Vanessa lo regañó porque no había ido a la escuela. El niño le dijo que se sentía mal del estómago y Vanessa le preparó de inmediato una infusión de hierbas. Pelletier la observó moverse por la cocina. La energía desplegada por Vanessa no tenía freno y el noventa por ciento se perdía en movimientos inútiles. La casa era un completo desorden, que atribuyó en parte al niño y al marroquí, pero del que básicamente era responsable Vanessa.

Al poco rato, atraído por los ruidos de la cocina (cucharas que se caían al suelo, un vaso roto, gritos dirigidos a nadie preguntando en dónde diablos estaba la hierba para la infusión), apareció el marroquí. Sin que nadie los presentara se estrecharon la mano. El marroquí era bajito y delgado. Pronto el niño iba a ser más alto y más fuerte que él. Llevaba un bigote poblado y se estaba quedando calvo. Después de saludar a Pelletier, aún medio dormido, se sentó en el sofá y se puso a contemplar los dibujos animados junto con el niño. Cuando Vanessa salió de la cocina Pelletier dijo que se tenía que marchar.

—No hay ningún problema —dijo ella.

Su respuesta le pareció contener cierta dosis de agresividad, pero luego recordó que Vanessa era así. El niño probó un sorbo de la infusión y dijo que le faltaba azúcar y ya no volvió a tocar el vaso humeante en donde flotaban unas hojas que a Pelletier le parecieron extrañas y sospechosas.

Esa mañana, mientras estaba en la universidad, se pasó los ratos muertos pensando en Vanessa. Cuando la volvió a ver no hicieron el amor, aunque le pagó como si lo hubieran hecho, y durante horas estuvieron hablando. Antes de quedarse dormido Pelletier había sacado algunas conclusiones: Vanessa estaba perfectamente preparada, tanto anímica como físicamente, para vivir en la Edad Media. Para ella el concepto «vida moderna» no tenía sentido. Confiaba mucho más en lo que veía que en los medios de comunicación. Era desconfiada y valiente, aunque su valor, contradictoriamente, la hacía confiar, por ejemplo, en un camarero, un revisor de tren, una colega en apuros, los cuales casi siempre traicionaban o defraudaban la confianza depositada en ellos. Estas traiciones la ponían fuera de sí y podían llevarla a situaciones de violencia impensables. También era rencorosa y se jactaba de decir las cosas a la cara, sin tapujos. Se consideraba a sí misma una mujer libre y tenía respuestas para todo. Lo que no entendía no le interesaba. No pensaba en el futuro, ni siquiera en el futuro de su hijo, sino en el presente, un presente perpetuo. Era bonita pero no se consideraba bonita. Más de la mitad de sus amigos eran inmigrantes magrebíes pero ella, que no llegó a votar jamás a Le Pen, veía en la inmigración un peligro para Francia.

—A las putas —le dijo Espinoza la noche en que Pelletier le habló de Vanessa— hay que follárselas, no servirles de psicoanalista.

Espinoza, al contrario que su amigo, no recordaba el nombre de ninguna. Por un lado estaban los cuerpos y las caras, por el otro lado, en una suerte de tubo de ventilación, circulaban las Lorenas, las Lolas, las Martas, las Paulas, las Susanas, nombres carentes de cuerpos, rostros carentes de nombres.

Nunca repetía. Conoció a una dominicana, a una brasileña, a tres andaluzas, a una catalana. Aprendió, desde la primera vez, a ser el hombre silencioso, el tipo bien vestido que paga e indica, a veces con un gesto, lo que quiere, y que luego se viste y se marcha como si nunca hubiera estado allí. Conoció a una chilena que se anunciaba como chilena y a una colombiana que se anunciaba como colombiana, como si ambas nacionalidades tuvieran un morbo añadido. Lo hizo con una francesa, con dos polacas, con una rusa, con una ucraniana, con una alemana. Una noche se acostó con una mexicana y ésa fue la mejor.

Como siempre, se metieron en un hotel y al despertar por la mañana la mexicana ya no estaba. Aquel día fue extraño. Como si algo hubiera reventado dentro de él. Se quedó largo rato sentado en la cama, desnudo, con los pies apoyados en el suelo, intentando recordar algo impreciso. Al meterse en la ducha se dio cuenta de que tenía una marca debajo de la ingle. Era como si alguien le hubiera succionado o puesto una sanguijuela en la pierna izquierda. El morado era grande como el puño de un niño. Lo primero que pensó fue que la puta le había hecho un chupón y trató de recordarlo, pero no pudo, las únicas imágenes que recordaba eran las de él encima de ella, las de sus piernas encima de sus hombros, y unas palabras vagas, indescifrables, que no supo si las pronunciaba él o la mexicana, probablemente algunas frases obscenas.

Durante unos días creyó que la había olvidado, hasta que una noche se descubrió a sí mismo buscándola por las calles de Madrid frecuentadas por putas o por la Casa de Campo. Una noche creyó verla y la siguió y le tocó el hombro. La mujer que se volvió era española y no se parecía en nada a la puta mexicana. Otra noche, en un sueño, creyó recordar lo que ella le había dicho. Se dio cuenta de que estaba soñando, se dio cuenta de que el sueño iba a acabar mal, se dio cuenta de que la posibilidad de olvidar sus palabras eran altas y que tal vez eso fuera lo mejor, pero se propuso hacer todo lo posible para recordarlas después de despertar. Incluso, en medio del sueño, cuyo cielo se movía como un remolino en cámara lenta, intentó forzar un despertar abrupto, intentó encender la luz, intentó gritar y que su propio grito lo trajera de vuelta a la vigilia, pero las bombillas de su casa parecían haberse fundido y en vez de un grito sólo oyó un gemido lejano, como el de un niño o una niña o tal vez un animal refugiado en una habitación aislada.

Al despertar, por supuesto, no recordaba nada, sólo que había soñado con la mexicana y que ésta estaba de pie en medio de un largo pasillo mal iluminado y que él la observaba sin que ella se diera cuenta. La mexicana parecía leer algo en la pared,

graffitis o mensajes obscenos escritos con rotulador que ella deletreaba lentamente, como si no supiera leer en silencio. Durante unos días siguió buscándola, pero luego se cansó y se acostó con una húngara, con dos españolas, con una gambiana, con una senegalesa y con una argentina. Nunca más volvió a soñar con ella y finalmente consiguió olvidarla.

El tiempo, que todo lo mitiga, terminó por borrar de sus conciencias el sentimiento de culpabilidad que el violento suceso de Londres les había inoculado. Un día volvieron a sus respectivos trabajos frescos como lechugas. Reanudaron sus escritos y sus conferencias con un vigor inusitado, como si la época de las putas hubiese sido un crucero de descanso por el Mediterráneo. Aumentaron la frecuencia de sus contactos con Morini, a quien de alguna manera habían mantenido primero al margen de sus aventuras y luego, indisimuladamente, en el olvido. Encontraron al italiano un poco más desmejorado que de costumbre, pero igual de cálido, inteligente y discreto, lo que equivale a decir que el profesor de la Universidad de Turín no les hizo ni una sola pregunta, no los obligó a realizar ni una sola confidencia. Una noche, con no poca sorpresa para ambos, Pelletier le dijo a Espinoza que Morini era como un premio. El premio que los dioses les concedían a ellos dos. Tal afirmación no tenía agarradero y argumentarla hubiera sido incursionar directamente en los pantanosos terrenos de la cursilería, pero Espinoza, que pensaba lo mismo, aunque con otras palabras, le dio de inmediato la razón. La vida volvía a sonreírles. Viajaron a algunos congresos. Disfrutaron de los placeres de la gastronomía. Leyeron y fueron leves. Todo lo que a su alrededor se había detenido y crujía y se oxidaba volvió a entrar en movimiento. La vida de los demás se hizo visible, aunque sin exageraciones. Los remordimientos desaparecieron como las risas en una noche de primavera. Volvieron a llamar a Norton por teléfono.

Conmovidos aún por el reencuentro, Pelletier, Espinoza y Norton se dieron cita en un bar o en la cafetería mínima (liliputiense de verdad: dos mesas, y una barra en donde cabían, hombro con hombro, no más de cuatro clientes) de una heterodoxa galería sólo un poco más grande que el bar, que se dedicaba a la exhibición de cuadros pero también a la venta de libros usados y ropa usada y zapatos usados, sita en Hyde con Park Gate, muy cerca de la embajada de Holanda, país al que los tres dijeron admirar por su coherencia democrática.

Allí, según Norton, servían los mejores cócteles Margarita de todo Londres, algo que a Pelletier y Espinoza les traía sin cuidado aunque fingieron entusiasmarse. Por supuesto, eran los únicos clientes del establecimiento, cuyo único empleado o propietario daba toda la impresión, a aquella hora, de estar dormido o de haberse acabado de levantar, expresión que contrastaba con los semblantes de Pelletier y Espinoza, que pese a haberse levantado a las siete de la mañana y haber tomado un avión y haber tenido, cada uno por su lado, que soportar los respectivos retrasos de sus líneas aéreas, estaban frescos y lozanos, dispuestos a agotar un fin de semana londinense.

Al principio, eso es verdad, les costó hablar. Pelletier y Espinoza aprovecharon el silencio para observar a Norton: la encontraron tan bonita y atractiva como siempre. De vez en cuando su atención era atraída por los pasitos de hormiga del propietario de la galería, que descolgaba vestidos de un colgador y los llevaba hacia una habitación en el fondo, de donde volvía a salir con vestidos idénticos o muy similares, que depositaba en el sitio donde habían estado colgados los otros.

El mismo silencio, que no incomodaba a Pelletier y Espinoza, a Norton le resultaba abrumador y la empujó a relatar, con rapidez y algo de ferocidad, sus actividades docentes durante el período de tiempo en que no se habían visto. El tema era aburrido y pronto se agotó, lo que llevó a Norton a comentar todo lo que había hecho el día anterior y el anterior al anterior, pero una vez más se quedó sin nada que decir. Durante un rato, sonriendo como ardillas, los tres se dedicaron a los Margarita, pero el silencio empezó a hacerse cada vez más insoportable, como si en su interior, en el interregno de silencio, se estuvieran formando lentamente las palabras que se laceran y las ideas que laceran, lo que no es un espectáculo o una danza digna de contemplar con displicencia. Por lo que Espinoza consideró pertinente evocar un viaje a Suiza, un viaje en el que Norton no había participado y por lo tanto el relato tal vez consiguiera distraerla.

En su evocación Espinoza no excluyó ni las ordenadas ciudades ni los ríos que invitaban al estudio ni las laderas en primavera cubiertas de un vestido verde. Y luego habló de un viaje en tren, concluido ya el trabajo que había reunido allí a los tres amigos, hacia la campiña, hacia uno de los pueblos a medio camino entre Montreaux y las estribaciones de los Alpes berneses, en donde contrataron un taxi que los llevó, siguiendo una senda zigzagueante, pero escrupulosamente asfaltada, hacia una clínica de reposo que ostentaba el nombre de un político o un financiero suizo de finales del siglo XIX, la Clínica Auguste Demarre, inobjetable nombre tras el cual se escondía un civilizado y discreto manicomio.

La idea de ir a semejante lugar no era de Pelletier ni de Espinoza, sino de Morini, que vaya uno a saber cómo se había enterado de que allí vivía un pintor al que el italiano reputaba como uno de los más inquietantes de finales del siglo XX. O no. Tal vez el italiano no había dicho eso. En cualquier caso el nombre de este pintor era Edwin Johns y se había cortado la mano derecha, la mano con la que pintaba, la había embalsamado y la había pegado a una especie de autorretrato múltiple.

—¿Cómo es que nunca me contasteis esta historia? —lo interrumpió Norton.

Espinoza se encogió de hombros.

—Creo que te la conté —dijo Pelletier.

Aunque al cabo de pocos segundos se dio cuenta de que efectivamente no se la había contado.

Norton, para sorpresa de todos, lanzó una risotada impropia de ella y pidió otro Margarita. Durante un rato, lo que tardó el propietario, que seguía descolgando y colgando vestidos, en llevarles los cócteles, los tres permanecieron en silencio. Después, a ruegos de Norton, Espinoza tuvo que reanudar su historia. Pero Espinoza no quiso.

—Hazlo tú —le dijo a Pelletier—, tú también estabas allí.

La historia de Pelletier comenzaba entonces con los tres archimboldianos contemplando la verja de hierro negro que se alzaba para dar la bienvenida o impedir la salida (y algunas entradas inoportunas) del manicomio Auguste Demarre, o bien, unos segundos antes, con Espinoza y Morini ya en su silla de ruedas observando el portón de hierro y el vallado de hierro que se perdía a derecha e izquierda, oculto por una arboleda añosa y bien cuidada, mientras Espinoza, con medio cuerpo dentro del taxi, le pagaba al taxista al tiempo que convenía con él una hora prudencial para que subiera del pueblo a buscarlos. Después los tres se enfrentaron con la silueta del manicomio, que parcialmente se dejaba ver al final del camino, como una fortaleza del siglo XV, no en su trazado arquitectónico, sino en lo que su inercia inspiraba al observador.

¿Y qué inspiraba? Una sensación extraña. La certeza de que el continente americano, por ejemplo, no había sido descubierto, es decir de que el continente americano

jamás había existido, lo que no era óbice, ciertamente, para un crecimiento económico sostenido o para un crecimiento demográfico normal o para la marcha democrática de la república helvética. En fin, dijo Pelletier, una de esas ideas extrañas e inútiles que se comparten durante los viajes, más aún si el viaje era manifiestamente inútil, como aquél probablemente lo fuera.

A continuación procedieron a pasar por todos los formulismos y trabas burocráticas de un manicomio suizo. Finalmente, sin haber visto en ningún momento a ninguno de los enfermos mentales que hacían su cura en el establecimiento, una enfermera de mediana edad y rostro inescrutable los condujo hasta un pequeño pabellón en los jardines de atrás de la clínica, que eran enormes y gozaban de una espléndida vista pero cuya inclinación topográfica era descendente, lo que a juicio de Pelletier, que era quien empujaba la silla de ruedas de Morini, no resultaba demasiado lenitivo para una naturaleza con perturbaciones graves o muy graves.

El pabellón, contra lo que esperaban, resultó ser un sitio acogedor, rodeado de pinos, con rosales en los pretiles, y en el interior sillones que imitaban el confort de la campiña inglesa, una chimenea, una mesa de roble, un estante de libros medio vacío (los títulos estaban casi todos en alemán y en francés, aunque había alguno en inglés), una mesa especial con un ordenador provisto de módem, un diván de tipo turco que desentonaba con el resto del mobiliario, un baño con wáter, lavamanos e incluso con una ducha con cortina de plástico duro.

—No viven mal —dijo Espinoza.

Pelletier prefirió acercarse a una ventana y contemplar el paisaje. Al fondo de las montañas creyó ver una ciudad. Tal vez fuera Montreaux, se dijo, o tal vez el pueblo en donde habían tomado el taxi. El lago, ciertamente, no se distinguía de ninguna manera. Cuando Espinoza se acercó a la ventana fue de la opinión de que aquellas casas eran del pueblo, jamás de Montreaux. Morini se quedó quieto en su silla de ruedas, con la vista fija en la puerta.

Cuando la puerta se abrió Morini fue el primero en verlo. Edwin Johns tenía el pelo lacio, aunque ya le comenzaba a ralear por la coronilla, la piel pálida, y no era demasiado alto aunque seguía siendo delgado. Iba vestido con un suéter gris de cuello alto y una delgada chaqueta de cuero. En lo primero que se fijó fue en la silla de ruedas de Morini, que le sorprendió agradablemente, como si evidentemente no esperara esta súbita materialización. Morini, por su parte, no pudo evitar mirarle el brazo derecho, donde la mano no existía, y su sorpresa, que esta vez no tuvo nada de agradable, fue mayúscula al constatar que del puño de la chaqueta, donde debía haber sólo un vacío, sobresalía ahora una mano, evidentemente de plástico, pero tan bien hecha que sólo un observador paciente y avisado sería capaz de percibir que era una mano artificial.

Detrás de Johns entró una enfermera, no la que los había atendido, sino otra, un poco más joven y mucho más rubia, que se sentó en una silla junto a una de las ventanas y sacó un librito de bolsillo, de muchas páginas, que empezó a leer desentendiéndose del todo de Johns y de los visitantes. Morini se presentó a sí mismo como filólogo de la Universidad de Turín y como admirador de la obra de Johns y luego procedió a presentar a sus amigos. Johns, que durante todo el rato había permanecido de pie y sin moverse, les extendió la mano a Espinoza y a Pelletier, quienes se la estrecharon con cuidado, y luego se sentó en una silla, junto a la mesa, y se dedicó a observar a Morini, como si en aquel pabellón sólo existieran ellos dos.

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