2666

2666


La parte de Fate

Página 31 de 88

—Ésta es una ciudad completa, redonda —dijo Chucho Flores—. Tenemos de todo. Fábricas, maquiladoras, un índice de desempleo muy bajo, uno de los más bajos de México, un cártel de cocaína, un flujo constante de trabajadores que vienen de otros pueblos, emigrantes centroamericanos, un proyecto urbanístico incapaz de soportar la tasa de crecimiento demográfico, tenemos dinero y también hay mucha pobreza, tenemos imaginación y burocracia, violencia y ganas de trabajar en paz. Sólo nos falta una cosa —dijo Chucho Flores.

Petróleo, pensó Fate, pero no lo dijo.

—¿Qué es lo que falta? —dijo.

—Tiempo —dijo Chucho Flores—. Falta el jodido tiempo.

¿Tiempo para qué?, pensó Fate. ¿Tiempo para que esta mierda, a mitad de camino entre un cementerio olvidado y un basurero, se convierta en una especie de Detroit? Durante un rato estuvieron sin hablar. Chucho Flores sacó un lápiz de su americana y una libreta y se puso a dibujar rostros de mujeres. Lo hacía con extrema rapidez, totalmente abstraído, y también, según le pareció a Fate, con cierto talento, como si antes de convertirse en periodista deportivo Chucho Flores hubiera estudiado dibujo y se hubiera pasado muchas horas tomando apuntes del natural. Ninguna de sus mujeres sonreía. Algunas tenían los ojos cerrados. Otras eran viejas y miraban a los lados, como si esperaran algo o alguien acabara de llamarlas por su nombre. Ninguna era bonita.

—Tienes talento —dijo Fate cuando Chucho Flores acometía su séptimo retrato.

—No es nada —dijo Chucho Flores.

Después, básicamente porque seguir hablando del talento del mexicano le producía cierto embarazo, le preguntó por las muertas.

—La mayoría son trabajadoras de las maquiladoras. Muchachas jóvenes y de pelo largo. Pero eso no es necesariamente la marca del asesino, en Santa Teresa casi todas las muchachas llevan el pelo largo —dijo Chucho Flores.

—¿Hay un solo asesino? —preguntó Fate.

—Eso dicen —dijo Chucho Flores sin dejar de dibujar—. Hay algunos detenidos. Hay algunos casos solucionados. Pero la leyenda quiere que el asesino sea uno solo y además inatrapable.

—¿Cuántas muertas hay?

—No lo sé —dijo Chucho Flores—, muchas, más de doscientas.

Fate observó cómo el mexicano empezaba a esbozar su noveno retrato.

—Son muchas para una sola persona —dijo.

—Así es, amigo, demasiadas, incluso para un asesino mexicano.

—¿Y cómo las matan? —preguntó Fate.

—Eso no está nada claro. Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto. Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto.

Mientras conducía rumbo al Sonora Resort, desde donde pensaba revisar su correo electrónico, a Fate se le ocurrió que mucho más interesante que la pelea Pickett-Fernández era escribir un reportaje sobre las mujeres asesinadas. Así se lo escribió al jefe de su sección. Le pidió quedarse una semana más en la ciudad y que le enviaran un fotógrafo. Después salió a tomar una copa al bar en donde se juntó con algunos periodistas norteamericanos. Hablaban del combate y todos coincidían en que Fernández no iba a durar más de cuatro

rounds. Uno de ellos contó la historia del boxeador mexicano Hércules Carreño. Era un tipo que medía casi dos metros. Algo nada usual en México, donde la gente más bien es bajita. Este Hércules Carreño, además, era fuerte, trabajaba descargando sacos en un mercado o en una carnicería, y alguien lo convenció para que se dedicara al boxeo. Empezó tarde. Digamos a los veinticinco años. Pero en México no abundan los pesos pesados y ganaba todos los combates. Éste es un país que da buenos gallos, buenos moscas, buenos plumas, a veces, en contadas ocasiones, algún welter, pero no pesados ni semipesados. Es una cuestión de tradición y de alimentación. Una cuestión de morfología. Ahora tienen un presidente de la república que es más alto que el presidente de los Estados Unidos. Es la primera vez que ocurre. Poco a poco los presidentes de México serán cada vez más altos. Antes era impensable. Un presidente de México solía llegarle, en el mejor de los casos, al hombro a un presidente de América. A veces la cabeza de un presidente de México apenas estaba unos centímetros por encima del ombligo de un presidente de los nuestros. Ésa era la tradición. Ahora, sin embargo, la clase alta mexicana está cambiando. Son cada vez más ricos y suelen buscar esposas al norte de la frontera. A eso le llaman

mejorar la raza. Un enano mexicano manda a su hijo enano a estudiar a una universidad de California. El niño tiene dinero y hace lo que quiere y eso impresiona a algunas estudiantes. No hay ningún lugar en la tierra donde haya más tontas por metro cuadrado que en una universidad de California. Resultado: el niño obtiene un título y consigue una esposa que se va a vivir a México con él. De esta forma los nietos del enano mexicano dejan de ser enanos, adquieren una estatura media y de paso se blanquean. Estos nietos, llegado el momento, realizan el mismo periplo iniciático que su padre. Universidad norteamericana, esposa norteamericana, hijos cada vez de mayor estatura. La clase alta mexicana, de hecho, está haciendo, por su cuenta y riesgo, lo que hicieron los españoles, pero al revés. Los españoles, lascivos y poco previsores, se mezclaron con las indias, las violaron, les metieron a la fuerza su religión, y creyeron que de esta manera el país se volvería blanco. Los españoles creían en el blanco bastardo. Sobrestimaban su semen. Pero se equivocaron. Nunca puedes violar a tantas personas. Es matemáticamente imposible. El cuerpo no lo aguanta. Te agotas. Además, ellos violaban de

abajo hacia arriba, cuando lo más práctico, está demostrado, es violar de

arriba hacia abajo. El sistema de los españoles hubiera dado algún resultado si hubieran sido capaces de violar a sus propios hijos bastardos y luego a sus nietos bastardos e incluso a sus bisnietos bastardos. ¿Pero quién tiene ganas de violar a nadie cuando has cumplido setenta años y apenas te puedes mantener de pie? El resultado está a la vista. El semen de los españoles, que se creían titanes, se perdió en la masa amorfa de los miles de indios. Los primeros bastardos, los que tenían un cincuenta por ciento de sangre de cada raza, se hicieron cargo del país, fueron los secretarios, los soldados, los comerciantes minoristas, los fundadores de nuevas ciudades. Y siguieron violando, pero el fruto, ya desde entonces, comenzó a decaer, pues las indias que ellos violaron dieron a luz mestizos con un porcentaje aún menor de sangre blanca. Y así sucesivamente. Hasta llegar a este boxeador, Hércules Carreño, que al principio ganaba peleas, o bien porque sus rivales eran más flojos que él o bien porque alguien amañaba los combates, lo que envaneció a algunos mexicanos, que empezaron a presumir de tener un campeón auténtico en las categorías pesadas y que un buen día se lo llevaron a los Estados Unidos y lo hicieron pelear contra un irlandés borracho y luego contra un negro drogado y luego contra un ruso gordinflón, a quienes ganó, lo que llenó a los mexicanos de felicidad y de soberbia: ya tenían, pues, a su campeón paseándose por los grandes circuitos. Y entonces pactaron una pelea contra Arthur Ashley, en Los Ángeles, no sé si alguno vio esa pelea, yo sí, a Arthur Ashley lo llamaban Art el Sádico. El mote se lo ganó en esa pelea. Del pobre Hércules Carreño no quedó nada. Ya desde el primer

round se vio que aquello iba a ser una carnicería. Art el Sádico boxeaba tomándose todo el tiempo del mundo, sin ninguna prisa, buscando el sitio exacto donde colocar sus ganchos, haciendo

rounds monográficos, el tercero dedicado únicamente al rostro, el cuarto dedicado únicamente al hígado. En fin, bastante hizo Hércules Carreño aguantando hasta el octavo

round. Después de aquella pelea aún combatió en plazas de tercera categoría. Se caía al segundo

round casi siempre. Después buscó trabajo como vigilante de discoteca, pero estaba tan sonado que en ningún trabajo duraba más de una semana. Nunca más volvió a México. Tal vez hasta había olvidado que era mexicano. Los mexicanos, por supuesto, lo olvidaron a él. Dicen que se dedicó a la mendicidad y que un día murió bajo un puente. El orgullo de las categorías pesadas mexicanas, dijo el periodista.

Los demás se rieron y luego todos pusieron cara de circunstancias. Veinte segundos de silencio para recordar al infortunado Carreño. Los rostros, repentinamente serios, provocaron en Fate la sensación de un baile de máscaras. Por un brevísimo instante le faltó el aire, vio el piso vacío de su madre, tuvo la premonición de dos personas haciendo el amor en una habitación que daba pena, todo al mismo tiempo, un tiempo definido por la palabra climatérico. ¿Tú qué eres, un publicista del Ku Klux Klan?, le preguntó Fate. Bueno, bueno, bueno, otro negrata susceptible, dijo el periodista. Fate trató de acercarse a él y darle, al menos, un puñetazo (ni soñar con una bofetada), pero los periodistas que rodeaban al que había contado la historia se lo impidieron. Es sólo una broma, oyó que decía alguien. Todos somos americanos. Aquí no hay nadie del Klan. O eso creo. Luego oyó más risas. Cuando se calmó y se fue a sentar solo en un rincón del bar uno de los periodistas que había estado escuchando la historia de Hércules Carreño se acercó a él y le tendió la mano.

—Chuck Campbell, del

Sport Magazine de Chicago.

Fate estrechó su mano y le dijo su nombre y el nombre de su revista.

—Oí que habían matado a vuestro corresponsal —dijo Campbell.

—Así es —dijo Fate.

—Un asunto de faldas, supongo —dijo Campbell.

—No lo sé —dijo Fate.

—Conocí a Jimmy Lowell —dijo Campbell—, por lo menos nos encontramos unas cuarenta veces, que es más de lo que puedo decir de algunas amantes e incluso de alguna esposa. Era una buena persona. Le gustaba la cerveza y le gustaba comer bien. Un hombre con mucho trabajo, decía, tiene que comer mucho y la comida tiene que ser de buena calidad. Alguna vez viajamos juntos en avión. Yo no puedo dormir en los aviones. Jimmy Lowell dormía todo el viaje y sólo se despertaba para comer y contar alguna anécdota. En realidad no le gustaba excesivamente el boxeo, su deporte era el béisbol, pero en vuestra revista cubría todos los deportes, hasta el tenis. Nunca tuvo una mala palabra para nadie. Respetaba y se hacía respetar. ¿No piensas lo mismo?

—Nunca en mi vida vi a Lowell —dijo Fate.

—No te tomes a mal lo que acabas de escuchar, muchacho —dijo Campbell—. Ser corresponsal de deportes es aburrido y uno suelta disparates sin pensarlo dos veces, o cambia las historias para no repetirse. En ocasiones, sin querer, decimos barbaridades. El tipo que contó la historia del boxeador mexicano no es una mala persona. Es un tipo civilizado y bastante abierto en comparación con otros. Lo único que sucede es que en ocasiones, para matar el tiempo, jugamos a ser canallas. Pero no lo hacemos en serio —dijo Campbell.

—Por mi parte no hay problema —dijo Fate.

—¿En qué

round crees que va a ganar Count Pickett?

—No lo sé —dijo Fate—, ayer vi a Merolino Fernández entrenando en su cuartel y no me pareció un perdedor.

—Caerá antes del tercero —dijo Campbell.

Otro periodista le preguntó dónde estaba el cuartel de Fernández.

—No muy lejos de la ciudad —dijo Fate—, aunque la verdad es que no lo sé, no fui solo, me llevaron unos mexicanos.

Cuando Fate volvió a encender el ordenador encontró la respuesta de su jefe de sección. No había ni interés ni dinero para llevar adelante un reportaje como el que proponía. Le sugería que se limitase a cumplir con el encargo del jefe de la sección de deportes y que luego saliera de allí de inmediato. Fate habló con un recepcionista del Sonora Resort y pidió una conferencia telefónica con Nueva York.

Mientras esperaba la llamada recordó los reportajes que le habían rechazado. El más reciente había sido uno con un grupo político de Harlem llamado La Hermandad de Mahoma. Los conoció durante una manifestación en apoyo de Palestina. La manifestación era variopinta y uno podía ver a grupos de árabes, a viejos militantes de la izquierda neoyorquina, a nuevos militantes antiglobalización. La Hermandad de Mahoma, sin embargo, atrajo su atención de inmediato porque marchaban bajo un gran retrato de Osama bin Laden. Todos eran negros, todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro y boinas negras y gafas negras, algo que recordaba vagamente a los Panteras, sólo que los Panteras eran adolescentes y los que no eran adolescentes tenían una pinta juvenil, un aura de juventud y de tragedia, mientras que los de la Hermandad de Mahoma eran hombres hechos y derechos, de anchas espaldas y bíceps enormes, gente que había pasado horas y horas en el gimnasio, levantando pesas, tipos con vocación de guardaespaldas, ¿pero guardaespaldas de quién?, verdaderos armarios humanos cuya presencia resultaba intimidante, aunque en la manifestación no eran más de veinte, puede que menos, pero el retrato de Bin Laden ejercía, quién sabe cómo, un efecto multiplicador, en primer lugar porque hacía menos de seis meses que se había cometido el atentado contra el World Trade Center y pasearse con Bin Laden, aunque sólo fuera de forma iconográfica, resultaba una provocación extrema. Por supuesto, no fue sólo Fate el que se dio cuenta de la presencia exigua y retadora de la Hermandad: las cámaras de televisión los siguieron, entrevistaron a su portavoz, los fotógrafos de varios periódicos dejaron constancia de la presencia de aquel grupo que parecía pedir a gritos ser reprimido.

Fate los observó desde lejos. Los vio hablar con las televisiones y con algunas radios locales, los vio gritar, los vio marchar entre el gentío y los siguió. Antes de que la manifestación empezara a disgregarse los miembros de la Hermandad de Mahoma la abandonaron mediante un movimiento planeado con anterioridad. Un par de furgonetas los aguardaban en una esquina. Sólo entonces Fate se dio cuenta de que no eran más de quince. Ellos corrieron. Él corrió hacia ellos. Dijo que quería entrevistarlos para su revista. Hablaron junto a las furgonetas, en un callejón. El que parecía el jefe, un tipo alto y gordo y con el cráneo rapado, le preguntó para qué revista trabajaba. Fate se lo dijo y el tipo lo miró con una sonrisa burlona.

—Esa jodida revista ya no la lee nadie —dijo.

—Es una revista de hermanos —dijo Fate.

—Esa jodida revista de hermanos sólo emputece a los hermanos —dijo el tipo sin dejar de sonreír—. Se ha vuelto

anticuada.

—No lo creo —dijo Fate.

Un ayudante de cocina chino salió a tirar varias bolsas de basura. Un árabe los observó desde la esquina. Rostros desconocidos y lejanos, pensó Fate mientras el tipo que parecía el jefe le decía una hora, una fecha, un lugar del Bronx donde se verían al cabo de unos días.

Fate no faltó a la cita. Lo aguardaban tres miembros de la Hermandad y una furgoneta negra. Se trasladaron a un sótano cerca de Baychester. Allí los esperaba el tipo gordo de la cabeza rapada. Dijo que lo llamara Khalil. Los otros no dijeron sus nombres. Khalil habló de la Guerra Santa. Explícame qué demonios quiere decir Guerra Santa, dijo Fate. La Guerra Santa habla de nosotros cuando nuestras bocas se han secado, dijo Khalil. La Guerra Santa es la palabra de los mudos, de los que perdieron la lengua, de los que nunca supieron hablar. ¿Por qué os manifestáis en contra de Israel?, dijo Fate. Los judíos nos oprimen, dijo Khalil. Nunca, jamás, un judío ha pertenecido al Ku Klux Klan, dijo Fate. Eso era lo que los judíos pretendían hacernos creer. En realidad el Klan está en todas partes. En Tel Aviv, en Londres, en Washington. Muchos jefes del Klan son judíos, dijo Khalil. Siempre ha sido así. Hollywood está lleno de jefes del Klan. ¿Quiénes?, dijo Fate. Khalil le advirtió que lo que diría a partir de ese momento era off the record.

—Los magnates judíos tienen buenos abogados judíos —dijo.

¿Quiénes?, dijo Fate. Nombró a tres directores de cine y a dos actores. Luego tuvo una inspiración. Preguntó: ¿es Woody Allen del Klan? Lo es, dijo Khalil, fíjate en sus películas, ¿has visto allí a algún hermano? No, no he visto a muchos, dijo Fate. A ninguno, dijo Khalil. ¿Por qué llevabais un cartel de Bin Laden?, dijo Fate. Porque Osama bin Laden ha sido el primero en darse cuenta de la naturaleza de la lucha actual. Después hablaron de la inocencia de Bin Laden y de Pearl Harbor y de lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres Gemelas para cierta gente. Gente que trabaja en la bolsa, dijo Khalil, gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así. Según vosotros, dijo Fate, Mohamed Atta era un infiltrado de la CIA o del FBI. ¿Dónde están los restos de Mohamed Atta?, le preguntó Khalil. ¿Quién puede asegurar que Mohamed Atta iba en uno de esos aviones? Te diré lo que yo creo. Creo que Atta está muerto. Se les murió mientras lo torturaban o le pegaron un tiro en la nuca. Creo que luego trocearon su cuerpo en pedacitos pequeños y molieron sus huesos hasta dejarlos como los restos de un pollo. Creo que luego metieron los huesecillos y los bistecs en una caja, la llenaron de cemento y la dejaron en algún pantano de Florida. Y lo mismo hicieron con los compañeros de Mohamed Atta.

¿Quién pilotaba los aviones, entonces?, dijo Fate. Locos del Klan, pacientes sin nombre de frenopáticos del Medio Oeste, voluntarios hipnotizados para afrontar el suicidio. En este país desaparecen miles de personas cada año y nadie intenta encontrarlos. Después hablaron de los romanos y del circo y de los primeros cristianos a quienes se comían los leones. Pero los leones se atragantarán con nuestra carne negra, dijo.

Al día siguiente Fate los visitó en un local de Harlem y allí conoció a un tal Ibrahim, un tipo de mediana estatura y con la cara llena de cicatrices que se dedicó a relatarle pormenorizadamente las obras de caridad que la Hermandad realizaba en el barrio. Comieron juntos en una cafetería que había a un lado del local. La cafetería la atendía una mujer ayudada por un chico y en la cocina había un viejo que no paraba de cantar. Por la tarde se les unió Khalil y Fate les preguntó dónde se habían conocido. En la cárcel, le dijeron. En la cárcel se conocen los hermanos negros. Hablaron sobre los otros grupos musulmanes de Harlem. Ibrahim y Khalil no tenían muy buena opinión de ellos, pero intentaron ser mesurados y dialogantes. Los buenos musulmanes tarde o temprano terminarían acudiendo a la Hermandad de Mahoma.

Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.

—Probablemente nunca lo

olvidarán —dijo Ibrahim.

—Ahora ya saben con quien tratan —dijo Khalil.

El jefe de su sección le dijo que se olvidara de escribir un reportaje sobre la Hermandad.

—Esos negros, ¿cuántos son? —dijo.

—Veinte, aproximadamente —dijo Fate.

—Veinte negratas —dijo el jefe de sección—. Por lo menos cinco deben de ser agentes del FBI infiltrados.

—Puede que más —dijo Fate.

—¿Qué es lo que nos puede interesar de ellos? —dijo el jefe de sección.

—La estupidez —dijo Fate—. La variedad interminable de formas con que nos destrozamos a nosotros mismos.

—¿Te has vuelto masoquista, Oscar? —dijo el jefe de sección.

—Puede —admitió Fate.

—Deberías follar más —dijo el jefe de sección—. Salir más, escuchar más música, tener amigos y conversar con ellos.

—Lo he pensado —dijo Fate.

—¿Qué has pensado?

—En follar más —dijo Fate.

—Esas cosas no se piensan, se hacen —dijo el jefe de sección.

—Primero hay que pensarlas —dijo Fate. Luego añadió—. ¿Tengo luz verde para mi reportaje?

El jefe de sección movió la cabeza negativamente.

—Ni hablar —dijo—. Eso véndelo a una revista de filosofía, a una revista de antropología urbana, escribe, si quieres, un jodido guión para el cine y que lo filme el jodido Spike Lee, pero yo no lo pienso publicar.

—De acuerdo —dijo Fate.

—Joder, si se pasearon con un cartel de Bin Laden, los muy bastardos —dijo el jefe de sección.

—Hay que tener cojones —dijo Fate.

—Hay que tener cojones de cemento armado y además hay que ser muy imbécil.

—Seguramente se le ocurrió a algún infiltrado de la policía —dijo Fate.

—Da igual —dijo el jefe de sección—, se le ocurriera a quien se le ocurriera es una señal.

—¿Una señal de qué? —dijo Fate.

—De que vivimos en un planeta de locos —dijo el jefe de sección.

Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. Le habló de los asesinatos de mujeres, de la posibilidad de que todos los crímenes hubieran sido cometidos por una o dos personas, lo que los convertía en los mayores asesinos en serie de la historia, le habló del narcotráfico y de la frontera, de la corrupción policial y del crecimiento desmesurado de la ciudad, le aseguró que sólo necesitaba una semana más para averiguar todo lo necesario y que después se marcharía a Nueva York y en cinco días tendría armado el reportaje.

—Oscar —le dijo el jefe de sección—, estás allí para cubrir un jodido combate de box.

—Esto es superior —dijo Fate—, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.

—¿Qué me estás proponiendo?

—Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo —dijo Fate—, un

aide-mémoire de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud, joder.

—¿Un

aide-mémoire? —dijo el jefe de sección—. ¿Eso es francés, negro? ¿Desde cuándo sabes tú francés?

—No sé francés —dijo Fate—, pero sé lo que es un jodido

aide-mémoire.

—Yo también sé lo que es un puto

aide-mémoire —dijo el jefe de sección—, y también sé lo que significa

merci y

au-revoir y

faire l’amour. Lo mismo que

coucher avec moi, ¿recuerdas esa canción?,

voulez-vous coucher avec moi, ce soir? Y creo que tú, negro, quieres

coucher avec moi, pero sin decir antes

voulez-vous, que en este caso es primordial. ¿Lo has entendido? Tienes que decir

voulez-vous y si no lo dices te jodes.

—Aquí hay materia para un gran reportaje —dijo Fate.

—¿Cuántos putos hermanos están metidos en el asunto? —dijo el jefe de sección.

—¿De qué mierdas me hablas? —dijo Fate.

—¿Cuántos jodidos negros están con la soga al cuello? —dijo el jefe de sección.

—Y yo qué sé, te estoy hablando de un gran reportaje —dijo Fate—, no de una revuelta en el gueto.

—O sea: no hay ningún puto hermano en esa historia —dijo el jefe de sección.

—No hay ningún hermano, pero hay más de doscientas mexicanas asesinadas, hijo de puta —dijo Fate.

—¿Qué posibilidades tiene Count Pickett? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido culo negro —dijo Fate.

—¿Has visto ya a su rival? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido ojete de maricón —dijo Fate—, y pídele que te lo vigile porque cuando vuelva a Nueva York te voy a reventar el culo a patadas.

—Tú cumple con tu deber y no hagas trampas con las dietas, negro —dijo el jefe de sección.

Fate colgó.

Junto a él, sonriéndole, había una mujer vestida con bluejeans y chaqueta de cuero crudo. Llevaba gafas negras y sobre el hombro le colgaba un bolso de buena calidad y una cámara de fotos. Parecía una turista.

—¿Le interesan los asesinatos de Santa Teresa? —dijo.

Fate la miró y tardó en comprender que ella había escuchado su conversación telefónica.

—Me llamo Guadalupe Roncal —dijo la mujer tendiéndole la mano.

Se la estrechó. Era una mano delicada.

—Soy periodista —dijo Guadalupe Roncal cuando Fate le soltó la mano—. Pero no estoy aquí para cubrir la pelea. Ese tipo de peleas no me interesan, aunque sé que hay mujeres que encuentran muy

sexy el boxeo. La verdad es que a mí me parece más bien algo vulgar y sin sentido. ¿No lo cree usted así? ¿O a usted sí le gusta ver cómo dos hombres se pegan?

Fate se encogió de hombros.

—¿No me responde? Bien, no soy quién para juzgar sus aficiones deportivas. En realidad, a mí no me agrada ningún deporte. Ni el boxeo, por las razones que le he dado, ni el fútbol, ni el básketbol, ni siquiera el atletismo. ¿Se preguntará usted qué hago entonces en un hotel lleno de periodistas deportivos y no en otro lugar más tranquilo, en donde no estaría escuchando cada vez que bajo al bar o al comedor estas tristes y patéticas historias de grandes peleas del pretérito pluscuamperfecto? Se lo diré si me acompaña a mi mesa y se toma una copa conmigo.

Ir a la siguiente página

Report Page