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La parte de Fate

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Mientras la seguía se le pasó por la cabeza que estaba en compañía de una loca o tal vez de una buscona, pero Guadalupe Roncal no tenía pinta ni de loca ni de puta, aunque en realidad Fate ignoraba cómo eran las locas o las putas mexicanas. Tampoco tenía pinta de periodista. Se sentaron en la terraza del hotel, desde donde se veía un edificio en construcción de más de diez pisos. Otro hotel, le informó la mujer con indiferencia. Algunos obreros, apoyados en las vigas o sentados sobre apilamientos de ladrillos, también los miraban a ellos, o eso fue lo que pensó Fate aunque no había manera de comprobarlo, pues las figuras que se movían en el edificio a medio construir eran demasiado pequeñas.

—Soy, como ya le he dicho, periodista —dijo Guadalupe Roncal—. Trabajo en uno de los grandes periódicos del DF. Y me he alojado en este hotel por miedo.

—Miedo a qué —dijo Fate.

—Miedo a todo. Cuando se trabaja en algo relativo a los asesinatos de mujeres de Santa Teresa, una termina teniendo miedo a todo. Miedo a que te peguen. Miedo a un levantón. Miedo a la tortura. Por supuesto, con la experiencia el miedo se atenúa. Pero yo no tengo experiencia. Carezco de experiencia. Adolezco de falta de experiencia. Incluso, si existiera el término, se podría decir que estoy aquí como periodista secreta. Conozco todo lo relativo a los asesinatos. Pero en el fondo soy inexperta en el tema. Quiero decir que hasta hace una semana éste no era mi tema. No estaba al corriente, no había escrito nada al respecto y de repente, sin yo esperarlo ni pedirlo, pusieron sobre mi mesa el

dossier de las muertas y me dieron el caso. ¿Quiere saber por qué?

Fate asintió con la cabeza.

—Porque soy mujer y las mujeres no podemos rechazar un encargo. Por supuesto, yo ya sabía cuál había sido el destino o el final de mi antecesor. Todos en el periódico lo sabíamos. El caso había sido muy sonado y tal vez usted lo conozca. —Fate negó con la cabeza—. Lo mataron, claro. Se metió demasiado en el asunto y lo mataron. No aquí, en Santa Teresa, sino en el DF. La policía dijo que se trataba de otro robo con desenlace fatal. ¿Quiere saber cómo fue? Se subió a un taxi. El taxi se puso en marcha. Al llegar a una esquina se detuvo y se subieron dos desconocidos. Durante un rato estuvieron dando vueltas por diferentes cajeros automáticos, vaciando la tarjeta de crédito de mi antecesor, luego se dirigieron a una zona del extrarradio y lo cosieron a cuchilladas. No es el primer periodista muerto por lo que escribe. Entre sus papeles encontré información sobre dos más. Una mujer, locutora de radio, que secuestraron en el DF y un chicano que trabajaba para un periódico de Arizona llamado

La Raza, que desapareció. Los dos llevaban a cabo investigaciones sobre los asesinatos de mujeres de Santa Teresa. A la locutora de radio la conocí en la facultad de periodismo. Nunca fuimos amigas. Puede que sólo cruzáramos dos palabras en toda la vida. Pero creo que la conocí. Antes de matarla la violaron y la torturaron.

—¿Aquí, en Santa Teresa? —dijo Fate.

—No, hombre, en el DF. El brazo de los asesinos es largo, muy largo —dijo Guadalupe Roncal con voz soñadora—. Antes yo trabajaba en la sección de noticias locales. Casi nunca firmaba mis notas. Era una desconocida absoluta. Cuando murió mi antecesor vinieron a verme dos jefazos del periódico. Me invitaron a comer. Por supuesto, yo pensé que algo había hecho mal. O bien que uno de los dos tenía intenciones de acostarse conmigo. A ninguno lo conocía. Sabía quiénes eran, pero nunca antes había hablado con ellos. La comida fue muy agradable. Muy correctos y educados ellos, muy inteligente y observadora yo. Más me hubiera valido causar una peor impresión. Después volvimos al periódico y me dijeron que los siguiera, que tenían que hablar de algo importante conmigo. Nos encerramos en la oficina de uno de ellos. Lo primero que hicieron fue preguntarme si me gustaría que me aumentaran el sueldo. Allí ya cavilé algo raro y estuve tentada de decir que no, pero dije sí, y entonces ellos sacaron un papel y dijeron una cifra, que se correspondía exactamente a mi sueldo como periodista local, y luego me miraron a los ojos y dijeron otra cifra, que era como si me ofrecieran un aumento del cuarenta por ciento. Casi pegué un salto de alegría. Luego me pasaron el

dossier reunido por mi antecesor y me dijeron que a partir de ese momento trabajaría única y exclusivamente en el caso de las muertas de Santa Teresa. Me di cuenta de que si me echaba atrás lo iba a perder todo. Con un hilo de voz les pregunté por qué yo. Porque eres muy inteligente, Lupita, dijo uno de ellos. Porque nadie te conoce, dijo el otro.

La mujer suspiró largamente. Fate le sonrió comprensivo. Pidieron otro

whisky y otra cerveza. Los obreros del edificio en construcción habían desaparecido. Estoy bebiendo demasiado, dijo la mujer.

—Desde que leí el

dossier de mi antecesor abuso del

whisky, mucho más que antes, y también abuso del vodka y del tequila y ahora he descubierto esta bebida de Sonora, el bacanora, y también abuso de ella —dijo Guadalupe Roncal—. Y cada día tengo más miedo y a veces no controlo mis nervios. Usted, por supuesto, habrá oído decir que los mexicanos nunca tenemos miedo. —Se rió—. Es mentira. Tenemos mucho miedo, pero lo disimulamos bastante bien. Cuando yo llegué a Santa Teresa, por ejemplo, estaba muerta de miedo. Mientras volaba de Hermosillo para acá no me hubiera importado que el avión se estrellara. Total, dicen que es una muerte rápida. Menos mal que un compañero del DF me dio la dirección de este hotel. Me dijo que él iba a estar en el Sonora Resort para cubrir la pelea y que, confundida entre tantos periodistas deportivos, nadie se atrevería a hacerme daño. Dicho y hecho. El problema es que cuando la pelea se acabe yo no podré marcharme junto con los periodistas y tendré que permanecer un par de días más en Santa Teresa.

—¿Por qué? —dijo Fate.

—Tengo que hacerle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos. Es un compatriota suyo.

—No tenía idea —dijo Fate.

—¿Cómo quería escribir sobre los crímenes si no sabía eso? —dijo Guadalupe Roncal.

—Pensaba informarme. En la conversación telefónica que usted oyó lo que hacía era pedir más tiempo.

—Mi antecesor era la persona que más sabía de esto. Necesitó siete años para hacerse una idea general de lo que está pasando aquí. La vida es de una tristeza insoportable, ¿no le parece?

Guadalupe Roncal se acarició con los dedos índice ambas sienes, como si de pronto padeciera un ataque de migraña. Murmuró algo que Fate no oyó y luego intentó llamar al camarero, pero sólo estaban ellos dos en la terraza. Cuando se dio cuenta tuvo un escalofrío.

—Tengo que ir a visitarlo a la cárcel —dijo—. El principal sospechoso, su compatriota, está desde hace años en la cárcel.

—¿Y cómo puede ser entonces el principal sospechoso? —dijo Fate—. Tengo entendido que los crímenes se siguen cometiendo.

—Misterios de México —dijo Guadalupe Roncal—. ¿Le gustaría acompañarme? ¿Le gustaría venir conmigo y hacerle una entrevista? La verdad es que yo me sentiría más tranquila si un hombre me acompañara, lo que es contradictorio con mis ideas, pues yo soy feminista. ¿Tiene usted algo en contra de las feministas? Es difícil ser feminista en México. Si una tiene dinero, no es tan difícil, pero si es de la clase media, es difícil. Al principio, no, por supuesto, al principio es fácil, en la universidad, por ejemplo, es muy fácil, pero cuando van pasando los años cada vez es más difícil. Para los mexicanos, sépalo usted, el único encanto del feminismo radica en la juventud. Pero aquí envejecemos aprisa. Nos envejecen aprisa. Menos mal que yo todavía soy joven.

—Es usted bastante joven —dijo Fate.

—Aun así tengo miedo. Y necesito compañía. Esta mañana pasé con mi carro por los alrededores de la cárcel de Santa Teresa y por poco no me da un ataque de histeria.

—¿Tan horrible es?

—Es como un sueño —dijo Guadalupe Roncal—. Parece una cárcel viva.

—¿Viva?

—No sé cómo explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda usted de lo que le voy a decir, una mujer destazada. Una mujer destazada, pero todavía viva. Y

dentro de esa mujer viven los presos.

—Entiendo —dijo Fate.

—No, no creo que entienda nada, pero es igual. A usted le interesa el tema, yo le ofrezco la posibilidad de conocer al principal sospechoso de los asesinatos a cambio de que usted me acompañe y me proteja. Me parece un trato justo y equitativo. ¿Estamos de acuerdo?

—Es justo —dijo Fate—. Y muy amable por su parte. Lo que no acabo de comprender es a qué le tiene usted miedo. En la cárcel nadie puede hacerle daño. En teoría, al menos, la gente que está presa ya no le hace daño a nadie. Sólo se dañan entre ellos.

—Usted no ha visto nunca una foto del sospechoso principal.

—No —dijo Fate.

Guadalupe Roncal miró el cielo y sonrió.

—Debo parecerle una loca —dijo—. O una buscona. Pero no soy ni lo uno ni lo otro. Sólo estoy nerviosa y últimamente he bebido demasiado. ¿Usted cree que quiero llevarlo a la cama?

—No. Creo en lo que me ha dicho.

—Entre los papeles de mi pobre predecesor había varias fotos. Algunas del sospechoso. Concretamente, tres. Las tres hechas en la cárcel. En dos de ellas el gringo, perdón, lo digo sin ánimo de ofender, está sentado, probablemente en una sala de visitas, y mira a la cámara. Tiene el pelo muy rubio y los ojos muy azules. Tan azules que parece ciego. En la tercera foto mira hacia otra parte y está de pie. Es enorme y delgado, muy delgado, aunque no parece débil ni mucho menos. Su rostro es el rostro de un soñador. No sé si me explico. No parece incómodo, está en la cárcel, pero no da la impresión de estar incómodo. Tampoco parece sereno o reposado. Tampoco parece enfadado. Es el rostro de un soñador, pero de un soñador que sueña a gran velocidad. Un soñador cuyos sueños van muy por delante de nuestros sueños. Y eso me da miedo. ¿Lo entiende?

—La verdad es que no —dijo Fate—. Pero cuente conmigo para ir a entrevistarlo.

—De acuerdo, pues —dijo Guadalupe Roncal—. Lo espero pasado mañana, en la entrada del hotel, a las diez. ¿Le parece bien?

—A las diez de la mañana. Aquí estaré —dijo Fate.

—A las diez ante meridiano. Okey —dijo Guadalupe Roncal. Luego le dio un apretón de manos y se marchó de la terraza. Su caminar, observó Fate, era vacilante.

El resto del día se lo pasó bebiendo con Campbell en el bar del Sonora Resort. Se lamentaron de la profesión de periodista deportivo, un agujero del que nunca salía un Pulitzer y a quien pocas personas concedían un valor más allá del mero testimonio accidental. Luego se pusieron a recordar sus años de universidad, los de Fate en la Universidad de Nueva York, los de Campbell en la Universidad de Sioux City, en Iowa.

—En aquellos años lo más importante para mí era el béisbol y la ética —dijo Campbell.

Durante un segundo Fate imaginó a Campbell de rodillas en el rincón de una habitación en penumbra, abrazado a una Biblia y llorando. Pero luego Campbell se puso a hablar de mujeres, de un bar que había en Smithland, una especie de parador campestre cerca del río Little Sioux, primero había que llegar hasta Smithland y luego seguir unos pocos kilómetros en dirección este y allí, bajo unos árboles, estaba el bar y las chicas del bar que solían atender a campesinos y a algunos estudiantes que venían en coche desde Sioux City.

—Hacíamos siempre lo mismo —le dijo Campbell—, primero follábamos con las chicas, luego salíamos al patio y jugábamos al béisbol hasta el agotamiento y después, cuando empezaba a anochecer, nos emborrachábamos y cantábamos canciones de vaqueros en el porche del bar.

Por el contrario, cuando Fate estudiaba en la Universidad de Nueva York no solía emborracharse ni ir con putas (de hecho, nunca en su vida había estado con una mujer a la que tuviera que pagarle), sino que dedicaba los días libres a trabajar y a leer. Una vez a la semana, los sábados, iba a un taller de escritura creativa y durante un tiempo, poco, no más de unos meses, imaginó que tal vez podía dedicarse a escribir ficción, hasta que el escritor que dirigía el taller le dijo que mejor concentrara sus esfuerzos en el periodismo.

Pero eso no se lo dijo a Campbell.

Cuando empezaba a anochecer llegó Chucho Flores y se lo llevó. Fate se dio cuenta de que Chucho Flores no invitó a Campbell a ir con ellos. Sin saber por qué, eso le gustó y al mismo tiempo le disgustó. Durante un rato circularon por las calles de Santa Teresa sin rumbo fijo, o eso le pareció a Fate, como si Chucho Flores tuviera algo que decirle y no hallara la ocasión. Las luces del alumbrado nocturno transformaron el rostro del mexicano. Los músculos de la cara se le tensaron. Un perfil más bien feo, pensó Fate. Sólo en ese instante se dio cuenta de que en algún momento iba a tener que volver al Sonora Resort pues allí había quedado estacionado su coche.

—No vayamos muy lejos —dijo.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el mexicano. Fate dijo que sí. El mexicano se rió y puso música. Escuchó un acordeón y unos gritos lejanos, no de dolor ni de felicidad, sino energía que se bastaba a sí misma y que se consumía a sí misma. Chucho Flores sonrió y la sonrisa se le quedó incrustada en la cara, sin dejar de conducir y sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente, como si le hubieran instalado en el cuello un collarín ortopédico de acero, mientras los aullidos se iban acercando a los micrófonos y las voces de unos tipos a los que Fate conjeturó caras patibularias echaban a cantar o seguían gritando, menos que al principio del disco, y dando vivas no se sabía bien a qué.

—¿Qué es esto? —dijo Fate.

—Jazz de Sonora —dijo Chucho Flores.

Cuando volvió al motel eran las cuatro de la mañana. Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que bebían los mexicanos no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración. Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de Harlem sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, negros y blancos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Fate, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad. Pero entonces, pensó Fate, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.

Al día siguiente se levantó a las dos de la tarde. Lo primero que recordó fue que antes de acostarse se había sentido mal y había vomitado. Miró a los lados de la cama y luego fue al baño pero no encontró ni un solo rastro de vómito. Sin embargo, mientras dormía, se había despertado dos veces, y en ambas ocasiones olió el vómito: un olor a podrido que emanaba de todos los rincones de la habitación. Estaba demasiado cansado para levantarse y abrir las ventanas y había seguido durmiendo.

Ahora el olor había desaparecido y no encontró ni un solo rastro de que hubiera vomitado la noche anterior. Se duchó y luego se vistió pensando que aquella noche, después del combate, se subiría a su coche y volvería a Tucson, donde intentaría tomar un vuelo nocturno a Nueva York. No iba a acudir a la cita con Guadalupe Roncal. ¿Para qué entrevistar al sospechoso de una serie de asesinatos si luego no le iban a publicar la historia? Pensó en llamar y reservar billete desde el motel, pero a última hora decidió hacerlo más tarde, desde uno de los teléfonos del Pabellón Arena o desde el Sonora Resort. Después guardó sus cosas en la maleta y se acercó a la recepción a cancelar su cuenta. No es necesario que se vaya ahora, le dijo el recepcionista, le cobro lo mismo que si se marcha a las doce de la noche. Fate le dio las gracias y se guardó la llave en un bolsillo, pero no sacó la maleta del coche.

—¿Quién cree que va a ganar? —le preguntó el recepcionista.

—No lo sé, en esta clase de peleas puede pasar cualquier cosa —dijo Fate como si toda su vida hubiera sido corresponsal deportivo.

El cielo era de un azul intenso apenas rayado por unas nubes con forma de cilindros que flotaban por el este y que avanzaban hacia la ciudad.

—Parecen tubos —dijo Fate desde la puerta abierta de la recepción.

—Son cirros —dijo el recepcionista—, cuando lleguen a la vertical de Santa Teresa habrán desaparecido.

—Es curioso —dijo Fate sin moverse del quicio de la puerta—, cirro significa duro, viene del griego

skirrhós, que significa duro, y se aplica a los tumores, a los tumores duros, pero esas nubes no tienen ninguna pinta de dureza.

—No —dijo el recepcionista—, son nubes de las capas altas de la atmósfera, si bajan o suben un poquito, sólo un poquito, desaparecen.

En el Pabellón Arena del Norte no encontró a nadie. La puerta principal estaba cerrada. En las paredes, unos carteles prematuramente envejecidos anunciaban la pelea Fernández-Pickett. Algunos habían sido arrancados y sobre otros unas manos desconocidas habían pegado carteles nuevos que anunciaban conciertos de música, bailes populares, incluso el cartel de un circo que se hacía llamar Circo Internacional.

Fate dio la vuelta al edificio. Se topó con una mujer que arrastraba un carrito de jugos frescos. La mujer tenía el pelo largo y negro y llevaba unas faldas que le caían hasta los tobillos. Entre los bidones de agua y los baldes con hielo asomaban la cabeza dos niños. Al llegar a la esquina la mujer se detuvo y empezó a montar una especie de parasol con tubos metálicos. Los niños bajaron del carrito y se sentaron en la acera, con las espaldas apoyadas en la pared. Durante un rato Fate se quedó inmóvil contemplándolos y contemplando la calle rigurosamente deshabitada. Cuando reemprendió la marcha apareció por la esquina contraria otro carrito y Fate se detuvo nuevamente. El tipo que arrastraba el nuevo carrito saludó con la mano a la mujer. Ésta apenas movió la cabeza en señal de reconocimiento y empezó a sacar de uno de los laterales de su vehículo unos enormes jarros de vidrio que fue depositando en un aparador portátil. El tipo recién llegado vendía maíz y su carrito humeaba. Fate descubrió una puerta trasera y buscó un timbre pero no había ninguna clase de timbre así que tuvo que golpear con los nudillos. Los niños se habían acercado al carrito de maíz y el hombre sacó dos mazorcas, las untó con crema, les espolvoreó queso y luego algo de chile y se las dio. Mientras esperaba Fate pensó que el hombre del maíz tal vez era el padre de los niños y que su relación con la madre, la mujer de los jugos, no era buena, de hecho era posible que estuvieran divorciados y que sólo se vieran cuando coincidían sus ocupaciones laborales. Pero evidentemente eso no podía ser real, pensó. Luego volvió a golpear y nadie le abrió.

En el bar del Sonora Resort encontró a casi todos los periodistas que iban a cubrir el combate. Vio a Campbell conversando con un tipo con pinta de mexicano y se acercó a él, pero antes de llegar se dio cuenta de que Campbell estaba trabajando y no quiso interrumpirlo. Cerca de la barra vio a Chucho Flores y lo saludó desde lejos. Chucho Flores estaba acompañado por tres tipos que parecían exboxeadores y su saludo no fue muy efusivo. Buscó una mesa vacía en la terraza y se sentó. Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.

Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros. Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.

Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.

En el horizonte vio un cerro. El color del cerro era amarillo oscuro y negro. Supuso que más allá estaba el desierto. Sintió deseos de salir y dirigirse hacia el cerro, pero cuando se dio la vuelta sobre su mesa la mujer había puesto una cerveza y una especie de sándwich muy gordo. Dio una mordida y le gustó. El sabor era extraño, un poco picante. Por curiosidad abrió una de las tapas del pan: en el sándwich había de todo. Bebió un largo trago de cerveza y se estiró en la silla. Entre las hojas de parra distinguió una abeja inmóvil. Dos delgados rayos de sol caían verticales sobre el suelo de tierra. Cuando el hombre volvió a aparecer le preguntó cómo se llegaba al cerro. El hombre se rió. Dijo unas cuantas palabras que no entendió y luego dijo no bonito, varias veces.

—¿No bonito?

—No bonito —dijo el hombre, y volvió a reírse.

Luego lo cogió del brazo y lo arrastró hasta una habitación que hacía de cocina y que a Fate le pareció muy ordenada, cada cosa en su lugar, las baldosas blancas de la pared sin rastro de grasa, y le enseñó el cubo de basura.

—¿El cerro no bonito? —dijo Fate.

El hombre volvió a reírse.

—¿El cerro es basura?

El hombre no dejaba de reírse. Sobre el antebrazo izquierdo tenía tatuado un pájaro. No un pájaro en vuelo, como suelen ser los tatuajes de este tipo, sino un pájaro posado en una rama, un pájaro pequeño, posiblemente un gorrión.

—¿El cerro es un basurero?

El hombre se rió aún más y movió la cabeza afirmativamente.

A las siete de la tarde Fate enseñó su acreditación como periodista y entró en el Pabellón Arena del Norte. Había mucha gente en la calle y puestos ambulantes que vendían comida, refrescos, souvenirs con motivos pugilísticos. En el interior ya habían empezado las peleas de relleno. Un peso gallo mexicano combatía contra otro peso gallo mexicano pero muy pocos estaban atentos al combate. La gente compraba refrescos, hablaba, se saludaba. Vio, en el ringside, a dos cámaras de televisión. Uno de ellos parecía estar grabando lo que sucedía en el pasillo central. El otro se había sentado sobre una banqueta e intentaba sacar un pastelillo de su envoltorio de plástico. Se internó por uno de los pasillos laterales cubiertos. Vio gente haciendo apuestas, una mujer alta con un vestido ajustado abrazada por dos hombres más bajos que ella, tipos que fumaban y que bebían cerveza, tipos con las corbatas flojas y que hacían señales con los dedos, al mismo tiempo, como si jugaran a un juego de niños. Encima del toldo que cubría el pasillo estaban las localidades baratas y allí el bullicio era aún mayor. Decidió ir a echar una mirada a los vestuarios y a la sala de prensa. En esta última sólo encontró a dos periodistas mexicanos que le lanzaron una mirada agonizante. Ambos estaban sentados y tenían las camisas mojadas de sudor. En la entrada del vestuario de Merolino Fernández vio a Omar Abdul. Lo saludó pero el sparring fingió no conocerlo y siguió hablando con unos mexicanos. Los que estaban junto a la puerta hablaban de sangre, o eso creyó entender Fate.

—¿De qué estáis hablando? —les preguntó.

—De toros —le dijo en inglés uno de los mexicanos.

Cuando ya se iba oyó que lo llamaban por su nombre. Señor Fate. Se volvió y encontró la amplia sonrisa de Omar Abdul.

—¿Ya no saludas a los amigos, negro?

Al observarlo de cerca se dio cuenta de que tenía los dos pómulos amoratados.

—Veo que Merolino se ha entrenado bien —dijo.

—Gajes del oficio —dijo Omar Abdul.

—¿Puedo ver a tu jefe?

Omar Abdul miró hacia atrás, hacia la puerta de entrada al vestuario, y luego movió la cabeza y dijo que no.

—Si te dejara entrar a ti, hermano, tendría que dejar entrar a todos estos maricones.

—¿Son periodistas?

—Algunos son periodistas, hermano, pero la mayoría sólo quieren tomarse una foto con Merolino, tocarle las manos y las pelotas.

—¿Y a ti cómo te va la vida?

—No me quejo, no me quejo demasiado —dijo Omar Abdul.

—¿Adónde piensas ir después del combate?

—A celebrarlo, supongo —dijo Omar Abdul.

—No, no me refiero a después de esta noche sino a después de que todo esto se haya acabado —dijo Fate.

Omar Abdul sonrió. Una sonrisa de confianza y de desafío. La sonrisa del gato de Cheshire en el supuesto de que el gato de Cheshire no estuviera retrepado en la rama de un árbol, sino en un descampado y bajo una tormenta. Una sonrisa, pensó Fate, de joven negro, pero también una sonrisa

tan americana.

—No lo sé —dijo—, buscar un trabajo, pasar una temporada en Sinaloa, junto al mar, ya veremos.

—Que tengas suerte —dijo Fate.

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