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La parte de Fate

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Cuando ya se alejaba oyó que Omar le decía: suerte es lo que va a necesitar esta noche Count Pickett. Al volver al auditorio otros dos boxeadores estaban en el

ring y ya casi no quedaban asientos vacíos. Avanzó por el pasillo principal hacia la fila destinada a la prensa. Su asiento estaba ocupado por un tipo gordo que lo miró sin entender lo que le decía. Le enseñó la entrada y el tipo se levantó y buscó en los bolsillos del saco hasta dar con la suya. Los dos tenían el mismo número. Fate sonrió y el tipo gordo sonrió. En ese momento uno de los boxeadores derribó con un gancho a su oponente y muchos de los asistentes al pabellón se pusieron en pie y gritaron.

—¿Qué hacemos? —le dijo Fate al gordo. El gordo se encogió de hombros y siguió con la vista la cuenta de protección del árbitro. El boxeador caído se levantó y el público volvió a gritar.

Fate alzó una mano, con la palma hacia el gordo, y se retiró. Cuando volvió al pasillo principal oyó que lo llamaban. Miró hacia todos lados pero no vio a nadie. Fate, Oscar Fate, gritaron. El boxeador que se acababa de levantar se abrazó a su oponente. Éste intentó deshacer el clinch proyectando una batería de golpes al estómago mientras retrocedía. Aquí, Fate, aquí, gritaron. El árbitro deshizo el clinch. El boxeador que se acababa de levantar amagó con atacar pero retrocedió con pasos lentos esperando la campana. Su oponente también retrocedió. El primero llevaba un pantalón blanco y tenía el rostro cubierto de sangre. El segundo llevaba un pantalón a rayas negras, violetas y rojas y parecía sorprendido de que el otro aún no estuviera en el suelo. Oscar, Oscar, estamos aquí, gritaron. Cuando sonó la campana el árbitro se acercó a la esquina del boxeador del pantalón blanco y pidió mediante gestos que subiera un médico. El médico, o lo que fuera, le examinó una ceja y dijo que el combate podía continuar.

Fate se volvió y trató de localizar a quienes lo llamaban. La mayoría de los espectadores se había levantado de su asiento y no pudo ver a nadie. Cuando comenzó el siguiente

round el boxeador del pantalón a rayas se lanzó dispuesto a conseguir la victoria por knock out. Durante los primeros segundos el otro le plantó cara, pero luego se abrazó a él. El árbitro los separó varias veces. El hombro del boxeador del pantalón a rayas estaba manchado con la sangre del otro. Fate se acercó lentamente a las localidades de ringside. Vio a Campbell leyendo una revista de básketbol, vio a otro periodista norteamericano tomando notas despreocupadamente. Uno de los camarógrafos había instalado su cámara sobre un trípode y el chico de la iluminación que estaba a su lado mascaba chicle y le miraba de tanto en tanto las piernas a una señorita sentada en primera fila.

Oyó otra vez su nombre y se volvió. Creyó ver a una mujer rubia que le hacía señas con las manos. El boxeador del pantalón blanco volvió a caer. El protector bucal saltó de sus labios y atravesó el

ring hasta detenerse justo al lado de donde estaba Fate. Por un momento pensó en arrodillarse y recogerlo, pero luego le dio asco y siguió quieto, mirando el cuerpo desmadejado del boxeador que oía la cuenta de protección del árbitro y luego, antes de que éste señalara con los dedos el número nueve, volvía a levantarse. Va a pelear sin protector, pensó, y entonces se agachó y buscó el protector pero no lo encontró. ¿Quién lo ha cogido?, pensó. ¿Quién demonios ha cogido el jodido protector si yo no me he movido y no he visto a nadie hacerlo?

Cuando la pelea terminó por los altavoces sonó una canción que reconoció como una de aquellas que Chucho Flores había definido como

jazz de Sonora. Los espectadores de las localidades más baratas lanzaron gritos de júbilo y luego se pusieron a cantar la canción. Tres mil mexicanos encaramados en la galería del Pabellón Arena cantando al unísono la misma canción. Fate intentó mirarlos pero la iluminación, focalizada en el centro, dejaba aquella zona a oscuras. El tono de las voces, le pareció, era grave y desafiante, un himno de guerra perdida interpretado en la oscuridad. En la gravedad sólo había desesperanza y muerte, pero en el desafío era dable percibir la punta de un humor corrosivo, un humor que sólo existía en función de sí mismo y de los sueños, sin importar la duración que éstos tuvieran. Jazz de Sonora. En los asientos de abajo algunos también entonaban la canción, pero no eran demasiados. La mayoría prefería conversar o beber cerveza. Vio a un niño con una camisa blanca y pantalones negros corretear pasillo abajo. Vio al tipo que vendía cervezas avanzar pasillo arriba canturreando la canción. Una mujer con los brazos en jarra se reía de lo que le decía un hombre bajito y con un bigote diminuto. El hombre bajito gritaba pero su voz apenas se oía. Un grupo de hombres daban la impresión de conversar sólo con el movimiento de sus mandíbulas (y éstas sólo expresaban desprecio o indiferencia). Un tipo miraba el suelo y hablaba solo y sonreía. Todo el mundo parecía feliz. Justo en ese momento, como si tuviera una revelación, Fate comprendió que casi todos los que estaban en el Pabellón Arena creían que Merolino Fernández iba a ganar la pelea. ¿Qué los llevaba a semejante certeza? Por un momento creyó saberlo pero la idea se le escapó como agua de las manos. Mejor así, pensó, pues la sombra escurridiza de aquella idea (otra idea tonta) tal vez fuera capaz de destruirlo de un solo zarpazo.

Entonces, por fin, los vio. Chucho Flores le indicaba mediante señas que se fuera a sentar con ellos. Reconoció a la rubia que estaba a su lado. La había visto antes, pero ahora vestía mucho mejor. Compró una cerveza y se abrió paso entre la gente. La rubia le dio un beso en la mejilla. Le dijo su nombre, que él ya había olvidado. Rosa Méndez. Chucho Flores le presentó a los otros dos: un tipo al que no había visto jamás, llamado Juan Corona, que Fate pensó que era otro periodista, y una mujer joven extremadamente guapa, llamada Rosa Amalfitano. Éste es Charly Cruz, el rey de los vídeos, a quien ya conoces, dijo Chucho Flores. Charly Cruz le tendió la mano. Era el único que seguía sentado, ajeno a los movimientos del Pabellón. Todos iban muy bien vestidos, como si después del combate pensaran ir a una fiesta de gala. Una de las sillas estaba vacía y Fate se sentó después de que ellos quitaran de allí sus americanas y chaquetas. Les preguntó si esperaban a alguien.

—Sí, esperábamos a una amiga —le dijo Chucho Flores al oído—, pero a última hora parece que se rajó.

—Si llega no hay problema —dijo Fate—, me levanto y me voy.

—No, hombre, quédate aquí con los amigos —dijo Chucho Flores.

Corona le preguntó de qué parte de los Estados Unidos era. Nueva York, dijo Fate. ¿Y cuál es tu trabajo? Periodista. Después de eso a Corona se le agotó su inglés y ya no preguntó nada más.

—Eres el primer hombre negro que conozco —dijo Rosa Méndez.

Charly Cruz se lo tradujo. Fate sonrió. Rosa Méndez también sonrió.

—Me gusta Denzel Washington —dijo.

Charly Cruz se lo tradujo y Fate volvió a sonreír.

—Nunca había sido amiga de un negro —dijo Rosa Méndez—, los he visto en la tele y a veces en la calle, pero en la calle no hay muchos negros.

Charly Cruz le dijo que Rosita era así, buena persona y un poquito inocente. Fate no entendió a qué se refería con un poquito inocente.

—En México, la verdad es que hay pocos negros —dijo Rosa Méndez—. Los pocos que hay viven en Veracruz. ¿Conoces Veracruz?

Charly Cruz se lo tradujo. Le dijo que Rosita quería saber si había estado alguna vez en Veracruz. No, no he estado nunca, dijo Fate.

—Yo tampoco. Una vez pasé por allí, cuando tenía quince años —dijo Rosa Méndez—, pero lo he olvidado todo. Es como si me hubiera pasado algo malo en Veracruz y mi cerebro lo hubiera borrado, ¿entiendes?

Esta vez fue Rosa Amalfitano quien tradujo. Mientras lo hacía no sonreía como Charly Cruz sino que se limitó a traducir lo que había dicho la otra mujer con total seriedad.

—Entiendo —dijo Fate sin entender nada.

Rosa Méndez lo miraba a los ojos y él hubiera sido incapaz de decir si la mujer estaba pasando el rato o lo hacía partícipe de un secreto íntimo.

—Algo debió ocurrirme —dijo Rosa Méndez—, porque la verdad es que no me acuerdo de nada. Sé que estuve allí, no muchos días, tal vez tres o sólo dos, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de la ciudad. ¿Te ha ocurrido a ti algo semejante?

Probablemente a mí también, pensó Fate, pero en lugar de admitirlo le preguntó si le gustaba el box. Rosa Amalfitano tradujo la pregunta y Rosa Méndez dijo que a veces, sólo a veces, era excitante, sobre todo cuando peleaba un boxeador hermoso.

—¿Y a ti? —le preguntó a la que sabía inglés.

—A mí me da igual —dijo Rosa Amalfitano—, es la primera vez que vengo a una cosa así.

—¿La primera vez? —dijo Fate sin recordar que tampoco él era un experto en boxeo.

Rosa Amalfitano sonrió y asintió con la cabeza. Luego encendió un cigarrillo y Fate aprovechó para mirar en otra dirección y se encontró con los ojos de Chucho Flores que lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. Hermosa muchacha, dijo Charly Cruz a su lado. Fate comentó que hacía calor. Una gota de transpiración le bajaba por la sien derecha a Rosa Méndez. Llevaba un vestido escotado que dejaba ver dos grandes pechos y el sostén de color crema. Brindemos por Merolino, dijo Rosa Méndez. Charly Cruz, Fate y Rosa Méndez entrechocaron sus botellas de cerveza. Rosa Amalfitano se unió al brindis con un vaso de papel en donde probablemente había agua o vodka o tequila. Fate pensó en preguntárselo, pero acto seguido la pregunta le pareció de una insensatez descomunal. A esta clase de mujeres no se les hacen estas preguntas. Chucho Flores y Corona eran los únicos del grupo que permanecían de pie, como si aún no perdieran las esperanzas de ver aparecer a la chica del asiento vacío. Rosa Méndez le preguntó si le gustaba mucho o demasiado Santa Teresa. Rosa Amalfitano tradujo. Fate no entendió la pregunta. Rosa Amalfitano sonrió. Fate pensó que sonreía como una diosa. La cerveza le supo mal, cada vez más amarga y más tibia. Estuvo tentado de pedirle un trago de su vaso, pero eso, lo supo, era algo que él jamás haría.

—¿Mucho o demasiado? ¿Cuál es la respuesta correcta?

—Creo que demasiado —dijo Rosa Amalfitano.

—Pues entonces demasiado —dijo Fate.

—¿Has ido a las corridas de toros? —dijo Rosa Méndez.

—No —dijo Fate.

—¿Y a los partidos de fútbol? ¿Y a los partidos de béisbol? ¿Y a ver jugar a nuestro equipo de básketbol?

—A tu amiga le interesan mucho los deportes —dijo Fate.

—No mucho —dijo Rosa Amalfitano—, sólo trata de darte algo de conversación.

¿Sólo es conversación?, pensó Fate. De acuerdo, sólo trata de parecer idiota o natural. No, sólo trata de ser simpática, pensó, pero también intuyó que había otra cosa.

—No he ido a ninguno de esos lugares —dijo Fate.

—¿No eres periodista deportivo? —dijo Rosa Méndez.

Ah, pensó Fate, no trata de parecer idiota ni natural, ni siquiera trata de ser simpática, ella piensa que yo soy periodista deportivo y por lo tanto que me intereso por ese tipo de eventos.

—Soy un periodista deportivo accidental —dijo Fate, y luego les explicó a las dos Rosas y a Charly Cruz la historia del corresponsal deportivo titular y de su muerte y de cómo lo mandaron a él a cubrir la pelea Pickett-Fernández.

—¿Y sobre qué escribes, entonces? —dijo Charly Cruz.

—Sobre política —dijo Fate—. Sobre temas políticos que afectan a la comunidad afroamericana. Sobre temas sociales.

—Eso debe ser muy interesante —dijo Rosa Méndez.

Fate miró los labios de Rosa Amalfitano mientras traducía. Se sintió feliz de estar allí.

La pelea fue corta. Primero salió Count Pickett. Ovación de cortesía, algunos abucheos. Después salió Merolino Fernández. Ovación atronadora. En el primer

round se estudiaron. En el segundo Pickett se lanzó al ataque y noqueó en menos de un minuto a su contrincante. El cuerpo de Merolino Fernández, estirado sobre la lona del cuadrilátero, ni siquiera se movió. Sus segundos lo sacaron en andas hasta la esquina y como no se recuperaba entraron los camilleros y se lo llevaron al hospital. Count Pickett levantó un brazo, sin demasiado entusiasmo, y se marchó rodeado de su gente. Los espectadores empezaron a vaciar el Pabellón.

Comieron en un local llamado El Rey del Taco. En la entrada había un dibujo de neón: un niño con una gran corona, montado en un burro que cada cierto tiempo se levantaba sobre sus patas delanteras tratando de tirarlo. El niño jamás se caía, aunque en una mano llevaba un taco y en la otra una especie de cetro que también podía servirle de fusta. El interior estaba decorado como un McDonald’s, sólo que algo chocante. Las sillas no eran de plástico sino de paja. Las mesas eran de madera. El suelo estaba embaldosado con grandes baldosas verdes en algunas de las cuales se veían paisajes del desierto y pasajes de la vida del Rey del Taco. Del techo colgaban piñatas que remitían, asimismo, a otras aventuras del niño rey, siempre en compañía del burro. Algunas de las escenas reproducidas eran de una cotidianidad desarmante: el niño, el burro y una viejita tuerta, o el niño, el burro y un pozo, o el niño, el burro y una olla de frijoles. Otras escenas entraban de lleno en lo extraordinario: en algunas se veía al niño y al burro caer por un desfiladero, en otras se veía al niño y al burro atados a una pira funeraria, e incluso en una se veía al niño que amenazaba a su burro poniéndole el cañón de una pistola en la sien. Como si el Rey del Taco no fuera el nombre de un restaurante sino el personaje de un cómic que Fate jamás había tenido oportunidad de leer. Sin embargo, la sensación de estar en un McDonald’s persistía. Tal vez las camareras y camareros, muy jóvenes y vestidos con uniforme militar (Chucho Flores le dijo que iban vestidos

como federales), contribuían a fomentar esta impresión. Sin duda aquél no era un ejército victorioso. Los jóvenes, aunque sonreían a los clientes, transmitían un aire de cansancio enorme. Algunos parecían perdidos en el desierto que era la casa del Rey del Taco. Otros, quinceañeros o catorceañeros, trataban inútilmente de bromear con algunos clientes, tipos solos o parejas masculinas con pinta de funcionarios o de policías, tipos que miraban a los adolescentes con ojos que no estaban para bromas. Algunas chicas tenían los ojos llorosos y no parecían reales sino rostros entrevistos en un sueño.

—Este lugar es infernal —le dijo a Rosa Amalfitano.

—Tienes razón —dijo ella mirándolo con simpatía—, pero la comida no es mala.

—A mí se me ha ido el hambre —dijo Fate.

—Apenas te pongan delante un plato con tacos te volverá —dijo Rosa Amalfitano.

—Confío en que sea así —dijo Fate.

Habían llegado en tres coches distintos al restaurante. En el de Chucho Flores viajó Rosa Amalfitano. En el del silencioso Corona viajaron Charly Cruz y Rosa Méndez. Él condujo solo, pegado a los otros dos, y en más de una ocasión, cuando las vueltas por la ciudad parecían no tener fin, pensó en tocar la bocina y abandonar para siempre aquella comitiva en donde percibía, sin saber exactamente por qué, algo absurdo e infantil, y enfilar en dirección al Sonora Resort a escribir desde el hotel su crónica del breve combate que acababa de presenciar. Tal vez aún estuviera allí Campbell y le pudiera explicar algo que él no había entendido. Aunque bien pensado no había nada que entender. Pickett sabía boxear y Fernández no, así de sencillo. O tal vez lo mejor hubiera sido no ir al Sonora Resort y conducir directamente hacia la frontera, hacia Tucson, en cuyo aeropuerto seguro que encontraría un cibercafé desde donde escribir la crónica, agotado y sin pensar en lo que escribía, y luego volar hacia Nueva York, en donde todo volvería a tener la consistencia de la realidad.

Pero en lugar de eso Fate siguió a la comitiva de coches que daba vueltas y vueltas por una ciudad ajena, con la leve sospecha de que tantas vueltas obedecían a un único fin, que él se cansara y desistiera de su compañía, aunque habían sido ellos quienes lo habían invitado, quienes le dijeron vente a cenar con nosotros y luego te marchas a los Estados Unidos, una última cena mexicana, sin convicción ni sinceridad, atrapados en una hospitalidad verbal, un convencionalismo mexicano al que se debía responder dando las gracias (¡efusivamente!) y luego alejándose dignamente por una calle semivacía.

Sin embargo él aceptó la invitación. Buena idea, dijo, tengo hambre. Vamos a cenar todos juntos, como algo natural. Y aunque vio el cambio de expresión en los ojos de Chucho Flores, y la forma en que lo miraba Corona, más frío todavía, como si pretendiera ahuyentarlo con la mirada o como si le echara la culpa de la derrota del boxeador mexicano, insistió en ir a comer algo típico, mi última noche en México, ¿qué os parece si comemos comida

mexicana? Sólo Charly Cruz pareció divertirse ante la idea de seguir con él durante la cena, Charly Cruz y las dos chicas, aunque de distinta manera, cada uno de acuerdo a su naturaleza, aunque también cabía la posibilidad, pensó Fate, de que las chicas simplemente se alegraran, y nada más, mientras que a Charly Cruz, por el contrario, se le abrieran perspectivas inesperadas en un paisaje hasta ese momento fijo y rutinario.

¿Por qué estoy aquí, comiendo tacos y bebiendo cerveza con unos mexicanos a quienes apenas conozco?, pensó Fate. La respuesta, lo sabía, era sencilla. Estoy por ella. Todos hablaban en español. Sólo Charly Cruz se dirigía a él en inglés. A Charly Cruz le gustaba hablar de cine y también le gustaba hablar en inglés. Su inglés era rápido, como si intentara imitar a un estudiante universitario, aunque abundaba en incorrecciones. Mencionó el nombre de un director de Los Ángeles al que conocía personalmente, Barry Guardini, pero Fate no había visto ninguna película de Guardini. Luego se puso a hablar de dvd. Dijo que en el futuro todo sería grabado en dvd o algo similar y mejorado y las salas de cine desaparecerían.

Las únicas salas de cine que cumplían una función, dijo Charly Cruz, eran las viejas, ¿las recuerdas?, esos teatros enormes que cuando se apagaban las luces a uno se le encogía el corazón. Esas salas estaban bien, eran los verdaderos cines, lo más parecido a una iglesia, techos altísimos, grandes cortinas rojo granate, columnas, pasillos con viejas alfombras desgastadas, palcos, localidades de platea y galería o gallinero, edificios construidos en los años en los que el cine todavía era una experiencia religiosa, cotidiana y sin embargo religiosa, y que poco a poco fueron demolidos para edificar bancos o supermercados o multicines. Hoy, le dijo Charly Cruz, apenas sobreviven unos pocos, hoy todos los cines son multicines, con pantallas pequeñas, espacio reducido, butacas comodísimas. En el espacio de una vieja sala de verdad caben siete salas reducidas de un multicine. O diez. O quince, depende. Y ya no hay experiencia

abismal, no existe el

vértigo antes del inicio de una película, ya nadie se siente

solo en el interior de un multicine. Después, según recordaba Fate, se puso a hablar sobre el fin de lo

sagrado.

El fin había empezado en alguna parte, a Charly Cruz le daba lo mismo, tal vez en las iglesias, cuando los curas dejaron de lado la misa en latín, o en las familias, cuando los padres abandonaron (aterrorizados, créeme, brother) a las madres. Pronto el fin de lo sagrado llegó al cine. Derribaron los grandes cines y construyeron cajas inmundas llamadas multicines, cines prácticos, cines funcionales. Las catedrales cayeron bajo la bola de acero de los equipos de demolición. Hasta que alguien inventó el vídeo. Un televisor no es lo mismo que una pantalla de cine. La sala de tu casa no es lo mismo que una vieja platea casi infinita. Pero, si uno observa con cuidado, es lo que más se le parece. En primer lugar porque mediante el vídeo puedes ver

tú solo una película. Cierras las ventanas de tu casa y enciendes la tele. Metes el vídeo y te sientas en un sillón. Primer requisito: estar solo. La casa puede ser grande o pequeña, pero si no hay nadie más toda casa, por pequeña que sea, de alguna manera se agranda. Segundo requisito: preparar el momento, es decir, alquilar la película, comprar la bebida que vas a beber, la botana que vas a comer, determinar la hora en que te vas a sentar delante de tu tele. Tercer requisito: no contestar al teléfono, ignorar el timbre de la puerta, estar dispuesto a pasar una hora y media o dos horas o una hora o cuarentaicinco minutos en la más completa y rigurosa soledad. Cuarto requisito: tener a mano el mando a distancia por si quieres ver más de una vez una escena. Y eso es todo. A partir de ese momento todo depende de la película y de ti. Si todo va bien, que no siempre va bien, uno está otra vez en presencia de lo

sagrado. Uno mete su cabeza en el interior de su propio pecho y abre los ojos y mira, silabeó Charly Cruz.

¿Qué es para mí lo sagrado?, pensó Fate. ¿El dolor impreciso que siento ante la desaparición de mi madre? ¿El conocimiento de lo que no tiene remedio? ¿O esta especie de calambre en el estómago que siento cuando miro a esta mujer? ¿Y por qué razón experimento un calambre, llamémoslo así, cuando ella me mira y no cuando me mira su amiga? Porque su amiga es notoriamente menos hermosa, pensó Fate. De lo que se deduce que para mí lo sagrado es la belleza, una mujer guapa y joven y de rasgos perfectos. ¿Y si de pronto, en medio de este restaurante tan grande como infecto, apareciera la actriz más guapa de Hollywood, seguiría sintiendo calambres en el estómago cada vez que, subrepticiamente, mis ojos se encontraran con los de ella, o, por el contrario, la aparición repentina de una belleza superior, de una belleza ornada por el reconocimiento, mitigaría el calambre, disminuiría su belleza hasta una altura real, la de una muchacha un tanto extraña que sale una noche de fin de semana a divertirse con tres amigos un tanto singulares y una amiga que más bien parece una puta? ¿Y quién soy yo para pensar que Rosita Méndez parece una puta?, pensó Fate. ¿Conozco algo, acaso, acerca de las putas mexicanas como para reconocerlas a las primeras de cambio? ¿Conozco algo sobre la inocencia o sobre el dolor? ¿Conozco algo sobre las mujeres? Me gusta ver vídeos, pensó Fate. También me gusta ir al cine. Me gusta acostarme con mujeres. No tengo en este momento una pareja estable, pero no ignoro lo que significa tenerla. ¿Veo lo

sagrado en alguna parte? Sólo percibo experiencias prácticas, pensó Fate. Un hueco que hay que llenar, hambre que debo aplacar, gente a la que debo hacer hablar para poder terminar mi artículo y cobrar. ¿Y por qué pienso que los que acompañan a Rosa Amalfitano son tres tipos

singulares? ¿Qué tienen de singulares? ¿Y por qué estoy tan seguro de que si apareciera de pronto una actriz de Hollywood la belleza de Rosa Amalfitano se amortiguaría? ¿Y si no fuera así? ¿Y si se acelerara? ¿Y si todo comenzara a acelerarse a partir del instante en que una actriz de Hollywood traspusiera el umbral de El Rey del Taco?

Después, según recordaba vagamente, estuvieron en un par de discotecas, tal vez tres. En realidad, puede que fueran cuatro discotecas. No: tres. Pero también estuvieron en un cuarto lugar, que no era precisamente una discoteca ni tampoco una casa particular. La música estaba alta. Una de las discotecas, no la primera, tenía un patio. Desde el patio, donde se amontonaban cajas de refrescos y cerveza, se veía el cielo. Un cielo negro como el fondo del mar. En algún momento Fate vomitó. Luego se rió porque algo en el patio le hizo gracia. ¿Qué? No lo sabía. Algo que se movía o que se arrastraba junto a la reja de alambre. Tal vez la hoja de un periódico. Cuando volvió al interior vio a Corona que besaba a Rosa Méndez. La mano derecha de Corona apretaba uno de los pechos de la mujer. Al pasar junto a ellos Rosa Méndez abrió los ojos y lo miró como si no lo conociera. Charly Cruz estaba apoyado en la barra hablando con el barman. Le preguntó por Rosa Amalfitano. Charly Cruz se encogió de hombros. Repitió la pregunta. Charly Cruz lo miró a los ojos y dijo que tal vez estaba en los reservados.

—¿Dónde están los reservados? —dijo Fate.

—Arriba —dijo Charly Cruz.

Fate subió por la única escalera que encontró: una escalera metálica que se movía un poco, como si la base estuviera suelta. Le pareció la escalera de un barco antiguo. La escalera terminaba en un pasillo enmoquetado de verde. Al final del pasillo había una puerta abierta. Se oía música. La luz que salía de la habitación también era verde. Detenido en medio del pasillo un tipo joven y flaco lo miró y luego se movió hacia él. Fate pensó que lo iba a atacar y se preparó mentalmente para recibir el primer puñetazo. Pero el tipo lo dejó pasar y luego bajó por la escalera. Su rostro era muy serio, recordaba Fate. Luego caminó hasta llegar a una habitación en donde vio a Chucho Flores que hablaba por un teléfono móvil. Junto a él, sentado sobre un escritorio, había un tipo de unos cuarenta y tantos años, vestido con una camisa de cuadros y una corbata de lazo, que se lo quedó mirando y le preguntó con un gesto qué quería. Chucho Flores vio el gesto del tipo y miró hacia la puerta.

—Adelante, Fate, pasa —dijo.

La lámpara que colgaba del techo era verde. Junto a una ventana, sentada en un sillón, estaba Rosa Amalfitano. Tenía las piernas cruzadas y fumaba. Cuando Fate traspuso el umbral levantó la vista y lo miró.

—Estamos aquí haciendo unos negocios —dijo Chucho Flores.

Fate se apoyó en la pared como si le faltara el aire. Es el color verde, pensó.

—Ya veo —dijo.

Rosa Amalfitano parecía drogada.

Según Fate creía recordar, alguien, en algún momento, anunció que aquella noche cumplía años, alguien que no iba con ellos, pero a quien Chucho Flores y Charly Cruz, al parecer, conocían. Mientras bebía un vaso de tequila una mujer se puso a cantar el «Happy Birthday». Después tres hombres (¿Chucho Flores era uno de ellos?) se pusieron a cantar «Las mañanitas». Muchas voces se unieron al canto. Junto a él, de pie en la barra, estaba Rosa Amalfitano. Ella no cantaba, pero le tradujo la letra de la canción. Fate le preguntó qué relación había entre el rey David y el cumpleaños de una persona.

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