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La parte de los crímenes

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Poco después, sin embargo, el judicial Juan de Dios Martínez fue a visitar a los músicos a la penitenciaría de Santa Teresa. Les llevó cigarrillos y un par de revistas y les preguntó cómo les iba. No nos podemos quejar, jefe, dijo el Mariachi. El judicial les dijo que él tenía algunas amistades en el tambo y que si ellos querían él podía ayudarlos. ¿Y nosotros qué le tenemos que dar a cambio?, dijo el Mariachi. Sólo una información, dijo el judicial. ¿Y qué información es ésa? Muy sencilla. Ustedes eran amigos de la Vaca, amigos íntimos. Yo les hago unas preguntas, ustedes me contestan y eso es todo. Empiece con las preguntitas, dijo el Mariachi. ¿Se acostaban con la Vaca? No, dijo el Mariachi. ¿Y tú? Yo menos, dijo el Cuervo. Ah, caray, dijo el judicial. ¿Y cómo es eso? A la Vaca no le gustaban los machos, ya bastante macha era ella, dijo el Mariachi. ¿Saben su nombre completo?, dijo el judicial. Ni idea, dijo el Mariachi, nosotros le decíamos Vaca y ya está. Ah, caray, qué amigos más íntimos, dijo el judicial. Ésa es la mera verdad, jefe, dijo el Mariachi. ¿Y saben de dónde sacaba el dinero?, dijo el judicial. Eso mero le preguntamos nosotros, jefe, dijo el Cuervo, a ver si por ahí nos sacábamos unos pesos extra, pero la Vaca de eso no habló nunca. ¿Y no tenía ninguna amistad, quiero decir aparte de ustedes y de las rucas del callejón?, dijo el judicial. Pues sí, una vez que íbamos en mi carro me señaló a una amiga, dijo el Mariachi, una chamaquita que trabajaba en una cafetería del centro, nada del otro mundo, más bien flaquita, pero la Vaca me la mostró y me preguntó si había visto alguna vez una mujer tan bonita. Yo le dije que no, para que no le entraran las cóleras, pero en realidad no era nada del otro mundo. ¿Cómo se llama?, dijo el judicial. No me dijo su nombre, dijo el Mariachi, tampoco me la presentó.

Durante los días en que la policía trabajaba en esclarecer el asesinato de la Vaca Harry Magaña encontró la casa donde vivía Miguel Montes. Un sábado por la tarde se puso a vigilar la casa y al cabo de dos horas, cansado de esperar, forzó la cerradura y entró. La casa sólo tenía una habitación y una cocina y un baño. En las paredes vio fotos de actores y actrices de Hollywood. En un estante, enmarcadas, había dos fotos del propio Miguel, sin duda un muchacho con cara de buena persona, agraciado, de esos que gustan a las mujeres. Revisó todos los cajones. En uno encontró un talonario de cheques y una navaja. Al levantar el colchón de la cama encontró unas revistas y unas cartas. Hojeó todas las revistas. En la cocina, debajo de una alacena, halló un sobre con cuatro fotos tomadas con una cámara Polaroid. En una se veía una casa en medio del desierto, una casa de adobes de apariencia humilde, con un pequeño porche y dos ventanas diminutas. Junto a la casa estaba estacionada una furgoneta con tracción en las cuatro ruedas. En la otra se veía a dos chicas abrazadas por los hombros, con las cabezas ladeadas a la izquierda, que miraban a la cámara con un gesto similar de pasmosa seguridad, como si acabaran de llegar a este planeta o como si ya tuvieran las maletas hechas para irse. Esta foto estaba tomada en una calle con mucha gente, que bien podía ser una de las del centro de Santa Teresa. En la tercera foto se veía una avioneta a un lado de una pista de aterrizaje de tierra, en el desierto. Detrás de la avioneta aparecía un cerro. El resto era plano, sólo arena y matojos. En la última se veía a dos tipos que no miraban a la cámara y que probablemente estaban borrachos o drogados, vestidos con camisas blancas, uno de ellos con un sombrero, que se daban la mano como si fueran grandes amigos. Buscó la cámara Polaroid por todas partes, pero no la halló. Se guardó las fotos, las cartas y la navaja en un bolsillo y tras registrar una vez más la casa se sentó en una silla y se dispuso a esperar. Miguel Montes no volvió esa noche ni la noche siguiente. Pensó que tal vez había tenido que largarse apresuradamente o que tal vez ya estuviera muerto. Se sintió abatido. Por suerte para él, desde que conociera a Demetrio Águila no se alojaba en una pensión ni en un hotel ni se pasaba las noches insomne recorriendo garitos y bebiendo, sino que se retiraba a dormir a la casa de la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, propiedad de su amigo, quien le había dado una llave. La casita, contra lo que uno podía esperarse, siempre estaba limpia, pero su limpieza, su decoro, carecía de cualquier marca femenina: era una limpieza estoica, carente de gracia, como la limpieza que exhiben las celdas de una cárcel o las de un monasterio, una limpieza que caminaba hacia la carencia, no hacia la abundancia. A veces, al volver, encontraba a Demetrio Águila preparándose un café de olla en la cocina y ambos se sentaban en la sala y se ponían a hablar. Conversar con el mexicano lo calmaba. El mexicano hablaba de la época en que había sido vaquero en el rancho Triple T y de las diez maneras que existían de embridar un potro salvaje. En ocasiones Harry le preguntaba por qué no se iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nuevo México, Chihuahua, todo es lo mismo, y Harry se quedaba pensando y al final no podía aceptar que fuera igual, pero le daba tristeza contradecir a Demetrio Águila, y no lo hacía. Otras veces salían juntos y el mexicano podía ver de cerca los métodos que empleaba el gringo, cuya dureza en principio no le gustaba, pero que encontraba justificada. Aquella noche, al volver a la casa de la calle Luciérnaga, Harry lo encontró levantado y mientras preparaba café le dijo que creía que su última pista se había esfumado. Demetrio Águila no le contestó nada. Sirvió el café e hizo huevos revueltos con tocino. Los dos se pusieron a comer en silencio. Yo creo que nada se esfuma, dijo el mexicano. Hay gente y también hay animales e incluso cosas que, por una u otra causa, a veces dan la impresión de querer esfumarse, de querer desaparecer. Aunque tú no lo creas, Harry, a veces una piedra quiere desaparecer, yo lo he visto. Pero Dios no lo permite. No lo permite porque no puede permitirlo. ¿Tú crees en Dios, Harry? Sí, señor Demetrio, dijo Harry Magaña. Pues entonces confía en Dios, él no permite que nada se esfume.

Por aquellos días Juan de Dios Martínez aún seguía acostándose cada quince días con la doctora Elvira Campos. A veces al judicial le parecía un milagro que la relación todavía se mantuviera. Con dificultades, con malentendidos, pero seguían juntos. En la cama, eso creía, la atracción era mutua. Nunca había deseado tanto a una mujer como la deseaba a ella. Si de él hubiera dependido se habría casado con la directora sin pensarlo dos veces. En ocasiones, cuando llevaba muchos días sin verla, se ponía a darle vueltas a la diferencia cultural que los separaba y que él veía como el principal obstáculo entre ambos. A la directora le gustaba el arte y era capaz de ver una pintura y saber cuál era el pintor, por ejemplo. Los libros que leía a él ni le sonaban. La música que escuchaba a él sólo le provocaba un sopor agradable y al poco rato sólo tenía ganas de dormir y descansar, algo que, por otra parte, se cuidaba de hacer en casa de ella. Incluso la comida que le gustaba a la directora era diferente de la comida que le gustaba a él. Trató de adaptarse a la nueva situación y a veces iba a una tienda de discos y compraba música de Beethoven y Mozart, que luego escuchaba a solas en su casa. Generalmente se dormía. Sus sueños, sin embargo, eran plácidos y felices. Soñaba que Elvira Campos y él vivían juntos en una cabaña de la sierra. En la cabaña no había electricidad ni agua corriente ni nada que recordara a la civilización. Dormían sobre la piel de un oso y cubiertos por la piel de un lobo. Y Elvira Campos a veces se reía, muy fuerte, cuando salía a correr por el bosque y él no la podía ver.

Vamos a leer las cartas, Harry, dijo Demetrio Águila. Yo te las leo todas las veces que haga falta. La primera carta era de un antiguo amigo de Miguel que vivía en Tijuana, aunque el sobre carecía de remitente, y era un compendio de recuerdos acerca de los días felices que ambos habían vivido juntos. Hablaba de béisbol, de fulanas, de coches robados, de peleas, de alcohol, y se mencionaban de pasada por lo menos cinco delitos por los que Miguel Montes y su amigo se hubieran hecho acreedores a penas de cárcel. La segunda carta era de una mujer. El matasellos era de la propia Santa Teresa. La mujer le reclamaba dinero y le urgía a un rápido pago. De lo contrario atente a las consecuencias, decía. La tercera carta, a juzgar por la letra, ya que tampoco estaba firmada, era de la misma mujer, a quien Miguel aún no había satisfecho su deuda, que le decía que ya sólo tenía tres días para aparecer, por donde tú sabes, con el dinero en la mano, o de lo contrario, y aquí según Demetrio Águila y también según Harry Magaña se advertía un punto de simpatía, el punto de simpatía femenina de la que Miguel siempre anduvo, incluso en los peores momentos, sobrado, la mujer le recomendaba que se largara de la ciudad lo antes posible y sin decirle nada a nadie. La cuarta carta era de otro amigo y posiblemente, pues el matasellos era ilegible, venía de Ciudad de México. El amigo, un norteño recién llegado a la capital, le comentaba sus impresiones de la gran ciudad: hablaba del metro, que comparaba a la fosa común, de la frialdad de los chilangos, que vivían de espaldas a todo, de la dificultad de movimientos, pues en el DF de nada valía tener un carro chido puesto que los embotellamientos eran permanentes, de la contaminación y de lo feas que eran las mujeres. Sobre esto hacía algunas bromas de mal gusto. La última carta era de una muchacha de Chucarit, cerca de Navojoa, en el sur de Sonora, y se trataba, como era predecible, de una carta de amor. Decía que por supuesto lo esperaría, que tenía paciencia, que aunque se moría de ganas de verlo el primer paso tenía que darlo él y que ella no tenía ninguna prisa. Parece la carta de una novia de pueblo, dijo Demetrio Águila. Chucarit, dijo Harry Magaña. Tengo la corazonada de que nuestro hombre nació allí, señor Demetrio. Pues mire usted por dónde, yo diría lo mismo, dijo Demetrio Águila.

A veces Juan de Dios Martínez se ponía a pensar en lo mucho que le gustaría saber más cosas de la vida de la directora. Por ejemplo, sus amistades. ¿Quiénes eran sus amigos? Él no conocía a ninguno, sólo a algunos empleados del centro psiquiátrico, a quienes la directora trataba con amabilidad pero también guardando las distancias. ¿Tenía amigos? Él suponía que sí, aunque ella nunca hablaba de eso. Una noche, después de hacer el amor, le dijo que quería saber más cosas de su vida. La directora le dijo que ya sabía más que suficiente. Juan de Dios Martínez no insistió.

La Vaca murió en agosto de 1994. En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de más de cien camiones a dejar su carga. Pese a su tamaño, el basurero se estaba haciendo pequeño y ya se hablaba, ante la proliferación de basureros clandestinos, de hacer otro nuevo en los alrededores de Casas Negras o al oeste de aquella población. La muerta tenía entre quince y diecisiete años, según el forense, aunque el juicio final prefirieron dejárselo al patólogo, que la examinó tres días después, y que coincidió con su colega. Había sido violada por vía anal y vaginal y posteriormente estrangulada. Medía un metro y cuarentaidós centímetros. Los rebuscadores que la encontraron dijeron que iba vestida con un sostén, una falda de mezclilla azul y zapatillas de deporte marca Reebok. Al llegar la policía el sostén y la falda de mezclilla azul ya no estaban por ninguna parte. En el dedo anular de su mano derecha llevaba un anillo dorado con una piedra negra y con el nombre de una academia de inglés del centro de la ciudad. Se la fotografió y luego la policía visitó la academia de lenguas, pero nadie reconoció a la muerta. La foto apareció publicada en

El Heraldo del Norte y en

La Voz de Sonora, con el mismo resultado. Los judiciales José Márquez y Juan de Dios Martínez interrogaron durante tres horas al director de la escuela y al parecer se les fue la mano en el interrogatorio, por lo que el abogado del director interpuso una demanda por malos tratos. La demanda no prosperó pero ambos se hicieron merecedores de una amonestación del delegado y del jefe de policía. Se cursó también un informe sobre su conducta al jefe de la policía judicial en Hermosillo. Dos semanas después el cuerpo de la desconocida pasó a engrosar la reserva de cadáveres de los estudiantes de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.

A veces el judicial Juan de Dios Martínez se sorprendía de lo bien que sabía coger Elvira Campos y de lo inagotable que era en la cama. Coge como si se fuera a morir, pensaba. En más de una ocasión le hubiera gustado decirle que no era necesario, que no se esforzara, que él, con tal de sentirla cerca, sólo rozándola, ya se daba por satisfecho, pero la directora, cuando se trataba de sexo, era práctica y efectiva. Mi reina, le decía a veces Juan de Dios Martínez, mi tesoro, mi amor, y ella, en la oscuridad, le decía que se callara y le sorbía hasta la última gota ¿de su semen?, ¿de su alma?, ¿de la poca vida que entonces él creía que le quedaba? Hacían el amor, por expreso deseo de ella, en una semipenumbra. Tentado estaba a veces de encender la luz y contemplarla, pero el deseo de no contrariarla lo refrenaba. No enciendas la luz, le dijo ella en una ocasión, y él pensó que Elvira Campos le podía leer el pensamiento.

En noviembre, en el segundo piso de un edificio en construcción, unos albañiles encontraron el cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años, de un metro cincuenta, morena, con el pelo teñido de rubio, con dos coronas de oro en la dentadura, vestida únicamente con un suéter y un hot-pant o

short o pantalón corto. Había sido violada y estrangulada. No tenía papeles. El edificio en construcción estaba en la calle Alondra, en la colonia Podestá, un lugar de la zona alta de Santa Teresa. Por esa razón los obreros no se quedaban a dormir allí, como era usual en otras construcciones. Por las noches el edificio era vigilado por un guardia jurado. Al ser interrogado éste confesó que, contra lo que establecía su contrato, por las noches solía dormir, ya que durante el día trabajaba en una maquiladora, y que algunas noches permanecía en la obra hasta las dos de la mañana y luego se iba a su casa, sita en la avenida Cuauhtémoc, a la altura de la colonia San Damián. El interrogatorio fue duro, lo llevó el ayudante del jefe, Epifanio Galindo, pero ya desde el primer momento se veía que el vigilante decía la verdad. Se supuso, no sin cierta lógica, que la desconocida era una recién llegada, y que en alguna parte debía de existir una maleta con su ropa. A tal fin se investigó en algunas pensiones y hoteles del centro, pero ninguno había echado en falta a ningún cliente. Su foto salió publicada en los periódicos de la ciudad, con nulo resultado: o bien nadie la conocía o bien la foto no era buena o bien nadie quería verse envuelto en problemas con la policía. Se cotejaron las denuncias de desaparición llegadas desde otros estados de la república, pero ninguna coincidía con la muerta aparecida en el edificio de la calle Alondra. Sólo una cosa quedó clara o al menos le quedó clara a Epifanio: la muerta no era del barrio, la muerta no había sido estrangulada y violada en el barrio, ¿por qué entonces deshacerse de su cadáver en la zona alta de la ciudad, en calles que la policía o los agentes de seguridad privados patrullaban con esmero durante las noches?, ¿por qué ir a arrojar el cadáver allí, al segundo piso de un edificio en construcción, con el riesgo que ello implicaba, incluido el de caerse por las escaleras aún sin pasamanos, cuando lo más lógico era tirarla en el desierto o por los alrededores de un basurero? Durante dos días lo pensó. Mientras comía, mientras oía a sus compañeros hablar de deportes o de mujeres, mientras conducía el coche de Pedro Negrete, mientras dormía. Hasta que decidió que por más que lo pensara no iba a hallar una solución satisfactoria, y entonces dejó de pensar en ello.

A veces el judicial Juan de Dios Martínez tenía ganas, sobre todo en sus días libres, de salir a pasear con la directora. Es decir: tenía ganas de mostrarse públicamente con ella, de ir a comer a un restaurante del centro, ni barato ni muy caro, un restaurante normal adonde iban las parejas normales y en donde seguro que encontraría a algún conocido, al cual le presentaría a la directora de forma natural, casual, sin aspavientos, ésta es mi novia, Elvira Campos, médico psiquiatra. Después de comer probablemente irían a casa de ella a hacer el amor y luego la siesta. Y por la noche volverían a salir, en el BMW de ella o en el Cougar de él, al cine o a tomar un refresco en algún restaurante al aire libre o a bailar en alguno de los muchos locales que había en Santa Teresa. Chingados, la felicidad perfecta, pensaba Juan de Dios Martínez. Elvira Campos, por el contrario, no quería ni oír hablar de una relación pública. Llamadas telefónicas al centro psiquiátrico sí, a condición de que fueran breves. Encuentros personales cada quince días. Un vaso de

whisky o de vodka Absolut y paisajes nocturnos. Despedidas esterilizadas.

En el mismo mes de noviembre de 1994 se encontró en un lote baldío el cadáver medio quemado de Silvana Pérez Arjona. Tenía quince años y era delgada, morena, de un metro sesenta de altura. El pelo de color negro le caía por debajo de los hombros, aunque cuando su cadáver fue encontrado tenía la mitad del cabello chamuscado. Su cuerpo fue hallado por unas mujeres de la colonia Las Flores que habían instalado sus tendederos de ropa en el borde del baldío, y que fueron quienes dieron aviso a la Cruz Roja. La ambulancia la conducía un tipo de unos cuarentaicinco años y lo acompañaba un camillero no mayor de veinte que parecía su hijo. Cuando llegó la ambulancia el tipo de más edad preguntó a las mujeres y a los curiosos que se arremolinaban alrededor del cadáver si alguien conocía a la muerta. Algunos desfilaron delante de ésta y le miraron el rostro y negaron con la cabeza. Nadie la conocía. Entonces si yo fuera ustedes me iría, amigos, dijo el camillero de más edad, porque la tirana querrá interrogarlos a todos. Lo dijo sin alzar el tono, pero la voz se corrió y todos se retiraron. A simple vista en el lote baldío ya no había nadie pero los dos camilleros se sonrieron porque sabían que la gente los miraba desde sus escondites. Mientras uno de ellos, el joven, daba desde la radio de la ambulancia el parte a la policía, el que tenía más edad se internó a pie por las calles de tierra de la colonia Las Flores hasta un sitio en donde vendían tacos y cuya propietaria lo conocía. Pidió seis de carnita, tres con crema y tres sin crema, los seis bien picantes, y dos latas de Coca-Cola. Luego pagó y volvió caminando sin prisas hasta la ambulancia, en donde el que parecía su hijo estaba leyendo, apoyado en el guardabarros, un cómic. Cuando llegó la policía ambos habían terminado de comer y fumaban. Durante tres horas el cadáver permaneció en el lote baldío. Según el forense había sido violada. Dos certeras cuchilladas en el corazón causaron su muerte. Después el asesino intentó quemarla para borrar sus huellas, pero por lo visto el asesino era un chapucero o le habían vendido agua por gasolina o le había dado un pasmón. Al día siguiente se supo que la muerta se llamaba Silvana Pérez Arjona, operaria en una maquiladora del parque industrial General Sepúlveda, no muy lejos de donde su cuerpo había sido hallado. Hasta hacía un año Silvana vivía con su madre y cuatro hermanos, todos trabajadores en diversas maquiladoras de la ciudad. Ella era la única que estudiaba, en la escuela secundaria Profesor Emilio Cervantes, en la colonia Lomas del Toro. Por motivos económicos, sin embargo, tuvo que dejar de estudiar y una de sus hermanas le consiguió trabajo en la maquiladora HorizonW&E, en donde conoció al trabajador Carlos Llanos, de treintaicinco años, del que se hizo novia y con el que finalmente se fue a vivir a la casa de éste, en la calle Prometeo. Según sus amigos, Llanos era un hombre afable, un poco bebedor, pero sin exagerar, y que en sus ratos de ocio leía libros, algo muy poco usual y que contribuía a dotarlo con un aura extraordinaria. Según la madre de Silvana, fue esta característica de Llanos la que sedujo a su hija, que hasta entonces ni siquiera había tenido novio a excepción de algún que otro escarceo inocente en la escuela. La relación duró siete meses. Llanos leía, sí, y a veces ambos se sentaban en la salita de su casa y comentaban sus lecturas, pero más que leer bebía y era un hombre extremadamente celoso e inseguro. Durante las visitas a su madre Silvana en alguna ocasión le contó que Llanos le pegaba. A veces se pasaban horas abrazadas, madre e hija, llorando y sin encender la luz del cuarto. La detención de Llanos no ofreció la más mínima dificultad y en ella participó Lalo Cura por primera vez. Aparecieron dos coches de la policía de Santa Teresa, llamaron a la puerta, Llanos abrió, lo redujeron a patadas sin decir una palabra, le pusieron las esposas y se lo llevaron a comisaría, en donde intentaron enjaretarle el asesinato de la desconocida de la calle Alondra o, al menos, el de la desconocida encontrada en el nuevo basurero municipal, pero no hubo manera, la propia Silvana Pérez era su coartada, pues con ella había sido visto en tales fechas, paseándose muy orondo por el raquítico parque de la colonia Carranza, en donde había habido feria y él y Silvana fueron vistos incluso por la parentela de ésta. En lo que respecta a las noches, hasta hacía apenas una semana las había malgastado en turnos nocturnos en la maquiladora y sus compañeras y compañeros podían dar fe de ello. Del asesinato de Silvana se declaró culpable y sólo sentía el haber intentado quemarla. Era retechula mi Silvana, dijo, y no se merecía esa salvajada.

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