2666

2666


La parte de los crímenes

Página 44 de 88

También por aquellos días apareció en la televisión de Sonora una vidente llamada Florita Almada, a la que sus seguidores, que no eran muchos, apodaban la Santa. Florita Almada tenía setenta años y desde hacía relativamente poco, diez años, había recibido la iluminación. Veía cosas que nadie más veía. Oía cosas que nadie más oía. Y sabía buscar una interpretación coherente para todo lo que le sucedía. Antes que vidente fue yerbatera, que era su verdadero oficio, según decía, pues vidente significaba alguien que veía y ella a veces no veía nada, las imágenes eran borrosas, el sonido defectuoso, como si la antena que le había crecido en el cerebro estuviera mal puesta o la hubieran agujereado en una balacera o fuera de papel aluminio y el viento hiciera con ella lo que le venía en gana. Así que, aunque se reconocía vidente o dejaba que sus seguidores la reconocieran como tal, ella les tenía más fe a las hierbas y a las flores, a la comida sana y a la oración. A las personas con presión arterial alta les recomendaba que dejaran de comer huevos y queso y pan blanco, por ejemplo, porque eran alimentos con mucho sodio y el sodio atrae el agua, lo que hace que aumente el volumen de sangre y por consiguiente que aumente la presión arterial. Más claro que el agua, decía Florita Almada. Por mucho que a uno le guste desayunar huevos rancheros o huevos a la mexicana, si sufre hipertensión arterial lo mejor es que deje de comer huevos. Y si uno ha dejado de comer huevos, también puede dejar de comer carne y pescados, y puede dedicarse a comer sólo arroz y fruta. Eso es buenísimo para la salud, el arroz y la fruta, sobre todo cuando uno ya ha pasado los cuarenta años. También hablaba contra el consumo excesivo de grasas. La ingesta total de grasas, decía, no debe pasar jamás del veinticinco por ciento del total del aporte energético de la alimentación. Lo ideal es que el consumo de grasas se estabilice entre el quince por ciento y el veinte por ciento. Pero la gente que tiene trabajo puede consumir hasta un ochenta o un noventa por ciento de grasas, y si el trabajo es más o menos estable el consumo de grasas sube hasta un ciento por ciento, lo que resulta abominable, decía. Por el contrario, el consumo de grasas entre los que carecían de trabajo estaba entre el treinta por ciento y el cincuenta por ciento, lo que bien mirado también era una desgracia, pues esa pobre gente no sólo estaba subalimentada sino que encima estaba mal subalimentada, si se me entiende lo que quiero decir, decía Florita Almada, en realidad estar subalimentado ya es una desgracia en sí, y estar mal subalimentado poco añade y poco quita a esa desgracia, tal vez me he expresado mal, lo que quiero decir es que es más sana una tortilla con chile que unos chicharrones de perro o de gato o puede que de rata, decía como pidiendo perdón. Por otra parte, estaba en contra de las sectas y de los curanderos y de los seres viles que estafaban al pueblo. La botanomancia o el arte de adivinar el futuro por medio de los vegetales le parecía una tomadura de pelo. No obstante sabía de lo que hablaba y una vez le explicó a un curandero de tres al cuarto las diversas ramas en las que se dividía este arte adivinatorio, a saber, la botanoscopia, que se basa en las formas, movimientos y reacciones de las plantas, subdividida a su vez en la cromiomancia y la licnomancia, cuyo principio es la cebolla o los capullos de flores que germinarán o florecerán, la dendromancia, vinculada a la interpretación de los árboles, la filomancia, o estudio de las hojas, y la xilomancia, que también es parte de la botanoscopia, y que es la adivinación sobre la madera y ramas de los árboles, lo cual, decía, es bonito, es poético, pero no para adivinar el futuro sino para poner paz en algunos episodios del pasado y para alimentar y serenar el presente. Luego venía la botanomancia cleromántica, subdividida entre la quiamobolía, que se practica con varias habas blancas y una negra, y donde también están encuadradas las disciplinas de la rabdomancia y la palomancia, para las que se emplean varillas de madera y contra las que ella nada tenía y de las que nada, por lo tanto, podía decir. Luego venía la farmacología vegetal, es decir, el empleo de plantas alucinógenas y alcaloides, y contra los cuales ella tampoco tenía nada que decir. Allá cada cual con su cabeza. Hay gente a la que le va bien y hay gente, sobre todo jóvenes holgazanes y más bien viciosos, a la que no le va bien. Ella prefería no decir ni que sí ni que no. Luego venía la botanomancia meteorológica, que ésa sí que era interesante pero que muy poca gente, contados con los dedos de una mano, dominaba, que se basaba en la observación de las reacciones de las plantas. Por ejemplo: si la adormidera levanta las hojas hará buen tiempo. Por ejemplo: si un álamo se echa a temblar algo inesperado va a ocurrir. Por ejemplo: si esa flor chiquita, de hojitas blancas y corola amarilla diminuta, llamada el pijulí, inclina la cabeza, es que hará calor. Por ejemplo: si esa otra flor, esa que tiene hojas amarillentas y a veces rosadas y que en Sonora la llaman, no sé por qué, el alcanfor, y que en Sinaloa la llaman pico de cuervo porque parece, vista de lejos, un pájaro zumbón, cierra los pétalos, la muy viva, es que va a llover. Luego, finalmente, viene la radiestesia, en la cual antes se empleaba un bastón de avellano que ha sido sustituido por un péndulo, disciplina de la cual Florita Almada no tenía nada que decir. Cuando uno sabe, sabe, y cuando no sabe lo mejor es aprender. Y, mientras tanto, no decir nada, a menos que lo que uno diga esté encaminado a hacer más claro el aprendizaje. Su vida misma, según explicaba, había sido un aprendizaje constante. No aprendió a leer ni a escribir hasta los veinte años, por poner un número redondo. Había nacido en Nácori Grande y no pudo ir a la escuela como una niña normal porque su madre era ciega y a ella le tocó cuidarla. De sus hermanos, de los que guardaba un recuerdo vago y cariñoso, no sabía nada. El vendaval de la vida se los fue llevando a las cuatro esquinas de México y posiblemente ya estaban bajo tierra. Su infancia, pese a las estrecheces y a las desventuras propias de una familia campesina, fue feliz. Me encantaba el campo, decía, aunque ahora me molesta un poco porque me he desacostumbrado de los bichos. La vida en Nácori Grande, aunque a muchos les cueste creerlo, podía ser en ocasiones muy intensa. Cuidar a la madre ciega podía ser divertido. Cuidar a las gallinas podía ser divertido. Lavar la ropa podía ser divertido. Hacer la comida podía ser divertido. Lo único que lamentaba era no haber ido a la escuela. Después se mudaron, por causas que no venía al caso ventilar, a Villa Pesqueira, en donde murió su madre y en donde ella, al cabo de ocho meses del deceso, se casó con un hombre al que casi no conocía, una persona trabajadora y honrada y respetuosa con todo el mundo, un hombre bastante mayor que ella, dicho sea de paso, que en el momento de ir a la iglesia tenía treintaiocho años y ella sólo diecisiete, es decir un hombre ¡veintiún años mayor!, dedicado a la compraventa de animales, mayormente cabras y ovejas aunque de vez en cuando también vendía o compraba ganado vacuno e incluso porcino, y que por tales circunstancias laborales debía viajar constantemente por los pueblos de la zona, como San José de Batuc, San Pedro de la Cueva, Huépari, Tepache, Lampazos, Divisaderos, Nácori Chico, El Chorro y Napopa, por caminos de terracería o por sendas de animales y por atajos que bordeaban aquellas montañas intrincadas. El negocio no le iba mal. A veces ella lo acompañaba en alguno de sus viajes, no muchos, porque estaba mal visto que un comerciante de ganado viajara con una mujer, sobre todo si era su propia mujer, pero en alguno sí que lo acompañó. Era una oportunidad única para ver mundo. Para fijarse en otros paisajes, que aunque parecían el mismo, si uno los miraba bien, con los ojos bien abiertos, resultaban a la postre muy distintos de los paisajes de Villa Pesqueira. Cada cien metros el mundo cambia, decía Florita Almada. Eso de que hay lugares que son iguales a otros es mentira. El mundo es como un temblor. Por supuesto, a ella le hubiera gustado tener hijos, pero la naturaleza (la naturaleza en general o la naturaleza de su marido, decía riéndose) le privó de tal responsabilidad. El tiempo que le hubiera dedicado a su bebé lo empleó en estudiar. ¿Quién le enseñó a leer? Me enseñaron los niños, afirmaba Florita Almada, no hay mejores maestros que ellos. Los niños, con sus silabarios, que iban a su casa a que les diera pinole. Así es la vida, justo cuando ella creía que se desvanecían para siempre las posibilidades de estudiar o de retomar los estudios (vana esperanza, en Villa Pesqueira creían que Escuela Nocturna era el nombre de un burdel en las afueras de San José de Pimas), aprendió, sin grandes esfuerzos, a leer y a escribir. A partir de ese momento leyó todo lo que caía en sus manos. En un cuaderno anotó las impresiones y pensamientos que le produjeron sus lecturas. Leyó revistas y periódicos viejos, leyó programas políticos que cada cierto tiempo iban a tirar al pueblo jóvenes de bigotes montados en camionetas y periódicos nuevos, leyó los pocos libros que pudo encontrar y su marido, después de cada ausencia traficando con animales en los pueblos vecinos, se acostumbró a traerle libros que en ocasiones compraba no por unidad sino por peso. Cinco kilos de libros. Diez kilos. Una vez llegó con veinte kilos. Y ella no dejó ni uno sin leer y de todos, sin excepción, extrajo alguna enseñanza. A veces leía revistas que llegaban de Ciudad de México, a veces leía libros de historia, a veces leía libros de religión, a veces leía libros léperos que la hacían enrojecer, sola, sentada a la mesa, iluminadas las páginas por un quinqué cuya luz parecía bailar o adoptar formas demoniacas, a veces leía libros técnicos sobre el cultivo de viñedos o sobre construcción de casas prefabricadas, a veces leía novelas de terror y de aparecidos, cualquier tipo de lectura que la divina providencia pusiera al alcance de su mano, y de todos ellos aprendió algo, a veces muy poco, pero algo quedaba, como una pepita de oro en una montaña de basura, o para afinar la metáfora, decía Florita, como una muñeca perdida y reencontrada en una montaña de basura desconocida. En fin, ella no era una persona instruida, al menos no tenía lo que se dice una educación clásica, por lo que pedía perdón, pero tampoco se avergonzaba de ser lo que era, pues lo que Dios quita por un lado la Virgen lo repone por el otro, y cuando eso pasa uno tiene que estar en paz con el mundo. Así pasaron los años. Su marido, por esas cosas misteriosas que algunos llaman simetría, un día se quedó ciego. Por suerte ella ya tenía experiencia en el cuidado de invidentes y los últimos años del comerciante de animales fueron plácidos, pues su mujer lo cuidó con eficiencia y cariño. Después se quedó sola y ya para entonces había cumplido cuarentaicuatro años. No se volvió a casar, no porque le faltaran pretendientes, sino porque le halló el gusto a la soledad. Lo que hizo fue comprarse un revólver calibre 38, porque la escopeta que su marido le dejó en herencia se le antojó poco manejable, y seguir, de momento, los negocios de compra y venta de animales. Pero el problema, explicaba, es que para comprar y sobre todo para vender animales era necesaria una cierta sensibilidad, una cierta educación, una cierta propensión a la ceguera que ella de ningún modo poseía. Viajar con los animales por las trochas del monte era muy bonito, subastarlos en el mercado o en el matadero era un horror. Así que al poco tiempo abandonó el negocio y siguió viajando, en compañía del perro de su difunto marido y de su revólver y a veces de sus animales, que empezaron a envejecer con ella, pero esta vez lo hacía como curandera trashumante, de las tantas que hay en el bendito estado de Sonora, y durante los viajes buscaba hierbas o escribía pensamientos mientras los animales pastaban, como hacía Benito Juárez cuando era un niño pastor, ay, Benito Juárez, qué gran hombre, qué recto, qué cabal, pero también qué niño más encantador, de esa parte de su vida se hablaba poco, en parte porque poco se sabía, en parte porque los mexicanos saben que cuando hablan de niños suelen decir tonterías o cursiladas. Ella, por si no lo sabían, tenía algunas cosas que decir al respecto. De los miles de libros que había leído, entre ellos libros sobre historia de México, sobre historia de España, sobre historia de Colombia, sobre historia de las religiones, sobre historia de los papas de Roma, sobre los progresos de la NASA, sólo había encontrado unas pocas páginas que retrataban con total fidelidad, con absoluta fidelidad, lo que debió de sentir, más que pensar, el niño Benito Juárez cuando salía, a veces, como es normal, por varios días con sus noches, a buscar zonas de pastura para el rebaño. En esas páginas de un libro con tapas amarillas se decía todo con tanta claridad que a veces Florita Almada pensaba que el autor había sido amigo de Benito Juárez y que éste le había confidenciado al oído las experiencias de su niñez. Si es que eso es posible. Si es que es posible transmitir lo que se siente cuando cae la noche y salen las estrellas y uno está solo en la inmensidad, y las verdades de la vida (de la vida nocturna) empiezan a desfilar una a una, como desvanecidas o como si el que está a la intemperie se fuera a desvanecer o como si una enfermedad desconocida circulara por la sangre y nosotros no nos diéramos cuenta. ¿Qué haces, luna, en el cielo?, se pregunta el pastorcillo en el poema. ¿Qué haces, silenciosa luna? ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos del cielo? Se parece tu vida a la del pastor, que sale con la primera luz y conduce el rebaño por el campo. Después, cansado, reposa de noche. Otra cosa no espera. ¿De qué le sirve la vida al pastor, y a ti la tuya? Dime, se dice el pastor, decía Florita Almada con la voz transportada, ¿adónde tiende este vagar mío, tan breve, y tu curso inmortal? Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema. Y también: Pero ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es necesario consolar? Y también: Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola? Y también: Intacta luna, tal es el estado mortal. Pero tú no eres mortal y acaso cuanto digo no comprendas. Y también, y contradictoriamente: Tú, solitaria, eterna peregrina, tan pensativa, acaso bien comprendas este vivir terreno, nuestra agonía y nuestros sufrimientos; acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez del semblante, y faltar de la tierra y alejarse de la habitual y amorosa compañía. Y también: ¿Qué hace el aire infinito y la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa esta inmensa soledad? ¿Y yo qué soy? Y también: Yo sólo sé y comprendo que de los eternos giros y de mi frágil ser otros hallarán bienes y provechos. Y también: Mi vida es mal tan sólo. Y también: Viejo, canoso, enfermo, descalzo y casi sin vestido, con la pesada carga a las espaldas, por calles y montañas, por rocas y por playas y por brañas, al viento, con tormenta, cuando se enciende el día y cuando hiela, corre, corre anhelante, cruza estanques, corrientes, cae, se levanta y se apresura siempre, sin reposo ni paz, herido, ensangrentado, hasta que al fin se llega allá donde el camino y donde tanto afán al fin se acaba: horrible, inmenso abismo donde al precipitarse todo olvida. Y también: Oh, virgen luna, así es la vida mortal. Y también: Oh, rebaño mío que reposas acaso ignorando tu miseria, ¡cuánta envidia te tengo! No sólo porque de afanes te encuentras libre y todo sufrimiento, todo daño, cada temor extremo pronto olvidas, acaso porque nunca sientes tedio. Y también: Cuando a la sombra y en la hierba tú descansas estás dichoso y sosegado y la mayoría del año vives en tal estado sin hastío. Y también: Yo a la sombra me siento, sobre el césped, y de hastío se llena mi mente, como si sintiese un aguijón. Y también: Y ya nada deseo y razón de llorar nunca he tenido. Y llegada a este punto, y después de suspirar profundamente, Florita Almada decía que se podían sacar varias conclusiones. 1: que los pensamientos que atenazan a un pastor pueden fácilmente desbocarse pues eso es parte de la naturaleza humana. 2: que mirar cara a cara al aburrimiento era una acción que requería valor y que Benito Juárez lo había hecho y que ella también lo había hecho y que ambos habían visto en el rostro del aburrimiento cosas horribles que prefería no decir. 3: que el poema, ahora se acordaba, no hablaba de un pastor mexicano, sino de un pastor asiático, pero que para el caso era lo mismo, pues los pastores son iguales en todas partes. 4: que si bien era cierto que al final de todos los afanes se abría un abismo inmenso, ella recomendaba, para empezar, dos cosas, la primera no engañar a la gente, y la segunda tratarla con corrección. A partir de ahí, se podía seguir hablando. Y eso era lo que ella hacía, escuchar y hablar, hasta el día en que Reinaldo fue a verla a su casa para hacerle una consulta sobre un amor que lo había abandonado, y se fue de allí con una dieta para adelgazar y con unas hierbas para infusiones que le calmaron los nervios y con otras hierbas aromáticas que ocultó en los rincones de su departamento y que le dieron a éste un olor como de iglesia y de nave espacial al mismo tiempo, tal como decía Reinaldo a los amigos que lo iban a visitar, un olor divino, un olor que relaja y alegra el alma, si hasta daban ganas de oír música clásica, ¿no les parece?, y los amigos de Reinaldo empezaron a insistirle en que les presentara a Florita, ay, Reinaldo, necesito a Florita Almada, primero uno y después otro y otro, como una sucesión de penitentes con sus capuchas moradas o bermellón chingón o ajedrezadas, y Reinaldo cavilaba en los beneficios y perjuicios que eso podía representarle, bueno, muchachos, me convencieron, les voy a presentar a Florita, y cuando Florita los vio, un sábado por la noche, en el departamento de Reinaldo engalanado para la ocasión hasta con una piñata que no venía a cuento en la terraza, no hizo ningún gesto feo o de desagrado, más bien dijo cómo es que se han molestado tanto por mí, los canapés excelentes, ¿quién los preparó para felicitarlo?, el pastel delicioso, no había comido uno así en mi vida, ¿era de piña, verdad?, los refrescos naturales y recién hechos, la disposición de la mesa irreprochable, qué muchachos más encantadores, qué muchachos más delicados, si hasta me han traído regalos, ni que fuera mi cumpleaños, y luego se fue a la habitación de Reinaldo y los muchachos fueron pasando uno por uno, a contarle sus cuitas, y los que entraron cuitados salieron esperanzados, esta mujer es un tesoro, Reinaldo, esta mujer es una santa, yo me puse a llorar y ella lloró conmigo, yo no encontraba palabras y ella adivinó mis penas, a mí me recomendó la ingesta de glicósidos azufrados, dizque porque estimulan el epitelio renal y son diuréticos, a mí me recomendó seguir un tratamiento de hidroterapia de colon, yo la vi sudar sangre, yo vi su frente llena de rubíes, a mí me arrulló en su seno y me cantó una canción de cuna y cuando desperté estaba como si acabara de salir de una sesión de sauna, la Santa comprende mejor que nadie a los desventurados de Hermosillo, la Santa tiene feeling con los heridos, con los niños sensibles y maltratados, con los que han sido violados y humillados, con los que son objeto de chistes y risas, para todos tiene una palabra amable, un consejo práctico, los risiones se sienten como divas cuando ella les habla, los zafarinfas se sienten sensatos, los gordos adelgazan, los enfermos de sida sonríen. Así que Florita Almada, tan querida, no tardó muchos años en aparecer en un programa de televisión. La primera vez que Reinaldo la invitó, sin embargo, dijo que no, que no le interesaba, que no tenía tiempo, que a la de peor a alguien se le ocurría preguntarle de dónde sacaba su dinero, ¡que ella no estaba dispuesta a pagar impuestos ni loca!, que mejor lo dejaran para otro día, que ella no era nadie. Pero meses después, cuando Reinaldo ya no insistía en el asunto, fue ella quien lo llamó por teléfono y le dijo que quería aparecer en su programa porque quería hacer público un mensaje. Reinaldo quiso saber qué clase de mensaje y ella dijo algo sobre visiones, sobre la luna, sobre dibujos en la arena, sobre las lecturas que hacía en su casa, en la cocina, sentada a la mesa de la cocina, cuando ya se habían ido las visitas, el periódico, los periódicos, las cosas que leía, las sombras que la observaban al otro lado de la ventana, que no son sombras, ni por lo tanto observan, sino que es la noche, la noche que a veces parece zafada, de tal manera que Reinaldo no entendió nada, pero como la quería de verdad, le improvisó un hueco en su próximo programa. Los estudios de televisión estaban en Hermosillo y la señal a veces llegaba con nitidez a Santa Teresa, pero otras veces llegaba llena de fantasmas y neblina y ruido de fondo. La vez que apareció por primera vez Florita Almada llegó muy mal y casi nadie en la ciudad la vio, aunque el programa al que ella estaba invitada,

Una hora con Reinaldo, era uno de los más populares de la televisión sonorense. Le tocó hablar después de un ventrílocuo de Guaymas, un tipo autodidacto que había triunfado en el DF, Acapulco, Tijuana y San Diego, y que creía que su muñeco era un ser vivo. Tal como lo sentía lo decía. Mi pinche muñeco está vivo. A veces ha intentado fugarse. A veces me ha intentado matar. Pero sus manitos son muy débiles para sostener una pistola o un cuchillo. Y ya no digamos para estrangularme. Cuando Reinaldo le dijo, mientras miraba directamente a la cámara y sonreía con esa picardía tan de Reinaldo, que en muchas películas de ventrílocuos ocurría lo mismo, es decir que el muñeco se rebelaba contra el artista, el ventrílocuo de Guaymas, con la voz rota del ser infinitamente incomprendido, contestó que ya lo sabía, que había visto esas películas, y probablemente muchas más que ni Reinaldo ni el público que acudía a ver el programa en directo habían visto, y que a la única conclusión a la que había llegado era que si había tantas películas se debía a que la rebelión de los muñecos de los ventrílocuos estaba mucho más generalizada, a estas alturas extendida por el mundo entero, de lo que él al principio creía. En el fondo todos los ventrílocuos, de una u otra manera, sabemos que nuestros pinches muñecos, alcanzado cierto punto de ebullición, cobran vida. La extraen de las actuaciones. La extraen de los vasos capilares de los ventrílocuos. La extraen de los aplausos. ¡Y sobre todo de la credulidad del público! ¿Verdad, Andresito? Así es. ¿Y tú eres bueno o a veces te comportas como un escuincle malvado, Andresito? Bueno, retebueno, buenísimo. ¿Y nunca me has intentado matar, Andresito? Nunca, nunca, nuuunca. La verdad es que Florita Almada quedó muy impresionada por la expresión de inocencia del muñeco de madera y por el testimonio del ventrílocuo, por el cual sintió de inmediato una gran simpatía, y cuando le llegó su turno lo primero que hizo fue dirigirle al ventrílocuo unas cuantas palabras de ánimo, pese a las veladas advertencias de Reinaldo, quien le sonrió y le guiñó un ojo como dándole a entender que el ventrílocuo estaba medio loco y no le hiciera caso. Pero Florita sí le hizo caso y le preguntó por su salud, le preguntó cuántas horas dormía, cuántas comidas hacía al día y en dónde, y aunque las respuestas del ventrílocuo fueron más bien irónicas, hechas de cara al público, en busca del aplauso o de la fugaz simpatía, con ellas la Santa tuvo más que suficiente para recomendarle (con cierta vehemencia, además) una visita a algún acupunturista que supiera algo de craneopuntura, técnica buenísima para tratar neuropatías con origen en el sistema nervioso central. Después miró a Reinaldo, que se movía inquieto en la silla, y se puso a hablar de su última visión. Dijo que había visto mujeres muertas y niñas muertas. Un desierto. Un oasis. Como en las películas donde aparece la Legión extranjera francesa y árabes. Una ciudad. Dijo que en la ciudad mataban niñas. Mientras hablaba intentando recordar con la mayor exactitud posible su visión, se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en trance y le dio mucha vergüenza, pues a veces, no muchas, los trances solían ser exagerados y terminar con la médium arrastrándose por el suelo, algo que ella no quería que sucediera pues era la primera vez que iba a la televisión. Pero el trance, la posesión, avanzaba, lo sentía en el pecho y en las pulsaciones, y no había manera de pararlo por más que se resistiera y sudara y sonriera a las preguntas de Reinaldo, que le preguntaba si se sentía bien, Florita, si quería que las azafatas le trajeran un vaso de agua, si la luz y los focos y el calor la molestaban. Ella tenía miedo de hablar, pues la posesión, a veces, de lo primero que se agarraba era de la lengua. Y aunque quería, pues habría significado un gran descanso, tenía miedo de cerrar los ojos, ya que cuando los ojos se cerraban, precisamente, uno veía justo lo que la posesión veía, por lo que Florita mantuvo los ojos abiertos y la boca cerrada (aunque curvada en una sonrisa muy agradable y enigmática), contemplando al ventrílocuo que ora la miraba a ella, ora a su muñeco, como si no entendiera nada pero, en cambio, oliera el peligro, el momento de la revelación no solicitada y posteriormente tampoco entendida, esa clase de revelación que pasa frente a nosotros dejándonos sólo la certidumbre de un vacío, un vacío que muy pronto escapa hasta de la palabra que lo contiene. Y el ventrílocuo sabía que eso era muy peligroso. Sobre todo peligroso para las personas como él, hipersensibles, de espíritu artístico y con heridas aún no cicatrizadas del todo. Y también Florita miraba a Reinaldo cuando se cansaba de mirar al ventrílocuo, quien le decía: Florita, no se me achicopale, no se me ponga tímida, considere este programa como si fuera su casa. Y también miraba, aunque menos, al público, en donde estaban sentadas varias amigas suyas, esperando sus palabras. Pobrecitas, pensó, qué pena deben de estar pasando. Y entonces ya no pudo más y entró en trance. Cerró los ojos. Abrió la boca. Su lengua empezó a trabajar. Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande, una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas, mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó. A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas. ¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?, ¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al orden y que dejara de hablar, pero no pudo. Sáquese, so sobón, dijo Florita. Hay que avisar al gobernador del estado, dijo con la voz bronca. Esto no es ninguna broma. El licenciado José Andrés Briceño tiene que saber esto, tiene que enterarse de lo que le hacen a las mujeres y a las niñas en esa bella ciudad de Santa Teresa. Una ciudad que no sólo es bella sino también industriosa y trabajadora. Hay que romper el silencio, amigas. El licenciado José Andrés Briceño es un hombre bueno y cabal y no dejará en la impunidad tantos asesinatos. Tanta desidia y tanta oscuridad. Luego puso voz de niña y dijo: algunas se van en un carro negro, pero las matan en cualquier lugar. Después dijo, con la voz bien timbrada: por lo menos podrían respetar a las vírgenes. Acto seguido dio un salto, perfectamente captado por las cámaras del estudio 1 de televisión de Sonora, y cayó al suelo como impulsada por una bala. Reinaldo y el ventrílocuo acudieron prestos a socorrerla pero cuando la intentaban levantar, cada uno por un brazo, Florita rugió (Reinaldo jamás en su vida la había visto así, propiamente una erinia): ¡no me toquen, putos insensibles! ¡No se preocupen por mí! ¿Es que no entienden de qué hablo? Luego se levantó, miró hacia el público, se acercó a Reinaldo y le preguntó qué había pasado, y acto seguido pidió disculpas mirando directamente hacia su cámara.

Por aquellos días Lalo Cura encontró unos libros en la comisaría, que nadie leía y que parecían destinados a ser alimento de las ratas en lo alto de las estanterías llenas a rebosar de informes y archivos que todo el mundo había olvidado. Se los llevó a su casa. Eran ocho libros y al principio, para no abusar, se llevó tres:

Técnicas para el instructor policíaco, de John C. Klotter,

El informador en la investigación policíaca, de Malachi L. Harney y John C. Cross, y

Métodos modernos de investigación policíaca, de Harry Söderman y John J. O’Connell. Una tarde le comentó a Epifanio lo que había hecho y éste le dijo que eran libros que enviaban desde el DF o desde Hermosillo y que nadie leía. Así que terminó llevándose a su casa los cinco que había dejado. El que más le gustaba (y el primero que leyó) fue

Métodos modernos de investigación policíaca. Contra lo que anunciaba su título, el libro había sido escrito hacía mucho tiempo. La primera edición mexicana databa de 1965. La edición que él tenía era la décima reimpresión, de 1992. De hecho, en el prólogo a la cuarta edición, que aquí se reproducía, Harry Söderman se quejaba de que la muerte de su querido amigo, el finado inspector general John O’Connell, había echado sobre sus hombros la carga de la revisión. Y más adelante decía: en esta labor de modificación (del libro) he echado mucho de menos la inspiración, la rica experiencia y la valiosa colaboración del finado inspector O’Connell. Probablemente, pensó Lalo Cura mientras leía el libro alumbrado por una exigua bombilla durante las noches de la vecindad o iluminado por los primeros rayos del sol que se colaban por su ventana abierta, el mismo Söderman ya estuviera muerto hacía tiempo y él nunca lo sabría. Pero eso no importaba, al contrario, esa falta de certeza se convertía en un acicate más para leer. Y leía y a veces se reía de lo que decían el sueco y el gringo y otras veces se quedaba maravillado, como si le hubieran dado un balazo en la cabeza. Por aquellos días, asimismo, la rápida resolución del asesinato de Silvana Pérez ocultó en parte los anteriores fracasos policiales y la noticia salió en la televisión de Santa Teresa y en los dos periódicos de la ciudad. Algunos policías parecían más contentos de lo usual. En una cafetería Lalo Cura se encontró con unos policías jóvenes, de entre diecinueve y veinte años, que comentaban el caso. ¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería, dijo. De lo contrario, no sería violación. Uno de los policías jóvenes le preguntó si pensaba estudiar Derecho. ¿Quieres convertirte en licenciado, buey? No, dijo Lalo Cura. Los otros lo miraron como si se estuviera haciendo el pendejo. Por otra parte, en diciembre de 1994 no hubo más asesinatos de mujeres, al menos que se supiera, y el año terminó en paz.

Antes de que acabara el año 1994, Harry Magaña viajó a Chucarit y localizó a la muchacha que le escribía cartas de amor a Miguel Montes. Se llamaba María del Mar Enciso Montes y era prima de Miguel. Tenía diecisiete años y estaba enamorada desde los doce. Era muy delgada y tenía el pelo castaño, quemado por el sol. Le preguntó a Harry Magaña para qué quería ver a su primo y Harry le dijo que era su amigo y habló de un dinero que una noche Miguel le había prestado. Después la muchacha le presentó a sus padres, que tenían una pequeña tienda de comida en donde también vendían pescados en salazón que ellos mismos iban a comprar a los pescadores, recorriendo la costa desde Huatabampo hasta Los Médanos y a veces más al norte, hasta Isla Lobos, en donde casi todos los pescadores eran indios y tenían cáncer de piel, lo que no parecía importarles, y cuando habían llenado de pescado la camioneta volvían a Chucarit y luego ellos mismos se ocupaban de salarlos. A Harry Magaña le cayeron bien los padres de María del Mar. Esa noche se quedó allí a cenar. Pero antes salió y recorrió Chucarit en compañía de la muchacha buscando un sitio en donde comprar algo, un detalle para los padres que le habían abierto las puertas de su casa con tanta hospitalidad. No encontró nada, salvo un bar abierto en donde quiso comprar una botella de vino. La muchacha lo esperó afuera. Cuando salió ella le preguntó si quería conocer la casa de Miguel. Harry dijo que sí. El coche enfiló entonces hacia las afueras de Chucarit. Bajo la protección de unos árboles se mantenía en pie una vieja casa de adobes. Ya no vive nadie, dijo María del Mar. Harry Magaña bajó del coche y vio un chiquero, un corral con la reja destrozada y las maderas podridas, un gallinero en donde se movió algo, tal vez una rata o una culebra. Luego empujó la puerta y un aliento a bestia muerta le dio en la cara. Tuvo un presentimiento. Regresó al coche, buscó su linterna y volvió a la casa. Esta vez María del Mar iba detrás de él. En el cuarto descubrió varios pájaros muertos. Enfocó con la linterna la parte de arriba, entre las vigas hechas de rama se podía ver parte del entretecho en donde se amontonaban objetos o excrecencias naturales inidentificables. El primero en marcharse fue Miguel, dijo María del Mar en la oscuridad. Luego murió su madre y el padre aguantó durante un año viviendo aquí solo. Un día ya no lo vimos más. Según mi madre se mató. Según mi padre se fue al norte a buscar a Miguel. ¿No tenían más hijos? Tenían, dijo María del Mar, pero murieron cuando todavía eran bebés. ¿Tú también eres hija única?, dijo Harry Magaña. No, lo mismo le pasó a mi familia. Todos mis hermanos mayores enfermaron y murieron cuando todavía ninguno había pasado los seis. Lo siento, dijo Harry Magaña. La otra habitación era aún más oscura. Pero no olía a muerto. Qué cosa más extraña, pensó Harry. Olía a vida. Tal vez a vida suspendida, a visitas fugaces, a risas de gente mala, pero a vida. Cuando salieron la muchacha le mostró el cielo de Chucarit lleno de estrellas. ¿Esperas que Miguel vuelva algún día?, le preguntó Harry Magaña. Espero que vuelva, pero no sé si volverá. ¿En dónde crees que está ahora? No lo sé, dijo María del Mar. ¿En Santa Teresa? No, dijo, si estuviera allí tú no habrías venido a Chucarit, ¿verdad? Verdad, dijo Harry Magaña. Antes de irse, le tomó la mano y le dijo que Miguel Montes no se la merecía. La muchacha sonrió. Tenía los dientes pequeños. Pero yo sí que me lo merezco a él, dijo. No, dijo Harry Magaña, tú te mereces algo mucho mejor. Esa noche, después de cenar en casa de la muchacha, se dirigió de nuevo al norte. De madrugada llegó a Tijuana. Lo único que sabía del amigo de Miguel Montes en Tijuana era que se llamaba Chucho. Pensó en buscar en los bares y discotecas de Tijuana un mesero o un barman con ese nombre, pero no tenía tanto tiempo. Tampoco conocía a nadie en la ciudad que lo pudiera ayudar. A mediodía telefoneó a un antiguo conocido que vivía en California. Soy yo, Harry Magaña, dijo. El tipo le respondió que no recordaba a ningún Harry Magaña. Hace unos cinco años hicimos un curso juntos en Santa Bárbara, dijo Harry Magaña, ¿lo recuerdas? Joder, dijo el tipo, claro que sí, el

sheriff de Huntville, Arizona. ¿Sigues siendo

sheriff? Sí, dijo Harry Magaña. Después se preguntaron por la salud de sus respectivas mujeres. El policía de East Los Angeles dijo que la suya estaba bien, cada día más gorda. Harry dijo que la suya había muerto hacía cuatro años. Unos meses después de haber realizado el curso en Santa Bárbara. Lo siento, dijo el otro. Está bien, dijo Harry Magaña, y ambos guardaron un silencio incómodo durante un rato, hasta que el policía le preguntó cómo había muerto. Cáncer, dijo Harry, fue rápido. ¿Estás en Los Ángeles, Harry?, quiso saber el otro. No, no, estoy cerca, estoy en Tijuana. ¿Y qué has ido a hacer a Tijuana? ¿De vacaciones? No, no, dijo Harry Magaña. Estoy buscando a un tipo. Lo busco por mi cuenta, ¿entiendes? Pero sólo tengo un nombre. ¿Quieres que te ayude? dijo el policía. No me vendría mal, dijo Harry. ¿Desde dónde me llamas? Desde una cabina. Mete monedas y espera unos minutos, dijo el policía. Mientras esperaba Harry pensó no en su mujer sino en Lucy Anne Sander y luego dejó de pensar en Lucy Anne y se dedicó a contemplar a la gente que pasaba por la calle, algunos con sombreros de mariachi hechos de cartón y pintados de negro o morado o naranja, todos con grandes bolsas y sonrisas, y por su cabeza pasó la idea (pero de forma tan fugaz que él ni siquiera lo notó) de volver a Huntville y olvidarse de todo este asunto. Luego escuchó la voz del policía de East Los Angeles que le daba un nombre: Raúl Ramírez Cerezo, y una dirección: calle Oro n.º 401. ¿Sabes hablar español, Harry?, dijo la voz desde California. Cada día menos, contestó Harry Magaña. A las tres de la tarde, bajo un sol inclemente, llamó al 401 de la calle Oro. Le abrió una niña de unos diez años que vestía uniforme escolar. Busco al señor Raúl Ramírez Cerezo, dijo Harry. La niña le sonrió, dejó la puerta abierta y desapareció en la oscuridad. Al principio Harry no supo si entrar o esperar afuera. Tal vez fue el sol el que lo empujó hacia dentro. Olió a agua y a plantas recién regadas y a vasijas calientes después de ser mojadas. De la habitación salían dos pasillos. Al final de uno de ellos se veía un patio de baldosas grises y una pared cubierta de enredadera. El otro pasillo estaba más oscuro aún que el recibidor o lo que fuera en donde estaba. ¿Qué quiere?, dijo una voz de hombre. Busco al señor Ramírez, dijo Harry Magaña. ¿Y quién es usted?, dijo la voz. Un amigo de Don Richardson, de la policía de Los Ángeles. Ah, vaya, dijo la voz, qué interesante. ¿Y para qué es bueno el señor Ramírez? Estoy buscando a un hombre, dijo Harry. Como todos, dijo la voz con un dejo entre melancólico y cansado. Esa tarde acompañó a Raúl Ramírez Cerezo a una comisaría en el centro de Tijuana, en donde el mexicano lo dejó solo con más de mil expedientes. Revíselos, le dijo. Al cabo de dos horas encontró uno que podía aplicarse perfectamente bien al Chucho que él buscaba. Es un delincuente de poca monta, le dijo Ramírez cuando volvió y examinó el expediente. Ocasionalmente ejerce de proxeneta. Lo podemos encontrar esta noche en la discoteca Wow, suele ir allí, pero primero nos vamos a cenar juntos, dijo Ramírez. Mientras comían en una terraza al aire libre, el policía mexicano le contó su vida. Mi extracción social es humilde, dijo, y los primeros veinticinco años fueron una sucesión sin fin de obstáculos. Harry Magaña no tenía muchas ganas de escucharlo a él sino a Chucho, pero hizo como que lo escuchaba. Las palabras en español podían resbalarle por la piel, cuando así se lo proponía, y no dejarle la más mínima huella, algo que no sucedía, aunque también lo había intentado, con las palabras inglesas. Vagamente entendió que la vida de Ramírez, efectivamente, no había sido fácil. Operaciones, cirujanos, una pobre madre acostumbrada a las desgracias. La mala fama de la policía, a veces cierta, a veces falsa, la cruz que todos debemos cargar. Una cruz, pensó Harry Magaña. Después Ramírez habló de mujeres. Mujeres con las piernas abiertas. Muy abiertas. ¿Qué es lo que se ve? ¿Qué es lo que se ve? Dios mío, de estas cosas no se habla cuando uno está comiendo. Un puto agujero. Un puto ojo. Una puta rajadura, como la falla en la corteza terrestre que tienen en California, la falla de San Bernardino, creo que así se llama. ¿Eso tienen en California? Primera noticia. Bueno, dijo Harry, yo vivo en Arizona. Muy lejos, sí, señor, dijo Ramírez. No, aquí al lado, mañana regreso a casa, dijo Harry. Después escuchó una larga historia sobre hijos. ¿Has oído alguna vez con atención el llanto de un niño, Harry? No, dijo, no tengo hijos. Es cierto, dijo Ramírez, perdón, perdón. ¿Por qué me pide perdón?, pensó Harry. Una mujer decente y buena. Una mujer a la que tú, sin querer, tratas mal. Por costumbre. Nos volvemos ciegos (o, por lo menos, tuertos) por costumbre, Harry, hasta que de pronto, cuando ya nada tiene remedio, esa mujer enferma en nuestros brazos. Esa mujer preocupada por todos, excepto por ella misma, empieza a quedarse mustia en nuestros brazos. Y ni siquiera entonces nos damos cuenta, dijo Ramírez. ¿Le he contado mi historia?, pensó Harry Magaña. ¿He llegado hasta ese grado de infamia? Las cosas no son como uno las ve, susurró Ramírez. ¿Tú crees que las cosas son como las ves, tal cual, sin mayores problemas, sin preguntas? No, dijo Harry Magaña, siempre hay que hacer preguntas. Correcto, dijo el policía de Tijuana. Siempre hay que hacer preguntas, y siempre hay que preguntarse el porqué de nuestras propias preguntas. ¿Y sabes por qué? Porque nuestras preguntas, al primer descuido, nos dirigen hacia lugares adonde no queremos ir. ¿Puedes ver el meollo del asunto, Harry? Nuestras preguntas son, por definición, sospechosas. Pero necesitamos hacerlas. Y eso es lo más jodido de todo. Así es la vida, dijo Harry Magaña. Después el policía mexicano se quedó en silencio y ambos contemplaron a la gente que caminaba por la avenida, sintiendo en las mejillas acaloradas la brisa que soplaba sobre Tijuana. Una brisa que olía a aceite de automóvil, a plantas secas, a naranjas, a cementerio de proporciones ciclópeas. ¿Nos tomamos otro par de cervezas o vamos ahorita a buscar al tal Chucho? Nos tomamos otra cerveza, dijo Harry Magaña. Cuando entraron en la discoteca dejó que Ramírez llevara la iniciativa. Éste llamó a uno de los matones, un tipo con musculatura de culturista y una sudadera que se le pegaba al tórax como una malla, y le dijo algo al oído. El matón lo escuchó con la vista baja, luego lo miró a la cara y parecía que iba a decir algo, pero Ramírez dijo ándele y el matón desapareció entre las luces del local. Siguió a Ramírez hasta el pasillo posterior. Entraron en el lavabo de hombres. Había dos tipos, pero nada más ver al policía se largaron. Durante un rato Ramírez se estuvo mirando en un espejo. Se lavó las manos y la cara y luego sacó un peine de la americana y procedió a peinarse cuidadosamente. Harry Magaña no hizo nada. Se quedó quieto, apoyado contra la pared de cemento sin revestir, hasta que Chucho apareció en la puerta y preguntó qué querían. Acércate, Chucho, dijo Ramírez. Harry Magaña cerró la puerta de los lavabos. Las preguntas las hizo Ramírez y Chucho las respondió todas. Conocía a Miguel Montes. Era amigo de Miguel Montes. Que él supiera, Miguel Montes aún residía en Santa Teresa, en donde vivía con una puta. No sabía el nombre de la puta, pero sí sabía que era joven y que había trabajado durante un tiempo en un local llamado Asuntos Internos. ¿Elsa Fuentes?, dijo Harry Magaña, y el tipo se dio la vuelta, lo miró y asintió. Tenía la mirada torva de los pobres diablos que siempre pierden. Creo que así se llama, dijo. ¿Y cómo sé yo, Chuchito, que no me mientes?, dijo Ramírez. Porque yo a usted nunca le miento, boss, dijo el proxeneta. Pero tengo que asegurarme, Chuchito, dijo el policía mexicano al tiempo que sacaba una navaja de un bolsillo. Era una navaja automática, con mango de nácar y una delgada hoja de acero de quince centímetros. Yo nunca le miento, boss, gimió Chucho. Esto es importante para mi amigo, Chuchito, ¿cómo sé yo que no vas a telefonear a Miguel Montes apenas nos hayamos ido? Yo nunca lo haría, nunca, nunca, tratándose de usted, boss, esa idea ni siquiera se me podría pasar por la cabeza. ¿Qué hacemos, Harry?, dijo el policía mexicano. Yo creo que este pendejo no miente, dijo Harry Magaña. Cuando abrió la puerta del lavabo vio al otro lado a un par de putas de corta estatura y al matón del local. Las putas estaban entradas en carnes y debían de ser unas sentimentales pues cuando vieron a Chucho sano y salvo se abalanzaron a abrazarlo entre risas y lágrimas. Ramírez fue el último en salir del lavabo. ¿Algún problema?, le preguntó al matón. Ninguno, dijo éste con una voz muy delgada. ¿Todo bien, entonces? Suave, dijo el matón. Al salir a la calle encontraron una cola de gente joven que pretendía entrar en la discoteca. Harry Magaña distinguió, al final de la acera, la figura de Chucho que caminaba abrazado a sus dos putas. Sobre él pendía una luna llena que le trajo recuerdos del mar, un mar que había visitado en no más de tres ocasiones. Se va a la cama, dijo Ramírez cuando estuvo al lado de Harry Magaña. Demasiado miedo y demasiadas emociones como para no desear de inmediato un buen sillón, un buen jaibol, un buen programa en la tele y una buena comida preparada por sus dos viejas. La mera verdad es que sólo sirven para cocinar, dijo el policía mexicano como si conociera a las putas desde la escuela. En la cola también había algunos turistas norteamericanos que hablaban a gritos. ¿Qué vas a hacer ahora, Harry?, dijo Ramírez. Me voy a Santa Teresa, dijo Harry Magaña mirando el suelo. Esa noche siguió el camino de las estrellas. Al cruzar el río Colorado vio un aerolito en el cielo, o una estrella fugaz, y pidió en silencio un deseo tal como le había enseñado su madre a hacerlo. Recorrió la carretera solitaria de San Luis a Los Vidrios. Allí se detuvo y bebió en un restaurante dos tazas de café sin pensar en nada, sintiendo cómo el líquido caliente bajaba por su esófago y lo quemaba. Después recorrió la carretera de Los Vidrios-Sonoyta y entonces enfiló hacia el sur, hacia Caborca. Mientras buscaba la salida pasó por el centro del pueblo y todo parecía cerrado, salvo la gasolinera. Se dirigió hacia el este y atravesó Altar, Pueblo Nuevo y Santa Ana, hasta enlazar con la carretera de cuatro carriles que iba a Nogales y a Santa Teresa. Llegó a la ciudad a las cuatro de la mañana. En la casa de Demetrio Águila no encontró a nadie, por lo que ni siquiera se echó un rato en la cama. Se lavó la cara y los brazos, se frotó con agua fría el pecho y las axilas y cogió de su maletín una camisa limpia. El Asuntos Internos aún no había cerrado cuando llegó y pidió hablar con la

madame. El tipo al que se lo dijo lo miró con sorna. Estaba detrás de un mostrador de madera labrada, un escenario concebido para una sola persona, un animador o un anunciador de números, y parecía más alto de lo que era. Aquí no hay ninguna

madame, señor, le dijo. Entonces me gustaría hablar con el encargado, dijo Harry Magaña. No hay ningún encargado, señor. ¿Quién manda?, preguntó Harry Magaña. Hay una

Ir a la siguiente página

Report Page