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La parte de los crímenes

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encargada, señor. Nuestra encargada de relaciones públicas, señor. La señorita Isela. Harry Magaña intentó sonreír y dijo que quería hablar un minuto con la señorita Isela. Suba a la discoteca y pregunte por ella, le dijo el animador. Harry Magaña entró en un salón y vio a un hombre de bigote blanco dormido en un sillón. Las paredes estaban recubiertas de una tela roja, almohadillada, como si el salón fuera la celda de seguridad en un manicomio de putas. En la escalera, con el pasamanos tapizado igualmente de rojo, se cruzó con una puta que acompañaba a un cliente y la sujetó de un brazo. Le preguntó si Elsa Fuentes aún trabajaba allí. Sáquese, dijo la puta, y siguió bajando. En la discoteca había bastante gente, aunque la música que se escuchaba eran boleros o tristes danzones del sur. Las parejas apenas se movían en la oscuridad. Con dificultad localizó a un camarero y le preguntó dónde podía encontrar a la señorita Isela. El camarero le indicó una puerta en el otro extremo de la discoteca. La señorita Isela estaba acompañada de un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje negro y corbata amarilla. Cuando lo invitaron a sentarse el tipo se hizo a un lado y se apoyó contra la ventana que daba a la calle. Harry Magaña le dijo que buscaba a Elsa Fuentes. ¿Se puede saber por qué?, quiso saber la señorita Isela. Por ningún motivo bueno, dijo Harry Magaña con una sonrisa. La señorita Isela se rió. Era delgada y bien proporcionada, tenía tatuada en el hombro izquierdo una mariposa azul y probablemente aún no había cumplido los veintidós años. El tipo de la ventana también intentó reírse pero sólo le salió una mueca que apenas le estremeció el labio superior. Ya no trabaja aquí, dijo la señorita Isela. ¿Cuánto hace de eso?, preguntó Harry Magaña. Un mes o algo así, dijo la señorita Isela. ¿Y sabe usted dónde podría encontrarla? La señorita Isela miró al hombre de la ventana y le preguntó si se lo podían decir. ¿Por qué no?, dijo el hombre. Si no le soltamos la sopa nosotros, de otra manera lo va a conseguir. Este gringo parece obstinado. Es verdad, dijo Harry Magaña, soy obstinado. Pues no la hagas más cardiaca, Iselita, y dile dónde vive Elsa Fuentes, dijo el hombre. La señorita Isela sacó de un cajón un libro de contabilidad de tapa gruesa, muy alargado, y buscó en sus hojas. Elsa Fuentes vive, hasta donde sabemos, en la calle Santa Catarina número 23. ¿Y eso por dónde queda?, dijo Harry Magaña. En la colonia Carranza, dijo la señorita Isela. Usted vaya preguntando por ahí y al final llegará, dijo el hombre. Harry Magaña se levantó y les dio las gracias. Antes de marcharse se dio la vuelta y a punto estuvo de preguntarles si conocían o habían oído hablar de Miguel Montes, pero se arrepintió a tiempo y no les dijo nada.

Le costó llegar a la calle Santa Catarina, pero al final lo consiguió. La casa de Elsa Fuentes tenía las paredes encaladas y la puerta era de hierro. Golpeó dos veces. Las casas vecinas estaban en completo silencio, aunque por la calle se había cruzado con tres mujeres que salían a trabajar. Las tres mujeres se juntaron nada más salir de sus casas y desaparecieron rápidamente después de echarle una mirada a su coche. Sacó su navaja, se agachó y abrió la puerta sin dificultad. Por la parte de adentro la puerta tenía un hierro que hacía las veces de tranca y que no estaba echado, por lo que supuso que no había nadie. Cerró la puerta, dejó caer el hierro y empezó a buscar. Las habitaciones no ofrecían un aspecto de abandono sino más bien de decoro no exento de coquetería. En las paredes colgaban cántaros, una guitarra, atajos de hierbas medicinales que desprendían buen olor. La habitación de Elsa Fuentes tenía la cama deshecha, pero por lo demás su aspecto era impecable. La ropa en el armario estaba ordenada, sobre una mesilla de noche había varias fotografías (en dos de ellas aparecía junto a Miguel Montes), el polvo no había tenido tiempo para acumularse en el suelo. El refrigerador exhibía suficiente comida. No había nada encendido, ni siquiera una vela junto a la imagen de una santa, todo parecía dispuesto para esperar el regreso de la mujer. Buscó indicios de la estancia allí de Miguel Montes, pero no encontró nada. Se sentó en un sillón de la sala y se dispuso a esperar. No supo en qué momento se quedó dormido. Cuando se despertó, sin embargo, ya eran las doce del día y nadie había intentado abrir la puerta. Fue a la cocina y buscó algo para desayunar. Bebió un vaso grande de leche después de verificar la fecha de caducidad del cartón. Luego cogió una manzana de un cesto de plástico junto a la ventana y se la comió mientras volvía a registrar todos los rincones de la casa. No quiso prepararse café para no encender el fuego. En la cocina lo único que estaba pasado era el pan, que se había endurecido. Buscó una libreta de direcciones, una reserva de autobuses, alguna mínima señal de lucha que se le hubiera pasado por alto. Revisó el lavabo, miró bajo la cama de Elsa Fuentes, escarbó en la bolsa de la basura. Abrió tres cajas de zapatos y sólo halló zapatos. Miró bajo el colchón. Levantó las tres alfombras pequeñas, todas con motivos árabes, señales de la coquetería de Elsa Fuentes, y no encontró nada. Entonces se le ocurrió mirar el techo. En el dormitorio y en la sala no había nada. En la cocina, sin embargo, distinguió una fisura. Se subió a una silla y escarbó con la navaja hasta que el yeso cayó al suelo. Agrandó el agujero y metió la mano. Encontró una bolsa de plástico con diez mil dólares y una libreta. Se guardó el dinero en el bolsillo y empezó a hojear la libreta. Había números de teléfono sin nombre ni encabezamiento, como dispuestos al azar. Supuso que eran clientes. Unos pocos números tenían un nombre, Mamá, Miguel, Lupe, Juana y otros que aparecían por sus alias, posiblemente compañeras de trabajo. Entre los teléfonos reconoció algunos que no eran de México sino de Arizona. Se guardó la libreta junto con el dinero y decidió que ya era hora de marcharse. Estaba nervioso y el cuerpo le pedía a gritos un par de tazas de café. Al poner en marcha el coche tuvo la impresión de que lo espiaban. Todo, no obstante, estaba tranquilo y sólo unos niños se afanaban jugando un partido de fútbol en medio de la calle. Tocó el claxon y los niños tardaron mucho en apartarse. Por el espejo retrovisor vio que una Rand Charger aparecía por el otro lado de la calle. Se deslizó suavemente y dejó que la Rand Charger lo alcanzara. El conductor y el tipo que lo acompañaba no demostraron el más mínimo interés en él y en la esquina la Rand Charger lo adelantó y lo dejó atrás. Condujo hasta el centro y se detuvo junto a un restaurante bastante concurrido. Pidió un plato de huevos revueltos con jamón y una taza de café. Mientras esperaba la comida se dirigió a la barra y le preguntó a un muchacho si podía telefonear. El muchacho, que iba vestido con una camisa blanca y una pajarita negra, le preguntó si pensaba telefonear a los Estados Unidos o a México. Aquí, a Sonora, dijo Harry Magaña, y sacó la libreta y le enseñó los números. Okey, dijo el muchacho, usted telefonee a donde quiera y yo luego le paso la cuenta, ¿de acuerdo? Correcto, dijo Harry Magaña. El muchacho le puso el teléfono a un lado y luego se marchó a atender a otros clientes. Llamó primero al teléfono de la madre de Elsa Fuentes. Contestó una mujer. Le preguntó por Elsa. Elsita no está aquí, dijo la mujer. ¿Pero no es usted su madre?, dijo. Yo soy su mamá, sí, pero Elsita vive en Santa Teresa, dijo la mujer. ¿Y adónde estoy telefoneando entonces?, dijo Harry Magaña. ¿Mande?, dijo la mujer. ¿Dónde vive usted, señora? En Toconilco, dijo la mujer. ¿Y eso dónde queda, señora?, dijo Harry Magaña. En México, señor, dijo la mujer. ¿Pero en qué lugar de México? Cerca de Tepehuanes, dijo la mujer. ¿Y Tepehuanes dónde queda?, chilló Harry Magaña. Pues en Durango, señor. ¿En el estado de Durango?, dijo Harry Magaña mientras escribía en una hoja la palabra Toconilco y la palabra Tepehuanes y finalmente la palabra Durango. Antes de colgar le pidió su dirección. La mujer se la dio, enrevesada, pero sin ningún reparo. Le enviaré un dinero de parte de su hija, dijo Harry Magaña. Dios se lo pague, dijo la mujer. No, señora, a mí no, a su hija, dijo Harry Magaña. Pues que así sea, dijo la mujer, que Dios se lo pague a mi hija, y también a usted. Después le hizo una seña al muchacho de la pajarita dándole a entender que aún no había terminado y volvió a la mesa, en donde le esperaban sus huevos revueltos y su taza de café. Antes de volver a telefonear pidió que le repitieran el café y con la taza en la mano se trasladó una vez más a la barra. Llamó al número de Miguel Montes (aunque podía tratarse de otro Miguel, pensó) y tal como temía nadie respondió a la llamada. Después llamó al número de la tal Lupe y la conversación fue aún más caótica que la que acababa de sostener con la madre de Elsa Fuentes. En claro sacó que Lupe vivía en Hermosillo, que no quería saber nada ni de Elsa Fuentes ni de Santa Teresa, que en efecto había conocido a Miguel Montes pero que tampoco quería saber nada de él (si es que aún estaba vivo), que su vida en Santa Teresa había sido una equivocación desde el principio hasta el final y que no pensaba equivocarse dos veces. A continuación telefoneó a otras dos mujeres, la que aparecía bajo el epígrafe Juana y una (o uno, pues no quedaba claro que fuera mujer) que aparecía con el mote de Vaca. Ambos teléfonos, le informó una voz pregrabada, estaban dados de baja. El último intento lo hizo casi al azar. Llamó a uno de los teléfonos de Arizona. Una voz de hombre, deformada por el contestador automático, le pidió que dejara un mensaje y que él ya se encargaría de llamarlo. Pidió la cuenta. El muchacho de la pajarita hizo una operación matemática en un papel que extrajo de un bolsillo y le preguntó si había comido bien. Muy bien, dijo Harry Magaña. Durmió la siesta en casa de Demetrio Águila, en la calle Luciérnaga, y soñó con una calle de Huntville, la principal, batida por una tormenta de arena. ¡Hay que ir a buscar a las chicas de la factoría de baratijas!, gritaba alguien a sus espaldas, pero él no le hacía caso y seguía enfrascado en la lectura de un legajo de documentos, papeles fotocopiados, que parecían escritos en una lengua que no era de este mundo. Al despertar se dio una ducha de agua fría y se secó con una toalla blanca, grande, agradable al tacto. Después llamó por teléfono a Información y dio el número de Miguel Montes. Preguntó en qué lugar de la ciudad estaba registrado ese teléfono. La mujer que lo atendió lo hizo esperar un momento y luego recitó el nombre de una calle y un número. Antes de colgar preguntó a nombre de quién estaba registrado el teléfono. A nombre de Francisco Díaz, señor, dijo la telefonista. Empezaba a anochecer rápidamente en Santa Teresa cuando Harry Magaña llegó a la calle Portal de San Pablo, que corría paralela a la avenida Madero-Centro, en un barrio que aún conservaba las trazas de lo que había sido: casas de uno o dos pisos, hechas de cemento y ladrillos, de clase media, habitado antiguamente por funcionarios o profesionales jóvenes. Por las aceras ahora sólo se veían viejos y grupos de adolescentes que pasaban corriendo o en bicicleta o montados en destartalados coches, siempre aprisa, como si tuvieran algo muy urgente que hacer esa noche. En realidad, el único que tiene algo urgente que hacer soy yo, pensó Harry Magaña, y se quedó dentro de su coche, sin moverse, hasta que todo estuvo oscuro. Cruzó la calle sin que nadie lo viera. La puerta era de madera y no parecía difícil de abrir. Empuñó la navaja y la cerradura no se le resistió. De la sala salía un pasillo largo que acababa en un pequeño patio iluminado por las luces de un patio vecino. Todo estaba en completo desorden. Oyó los ruidos apagados de una televisión de otra vivienda y un resoplido. Supo de inmediato que no estaba solo. En ese momento Harry Magaña lamentó no tener su arma a mano. Se asomó a la primera habitación. Un tipo achaparrado pero de espalda ancha estaba sacando un bulto de debajo de una cama. La cama era baja y costaba sacar el bulto. Cuando por fin lo consiguió y empezó a arrastrarlo hacia el pasillo, el tipo se dio vuelta y lo miró sin sorpresa. El bulto estaba envuelto en plástico y Harry Magaña sintió que la náusea y la rabia lo estaban ahogando. Por un instante ambos permanecieron inmóviles. El tipo achaparrado llevaba un buzo negro, probablemente el buzo oficial de una maquiladora, y su expresión era de enfado e incluso de vergüenza. La chamba dura la hago yo, parecía decir. Con un sentimiento de fatalidad Harry Magaña pensó que en realidad no estaba allí, a pocos minutos del centro, en la casa de Francisco Díaz que era lo mismo que estar en la casa de nadie, sino en el campo, entre el polvo y los matojos, en una casucha con corral para los animales y un gallinero y un horno de leña, en el desierto de Santa Teresa o en cualquier desierto. Oyó que alguien cerraba la puerta de entrada y luego pasos en la sala. Una voz que llamaba al tipo achaparrado. Y también oyó que éste respondía: estoy aquí, con nuestro cuate. La rabia se acrecentó. Deseó enterrarle la navaja en el corazón. Se abalanzó sobre él mirando de reojo, desesperado, las dos sombras que ya había visto a bordo de la Rand Charger, que avanzaban por el pasillo.

El año de 1995 se inauguró con el hallazgo, el cinco de enero, de otra muerta. Esta vez se trataba de un esqueleto enterrado a poca profundidad en un potrero que pertenecía al ejido Hijos de Morelos. Los campesinos que lo desenterraron no sabían que se trataba de una mujer. Más bien pensaron que se trataba de un tipo chaparrito. Junto al esqueleto no había ropas ni nada que identificara los restos. Desde el ejido fue avisada la policía, que tardó seis horas en presentarse y que además de tomar declaración a cada uno de los que habían participado en el hallazgo hizo preguntas sobre si faltaba algún campesino, si había habido peleas recientemente, si el comportamiento de algún campesino había variado en los últimos tiempos. Por supuesto, dos jóvenes se habían marchado del ejido, como sucedía cada año, a Santa Teresa o a Nogales o a los Estados Unidos. Peleas, las había siempre, pero nunca graves. El comportamiento de los campesinos variaba, dependiendo de la estación del año, de la cosecha, del poco ganado que les quedaba, en fin, de la economía, como el de todo el mundo. El forense de Santa Teresa no tardó en dictaminar que el esqueleto pertenecía a una mujer. Si a esto se le añadía que no había ropas o restos de ropas en el agujero donde fue enterrada, la conclusión era más clara que el agua: se trataba de un asesinato. ¿Cómo había sido asesinada? Eso ya no podía decirlo. ¿Cuándo? Probablemente hacía unos tres meses, aunque en este último punto prefería no arriesgar ningún juicio contundente, pues la descomposición de un cadáver es variable, por lo que si alguien pretendía una fecha exacta, lo mejor era que se llevaran los huesos al Instituto Anatómico Forense de Hermosillo o, mejor aún, al del DF. La policía de Santa Teresa hizo un comunicado público en donde, vagamente, lo que hacía a fin de cuentas era rehuir cualquier responsabilidad. El asesino bien podía ser un conductor que viniera desde Baja California y se dirigiera a Chihuahua, y la muerta una autoestopista recogida en Tijuana, asesinada en Saric y enterrada, casualmente, allí.

El quince de enero apareció la siguiente muerta. Se trataba de Claudia Pérez Millán. El cuerpo fue encontrado en la calle Sahuaritos. La occisa vestía un suéter negro y tenía dos anillos de bisutería en cada mano, además de la argolla de compromiso. No llevaba falda ni bragas, aunque sí estaba calzada con unos zapatos de imitación de cuero, de color rojo y sin tacones. El cuerpo, que había sido violado y estrangulado, estaba envuelto en una cobija blanca, como si el asesino pensara trasladar el cuerpo a otro lugar y de pronto hubiera decidido, o las circunstancias lo hubieran obligado, abandonarlo detrás de un contenedor de basura de la calle Sahuaritos. Claudia Pérez Millán tenía treintaiún años y vivía con su esposo y sus dos hijos en la calle Marquesas, no lejos de donde fue encontrado el cadáver. Al presentarse la policía en su domicilio nadie abrió la puerta, aunque eran audibles los llantos y gritos que provenían del interior. Provistos de la pertinente orden judicial, la puerta del domicilio de la occisa fue echada abajo y en una de las habitaciones de la casa, encerrados con llave, fueron encontrados los menores de edad Juan Aparicio Pérez y su hermano Frank Aparicio Pérez. En la habitación había un cubo de agua potable y dos paquetes de pan de molde. Interrogados los menores en presencia de un psicólogo infantil, ambos admitieron que había sido su padre, Juan Aparicio Regla, quien los había encerrado la noche anterior. Luego oyeron ruidos y gritos, pero sin precisar quién gritaba ni qué producía los ruidos, hasta que se durmieron. A la mañana siguiente ya no había nadie en la casa y cuando oyeron a la policía se pusieron a gritar. El sospechoso Juan Aparicio Regla era poseedor de un coche, que tampoco fue encontrado, por lo que se deduce que huyó en él tras cometer el parricidio. Claudia Pérez Millán trabajaba como mesera en una cafetería del centro. Juan Aparicio Regla no tenía oficio conocido, algunos creían que trabajaba en una maquiladora, otros que hacía de pollero en el paso de emigrantes hacia los Estados Unidos. Se cursó una orden inmediata de busca y captura, pero los que sabían estaban seguros de que nunca más se le volvería a ver por la ciudad.

En febrero murió María de la Luz Romero. Tenía catorce años, medía un metro cincuentaiocho, tenía el pelo largo hasta la cintura, aunque se lo pensaba cortar uno de esos días, tal como le había confesado a una de sus hermanas. Desde hacía poco trabajaba en la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de Santa Teresa, que no estaba en ningún parque industrial sino en medio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color melón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros y los camiones. María de la Luz Romero salió a las siete de la tarde de su casa, acompañada por unas amigas que la habían ido a buscar. A sus hermanos les dijo que iba a bailar al Sonorita, una discoteca obrera ubicada en los lindes de la colonia San Damián con la colonia Plata, y que ya cenaría algo por ahí. Sus padres no estaban en casa porque aquella semana hacían los turnos de noche. María de la Luz, en efecto, comió junto a sus compañeras, de pie, al lado de una furgoneta que vendía tacos y quesadillas en la acera opuesta a la discoteca, a la que entraron a las ocho de la noche, hallándola repleta de jóvenes a los que conocían, bien porque trabajaban también en EMSA, bien porque los tenían vistos en el barrio. Según una de sus amigas María de la Luz bailó sola, al contrario que las demás que ya tenían allí a sus novios o conocidos. En dos ocasiones, sin embargo, fue abordada por dos jóvenes distintos que la quisieron invitar a una bebida o a un refresco, a lo que María de la Luz se negó, la primera vez porque no le gustaba el muchacho y la segunda por timidez. A las once y media de la noche se marchó, en compañía de una amiga. Ambas vivían más o menos cerca y hacer el viaje juntas resultaba mucho más grato que en solitario. Se separaron unas cinco calles antes de la casa de María de la Luz. Allí se pierde el rastro. Interrogados algunos vecinos que vivían en el trayecto que aún le quedaba por hacer, todos declararon no haber oído grito alguno ni mucho menos una llamada de auxilio. Su cadáver apareció dos días después, junto a la carretera de Casas Negras. Había sido violada y golpeada en la cara repetidas veces, en ocasiones con especial ensañamiento, presentándose incluso una fractura de palatino, algo muy poco usual en una golpiza y que llevó al forense a suponer (aunque por supuesto con la misma velocidad descartó la idea) que durante el secuestro el coche en que María de la Luz era trasladada había sufrido un accidente de carretera. La muerte se la habían producido las cuchilladas que exhibía en el tórax y en el cuello, y que afectaban los dos pulmones y múltiples arterias. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, que volvió a interrogar a las amigas que la habían acompañado a la discoteca, al dueño y algunos camareros de la discoteca y a los vecinos cuyas casas flanqueaban las cinco calles que María de la Luz recorrió o intentó recorrer en solitario antes de ser secuestrada. Los resultados fueron decepcionantes.

En marzo no apareció ninguna muerta en la ciudad, pero en abril aparecieron dos, con escasos días de diferencia, y también las primeras críticas a la actuación policial, incapaz no sólo de detener la ola (o el goteo incesante) de crímenes sexuales sino también de apresar a los asesinos y devolver la paz y la tranquilidad a una ciudad de natural laborioso. La primera muerta fue hallada en una habitación del hotel Mi Reposo, en el centro de Santa Teresa. Estaba debajo de la cama, envuelta en una sábana, vestida únicamente con un sostén blanco. Según el administrador de Mi Reposo, la habitación de la muerta correspondía a un cliente, de nombre Alejandro Peñalva Brown, que la había alquilado hacía tres días y del que no se tenía noticias. Interrogadas las empleadas de la limpieza y los dos recepcionistas, todos coincidieron en declarar que el mencionado Peñalva Brown sólo se había dejado ver durante el primer día de su estancia en el hotel. Las empleadas de la limpieza, por su parte, juraron que durante el segundo y el tercer día no habían hallado nada debajo de la cama, aunque esto último, según la policía, bien podía ser una añagaza para cubrir la falta de esmero con que limpiaban las habitaciones. En el libro de registro del hotel, la dirección que Peñalva Brown había dejado era de Hermosillo. Avisada la policía de Hermosillo, pronto se descubrió que en aquella dirección el tal Peñalva Brown no había vivido jamás. En los brazos de la muerta, una mujer de aproximadamente treintaicinco años, morena y robusta, había numerosas marcas de pinchazos, por lo que la policía investigó en los ambientes de droga de la ciudad, sin encontrar indicios que llevaran a la identidad del cadáver. Según el forense la muerte se había debido a una sobredosis de cocaína en mal estado. No se descartó que la cocaína se la hubiera suministrado el sospechoso Peñalva Brown ni tampoco el que éste supiera que le estaba dando veneno. Dos semanas después, cuando los esfuerzos se habían volcado en el esclarecimiento del crimen de la segunda desconocida, dos mujeres aparecieron en la comisaría, en donde declararon que conocían a la muerta. Ésta se llamaba Sofía Serrano y había trabajado como obrera en tres maquiladoras y como camarera y últimamente hacía de puta en los baldíos de la colonia Ciudad Nueva, a espaldas del cementerio. No tenía familia en Santa Teresa, sólo algunos amigos, todos pobres, por lo que su cuerpo fue entregado a los alumnos de la facultad de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.

La segunda muerta apareció cerca de un basurero de la colonia Estrella. Había sido violada y estrangulada. Poco después se la identificó como Olga Paredes Pacheco, de veinticinco años, trabajadora en una tienda de ropa de la avenida Real, cerca del centro, soltera, de un metro sesenta de estatura, domiciliada en la calle Hermanos Redondo, en la colonia Rubén Darío, en donde vivía con su hermana menor, Elisa Paredes Pacheco, ambas bien conocidas en el barrio por su simpatía, don de gentes y seriedad. Los padres habían muerto hacía cinco años, primero el padre, de cáncer, y luego la madre, de un ataque al corazón, con un intervalo de apenas dos meses, y Olga se hizo cargo de las responsabilidades de la casa con eficiencia y naturalidad. No se le conocía ningún novio. Su hermana, de veinte años, sí tenía novio, con el que pensaba casarse. El novio de Elisa, un joven abogado recién egresado de la Universidad de Santa Teresa, trabajaba en el bufete de un abogado mercantil muy reputado en la ciudad, y además poseía una coartada para la noche en que se supone Olga fue secuestrada. Muy conmocionado por la muerte de su futura cuñada, durante el interrogatorio (informal) que se le hizo confesó no tener ni la más remota idea de quién podía malquerer a Olga como para llegar al extremo de matarla y se mostró obsesionado por la mala suerte, el destino trágico que, según él, rondaba a la familia de su novia, primero con la muerte de sus padres y luego con la muerte de su hermana. Las pocas amigas de Olga ratificaron lo dicho por su hermana y el joven abogado. Todo el mundo la quería, era una santateresana como quedan pocas, es decir recta, de una sola palabra, honesta y seria. Y además sabía vestir bien, con elegancia y buen gusto. Sobre el gusto en el vestir el forense estuvo de acuerdo y, además, descubrió algo curioso en el cadáver: la falda que llevaba la noche de su muerte y con la que fue encontrada estaba puesta al revés.

En mayo el cónsul norteamericano visitó al alcalde de Santa Teresa y luego, en compañía de éste, realizó una visita informal al jefe de la policía. El cónsul se llamaba Abraham Mitchell, pero su mujer y sus amigos lo llamaban Conan. Era un tipo de uno noventa de estatura y ciento cinco kilos de peso, con la cara surcada de arrugas y las orejas tal vez demasiado grandes, a quien le encantaba vivir en México y salir de acampada al desierto y sólo se ocupaba personalmente de los casos graves. Es decir, que casi nunca tenía nada que hacer, salvo acudir a fiestas representando a su país y visitar subrepticiamente alguna noche, una vez cada dos meses, en compañía de compatriotas bragados en los afanes alcohólicos, las dos más reputadas pulquerías de Santa Teresa. El

sheriff de Huntville había desaparecido y todos los informes de que disponía decían que se hallaba en Santa Teresa la última vez que fue visto. El jefe de la policía quiso saber si estaba en Santa Teresa en misión oficial o como turista. Como turista, por supuesto, dijo el cónsul. Pues, entonces, ¿qué puedo saber yo?, dijo Pedro Negrete, por aquí pasan cientos de turistas cada día. El cónsul meditó un instante y acabó dándole la razón al jefe de la policía. Mejor no mover la mierda, pensó. Aun así, como una deferencia del alcalde, que era su amigo, se le permitió que revisara él o la persona que él considerara idónea las fotos de los desconocidos muertos en la ciudad desde noviembre del 94 hasta la fecha actual y ninguno de ellos fue identificado por Rory Campuzano, ayudante del

sheriff, que se desplazó desde Huntville expresamente por esta razón. Probablemente el

sheriff se volvió loco, dijo Kurt A. Banks y se suicidó en el desierto. O está ahora viviendo con un travesti en Florida, dijo Henderson, el otro empleado del consulado. Conan Mitchell los miró con gesto grave y les dijo que no era piadoso hablar así de un

sheriff de los Estados Unidos. En mayo, por otra parte, no murió asesinada ninguna mujer en Santa Teresa y lo mismo se repitió durante el mes de junio. Pero en julio aparecieron dos muertas y las primeras protestas de una asociación feminista, Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz (MSDP), cuya central estaba en Hermosillo, y que en Santa Teresa sólo contaba con tres afiliadas. La primera muerta apareció en el patio de un taller dedicado a la reparación de coches, en la calle Refugio, casi al final, muy cerca de la carretera a Nogales. La mujer tenía diecinueve años y había sido violada y estrangulada. Su cadáver se encontró en el interior de un coche listo para el desguace. Iba vestida con pantalones de mezclilla, blusa blanca algo escotada, y llevaba botas rancheras. Tres días después se supo que se trataba de Paula García Zapatero, vecina de la colonia Lomas del Toro, operaria en la maquiladora TECNOSA, y natural del estado de Querétaro. Vivía con otras tres queretanas y no se le conocía novio, aunque había tenido una historia sentimental con dos compañeros de la misma maquiladora. Éstos fueron localizados e interrogados durante algunos días y ambos pudieron probar sus coartadas, aunque uno de ellos acabó en el hospital con un

shock nervioso y tres costillas rotas. Mientras aún se investigaba el caso de Paula García Zapatero apareció la segunda muerta de julio. Su cuerpo fue hallado detrás de unos depósitos de Pémex, en la carretera a Casas Negras. Tenía diecinueve años, era delgada, de tez morena y pelo negro largo. Había sido violada anal y vaginalmente, repetidas veces, según el forense, y el cuerpo presentaba hematomas múltiples que revelaban que se había ejercido con ella una violencia desmesurada. El cuerpo, sin embargo, fue hallado completamente vestido, pantalones de mezclilla, bragas negras, pantimedias de color marrón claro, sostén blanco, blusa blanca, prendas que no exhibían ni el más mínimo desgarro, de lo que se deducía que el asesino o los asesinos, tras desnudarla y vejarla y matarla, habían procedido luego a vestirla antes de abandonar su cuerpo detrás de los depósitos de Pémex. El caso de Paula García Zapatero lo llevó el policía de la judicial del estado Efraín Bustelo y el caso de Rosaura López Santana le fue encomendado al judicial Ernesto Ortiz Rebolledo y ambos casos entraron rápidamente en un callejón sin salida, pues no había testigos ni nada que ayudara a la policía.

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