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La parte de los crímenes

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En agosto de 1995 fueron encontrados los cuerpos de siete mujeres y Florita Almada apareció por segunda vez en la televisión de Sonora y dos policías de Tucson estuvieron en Santa Teresa haciendo preguntas. Estos últimos se entrevistaron con los empleados del consulado Kurt A. Banks y Dick Henderson, ya que el cónsul se hallaba pasando una temporada en su rancho de Sage, California, en realidad una cabaña de madera podrida, al otro lado de la Ramona Indian Reservation, mientras su mujer descansaba unos meses en casa de su hermana en Escondido, cerca de San Diego. La cabaña antes había tenido tierras, pero las tierras las vendió el padre de Conan Mitchell y ahora sólo le quedaban mil metros cuadrados de jardín agreste en donde se dedicaba a matar ratones de campo armado con una Remington 870 Wingmaster y a leer novelas de vaqueros y ver vídeos pornográficos. Cuando se cansaba se metía en su coche y bajaba a Sage, al bar, en donde algunos viejos lo conocían desde que era niño. A veces Conan Mitchell se quedaba mirando a los viejos y pensaba que era imposible que tuvieran ese tipo de recuerdos sobre su infancia, pues algunos no parecían mucho mayores que él. Pero los viejos hacían bailar sus dentaduras postizas y recordaban las travesuras del niño Abe Mitchell como si lo estuvieran viendo en ese instante y a Conan no le quedaba más remedio que fingir que él también se reía. La verdad es que no tenía recuerdos precisos de su infancia. Se acordaba de su padre y de su hermano mayor y a veces recordaba temporales de lluvia, pero la lluvia no era de Sage, sino de otro sitio donde había vivido. La superstición de morir calcinado por un rayo lo acompañaba desde su infancia y eso sí lo recordaba, aunque, salvo a su mujer, a poca gente se lo había contado. La verdad es que Conan Mitchell no era muy hablador. Ésa era una de las razones por las que le gustaba vivir en México, en donde tenía dos pequeñas empresas de transporte. A los mexicanos les gusta hablar, pero prefieren no hacerlo con las personas altas, más aún si son norteamericanos. Esta idea, que era suya y que vaya Dios a saber cómo se había forjado en su cabeza, le producía una gran tranquilidad cuando estaba al sur de la frontera. De vez en cuando, sin embargo, y siempre por imposición de su mujer, tenía que pasar temporadas en California o en Arizona, que él aceptaba con resignación. Los primeros días el cambio parecía no afectarle. A las dos semanas, incapaz de soportar el ruido (ruido que se dirigía a él y que le exigía respuestas), se marchaba a Sage, a encerrarse en su vieja cabaña. Cuando los policías de Tucson llegaron a Santa Teresa, hacía veinte días que Conan ya no estaba allí, algo que en el fondo los policías agradecieron, pues tenían noticias de su incompetencia. Henderson y Banks hicieron el papel de cicerones. Los policías recorrieron la ciudad, visitaron bares y discotecas, fueron presentados a Pedro Negrete, con quien mantuvieron una larga conversación sobre narcotráfico, se entrevistaron con los judiciales Ortiz Rebolledo y Juan de Dios Martínez, hablaron con dos forenses de la morgue de la ciudad, examinaron algunos dossieres de muertos sin nombre encontrados en el desierto y visitaron el burdel Asuntos Internos, en donde se acostaron con sendas putas. Después, tal como habían llegado, se marcharon.

Por lo que respecta a Florita Almada, su segunda aparición televisiva fue menos espectacular que la primera. Habló, por expreso deseo de Reinaldo, de los tres libros que había escrito y publicado. No eran buenos libros, dijo, pero para una mujer que había sido analfabeta hasta pasados los veinte años no carecían de mérito. Todas las cosas de este mundo, afirmó, incluso las más grandes, comparadas con el universo en realidad eran chiquititas. ¿Qué quería decir con esto? Pues que el ser humano, si se lo proponía, podía superarse. No quería decir que un campesino, por poner un ejemplo, de la noche a la mañana fuera capaz de dirigir la NASA, ni siquiera de trabajar en la NASA, pero ¿quién podía afirmar que el hijo de ese campesino, guiado por el ejemplo y el cariño de su padre, no llegaría algún día a trabajar allí? A ella, por poner otro ejemplo, le hubiera gustado estudiar y ser maestra de escuela, pues ése era tal vez, a su modesto entender, el mejor trabajo del mundo, enseñar a los niños, abrir con toda la delicadeza los ojos de los niños para que contemplaran, aunque sólo fuera una puntita, los tesoros de la realidad y de la cultura, que al fin y al cabo eran la misma cosa. Pero no pudo ser y ella estaba en paz con el mundo. A veces soñaba que era maestra de escuela y que vivía en el campo. Su escuela estaba en lo alto de una loma desde donde se veía el pueblo, las casas de color marrón, algunas blancas, los techos amarillos oscuros en donde a veces se acomodaban los viejos mirando las calles terrosas. Desde el patio de la escuela podía ver a las niñas que subían a clase. Cabelleras negras recogidas en colas de caballo o en trenzas o sujetas por cintillos. Rostros morenos y sonrisas blancas. A lo lejos, los campesinos labraban la tierra, sacaban frutos del desierto, pastoreaban rebaños de cabras. Ella podía entender sus palabras, sus formas de decir buenos días o buenas noches, con qué claridad podía entenderlos, todas sus palabras, las que no cambiaban y las que iban cambiando cada día, cada hora, cada minuto, ella las entendía sin el menor problema. Bueno, así eran los sueños. Había sueños en donde todo encajaba y había sueños en donde nada encajaba y el mundo era un ataúd lleno de chirridos. A pesar de todo ella estaba en paz con el mundo, pues si bien no había estudiado para ser maestra de escuela, tal como era su sueño, ahora era yerbatera y según algunos vidente y muchísima gente le estaba agradecida por algunas cositas que había hecho por ella, nada importante, pequeños consejos, pequeñas indicaciones, como por ejemplo recomendarles que incorporaran a su dieta la fibra vegetal, que no es comida para seres humanos, es decir que nuestro aparato digestivo no puede degradar y absorber, pero que es buena para ir al baño o para hacer del dos o, con perdón de Reinaldo y del distinguido público, para defecar. Sólo el aparato digestivo de los animales herbívoros, decía Florita, dispone de sustancias capaces de digerir la celulosa y por lo tanto de absorber sus componentes, las moléculas de glucosa. La celulosa y otras sustancias similares es lo que llamamos fibra vegetal. Su consumo, pese a que no nos proporcione elementos energéticos aprovechables, es beneficioso. Al no ser absorbida la fibra hace que el bolo alimenticio, en su recorrido por el tubo digestivo, mantenga su volumen. Y eso hace que genere presión dentro del intestino, lo cual estimula su actividad, haciendo que los restos de la digestión avancen fácilmente a lo largo de todo el tubo digestivo. Tener diarrea no es bueno, salvo en contadas excepciones, pero ir al baño una o dos veces al día proporciona tranquilidad y mesura, una especie de paz interior. No una gran paz interior, no seamos exagerados, pero sí una pequeña y reluciente paz interior. ¡Qué diferencia entre lo que representa la fibra vegetal y lo que representa el hierro! La fibra vegetal es comida de herbívoros y es pequeña y no nos alimenta sino que nos proporciona una paz del tamaño de un frijol saltarín. El hierro, por el contrario, representa la dureza para con los demás y para con uno mismo en su máxima expresión. ¿De qué hierro estoy hablando? Pues del hierro con el que se hacen las espadas. O con el que se hacían las espadas y que también representa la inflexibilidad. En cualquier caso, con el hierro se daba la muerte. El rey Salomón, ese rey tan inteligente, probablemente el más inteligente que haya habido en la historia, hijo a su vez del rey de las mañanitas y protector de la infancia, aunque en cierta ocasión se dijo que quiso partir a un escuincle en dos, cuando mandó construir el templo de Jerusalén prohibió tajantemente que se utilizara hierro como medio de soporte en la construcción, ni siquiera en el menor detalle, y también prohibió que se utilizase hierro en la circuncisión, una práctica, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, que puede que tuviera su razón de ser en aquella época y en aquellos desiertos, pero que ahora, con las medidas higiénicas modernas, me parece una exageración. Yo creo que los hombres deberían circuncidarse a los veintiún años, si quieren, y si no quieren, pues no pasa nada. Volviendo al hierro, decía Florita, hay que añadir que ni los griegos ni los celtas lo emplearon cuando se trataba de recolectar hierbas medicinales o mágicas. Pues el hierro significaba muerte, inflexibilidad, poder. Y eso está reñido con las prácticas curativas. Aunque los romanos vieron luego en el hierro una larga serie de virtudes terapéuticas para aliviar o sanar diversas afecciones, como las mordeduras de los perros rabiosos, las hemorragias, la disentería, las hemorroides. Esta idea pasó a la Edad Media, en la que además se creía que los demonios, las brujas y los brujos huían del hierro. ¡Y cómo no iban a huir si con el hierro se los mataba! ¡Tontos de remate hubieran tenido que ser para no salir corriendo! En aquellos años oscuros con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas. Bien bruñido producía un brillo cegador que servía para proteger los ojos de la ponzoñosa mirada de las brujas. Ese hierro bien bruñido a mí me hace pensar, disculpen la digresión, decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos policías. ¿Para qué se tapan los ojos, me pregunto? ¿Han pasado una mala noche estudiando formas para que el país progrese, para que los obreros tengan mayor seguridad en el trabajo o un aumento salarial, para que la delincuencia se bata en retirada? Puede ser. Yo no digo que no. Tal vez sus ojeras se deban a eso. ¿Pero qué pasaría si yo me acercara a uno de ellos y le quitara las gafas y viera que

no tiene ojeras? Me da miedo imaginármelo. Me da coraje. Mucho coraje, queridas amigas y amigos. Pero más miedo y coraje le daba, y eso tenía que decirlo allí, delante de las cámaras, en el bonito programa de Reinaldo, llamado tan acertadamente

Una hora con Reinaldo, un programa ameno y sano donde todos se podían reír y pasar un buen rato y de paso aprender algo nuevo, pues Reinaldo era un muchacho culto y siempre se preocupaba por llevar invitados interesantes, una cantante, un pintor, un tragafuegos jubilado del DF, un diseñador de interiores, un ventrílocuo y su muñeco, una madre de quince hijos, un compositor de baladas románticas, ella, decía, allí, aprovechando la oportunidad que le daban, tenía el deber de hablar de otras cosas, es decir, no podía hablar de sí misma, no podía caer en esa tentación del ego, en esa frivolidad que acaso no fuera ni frivolidad ni pecado ni nada si se tratara de una chamaca de diecisiete o dieciocho años, pero que en una mujer de setenta resultaba imperdonable, aunque mi vida, dijo, da para varias novelas y al menos para una telenovela, pero que Dios la librara y sobre todo la Virgen santísima de ponerse a hablar de sí misma, Reinaldo me perdonará, él quiere que hable de mí misma, pero hay algo más importante que mi persona y que mis llamados milagros, que no son milagros, no me cansaré de repetirlo, sino el fruto de muchos años de lectura y de trasiego con las plantas, es decir mis milagros son producto del trabajo y de la observación y puede, digo

puede, que también de un don natural, dijo Florita. Y luego dijo: me da mucho coraje, me da miedo y coraje lo que está pasando en este bonito estado de Sonora, que es mi estado natal, el suelo donde nací y probablemente moriré. Y luego dijo: estoy hablando de visiones que le cortarían el aliento al más macho de los machos. En sueños veo los crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo, en los trocitos de pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que no acaban nunca. Y dijo: después de estas visiones no puedo dormir. Ya puedo tomar lo que sea para los nervios, que no me da resultado. En casa del herrero, cuchillo de palo. Así que me quedo despierta hasta que amanece e intento leer y hacer algo útil y práctico, pero al final me siento a la mesa de la cocina y me pongo a darle vueltas a este problema. Y finalmente dijo: estoy hablando de las mujeres bárbaramente asesinadas en Santa Teresa, estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro estado. Hablo de Santa Teresa. Hablo de Santa Teresa.

Por lo que respecta a las mujeres muertas de agosto de 1995, la primera se llamaba Aurora Muñoz Álvarez y su cadáver se encontró en el arcén de la carretera Santa Teresa-Cananea. Había muerto estrangulada. Tenía veintiocho años y vestía unas mallas verdes, una playera blanca y unos tenis de color rosa. Según el forense, había sido golpeada y azotada: en su espalda aún se podían apreciar las marcas de un cinturón de cinta ancha. Trabajaba de mesera en un café del centro de la ciudad. El primero en caer fue su novio, con el que no se llevaba bien según algunos testigos. Este individuo se llamaba Rogelio Reinosa y trabajaba en la maquiladora Rem&Co y no tenía coartada para la tarde en que secuestraron a Aurora Muñoz. Durante una semana se la pasó de interrogatorio en interrogatorio. Al cabo de un mes, cuando ya estaba instalado en la cárcel de Santa Teresa, lo soltaron por falta de pruebas. No hubo ninguna otra detención. Según los testigos presenciales, quienes en ningún momento pensaron que se trataba de un secuestro, Aurora Muñoz se subió a un Peregrino de color negro en compañía de dos tipos a quienes parecía conocer. Dos días después de aparecer el cuerpo de la primera víctima de agosto fue encontrado el cuerpo de Emilia Escalante Sanjuán, de treintaitrés años, con profusión de hematomas en el tórax y el cuello. El cadáver se halló en el cruce entre Michoacán y General Saavedra, en la colonia Trabajadores. El informe del forense dictamina que la causa de la muerte es estrangulamiento, después de haber sido violada innumerables veces. El informe del policía judicial que se encargó del caso, Ángel Fernández, señala, por el contrario, que la causa de la muerte es intoxicación. Emilia Escalante Sanjuán vivía en la colonia Morelos, al oeste de la ciudad, y trabajaba en la maquiladora NewMarkets. Tenía dos hijos de corta edad y vivía con su madre, a quien había mandado traer desde Oaxaca, de donde era originaria. No tenía marido, aunque una vez cada dos meses salía a las discotecas del centro, en compañía de amigas del trabajo, en donde solía beber e irse con algún hombre. Medio puta, dijeron los policías. Una semana después apareció el cuerpo de Estrella Ruiz Sandoval, de diecisiete años, en la carretera a Casas Negras. Había sido violada y estrangulada. Vestía bluejeans y blusa azul oscuro. Tenía los brazos atados a la espalda. Su cuerpo no presentaba huellas de tortura ni de golpes. Había desaparecido de su casa, en donde vivía con sus padres y hermanos, tres días antes. El caso lo llevaron Epifanio Galindo y Noé Velasco, de la policía de Santa Teresa, para aligerar a los judiciales, que se quejaron por exceso de trabajo. Un día después de ser hallado el cadáver de Estrella Ruiz Sandoval se encontró el cuerpo de Mónica Posadas, de veinte años de edad, en el baldío cercano a la calle Amistad, en la colonia La Preciada. Según el forense, Mónica había sido violada anal y vaginalmente, aunque también le encontraron restos de semen en la garganta, lo que contribuyó a que se hablara en los círculos policiales de una violación «por los tres conductos». Hubo un policía, sin embargo, que dijo que una violación completa era la que se hacía por los cinco conductos. Preguntado sobre cuáles eran los otros dos, contestó que las orejas. Otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo de Sinaloa que violaba por los siete conductos. Es decir, por los cinco conocidos, más los ojos. Y otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo del DF que violaba por los ocho conductos, que eran los siete ya mencionados, digamos los siete clásicos, más el ombligo, al que el tipo del DF practicaba una incisión no muy grande con su cuchillo y luego metía allí su verga, aunque, claro, para hacer eso había que estar muy taras bulba. Lo cierto es que la violación «por los tres conductos» se extendió, se popularizó en la policía de Santa Teresa, adquirió un prestigio semioficial que en ocasiones se vio reflejado en los informes redactados por los policías, en los interrogatorios, en las charlas off the record con la prensa. En el caso de Mónica Posadas, ésta no sólo había sido violada «por los tres conductos» sino que también había sido estrangulada. El cuerpo, que hallaron semioculto detrás de unas cajas de cartón, estaba desnudo de cintura para abajo. Las piernas estaban manchadas de sangre. Tanta sangre que vista de lejos, o vista desde una cierta altura, un desconocido (o un ángel, puesto que allí no había ningún edificio desde el cual contemplarla) hubiera dicho que llevaba medias rojas. La vagina estaba desgarrada. La vulva y las ingles presentaban señales claras de mordidas y desgarraduras, como si un perro callejero se la hubiera intentado comer. Los judiciales centraron las investigaciones en el círculo familiar y entre los conocidos de Mónica Posadas, quien vivía con su familia en la calle San Hipólito, a unas seis manzanas del baldío en donde fue encontrado su cuerpo. La madre y el padrastro, así como el hermano mayor, trabajaban en la maquiladora Overworld, en donde Mónica había trabajado durante tres años, al cabo de los cuales decidió marcharse y probar suerte en la maquiladora Country&SeaTech. La familia de Mónica procedía de un pueblito de Michoacán desde donde había llegado para instalarse en Santa Teresa hacía diez años. Al principio la vida, en vez de mejorar, pareció empeorar y el padre se decidió a cruzar la frontera. Nunca más se supo de él y al cabo de un tiempo lo dieron por muerto. Entonces la madre de Mónica conoció a un hombre trabajador y responsable con el que terminaría casándose. De este nuevo matrimonio nacieron tres hijos, uno de los cuales trabajaba en una pequeña fábrica de botas y los otros dos iban a la escuela. Al ser interrogado, el padrastro no tardó mucho en caer en contradicciones flagrantes y terminó por admitir su culpabilidad en el asesinato. Según su confesión, amaba en secreto a Mónica desde que ésta tenía quince años. Su vida había sido desde entonces un tormento, les dijo a los judiciales Juan de Dios Martínez, Ernesto Ortiz Rebolledo y Efraín Bustelo, pero siempre se contuvo y le mantuvo el respeto, en parte porque era su hijastra y en parte porque su madre era también la madre de sus propios hijos. Su relato sobre el día del crimen era vago y lleno de lagunas y olvidos. En la primera declaración dijo que fue de madrugada. En la segunda dijo que ya había amanecido y que sólo Mónica y él estaban en casa, pues ambos tenían turno de tarde aquella semana. El cadáver lo escondió en un armario. En mi armario, les dijo a los judiciales, un armario que nadie tocaba porque era mi armario y yo exigía respeto sobre mis cosas. Por la noche, mientras la familia dormía, envolvió el cuerpo en una manta y lo abandonó en el baldío más cercano. Preguntado por las mordidas y por la sangre que cubría las piernas de Mónica, no supo qué responder. Dijo que la estranguló y que sólo se acordaba de eso. Lo demás se había borrado de su memoria. Dos días después de que se descubriera el cadáver de Mónica en el baldío de la calle Amistad apareció el cuerpo de otra muerta en la carretera Santa Teresa-Caborca. Según el forense, la mujer debía de tener entre dieciocho y veintidós años, aunque también podía ser que tuviera entre dieciséis y veintitrés. La causa de la muerte sí que estaba clara. Muerte por disparo de arma de fuego. A veinticinco metros de donde fue hallada se descubrió el esqueleto de otra mujer, semienterrada en posición decúbito ventral, que conservaba una chamarra azul y unos zapatos de cuero, de medio tacón y de buena calidad. El estado del cadáver hacía imposible dictaminar las causas de la muerte. Una semana después, cuando ya agosto llegaba a su fin, fue encontrado en la carretera Santa Teresa-Cananea el cuerpo de Jacqueline Ríos, de veinticinco años, empleada en una tienda de perfumería de la colonia Madero. Iba vestida con pantalones vaqueros y blusa gris perla. Tenis blancos y ropa interior negra. Había muerto por disparos de arma de fuego en el tórax y el abdomen. Compartía casa con una amiga en la calle Bulgaria, en la colonia Madero, y ambas soñaban con irse a vivir algún día a California. En su habitación, que compartía con su amiga, se encontraron recortes de actrices y actores de Hollywood y fotos de distintos lugares del mundo. Primero queríamos irnos a vivir a California, encontrar trabajos decentes y bien pagados, y después, ya establecidas, visitar el mundo en nuestras vacaciones, dijo su amiga. Ambas estudiaban inglés en una academia privada de la colonia Madero. El caso quedó sin aclarar.

Estos putos judiciales siempre dejan los casos sin aclarar, le dijo Epifanio a Lalo Cura. Después se puso a registrar entre sus papeles hasta que dio con una libretita. ¿Qué crees que es esto?, le dijo. Una libreta de direcciones, dijo Lalo Cura. No, dijo Epifanio, esto es un caso sin aclarar. Ocurrió antes de que tú llegaras a Santa Teresa. No recuerdo el año. Poco antes de que te trajera don Pedro, de eso sí me acuerdo, pero no me acuerdo del año exacto. Tal vez fue en 1993. ¿Tú en qué año llegaste? En el 93, dijo Lalo Cura. ¿Ah, sí? Pues sí, dijo Lalo Cura. Bueno, pues esto ocurrió

meses antes de que tú llegaras, dijo Epifanio. Por esas fechas mataron a una locutora de radio y periodista. Se llamaba Isabel Urrea. La mataron a balazos. Nadie supo nunca quién había sido el asesino. Lo buscaron, pero no lo encontraron. Por supuesto, a nadie se le ocurrió mirar la agenda de Isabel Urrea. Los bueyes pensaron que había sido un intento frustrado de robo. Se habló de un centroamericano. Un pobre diablo desesperado que necesitaba dinero para cruzar la frontera, un ilegal, ¿me entiendes?, un ilegal incluso en México, que ya es mucho decir, porque aquí todos somos ilegales en potencia y a nadie le importa que haya un ilegal más o uno menos. Yo estuve entre los que registraron su casa a ver si encontraban alguna pista. Por supuesto, no encontraron nada. La agenda de Isabel Urrea estaba en su bolso. Recuerdo que me senté en un sillón, con un vaso de tequila al lado, tequila de Isabel Urrea, y que me puse a echarle un vistazo a la agenda. Un judicial me preguntó de dónde había sacado el tequila. Pero nadie me preguntó de dónde había sacado la agenda ni si había allí algo importante. Yo la leí, me sonaron algunos de los nombres y luego dejé la agenda entre las pruebas. Un mes después me di una vuelta por el archivo de la comisaría y allí estaba la agenda, junto con algunas otras pertenencias de la locutora. Me la metí en un bolsillo de la chaqueta y me la llevé. Así pude estudiarla con más calma. Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio. Hubiera podido hacer algo. Llamar a alguno de los que aparecían allí y pedirle dinero. Pero a mí el dinero no me calienta. Así que conservé la chingada libreta y no hice nada.

En los primeros días de septiembre apareció el cuerpo de una desconocida a la que luego se identificaría como Marisa Hernández Silva, de diecisiete años, desaparecida a principios de julio cuando iba camino a la preparatoria Vasconcelos, en la colonia Reforma. Según el dictamen forense había sido violada y estrangulada. Uno de los pechos estaba casi completamente cercenado y en el otro faltaba el pezón, que había sido arrancado a mordidas. El cuerpo se localizó a la entrada del basurero clandestino llamado El Chile. La llamada que puso sobre aviso a la policía la efectuó una mujer que se había acercado al basurero a tirar un refrigerador, al mediodía, una hora en la que no hay vagabundos en el basurero, sólo alguna partida ocasional de niños y perros. Marisa Hernández Silva estaba tirada entre dos grandes bolsas de plástico gris llenas de retales de fibra sintética. Vestía la misma ropa que en el momento de su desaparición: pantalón de mezclilla, blusa amarilla y tenis. El alcalde de Santa Teresa decretó el cierre del basurero, aunque luego cambió la orden de cierre (su secretario le informó sobre la imposibilidad jurídica de cerrar algo que, a todos los efectos, nunca se había abierto) por la orden de demolición, traslado, destrucción de aquel sitio infecto en donde se infringían todas las leyes municipales. Durante una semana se mantuvo una vigilancia policial en las fronteras de El Chile y durante tres días unos pocos camiones de basura, auxiliados por los dos únicos camiones volquete de propiedad municipal, estuvieron trasladando los desechos hacia el basurero de la colonia Kino, pero, ante la magnitud del trabajo y la escasez de fuerzas para acometerlo, pronto cedieron.

Por aquellas fechas Sergio González, el periodista del DF, se había afianzado en la sección de cultura de su periódico y su sueldo era más alto, con lo cual podía pasarle la manutención mensual a su exmujer y aún le quedaba suficiente dinero para vivir sin apuros, e incluso tenía una amante, una periodista de la sección de política internacional, con la que de vez en cuando se acostaba, pero con la que no podía platicar, tan diferentes eran sus caracteres. No había olvidado —aunque él mismo se preguntaba por la persistencia de este recuerdo— los días que pasó en Santa Teresa ni los asesinatos de mujeres, ni aquel asesino de curas llamado el Penitente que desapareció tan misteriosamente como apareció. A veces, pensaba, ser periodista cultural, en México, era lo mismo que ser periodista de policiales. Y ser periodista de nota roja era lo mismo que trabajar en la sección de cultura, aunque para los periodistas de policiales todos los periodistas culturales eran putos (periodistas «pulturales», los llamaban), y para los periodistas culturales todos los de la nota roja eran perdedores natos. Algunas noches, después de terminado el trabajo, se iba de copas con algunos viejos periodistas de policiales, que era la sección, por otra parte, en donde se hallaba el porcentaje de periodistas más viejos del periódico, seguidos, aunque a distancia, por los de política nacional y luego por los de deportes. Generalmente acababan en un local de putas de la colonia Guerrero, un enorme salón presidido por una estatua de yeso de Afrodita de más de dos metros, probablemente, pensaba él, un local que había gozado de cierta gloria licenciosa en la época de Tin-Tan, y que desde entonces no había hecho otra cosa sino caer, una de esas caídas interminables y mexicanas, es decir una caída pespunteada de tanto en tanto por una risa en sordina, por un disparo en sordina, por un quejido en sordina. ¿Una caída mexicana? En realidad, una caída latinoamericana. A los periodistas policiales les gustaba beber en aquel lugar, pero rara vez se acostaban con una puta. Hablaban de viejos casos, rememoraban historias de corrupción, extorsiones y sangre, saludaban o hacían apartes con los policías que también se dejaban caer por el local, intercambio de información, lo llamaban, pero rara vez se iban con una puta. Al principio, Sergio González los imitaba, hasta que dedujo que si no se encamaban con ninguna era, básicamente, porque ya lo habían hecho, y desde hacía muchos años, con todas, y porque no estaban en edad de andar tirando el dinero por ahí. Así que dejó de imitarlos y se buscó una puta joven y bonita, con la que se iba a un hotel cercano. En una ocasión, le preguntó a uno de los periodistas más viejos qué opinión tenía de los asesinatos de mujeres que ocurrían en el norte. El periodista le contestó que aquélla era un zona de narcos y que seguramente nada de lo que pasaba allí era ajeno, en una u otra medida, al fenómeno del tráfico de drogas. Le pareció una respuesta obvia, que le hubiera podido dar cualquiera, y cada cierto tiempo pensaba en ella, como si pese a la obviedad de las palabras del periodista o a su simpleza la respuesta orbitara alrededor de su cabeza enviándole señales. Sus pocos amigos escritores, los que iban a verlo a la redacción de cultura, no tenían ni idea de lo que ocurría en Santa Teresa, aunque las noticias sobre las muertes llegaban al DF como un goteo, y Sergio pensó que probablemente no les importaba gran cosa lo que ocurría en aquel lejano rincón del país. Los compañeros del periódico, incluso los de la sección de nota roja, también se mostraban indiferentes. Una noche, después de hacer el amor con la puta, mientras fumaban tendidos en la cama, le preguntó qué opinaba ella sobre tanto secuestro y tantos cuerpos de mujeres hallados en el desierto, y ésta le dijo que apenas si sabía algo de lo que le estaba hablando. Entonces Sergio le contó todo lo que sabía sobre las muertes y le relató el viaje que había hecho a Santa Teresa y por qué lo hizo, porque le faltaba dinero, porque se acababa de divorciar, y luego le habló de las muertes de las que él, como lector de periódicos, tenía noticias y de los comunicados de prensa de una asociación de mujeres cuyas siglas recordaba, MSDP, aunque había olvidado qué querían decir esas siglas, ¿Mujeres de Sonora Democráticas y Populares?, y mientras él hablaba la puta bostezaba, no porque no le interesara lo que él decía, sino porque tenía sueño, de modo que concitó el enojo de Sergio, quien exasperado le dijo que en Santa Teresa estaban matando putas, que por lo menos demostrara un poco de solidaridad gremial, a lo que la puta le contestó que no, que tal como él le había contado la historia las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo. Y entonces Sergio le pidió perdón y como tocado por un rayo vio un aspecto de la situación que hasta ese momento había pasado por alto.

El mes de septiembre aún guardaba otras sorpresas a la ciudadanía de Santa Teresa. Tres días después del hallazgo del cadáver mutilado de Marisa Hernández Silva apareció el cuerpo de una desconocida en la carretera Santa Teresa-Cananea. La muerta debía de rondar los veinticinco años y tenía una luxación congénita en la cadera derecha. Nadie, sin embargo, la echó en falta ni nadie, después de aparecer en la prensa los detalles de esta malformación, se presentó en la policía con nuevas informaciones tendentes a aclarar su identidad. El cuerpo fue encontrado atado de manos utilizando para tal fin la correa de una bolsa de mujer. Había sido desnucada y presentaba heridas de navaja en ambos brazos. Pero lo más significativo de todo era que, al igual que la joven Marisa Hernández Silva, uno de sus pechos había sufrido una amputación y el pezón del otro pecho había sido arrancado a mordidas.

El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción. No se pudo determinar la causa de la muerte. Tenía el pelo negro y largo. Vestía una blusa de color claro con figuras oscuras que la descomposición hacía indiscernibles. Llevaba un pantalón de mezclilla de la marca Jokko. Nadie se personó en la policía con información tendente a aclarar su identidad.

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