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La parte de los crímenes

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A finales de septiembre fue encontrado el cuerpo de una niña de trece años, en la cara oriental del cerro Estrella. Como Marisa Hernández Silva y como la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, su pecho derecho había sido amputado y el pezón de su pecho izquierdo arrancado a mordidas. Vestía pantalón de mezclilla de la marca Lee, de buena calidad, una sudadera y un chaleco rojo. Era muy delgada. Había sido violada repetidas veces y acuchillada y la causa de la muerte era rotura del hueso hioides. Pero lo que más sorprendió a los periodistas es que nadie reclamara o reconociera el cadáver. Como si la niña hubiera llegado sola a Santa Teresa y hubiera vivido allí de forma invisible hasta que el asesino o los asesinos se fijaron en ella y la mataron.

Mientras los crímenes se sucedían Epifanio siguió trabajando, solo, en la investigación de la muerte de Estrella Ruiz Sandoval. Habló con los padres y con los hermanos que aún vivían en la casa. No sabían nada. Habló con una hermana mayor, que estaba casada y que ahora vivía en la calle Esperanza, en la colonia Lomas del Toro. Vio fotografías de Estrella. Era una muchacha bonita, alta, con una hermosa cabellera y facciones agradables. La hermana le dijo quiénes eran sus amigas en la maquiladora donde trabajaba. Las esperó a la salida. Se dio cuenta de que él era la única persona mayor que esperaba, los demás eran niños, algunos incluso con los libros de la escuela. Junto a los niños había un tipo con un carro verde de paletas. El carro tenía un toldo blanco. Como si quisiera hacerlos desaparecer llamó a los niños con un silbido y les compró paletas a todos, menos a uno que no tenía aún tres meses y que su hermana, de unos seis años, llevaba en brazos. Las amigas de Estrella se llamaban Rosa Márquez y Rosa María Medina. Preguntó por ellas a las obreras que salían y una de ellas le señaló a Rosa Márquez. Le dijo que era policía y le pidió que buscara a su otra amiga. Después se fueron caminando del parque industrial. Mientras recordaban a Estrella la que se llamaba Rosa María Medina se puso a llorar. A las tres les gustaba el cine y los domingos, no todos, iban al centro y solían ver el programa doble del cine Rex. Otras veces se dedicaban sólo a mirar tiendas, en especial los escaparates de ropa de mujer, o se iban a un centro comercial que había en la colonia Centeno. Allí los domingos tocaban grupos musicales y no se cobraba entrada. Les preguntó si Estrella tenía planes para el futuro. Por supuesto que tenía planes, quería estudiar, no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora. ¿Y qué quería estudiar? Quería aprender a manejar una computadora, dijo Rosa María Medina. Después Epifanio les preguntó si ellas también querían aprender un oficio y le contestaron que sí, aunque no resultaba fácil hacerlo. ¿Sólo salía con ustedes o tenía alguna otra amiga?, quiso saber. Nosotras éramos sus mejores amigas, le respondieron. Novio no tenía. Una vez tuvo uno. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ellas no lo conocieron. Cuando les preguntó qué edad tenía Estrella cuando lo del novio, las dos muchachas pensaron un poco y dijeron que por lo menos doce años. ¿Y cómo es que a una muchacha tan chula no la pretendía nadie?, quiso saber. Las amigas se rieron y dijeron que había habido muchos a los que les hubiera gustado ennoviarse con Estrella, pero que ella no quería perder el tiempo. ¿Para qué queremos un hombre si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?, le preguntó Rosa Márquez. Pues es verdad, dijo Epifanio, eso mismo pienso yo, aunque de vez en cuando, sobre todo si eres joven, no está mal salir y divertirte, a veces es una necesidad. Nosotras ya nos divertíamos solas, le dijeron las muchachas, y no sentimos nunca esa necesidad. Antes de que llegaran a la casa de una de ellas les pidió que, aunque no sirviera para nada, le describieran a los tipos que habían querido hacerse novios o amigos de Estrella. Se detuvieron en la calle y Epifanio anotó cinco nombres sin apellido, todos trabajadores de la misma maquiladora. Después acompañó unas calles más a Rosa María Medina. No creo que haya sido ninguno de ésos, dijo la muchacha. ¿Por qué no lo crees? Porque tienen cara de buenas personas, dijo la muchacha. Hablaré con ellos, dijo Epifanio, y cuando haya hablado te lo diré. En tres días ubicó a los cinco hombres de la lista. Ninguno tenía cara de mala persona. Uno de ellos estaba casado, pero la noche en que desapareció Estrella había estado en casa con su mujer y sus tres hijos. Los otros cuatro tenían coartadas más o menos seguras y, sobre todo, ninguno de los cinco tenía coche. Volvió a hablar con Rosa María Medina. Esta vez la esperó sentado en la puerta de su casa. Cuando la muchacha llegó le preguntó escandalizada cómo es que no había llamado. Llamé, dijo Epifanio, me abrió tu mamá y me invitó a una taza de café, pero luego se tuvo que ir a trabajar y yo me quedé esperándote aquí. La muchacha lo invitó a pasar pero Epifanio prefirió seguir sentado afuera, dizque porque hacía menos calor que adentro. Le preguntó si fumaba. La muchacha primero se quedó de pie, a un lado, y luego se sentó sobre una piedra plana y le dijo que no fumaba. Epifanio contempló la piedra: era muy curiosa, tenía forma de silla, aunque sin respaldo, y el hecho de que la madre o alguien de la familia la hubiera puesto allí, en aquel jardincito, indicaba buen gusto y hasta delicadeza. Le preguntó a la muchacha dónde había sido encontrada esa piedra. La encontró mi papá, dijo Rosa María Medina, en Casas Negras, y se la trajo para acá a puro pulso. Allí encontraron el cuerpo de Estrella, dijo Epifanio. En la carretera, dijo la muchacha cerrando los ojos. Mi papá encontró esta piedra en el mero Casas Negras, en una fiesta, y se enamoró de ella. Así era él. Luego le dijo que su padre había muerto. Epifanio quiso saber cuándo. Hace un montón de años, dijo la muchacha con un gesto de indiferencia. Encendió un cigarrillo y le dijo que le contara otra vez, de la manera que quisiera, las salidas que hacía con Estrella y con la otra, ¿cómo se llama?, Rosa Márquez, los domingos. La muchacha empezó a hablar, con la vista fija en los pocos tiestos con plantas que su madre tenía en el diminuto jardín de la entrada, aunque a veces levantaba la vista y lo miraba como para calibrar si lo que le contaba resultaba de provecho o sólo era una pérdida de tiempo. Cuando terminó a Epifanio sólo le había quedado una cosa clara: que no sólo salían los domingos, a veces se iban al cine los lunes o los jueves, o a bailar, todo dependía de los turnos en la maquiladora, que eran flexibles y obedecían a protocolos de producción que quedaban fuera de la comprensión de los obreros. Entonces cambió las preguntas y quiso saber cómo se divertían los martes, por ejemplo, si aquél resultaba el día libre de la semana. La rutina, según la muchacha, era similar, aunque en según qué cosas un poco mejor pues los establecimientos del centro estaban todos abiertos, lo que no ocurría los días oficialmente festivos. Epifanio apretó un poco. Quiso saber cuál era el cine favorito, aparte del Rex, a qué otros cines habían ido, si alguien había abordado a Estrella en algún lugar, qué locales comerciales visitaban, aunque no entraran en ellos y sólo se quedaran mirando los escaparates, a qué cafeterías iban, el nombre de éstas, si en alguna ocasión habían visitado alguna discoteca. La muchacha dijo que nunca habían estado en una discoteca, que a Estrella no le gustaban esos sitios. Pero a ti sí, dijo Epifanio. A ti y a tu amiguita Rosa Márquez. La muchacha no lo quiso mirar a la cara y dijo que a veces, cuando salían sin Estrella, iban a las discotecas del centro. ¿Y Estrella no? ¿Estrella nunca las acompañó? Nunca, dijo la muchacha. Estrella quería saber cosas de computadoras, quería aprender, quería progresar, dijo la muchacha. Tanta computadora, tanta computadora, no me trago una palabra de lo que me dices, tortita, dijo Epifanio. Yo no soy su pinche tortita, dijo la muchacha. Durante un rato permanecieron sin decirse nada. Epifanio se rió un poco y luego encendió otro cigarrillo, allí, sentado en la entrada de la casa, contemplando el ir y venir de la gente. Hay un sitio, dijo la muchacha, pero ya no me acuerdo dónde, está en el centro, es una tienda de computadoras. Fuimos un par de veces. Rosa y yo la esperábamos afuera y sólo ella entraba y se ponía a platicar con un tipo muy alto, pero de verdad muy alto, mucho más que usted, dijo la muchacha. Un tipo muy alto, ¿y qué más?, dijo Epifanio. Alto y güero, dijo la muchacha. ¿Y qué más? Pues que Estrella al principio parecía entusiasmada, digo, la primera vez que entró y habló con ese hombre. Según me dijo era el dueño de la tienda y sabía mucho de computadoras y además se notaba que tenía dinero. La segunda vez que fuimos a verlo Estrella salió encorajinada. Le pregunté qué le había pasado y no me quiso decir nada. Íbamos las dos solas y luego nos fuimos a la feria de la colonia Veracruz y lo olvidamos todo. ¿Y cuándo fue eso, tortita?, dijo Epifanio. Ya le he dicho que no soy su pinche tortita, lépero, dijo la muchacha. ¿Cuándo fue eso?, dijo Epifanio, que ya empezaba a ver a un tipo muy alto y muy rubio que caminaba en la oscuridad, en un largo pasillo oscuro, arriba y abajo, como si lo estuviera esperando a él. Una semana antes de que la mataran, dijo la muchacha.

La vida es dura, dijo el presidente municipal de Santa Teresa. Tenemos tres casos que no ofrecen ninguna duda, dijo el judicial Ángel Fernández. Hay que mirar las cosas con lupa, dijo el tipo de la cámara de comercio. Yo todo lo miro con lupa, una y otra vez, hasta que se me cierran los ojos de sueño, dijo Pedro Negrete. De lo que se trata es de no moverle al cucarachero, dijo el presidente municipal. La verdad es una y ni modo, dijo Pedro Negrete. Tenemos un asesino en serie, como en las películas de los gringos, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Hay que fijarse muy bien dónde uno pone los pies, dijo el tipo de la cámara de comercio. ¿En qué se distingue un asesino en serie de uno normal y corriente?, dijo el judicial Ángel Fernández. Pues muy sencillo: el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿Cómo que no tiene un móvil? ¿Acaso se mueve por impulsos eléctricos?, dijo el presidente municipal. En esta clase de asuntos hay que examinar muy bien las palabras, no vaya uno a meterse donde no debe, dijo el tipo de la cámara de comercio. Hay tres mujeres muertas, dijo el judicial Ángel Fernández enseñando el pulgar, el índice y el dedo medio a los que estaban en la habitación. Ojalá sólo hubiera tres, dijo Pedro Negrete. Tres mujeres muertas a las que les han cortado el seno derecho y les han arrancado a mordiscos el pezón izquierdo, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿A qué les suena eso?, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿A que hay un asesino en serie?, dijo el presidente municipal. Pues claro, dijo el judicial Ángel Fernández. Mucha casualidad sería que a tres cabrones se les ocurriera despacharse así a sus víctimas, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Suena lógico, dijo el presidente municipal. Pero es que la cosa puede no quedar aquí, dijo el judicial Ángel Fernández. Si damos rienda suelta a la imaginación podemos llegar a cualquier parte, dijo el tipo de la cámara de comercio. Ya me imagino adónde quieren llegar, dijo Pedro Negrete. ¿Y a ti te parece bien?, dijo el presidente municipal. Si las tres mujeres que aparecieron con la teta derecha amputada fueron asesinadas por la misma persona, ¿por qué no pensar que esa persona mató a otras mujeres?, dijo el judicial Ángel Fernández. Es científico, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿El asesino es científico?, dijo el tipo de la cámara de comercio. No, el

modus operandi, la forma en que ese hijo de la chingada empieza a cogerle gusto a lo que hace, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Me explico: el asesino empezó violando y estrangulando, que es una manera normal, digamos, de matar a alguien. Al ver que no lo atrapaban sus asesinatos se fueron personalizando. La bestia salió a la superficie. Ahora cada crimen lleva su firma personal, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿Y usted qué opina, juez?, dijo el presidente municipal. Todo puede ser, dijo el juez. Todo puede ser, pero sin caer en el caos, sin perder la brújula, dijo el tipo de la cámara de comercio. Lo que sí parece claro es que el que mató y mutiló a esas tres pobres mujeres es la misma persona, dijo Pedro Negrete. Pues encuéntrenlo y acabemos con este pinche negocio, dijo el presidente municipal. Pero con discreción, si no es mucho pedir, sin sembrar el pánico, dijo el tipo de la cámara de comercio.

Juan de Dios Martínez no fue invitado a esa reunión. Supo que se iba a hacer, supo que Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández acudirían, y que a él lo dejaban fuera. Cuando Juan de Dios Martínez cerraba los ojos, sin embargo, sólo veía el cuerpo de Elvira Campos en la penumbra de su departamento en la colonia Michoacán. A veces la veía en la cama, desnuda, acercándose a él. Otras veces la veía en la terraza, rodeada de objetos metálicos, objetos fálicos, que resultaban ser telescopios de los más variados tipos (aunque en realidad sólo había tres telescopios), con los que contemplaba el cielo estrellado de Santa Teresa y luego anotaba algo con un lápiz en un cuaderno. Cuando se acercaba, por detrás de ella, y observaba el cuaderno, sólo veía números de teléfono, la mayoría de Santa Teresa. El lápiz era un lápiz común y corriente. El cuaderno era un cuaderno escolar. Ambos objetos, le parecía, no tenían nada que ver con los objetos que solía utilizar la directora. Esa noche, después de saber lo de la reunión en donde él estaba excluido, la llamó y le dijo que necesitaba verla. Un momento de debilidad. Ella le respondió que no podía y colgó. Juan de Dios Martínez pensó que la directora, en ocasiones, lo trataba como a un paciente. Recordó que una vez ella había hablado de la edad, la de ella y la de él. Tengo cincuentaiún años, le había dicho, y tú tienes treintaicuatro. Dentro de un tiempo, por más que me cuide, yo seré una ruca solitaria y tú todavía serás joven. ¿Qué quieres, acostarte con alguien como tu mamá? Juan de Dios nunca la había escuchado emplear palabras de argot. ¿Una ruca? A él, sinceramente, no se le había pasado por la cabeza considerarla una vieja. Porque me mato haciendo gimnasia, dijo ella. Porque me cuido. Porque me mantengo delgada y me compro las antiarrugas más caras que hay en el mercado. ¿Las antiarrugas? Potingues, cremas suavizantes, cosas de mujeres, dijo ella con una voz neutra que lo asustó. Tú a mí me gustas tal cual eres, dijo él. Su voz no le pareció convincente. Si abría los ojos, sin embargo, y observaba el mundo real y procuraba controlar sus propios temblores, todo seguía más o menos en el mismo sitio.

¿Así que Pedro Rengifo es narcotraficante?, dijo Lalo Cura. Así es, dijo Epifanio. Si me lo hubieran dicho no lo habría creído, dijo Lalo Cura. Porque tú todavía estás muy tiernecito, dijo Epifanio. Una india vieja y gorda les trajo un plato de pozole a cada uno. Eran las cinco de la mañana. Lalo Cura había trabajado toda la noche en un patrullero dedicado a poner infracciones de tráfico. Cuando estaban detenidos en una esquina alguien les tocó en la ventana. Ni Lalo Cura ni el otro policía lo vieron llegar. Era Epifanio, desvelado y con pinta de borracho, aunque no estaba borracho. Me llevo al escuincle, le dijo al otro patrullero. Éste se encogió de hombros y se quedó solo en la esquina, debajo de unos robles con los troncos pintados de blanco. Epifanio andaba sin coche. La noche era fresca y la brisa del desierto permitía ver todas las estrellas. Caminaron hacia el centro, sin hablar, hasta que Epifanio le preguntó si tenía hambre. Lalo Cura dijo que sí. Pues entonces vamos a comer, dijo Epifanio. Cuando la india vieja y gorda les sirvió el pozole Epifanio se quedó mirando el plato de barro como si hubiera visto reflejada en su superficie una imagen que no era la suya. ¿Sabes de dónde viene el pozole, Lalito?, dijo. No, ni idea, dijo Lalo Cura. No es una comida del norte sino del centro del país. Es un plato típico del DF. Lo inventaron los aztecas, dijo. ¿Los aztecas?, pues está rico, dijo Lalo Cura. ¿Tú en Villaviciosa comías pozole?, dijo Epifanio. Lalo Cura se puso a pensar, como si Villaviciosa hubiera quedado muy lejos, y luego dijo que no, que la mera verdad es que no, aunque ahora le parecía raro no haberlo probado antes de vivir en Santa Teresa. Igual sí que lo probé y ya no me acuerdo, dijo. Pues este pozole en realidad no es como el pozole original de los aztecas, dijo Epifanio. Le falta un ingrediente. ¿Y cuál es ese ingrediente?, dijo Lalo Cura. Carne humana, dijo Epifanio. No la amoles, dijo Lalo Cura. Pues así es, los aztecas cocinaban el pozole con trozos de carne humana, dijo Epifanio. No me lo creo, dijo Lalo Cura. Bueno, es igual, tal vez yo esté equivocado o el buey que me lo contó estaba equivocado, aunque sabía un chingo, dijo Epifanio. Después hablaron de Pedro Rengifo y Lalo Cura se preguntó cómo había sido posible que él no se diera cuenta de que don Pedro era narcotraficante. Porque todavía eres chamaco, dijo Epifanio. Y después dijo: ¿por qué crees que tiene tantos guardaespaldas? Pues porque es rico, dijo Lalo Cura. Epifanio se rió. Ándele, dijo, vamos a dormir, que usted está más dormido que despierto.

En octubre no apareció ninguna mujer muerta en Santa Teresa, ni en la ciudad ni en el desierto, y las obras para eliminar el basurero clandestino de El Chile se interrumpieron definitivamente. Un periodista de

La Tribuna de Santa Teresa que hizo la nota del traslado o demolición del basurero dijo que nunca en toda su vida había visto tanto caos. Preguntado sobre si el caos lo producían los trabajadores municipales vanamente empeñados en el intento, contestó que no, que el caos lo producía el pudridero inerte. En octubre llegaron cinco policías judiciales enviados por Hermosillo para reforzar a la dotación de judiciales que ya estaba en la ciudad. Uno de ellos vino de Caborca, el otro de Ciudad Obregón y los tres restantes de Hermosillo. Parecían tipos bragados. En octubre volvió a salir Florita Almada en el programa

Una hora con Reinaldo y dijo que había consultado con sus amigos (a veces los llamaba amigos y otras veces los llamaba protectores) y que éstos le habían dicho que los crímenes iban a seguir. También le dijeron que se cuidara, que había gente que la miraba con malos ojos. Pero yo no me preocupo, dijo ella, para qué, si ya soy vieja. Después intentó hablar, delante de las cámaras, con el espíritu de una de las víctimas, pero no pudo y se desmayó. Reinaldo creyó que el desmayo era fingido y trató de reanimarla él mismo, acariciándole las mejillas y dándole de beber sorbitos de agua, pero el desmayo no tenía nada de fingido (en realidad era una lipotimia) y Florita acabó en el hospital.

Güero y muy alto. Dueño o tal vez empleado de confianza de un negocio de computadoras. En el centro. Epifanio no tardó mucho en encontrar la tienda. El tipo se llamaba Klaus Haas. Medía un metro noventa y tenía el pelo muy rubio, de un amarillo canario, como si se lo tiñera cada semana. La primera vez que fue a la tienda, Klaus Haas estaba sentado en su escritorio hablando con un cliente. Un adolescente bajito y muy moreno se le acercó y le preguntó en qué podía serle útil. Epifanio señaló a Haas y le preguntó quién era. El jefe, dijo el adolescente. Quiero hablar con él, dijo. Ahora está ocupado, dijo el adolescente, si me dice qué anda buscando yo tal vez se lo pueda encontrar. No, dijo Epifanio. Se sentó, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Entraron otros dos clientes. Luego entró un tipo con un guardapolvo azul y dejó unas cajas de cartón en un rincón. Haas lo saludó desde su escritorio levantando una mano. Tenía los brazos largos y fuertes, pensó Epifanio. El adolescente se acercó y le dejó un cenicero. Al fondo de la tienda había una muchacha escribiendo a máquina. Cuando los clientes se marcharon apareció una mujer con pinta de secretaria y empezó a mirar los computadores portátiles. Mientras los miraba iba apuntando precios y prestaciones. Iba vestida con falda y zapatos de tacón alto y Epifanio pensó que seguramente cogía con su jefe. Luego llegaron otros dos clientes y el adolescente dejó a la mujer y acudió a atenderlos. Haas, ajeno a todo, seguía hablando con el hombre al que Epifanio sólo podía verle la espalda. Las cejas de Haas eran casi blancas y de vez en cuando se reía o se sonreía por algo que decía el otro y su dentadura resplandecía como la de un actor de cine. Epifanio apagó el cigarrillo y encendió otro. La mujer se dio la vuelta y miró hacia la calle, como si alguien la esperara afuera. Su cara le pareció conocida, como si hacía tiempo la hubiera arrestado. ¿Cuánto tiempo?, pensó. Un titipuchal de años. Pero la mujer no aparentaba más de veinticinco, así que si él la había arrestado eso debió de suceder cuando ella no pasaba de los diecisiete. Puede ser, pensó Epifanio. Y después pensó que el negocio del güero no iba mal. Tenía clientes fijos y se daba el lujo de permanecer sentado en su escritorio, platicando sin prisas. Epifanio pensó entonces en Rosa María Medina y en su credibilidad. Me vale madres su credibilidad, se dijo. Media hora después no había nadie en la tienda. Al marcharse la mujer lo miró como si ella también lo reconociera. Las risas de Haas y su amigo se habían apagado. Detrás del mostrador, que tenía forma de herradura, el güero lo estaba esperando con una sonrisa. Se sacó del bolsillo del saco la foto de Estrella Ruiz Sandoval y se la mostró. El güero la miró, sin tocarla, y luego hizo un gesto extraño con los labios, arrugando el inferior y montándolo sobre el labio superior y lo miró como preguntándole de qué iba el asunto. ¿La conoce? Creo que no, dijo Haas, aunque por la tienda pasa mucha gente. Después se presentó: Epifanio Galindo, de la policía de Santa Teresa. Haas le extendió la mano y al estrechársela tuvo la sensación de que los huesos del güero eran de hierro. Le hubiera gustado decirle que no le mintiera, que tenía testigos, pero en lugar de eso prefirió sonreír. A espaldas de Haas, sentado en otro escritorio, el adolescente hacía como que revisaba unos papeles, pero en realidad no se perdía una palabra.

Después de cerrar la tienda el adolescente se montó en una moto japonesa y se dio una vuelta por las calles del centro, despacio, como si esperara ver a alguien, hasta que al llegar a la calle Universidad aceleró y empezó a alejarse en dirección a la colonia Veracruz. Detuvo la moto junto a una casa de dos pisos y volvió a ponerle la cadena de seguridad. Su madre lo esperaba desde hacía diez minutos con la comida hecha. El adolescente le dio un beso y encendió el televisor. La madre entró en la cocina. Se quitó el delantal y cogió un bolso de imitación de cuero. Le dio un beso al adolescente y se marchó. Ahorita vuelvo, dijo. El adolescente pensó en preguntarle adónde iba pero al final no dijo nada. Desde una de las habitaciones salió el llanto de un niño. El adolescente al principio no le hizo caso y siguió viendo la tele, pero cuando el llanto arreció se levantó, entró en la habitación y volvió a salir con un bebé de pocos meses en los brazos. El bebé era blanco y corpulento, todo lo contrario que su hermano. El adolescente lo sentó sobre sus rodillas y siguió comiendo. En la tele daban un programa de noticias. Vio un grupo de negros que corrían por unas calles de una ciudad norteamericana, un hombre que hablaba de Marte, un grupo de mujeres que salían del mar y se echaban a reír frente a las cámaras. Cambió de canal con el mando a distancia. Un par de jóvenes boxeaban. Volvió a cambiar de canal, pues no le gustaba el boxeo. La madre parecía haberse esfumado, pero el bebé ya no lloraba y al adolescente no le molestaba tener que cargarlo. Sonó el timbre de la puerta. El adolescente aún tuvo tiempo de cambiar de canal —una telenovela— y luego se levantó con el niño en brazos y abrió la puerta. Así que vives aquí, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Detrás de Epifanio entró un policía de corta estatura, pero más alto que el adolescente, que se sentó en el sillón sin pedir permiso. ¿Estabas cenando?, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Sigue, sigue, dijo Epifanio mientras entraba en los otros cuartos y volvía a salir rápidamente, como si sólo una mirada le bastara para registrar todos los rincones de la casa. ¿Cómo te llamas?, dijo Epifanio. Juan Pablo Castañón, dijo el adolescente. Bueno, Juan Pablo, primero siéntate y sigue comiendo, dijo Epifanio. Sí, señor, dijo el adolescente. Y no te pongas nervioso porque se te puede caer la criaturita, dijo Epifanio. El otro policía se sonrió.

Una hora después se fueron y Epifanio tenía las cosas bastante más claras que antes. Klaus Haas era alemán pero se había nacionalizado norteamericano. Era el dueño de dos tiendas en Santa Teresa en donde vendía desde

walkman hasta computadoras y también tenía otra tienda similar en Tijuana, que lo obligaba a ausentarse una vez al mes, para revisar los libros, pagar a los empleados y reponer existencias. También viajaba a los Estados Unidos cada dos meses, aunque en esto no había regularidad ni fecha fija salvo en la duración de los desplazamientos que no excedían nunca los tres días. Había vivido unos años en Denver, de donde se había marchado por un lío de faldas. Le gustaban las mujeres, pero que se supiera no estaba casado y no se le conocía novia. Solía frecuentar discotecas y burdeles del centro, y era amigo de algunos de los propietarios de estos locales, a quienes les había instalado en alguna ocasión cámaras de vigilancia o programas informáticos de contabilidad. Al menos en un caso el adolescente estaba seguro de lo que decía, pues había sido él el programador. Como jefe era justo y razonable y no pagaba mal, aunque a veces montaba en cólera por causas injustificadas y podía abofetear sin problemas a cualquiera, sin importarle de quién se tratara. A él nunca le había pegado, pero sí reñido por llegar alguna vez tarde al trabajo. ¿A quién había abofeteado entonces? El adolescente dijo que a una secretaria. Preguntado sobre si la secretaria que había abofeteado era la actual secretaria, el adolescente dijo que no, que era la anterior, a la que él no había conocido. ¿Cómo sabía entonces que la había abofeteado? Porque eso decían los empleados más antiguos, los del almacén, en donde el güero guardaba parte de su mercancía. Los nombres de los empleados estaban todos perfectamente anotados. Al final Epifanio le mostró la foto de Estrella Ruiz Sandoval. ¿La has visto por la tienda? El adolescente miró la foto y dijo que sí, que su cara le sonaba de algo.

La siguiente visita que le hizo Epifanio a Klaus Haas fue cerca de la medianoche. Tocó el timbre y tuvo que esperar mucho rato a que le abrieran, aunque en la casa aún había luces. La casa estaba en la colonia El Cerezal, una colonia de clase media con casas de uno o dos pisos, no todas de construcción reciente, en donde uno podía ir caminando a comprar el pan o la leche, por aceras arboladas y tranquilas, lejos del ruido de la colonia Madero, que estaba un poco más allá, y lejos del estruendo del centro. Fue el propio Haas quien abrió la puerta. Llevaba una camisa blanca, por fuera de los pantalones, y al principio no lo reconoció o hizo como que no lo reconocía. Epifanio le mostró su placa, como si estuvieran jugando, y le preguntó si se acordaba de él. Haas le preguntó qué quería. ¿Puedo pasar?, dijo Epifanio. La sala estaba bien amueblada, con sillones y un gran sofá blanco. De un mueble bar Haas sacó una botella de

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