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La parte de Archimboldi

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Al cabo de cuatro días salieron en un vuelo con destino a Los Ángeles. Allí enlazaron con otro avión que iba a Tucson y desde Tucson se fueron a Santa Teresa en un coche alquilado. Cuando pudo ver a Klaus lo primero que éste le dijo fue que había envejecido, lo que avergonzó a Lotte.

Los años no pasan en balde, hubiera deseado responderle, pero las lágrimas se lo impidieron. Estaban los cuatro, la abogada, Ingrid, ella y Klaus, en una habitación con suelo y paredes de cemento con manchas de humedad, y una mesa de material plástico que imitaba la madera atornillada al suelo y dos bancos de listones de madera, también atornillados al suelo. Ingrid, la abogada y ella estaban sentadas en un banco y Klaus en el otro. No lo trajeron esposado ni con señales de malos tratos. Lotte notó que había engordado desde la última vez que lo vio, pero de eso ya hacía muchos años y Klaus entonces sólo era un muchacho. Cuando la abogada le enumeró todos los asesinatos que le imputaban, Lotte pensó que aquella gente se había vuelto loca. Nadie en su sano juicio es capaz de matar a tantas mujeres, le dijo.

La abogada le sonrió y dijo que en Santa Teresa había alguien, probablemente no en su sano juicio, que lo hacía.

El despacho de la abogada estaba en la zona alta de la ciudad, en el mismo departamento donde estaba su vivienda. Había dos puertas de entrada pero el departamento era el mismo, con tres o cuatro paredes de revoque extra.

—Yo también vivo en un lugar así —dijo Lotte, y la abogada no entendió, de manera que Ingrid tuvo que explicarle por su cuenta lo del taller de mecánica y el piso que había encima del taller.

En Santa Teresa, por recomendación de la abogada, se alojaron en el mejor hotel de la ciudad, el Hotel Las Dunas, aunque en Santa Teresa no había dunas de ninguna especie, según le informó Ingrid, ni en los alrededores ni en cien kilómetros a la redonda. Al principio Lotte estaba dispuesta a tomar dos habitaciones, pero Ingrid la convenció para que sólo tomara una, que era más barato. Hacía mucho tiempo que Lotte no compartía una habitación con nadie y las primeras noches tardaba en dormirse. Para distraerse encendía la televisión, sin sonido, y la miraba desde la cama: gente hablando y gesticulando y tratando de convencer a otra gente de algo probablemente importante.

Por las noches había muchos programas de telepredicadores. A los telepredicadores mexicanos era fácil distinguirlos: eran morenos y sudaban mucho y los trajes y corbatas que usaban parecían adquiridos en tiendas de segunda mano, aunque probablemente eran nuevos. También: sus sermones resultaban más dramáticos, más espectaculares, con mayor participación del público, un público, por otra parte, que parecía drogado y profundamente infeliz, al revés de lo que sucedía con el público de los telepredicadores norteamericanos, que iban igual de mal vestidos pero que al menos parecían tener un trabajo fijo.

Tal vez pienso esto, pensaba Lotte en la noche de la frontera mexicana, sólo porque son blancos, algunos tal vez descendientes de alemanes u holandeses, y por lo tanto más cercanos a mí.

Cuando por fin se quedaba dormida, sin apagar la tele, solía soñar con Archimboldi. Lo veía sentado sobre una enorme laja volcánica, vestido con harapos y con un hacha en la mano, mirándola tristemente. Tal vez mi hermano ha muerto, pensaba Lotte en el sueño, pero mi hijo está vivo.

El segundo día que vio a Klaus le contó, procurando no ser brusca, que Werner hacía tiempo que había fallecido. Klaus la escuchó y asintió sin variar la expresión. Fue un buen hombre, dijo, pero lo dijo con la misma distancia que si se refiriera a un compañero de cárcel.

El tercer día, mientras Ingrid discretamente leía un libro en un rincón de la sala, Klaus le preguntó por su tío. No sé qué se habrá hecho de él, dijo Lotte. La pregunta de Klaus, sin embargo, la sorprendió y no pudo evitar contarle que, desde que había llegado a Santa Teresa, soñaba con él. Klaus le pidió que le contara un sueño. Después de que Lotte lo hiciera le confesó que él, durante mucho tiempo, también solía soñar con Archimboldi y que los sueños no eran buenos.

—¿Qué clase de sueños tenías? —le preguntó Lotte.

—Malos sueños —dijo Klaus.

Luego sonrió y pasaron a hablar de otras cosas.

Cuando las visitas se acababan Lotte e Ingrid daban una vuelta en coche por la ciudad y una vez fueron al mercado y compraron artesanías indias. Según Lotte, las artesanías indias seguramente habían sido fabricadas en China o en Tailandia, pero a Ingrid le gustaban y compró tres figuritas de barro cocido, sin barnizar ni pintar, tres figuritas muy toscas y muy fuertes que representaban a un padre, a una madre y a un hijo, y se las regaló a Lotte diciéndole que esas figuritas le traerían buena suerte. Una mañana fueron a Tijuana, al consulado alemán. Pensaban hacer el viaje en coche, pero la abogada les aconsejó que tomaran el avión que unía ambas ciudades y que salía una vez al día. En Tijuana se alojaron en un hotel del centro turístico, ruidoso y lleno de gente que no parecían turistas, en opinión de Lotte, y esa misma mañana pudo hablar con el cónsul y explicarle el caso de su hijo. El cónsul, contra lo que Lotte creía, ya estaba al tanto de todo y, según les explicó, un funcionario del consulado había ido a visitar a Klaus, extremo éste que la abogada había negado con rotundidad.

Es posible, dijo el cónsul, que la abogada no se hubiera enterado de la visita o que aún no fuera abogada de Klaus o que Klaus hubiera preferido no decirle nada. Además, Klaus era, a todos los efectos, ciudadano norteamericano y eso planteaba una serie de problemas. En este caso hay que ir con pies de plomo, concluyó el cónsul, y de nada sirvió que Lotte le asegurara que su hijo era inocente. De cualquier manera el consulado había tomado cartas en el asunto y Lotte e Ingrid volvieron a Santa Teresa más tranquilas.

Los dos últimos días no pudieron visitar a Klaus ni llamarlo por teléfono. La abogada dijo que el reglamento interno de la cárcel no lo permitía, aunque Lotte sabía que Klaus tenía un teléfono móvil y que a veces se pasaba el día hablando con el exterior. Sin embargo, no tenía ganas de armar un escándalo ni de ponerse en contra de la abogada y dedicó esos días a dar vueltas por la ciudad, que le pareció más abigarrada que nunca y de escaso interés. Antes de partir a Tucson se encerró en la habitación de su hotel y le escribió una larga carta a su hijo que la abogada le entregaría cuando ella ya se hubiera marchado. Con Ingrid fue a ver por fuera la casa donde Klaus había vivido en Santa Teresa, como quien visita un monumento, y le pareció aceptable, una casa de estilo californiano, agradable de ver. Después fue a la tienda de informática y aparatos electrónicos que tenía Klaus en el centro y la encontró cerrada, tal como le advirtió la abogada, pues la tienda era propiedad de Klaus y éste no había querido alquilarla ya que confiaba en ser liberado antes del juicio.

De vuelta en Alemania se dio cuenta de golpe de que el viaje la había cansado mucho más de lo que ella misma suponía. Estuvo varios días en cama, sin aparecer por su despacho, pero cada vez que el teléfono sonaba se apresuraba a contestar, por si la llamada era de México. En uno de los sueños que tuvo por aquellos días una voz muy cálida y cariñosa le susurraba al oído la posibilidad de que su hijo fuera realmente el asesino de mujeres de Santa Teresa.

—Eso es ridículo —gritaba ella, y acto seguido se despertaba.

A veces quien la llamaba por teléfono era Ingrid. No hablaban demasiado, la joven le preguntaba por su salud y se interesaba por las últimas novedades en el caso de Klaus. El problema del idioma se había solucionado mediante el envío de

e-mails, que Lotte se hacía traducir por uno de sus mecánicos. Una tarde Ingrid apareció por su casa con un regalo: un diccionario alemán-español que Lotte le agradeció efusivamente aunque en el fondo estaba segura de que se trataba de un obsequio absolutamente inútil. Poco después, sin embargo, mientras miraba las fotografías que aparecían en el

dossier del caso de Klaus que le había dado la abogada, cogió el diccionario de Ingrid y se puso a buscar algunas palabras. Al cabo de los días, y con no poco asombro, se dio cuenta de que tenía una facilidad innata para los idiomas.

En 1996 volvió a Santa Teresa y le pidió a Ingrid que la acompañara. Ingrid salía entonces con un chico que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque no era arquitecto, y una noche ambos la invitaron a cenar. El chico estaba muy interesado en lo que ocurría en Santa Teresa y por un momento Lotte sospechó que Ingrid quería viajar con su novio, pero Ingrid le dijo que no era, todavía, su novio, y que estaba dispuesta a acompañarla.

El juicio, que debía celebrarse en 1996, finalmente se aplazó y Lotte e Ingrid permanecieron nueve días en Santa Teresa visitando a Klaus cada vez que podían, paseando en coche por la ciudad y encerradas en la habitación del hotel viendo televisión. A veces, por la noche, Ingrid le avisaba que se iba a tomar una copa al bar del hotel o que se iba a bailar a la discoteca del hotel y Lotte se quedaba sola y entonces cambiaba de canal, pues Ingrid siempre ponía programas en inglés, y ella prefería ver programas mexicanos, que era una manera, pensaba ella, de acercarse a su hijo.

En dos ocasiones Ingrid no regresó a la habitación hasta pasadas las cinco de la mañana y siempre encontró a Lotte despierta, sentada a los pies de la cama o en un sillón y con la tele encendida. Una noche en que Ingrid no estaba la llamó Klaus por teléfono y a Lotte lo primero que se le vino a la cabeza fue que Klaus se había fugado de aquella horrible cárcel a orillas del desierto. Klaus le preguntó, con un tono de voz normal, más bien relajado, qué tal estaba y Lotte le respondió que bien y ya no supo decir nada más. Cuando recuperó el control de sí misma le preguntó desde dónde la llamaba.

—Desde la cárcel —dijo Klaus.

Lotte miró su reloj.

—¿Cómo es que te permiten hacer una llamada a esta hora? —dijo.

—Nadie me permite nada —dijo Klaus, y se rió—, te llamo desde mi móvil.

Entonces Lotte recordó que la abogada le había dicho que Klaus tenía un móvil y luego siguieron hablando de otras cosas, hasta que Klaus le dijo que había tenido un sueño y la voz le cambió, ya no era una voz serena, casual, sino una voz de tonos profundos, que le recordó a Lotte la vez que había visto a un actor, en Alemania, recitar un poema. El poema no lo recordaba, un poema clásico, seguramente, pero la voz del actor era como para no olvidarla jamás.

—¿Qué has soñado? —dijo Lotte.

—¿No lo sabes? —dijo Klaus.

—No sé —dijo Lotte.

—Entonces es mejor que no te lo diga —dijo Klaus, y cortó la comunicación.

El primer impulso de Lotte fue llamarlo de inmediato y seguir hablando con él, pero no tardó en darse cuenta de que no sabía su número, así que, tras dudar unos minutos, llamó a Victoria Santolaya, la abogada, aun a sabiendas de que llamar a esa hora era de mala educación, y cuando la abogada por fin se puso al teléfono Lotte le explicó, en una mezcla de alemán, español e inglés, que necesitaba saber el número del móvil de Klaus. Tras un largo silencio la abogada le deletreó los números hasta asegurarse de que Lotte los había escrito correctamente y luego colgó.

Ese «largo silencio», por otra parte, a Lotte le pareció cargado de interrogantes, pues la abogada no dejó el teléfono para ir a buscar la agenda en donde tenía anotado el número de Klaus, sino que se

mantuvo en silencio, al otro lado del aparato, posiblemente en una actitud pensativa, mientras decidía si se lo daba o no se lo daba. En cualquier caso Lotte la oyó

respirar en medio de ese «largo silencio», se podría decir que la oyó

debatirse entre dos posibilidades. Luego Lotte llamó al móvil de Klaus, pero la línea daba ocupado. Esperó diez minutos y volvió a llamar y seguía dando ocupado. ¿Con quién hablará Klaus a estas horas de la noche?, pensó.

Cuando al día siguiente lo fue a visitar prefirió no sacar a colación este asunto ni preguntarle nada. La actitud de Klaus, por otra parte, era la misma de siempre, distante, frío, como si no fuera él quien estaba preso.

Durante esta segunda visita a México Lotte, pese a todo, no se sintió tan perdida como la primera vez. En ocasiones, mientras esperaba en la cárcel, hablaba con las mujeres que iban a visitar a los presos. Aprendió a decir: bonito niño o lindo chamaco, cuando las mujeres llevaban un niño o una niña a la rastra, o: buena viejita o simpática viejita, cuando veía a las madres o abuelas de los presos, envueltas en rebozos, que aguardaban en la cola la hora de entrada con gestos impertérritos o resignados. Ella misma, al tercer día de estancia, se compró un rebozo, y a veces, mientras caminaba detrás de Ingrid y de la abogada, no podía evitar las lágrimas y entonces el rebozo le servía para cubrirse la cara y tener un poco de intimidad.

En 1997 volvió a México, pero esta vez lo hizo sola porque Ingrid había conseguido un buen trabajo y no pudo acompañarla. El español de Lotte, que se había aplicado en su aprendizaje, era mucho mejor y ya podía hablar por teléfono con la abogada. El viaje transcurrió sin ningún incidente, aunque nada más llegar a Santa Teresa, por la cara que puso Victoria Santolaya cuando la vio y luego por el abrazo excesivamente largo en que se fundió con ella, comprendió que pasaba algo raro. El juicio, que transcurrió como en un sueño, duró veinte días y al final declararon a Klaus culpable de cuatro asesinatos.

Esa noche la abogada la acompañó al hotel y como no hacía ningún ademán de marcharse Lotte creyó que quería decirle algo y no sabía cómo, así que la invitó a tomar una copa al bar, pese a que se encontraba cansada y lo que más deseaba era meterse en la cama y dormir. Mientras bebían junto a un ventanal desde el que se observaban los faros de los coches que pasaban por una gran avenida bordeada de árboles, la abogada, que parecía tan cansada como ella, empezó a maldecir en español, o eso creyó Lotte, y luego se puso a llorar sin ningún recato. Esta mujer está enamorada de mi hijo, pensó. Antes de marcharse de Santa Teresa Victoria Santolaya le dijo que el juicio había estado viciado de irregularidades y que probablemente lo declararían nulo. En cualquier caso, aseguró, yo voy a recurrir. Durante el viaje de vuelta en coche, mientras conducía por el desierto, Lotte estuvo pensando en su hijo, al que la sentencia no había afectado en lo más mínimo, y en la abogada, y pensó que ambos, de una manera muy extraña pero también muy natural, hacían una buena pareja.

En 1998 el juicio se declaró nulo y se fijó fecha para un segundo juicio. Una noche, mientras hablaba por teléfono desde Paderborn con Victoria Santolaya, le preguntó a bocajarro si había algo más entre ella y su hijo.

—Sí, hay algo más —dijo la abogada.

—¿Y no sufre usted demasiado? —dijo Lotte.

—No más que usted —dijo Victoria Santolaya.

—No lo entiendo —dijo Lotte—, yo soy su madre pero usted tenía libertad de elegir.

—En el amor nadie elige —dijo Victoria Santolaya.

—¿Y Klaus le corresponde? —dijo Lotte.

—Soy yo la que se acuesta con él —dijo con brusquedad Victoria Santolaya.

Lotte no entendió a qué se refería. Pero luego recordó que en México, al igual que en Alemania, todo preso tenía derecho a una visita conyugal o visita de pareja. Ella había visto un programa de televisión sobre eso. Los cuartos donde los presos estaban con sus mujeres eran tristísimos, recordó. Las mujeres se esmeraban en arreglarlos pero sólo conseguían convertir, con flores y pañuelos, los tristes cuartos despersonalizados en tristes cuartos de prostíbulos baratos. Y eso era en buenas cárceles alemanas, pensó Lotte, cárceles sin sobrepoblación, limpias, funcionales, no quería ni pensar cómo sería una visita conyugal en la cárcel de Santa Teresa.

—Me parece admirable lo que usted hace por mi hijo —dijo Lotte.

—No es nada —dijo la abogada—, lo que recibo de Klaus no tiene precio.

Esa noche, antes de dormirse, pensó en Victoria Santolaya y en Klaus y los imaginó a ambos en Alemania o en cualquier lugar de Europa y vio a Victoria Santolaya con la barriga inflada esperando un hijo de Klaus y luego se quedó dormida como un bebé.

En 1998 Lotte viajó dos veces a México y estuvo en total cuarentaicinco días en Santa Teresa. El juicio se postergó hasta 1999. Cuando llegó a Tucson en el vuelo procedente de Los Ángeles tuvo problemas con los de la agencia de alquiler de coches, que se negaban a alquilarle uno debido a su edad.

—Soy vieja pero sé conducir —dijo Lotte en español— y jamás he tenido un pinche accidente.

Tras perder media mañana discutiendo Lotte llamó a un taxi y se marchó en taxi a Santa Teresa. El taxista se llamaba Steve Hernández y hablaba español y mientras atravesaban el desierto le preguntó qué era lo que la llevaba a México.

—Voy a ver a mi hijo —dijo Lotte.

—La próxima vez que venga —dijo el taxista—, dígale a su hijo que la vaya a buscar a Tucson, porque el viaje no le va a salir barato.

—Qué más quisiera yo —dijo Lotte.

En 1999 volvió a México y esta vez la abogada fue a esperarla a Tucson. Aquél no fue un buen año para Lotte. Los negocios en Paderborn no iban bien y estaba pensando seriamente en vender el taller y el edificio, incluida su propia casa. Su salud no era buena. Los médicos que la vieron no le encontraron nada, pero Lotte a veces se sentía incapaz de hacer la tarea más sencilla. Cada vez que hacía mal tiempo se resfriaba y tenía que pasarse varios días en cama, a veces con fiebre alta.

El año 2000 no pudo ir a México pero hablaba cada semana con la abogada y ésta la mantenía informada sobre las últimas novedades referentes a Klaus. Cuando no hablaban por teléfono se comunicaban mediante

e-mails e incluso se hizo instalar un fax en su casa para recibir los documentos nuevos que fueran apareciendo en torno al caso de las mujeres asesinadas. Durante aquel año que no fue a México Lotte se preparó concienzudamente para estar bien de salud y poder viajar al año siguiente. Tomó vitaminas, contrató a un fisioterapeuta, visitó una vez a la semana a un chino que practicaba la acupuntura. Siguió una dieta especial con mucha fruta fresca y ensaladas. Dejó de comer carne, que sustituyó por pescado.

Cuando llegó el año 2001 se encontraba dispuesta para emprender otro viaje a México, aunque su salud, pese a todos los cuidados que tomaba, ya no era la de antes. Y sus nervios, como se verá a continuación, tampoco.

Mientras esperaba en el aeropuerto de Frankfurt el vuelo que la llevaría a Los Ángeles entró en una librería y compró un libro y un par de revistas. Lotte no era una buena lectora, signifique eso lo que signifique, y si de tanto en tanto compraba un libro generalmente era de esos que escriben los actores cuando se jubilan o cuando pasan mucho tiempo sin hacer una película, o biografías de gente famosa, o esos libros que escriben los presentadores televisivos y que aparentemente están llenos de anécdotas interesantes pero en donde en realidad ni siquiera hay una sola anécdota.

Esta vez, sin embargo, por un descuido o por las prisas para no perder la conexión, compró un libro titulado

El rey de la selva, cuyo autor era un tal Benno von Archimboldi. El libro, que no tenía más de ciento cincuenta páginas, hablaba de un cojo y de una tuerta y de sus dos hijos, un chico al que le gustaba nadar y una niña que seguía a su hermano hasta los acantilados. Mientras el avión cruzaba el océano Atlántico Lotte se dio cuenta, con estupor, de que estaba leyendo una parte de su infancia.

El estilo era extraño, la escritura era clara y en ocasiones incluso transparente pero la manera en que se sucedían las historias no llevaba a ninguna parte: sólo quedaban los niños, sus padres, los animales, algunos vecinos y al final, en realidad, lo único que quedaba era la naturaleza, una naturaleza que poco a poco se iba deshaciendo en un caldero hirviendo hasta desaparecer del todo.

Mientras los pasajeros dormían Lotte empezó a leer por segunda vez la novela, saltándose las partes que no hablaban de su familia o de su casa o de sus vecinos o de su patio, y al final no le cupo ninguna duda de que el autor, ese tal Benno von Archimboldi, era su hermano, aunque también cabía la posibilidad de que el autor hubiera hablado con su hermano, posibilidad que Lotte rechazó en el acto porque a su juicio había cosas en el libro que su hermano jamás le habría contado a nadie, sin parar mientes en que escribiéndolo se lo contaba a todos.

En la solapa no había foto del autor, aunque sí una fecha de nacimiento, 1920, el mismo año en que nació su hermano, y una larga lista de títulos, todos publicados por la misma editorial. También se informaba de que Benno von Archimboldi había sido traducido a una docena de idiomas y que, desde hacía algunos años, era candidato al Premio Nobel. Mientras esperaba en Los Ángeles la combinación a Tucson se dedicó a buscar más libros de Archimboldi, pero en las librerías del aeropuerto sólo había libros de extraterrestres, gente que había sido abducida, encuentros en la tercera fase y avistamientos de platillos voladores.

En Tucson la esperaba la abogada y durante el trayecto hasta Santa Teresa se dedicaron a hablar del caso, que según la abogada estaba desde hacía mucho tiempo en punto muerto, lo cual era bueno, aunque eso Lotte no lo entendió, pues para ella estar en punto muerto era más bien malo. Sin embargo, prefirió no llevarle la contraria y se dedicó a admirar el paisaje. Las ventanas del coche estaban bajadas y el aire del desierto, un aire dulzón y cálido, era todo cuanto Lotte necesitaba después del viaje en avión.

Ese mismo día fue a la cárcel y se sintió feliz cuando una viejita la reconoció.

—Felices los ojos que la ven, seño —dijo la viejita.

—Ay, Monchita, ¿cómo está usted? —dijo Lotte mientras la abrazaba largamente.

—Pues aquí donde me ve, güerita, en el calvario de siempre —le respondió la viejita.

—Un hijo es un hijo —sentenció Lotte, y se volvieron a abrazar.

A Klaus lo encontró igual que siempre, distante, frío, un poco más delgado, pero igual de fuerte, con el mismo gesto casi imperceptible de desagrado que tenía desde los diecisiete años. Hablaron de cosas intrascendentes, de Alemania (aunque a Klaus todo lo que tuviera que ver con Alemania no parecía interesarle en lo más mínimo), del viaje, de la situación del taller mecánico, y cuando la abogada se marchó porque tenía que hablar con un funcionario de la prisión Lotte le contó lo del libro de Archimboldi que había leído durante el viaje. Al principio Klaus no pareció interesado, pero cuando Lotte sacó el libro del bolso y empezó a leer las partes que había subrayado el semblante de Klaus cambió.

—Si quieres te dejaré el libro —dijo Lotte.

Klaus asintió y quiso coger el libro de inmediato, pero Lotte no lo soltó.

—Antes déjame anotar algo —dijo mientras sacaba su agenda y escribía las señas de la editorial en ella. Luego le entregó el libro.

Esa noche, mientras Lotte estaba en el hotel bebiendo zumo de naranja y comiendo galletitas y viendo los programas nocturnos de algunos canales de televisión mexicanos, ya de madrugada, realizó una llamada de larga distancia a las oficinas de la editorial de Bubis en Hamburgo. Pidió hablar con el editor.

—Editora —dijo la secretaria—, la señora Bubis, pero aún no ha llegado, llame más tarde, por favor.

—De acuerdo —dijo Lotte—, llamaré más tarde. —Y tras dudar un momento añadió—. Dígale que ha llamado Lotte Haas, la hermana de Benno von Archimboldi.

Luego colgó y llamó a la recepción y pidió que la despertaran al cabo de tres horas. Sin desvestirse se puso a dormir. Oyó ruidos en el pasillo. La tele seguía encendida pero sin sonido. Soñó con un cementerio en donde estaba la tumba de un gigante. La losa se partía y el gigante asomaba una mano, luego otra, luego la cabeza, una cabeza ornada con una larga cabellera rubia llena de tierra. Se despertó antes de que la llamaran desde la recepción. Volvió a poner el sonido a la tele y se pasó un rato dando vueltas por la habitación y mirando de reojo un programa de cantantes aficionados.

Cuando sonó el teléfono le dio las gracias al recepcionista y volvió a llamar a Hamburgo. La misma secretaria le contestó y le dijo que la editora ya había llegado. Lotte esperó unos segundos hasta que escuchó la voz bien timbrada de una mujer que había recibido, eso le pareció, una educación superior.

—¿Es usted la editora? —dijo Lotte—. Yo soy la hermana de Benno von Archimboldi, es decir, de Hans Reiter —declaró, y luego se quedó callada porque no se le ocurrió qué más podía decir.

—¿Se siente usted bien? ¿Puedo hacer algo por usted? Me ha dicho mi secretaria que llama desde México.

—Sí, llamo desde México —dijo Lotte a punto de ponerse a llorar.

—¿Vive usted en México? ¿Desde qué lugar de México telefonea?

—Yo vivo en Alemania, señora, en Paderborn, y tengo un taller de mecánica y algunas propiedades.

—Ah, muy bien —dijo la editora.

Sólo entonces Lotte se dio cuenta, sin saber muy bien por qué, tal vez por la forma de exclamar que tenía la editora, o por la forma de preguntar, de que se trataba de una mujer mayor que ella, es decir de una mujer muy vieja.

Entonces se abrió la esclusa y Lotte le dijo que hacía mucho que no veía a su hermano, que su hijo estaba preso en México, que su marido había muerto, que ella no se había vuelto a casar, que la necesidad y la desesperación la habían hecho aprender español, que aún se enredaba con este idioma, que su madre había muerto y que probablemente su hermano aún no lo sabía, que pensaba vender su taller mecánico, que había leído un libro de su hermano en el avión, que casi se muere de sorpresa, que mientras cruzaba el desierto lo único que había hecho era pensar en él.

Después Lotte pidió perdón y en ese momento se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Cuándo piensa estar de vuelta en Paderborn? —oyó que le preguntaba la editora.

Y luego:

—Deme su dirección.

Y luego:

—Usted era una niña muy rubia y muy pálida y a veces su madre la llevaba cuando iba a trabajar a la casa.

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