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La parte de Archimboldi

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Lotte pensó: ¿a qué casa se refiere?, y: ¿cómo podría yo acordarme de eso? Pero luego pensó en la única casa adonde iban a trabajar algunas personas de la aldea, la casa solariega del barón Von Zumpe, y entonces recordó la casa y los días en que iba con su madre y la ayudaba a quitar el polvo, a barrer, a bruñir los candelabros, a encerar el piso. Pero antes de que pudiera decir nada, la editora dijo:

—Espero que pronto tenga noticias de su hermano. Ha sido un placer hablar con usted. Hasta la vista.

Y colgó. En México Lotte aún permaneció un rato más con el teléfono pegado a su oreja. Los ruidos que oía eran como los ruidos del abismo. Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo.

Una noche, tres meses después de haber vuelto a Alemania, apareció Archimboldi.

Lotte estaba a punto de acostarse, llevaba puesto el camisón de dormir y entonces sonó el timbre. Preguntó por el interfono quién era.

—Soy yo —dijo Archimboldi—, tu hermano.

Esa noche se quedaron hablando hasta que amaneció. Lotte habló de Klaus y de las muertes de mujeres en Santa Teresa. También habló de los sueños de Klaus, esos sueños en donde aparecía un gigante que lo iba a rescatar de la cárcel, aunque tú, le dijo a Archimboldi, ya no pareces un gigante.

—Nunca lo he sido —dijo Archimboldi mientras daba una vuelta por la sala y el comedor de la casa de Lotte y se detenía junto a una repisa en donde se alineaban más de una docena de libros suyos.

—Ya no sé qué hacer —dijo Lotte después de un largo silencio—. Ya no tengo fuerzas. No entiendo nada y lo poco que entiendo me da miedo. Nada tiene sentido —dijo Lotte.

—Sólo estás cansada —dijo su hermano.

—Vieja y cansada. Me hace falta tener nietos —dijo Lotte—. Tú sí que estás viejo —dijo Lotte—. ¿Cuántos años tienes?

—Más de ochenta —dijo Archimboldi.

—Tengo miedo de enfermarme —dijo Lotte—. ¿Es verdad que puedes ganar el Premio Nobel? —dijo Lotte—. Tengo miedo de que Klaus muera. Es orgulloso, no sé a quién habrá salido. Werner no era así —dijo Lotte—. Papá y tú tampoco. ¿Por qué cuando hablas de papá lo llamas el cojo? ¿Por qué a mamá la tuerta?

—Porque lo eran —dijo Archimboldi—, ¿lo has olvidado?

—A veces sí —dijo Lotte—. La cárcel es horrible, horrible —dijo Lotte—, aunque poco a poco te acostumbras. Es como contraer una enfermedad —dijo Lotte—. La señora Bubis se mostró muy amable conmigo, hablamos poco pero fue muy amable —dijo Lotte—. ¿La conozco? ¿La he visto alguna vez?

—Sí —dijo Archimboldi—, pero eras pequeña y ya no te acuerdas.

Después tocó con la punta de los dedos sus libros. Los había de todas las clases: de tapa dura, edición rústica, ediciones de bolsillo.

—Hay tantas cosas de las que ya no me acuerdo —dijo Lotte—. Buenas, malas, peores. Pero de la gente amable nunca me olvido. Y la señora editora era muy amable —dijo Lotte—, aunque mi hijo se pudre en una cárcel mexicana. ¿Y quién se va a preocupar por él? ¿Quién lo va a recordar cuando yo me muera? —dijo Lotte—. Mi hijo no tiene hijos, no tiene amigos, no tiene nada —dijo Lotte—. Mira, ha empezado a amanecer. ¿Quieres un té, un café, un vaso de agua?

Archimboldi se sentó y estiró las piernas. Los huesos le crujieron.

—¿Tú te ocuparás de todo?

—Una cerveza —dijo.

—No tengo cerveza —dijo Lotte—. ¿Tú te ocuparás de todo?

Fürst Pückler.

Si te quieres tomar un buen helado de chocolate, vainilla y fresa, puedes pedir un fürst Pückler. Te traerán un helado de tres sabores, pero no tres sabores cualquiera sino exactamente de chocolate, vainilla y fresa. Eso es lo que es un fürst Pückler.

Cuando Archimboldi dejó a su hermana se marchó a Hamburgo, donde pensaba coger un vuelo directo a México. Como el vuelo no salía hasta la mañana del día siguiente se fue a dar una vuelta por un parque que no conocía, un parque muy grande y lleno de árboles y caminitos adoquinados por donde paseaban mujeres con sus hijos y jóvenes patinadores y de vez en cuando estudiantes en bicicleta, y se sentó en la terraza de un bar, una terraza bastante alejada del bar propiamente dicho, como si dijéramos una terraza en medio del bosque, y se puso a leer y luego pidió un sándwich y una cerveza y los pagó, y luego pidió un fürst Pückler y lo pagó porque en la terraza había que pagar de inmediato todas las consumiciones.

En esa misma terraza, por otra parte, sólo estaba él y a tres mesas de distancia (mesas de hierro forjado, macizo, elegantes y diríase difíciles de robar) había un caballero de edad avanzada aunque no tan avanzada como Archimboldi, que leía una revista y se tomaba un capuchino. Cuando Archimboldi estaba a punto de terminar su helado el caballero le preguntó si le había gustado.

—Sí, me ha gustado —dijo Archimboldi y luego sonrió.

El caballero, impelido o animado por esta sonrisa amistosa, se levantó de su silla y se sentó a una mesa de distancia.

—Permítame que me presente —dijo—. Me llamo Alexander fürst Pückler. El, ¿cómo llamarlo?, creador de este helado —dijo— fue un antepasado mío, un fürst Pückler muy brillante, gran viajero, hombre ilustrado, cuyas principales aficiones eran la botánica y la jardinería. Por supuesto, él pensaba, si alguna vez pensó en esto, que pasaría a la, ¿cómo llamarlo?, historia por alguno de los muchos opúsculos que escribió y publicó, crónicas de viaje mayormente, pero no necesariamente crónicas de viaje al uso, sino libritos que aún hoy resultan encantadores, y muy, ¿cómo llamarlo?, lúcidos, en fin, lúcidos dentro de lo que cabe, libritos en donde pareciera que el fin último de cada uno de sus viajes fuera examinar un determinado jardín, en ocasiones jardines olvidados, dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte, y cuya gracia mi ilustre antepasado sabía encontrar en medio de tanta maleza y tanta desidia. Sus libritos, pese a su, ¿cómo llamarlo?, revestimiento botánico, están llenos de observaciones ingeniosas y a través de ellos uno puede hacerse una idea bastante aproximada de la Europa de su tiempo, una Europa a menudo convulsa, cuyas tempestades en ocasiones llegaban hasta las orillas del castillo de la familia, ubicado, como usted sabrá, en las cercanías de Görlitz. Por supuesto, mi antepasado no era ajeno a las tempestades, del mismo modo que no era ajeno a las vicisitudes de la, ¿cómo llamarlo?, condición humana. Y por lo tanto escribía y publicaba y a su manera, humilde pero con buena prosa alemana, alzaba su voz contra la injusticia. Creo que no le interesaba saber adónde va el alma cuando el cuerpo muere, aunque algunas páginas sobre eso también escribió. Le interesaba la dignidad y le interesaban las plantas. Sobre la felicidad no dijo una palabra, supongo que porque la consideraba algo estrictamente privado y acaso, ¿cómo llamarlo?, pantanoso o movedizo. Tenía un gran sentido del humor, aunque algunas de sus páginas podrían contradecirme con facilidad. Y probablemente, puesto que no era un santo y ni siquiera un hombre valiente, sí pensó en la posteridad. En el busto, en la estatua ecuestre, en los infolios guardados para siempre en una biblioteca. Lo que no pensó jamás fue que pasaría a la historia por darle el nombre a una combinación de helados de tres sabores. Eso se lo puedo asegurar. Y bien, ¿qué le parece?

—No sé qué pensar —dijo Archimboldi.

—Ya nadie recuerda al fürst Pückler botánico, nadie recuerda al jardinero ejemplar, nadie ha leído al escritor. Pero todos, en algún momento de su vida, han saboreado un fürst Pückler, que son especialmente atractivos y buenos en primavera y en otoño.

—¿Por qué no en verano? —dijo Archimboldi.

—Porque en verano resultan algo empalagosos. Para el verano lo mejor son los helados de agua, no los de leche.

De pronto se encendieron las luces del parque, aunque hubo un segundo de oscuridad total, como si alguien hubiera arrojado una manta negra sobre algunos barrios de Hamburgo.

El caballero suspiró, debía de rondar los setenta años, y luego dijo:

—Vaya legado más misterioso, ¿no cree usted?

—Sí, sí, en efecto, así lo creo —dijo Archimboldi mientras se levantaba y se despedía del descendiente de fürst Pückler.

Poco después salió del parque y a la mañana siguiente se marchó a México.

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