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La parte de los crímenes

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La muerta se llamaba Erica Mendoza. Era madre de dos hijos de corta edad. Tenía veintiún años. Su marido, Arturo Olivárez, era un tipo celoso y solía maltratarla. La noche en que Olivárez decidió matarla se hallaba borracho y en compañía de su primo. Veían un partido de fútbol en la tele y hablaban de deporte y de mujeres. Erica Mendoza no veía la tele pues estaba preparando la comida. Los niños dormían. De pronto Olivárez se levantó, cogió un cuchillo y le pidió a su primo que lo acompañara. Entre ambos condujeron a Erica hasta el otro lado de la carretera a Pueblo Azul. Según Olivárez, la mujer al principio no protestó. Luego se internaron en el desierto y procedieron a violarla. Primero la violó Olivárez. Luego éste le dijo a su primo que hiciera lo mismo, a lo que el primo al principio se negó. La actitud de Olivárez, sin embargo, lo convenció de que oponerse podía ser fatal. Tras ser violada por ambos Olivárez comenzó a asestarle puñaladas a su mujer. Luego, con las manos, cavaron un agujero a todas luces insuficiente y allí dejaron el cuerpo de la víctima. De vuelta en la casa Segovia temió que Olivárez la emprendiera con él o con los niños, pero éste parecía haberse sacado un peso de la espalda y se le veía relajado, al menos tan relajado como las circunstancias lo permitían. Siguieron viendo la tele y después cenaron y al cabo de tres horas Segovia se marchó a su casa. El trayecto que tuvo que hacer Segovia fue largo y accidentado debido a la hora. Caminó tres cuartos de hora hasta la colonia Madero, en donde esperó media hora la llegada del autobús Avenida Madero-Avenida Carranza. Se bajó en la colonia Carranza y caminó en dirección norte, atravesando la colonia Veracruz y la colonia Ciudad Nueva hasta llegar a la avenida Cementerio, desde donde caminó en línea recta hacia su casa de la colonia San Bartolomé. En total, más de cuatro horas. Cuando llegó ya había amanecido aunque por ser domingo había poca gente en las calles. El feliz desenlace del caso Erica Mendoza le dio un margen de confianza a la policía de Santa Teresa en los medios de comunicación.

En los medios de comunicación del estado de Sonora, pues en el DF un grupo feminista llamado Mujeres en Acción (MA) salió en un programa de la tele denunciando el goteo incesante de muertes en Santa Teresa y pidiendo al gobierno el envío de policías del DF para resolver la situación, ya que la policía de Sonora era incapaz, cuando no cómplice, para enfrentarse a un problema que a todas luces la excedía. En el mismo programa se trató el tema del asesino en serie. ¿Detrás de las muertes había un asesino en serie? ¿Dos asesinos en serie? ¿Tres? El conductor del programa mencionó a Haas, que estaba en prisión y cuya fecha de juicio aún no se había fijado. Las Mujeres en Acción dijeron que Haas, probablemente, era un chivo expiatorio y retaron al conductor del programa a que mencionara una sola prueba de peso contra él. También hablaron del MSDP, las feministas de Sonora, unas compañeras cuyo trabajo solidario y reivindicativo se hacía en las condiciones más adversas, y descalificaron a la vidente que había aparecido junto a ellas en un programa televisivo regional, una viejita sin mayor trascendencia que al parecer quería explotar los crímenes en beneficio propio.

A veces Elvira Campos tenía la sospecha de que todo México se había vuelto loco. Cuando vio en la tele a las mujeres del MA reconoció a una de éstas como una antigua compañera de universidad. Estaba cambiada,

mucho más vieja, pensó con estupor,

con más arrugas, con las mejillas caídas, pero se trataba de la misma persona. La doctora González León. ¿Aún ejercería la medicina? ¿Y por qué ese desdén hacia la vidente de Hermosillo? A la directora del centro psiquiátrico de Santa Teresa le dieron ganas de preguntarle más cosas acerca de los crímenes a Juan de Dios Martínez, pero supo que hacerlo era como estrechar la relación, entrar,

juntos, en una habitación cerrada de la que sólo ella tenía la llave. A veces Elvira Campos pensaba que lo mejor sería irse de México. O suicidarse antes de cumplir los cincuentaicinco. ¿Tal vez los cincuentaiséis?

En julio se encontró el cadáver de una mujer a unos quinientos metros del arcén de la carretera a Cananea. La víctima estaba desnuda y según Juan de Dios Martínez, que se encargó del caso hasta que fue sustituido por el judicial Lino Rivera, el asesinato se produjo allí mismo, pues en la mano cerrada de la víctima se encontró zacate, que era lo único que crecía en aquella zona. Según el forense, la muerte se debía a traumatismo craneoencefálico o a tres heridas punzocortantes en el tórax, sin poder dar una respuesta concluyente ya que el estado de putrefacción del cadáver no permitía hacerlo sin estudios patológicos posteriores. Dichos estudios fueron realizados por tres alumnos de medicina forense de la Universidad de Santa Teresa y sus conclusiones se perdieron tras ser archivadas. La víctima tenía entre quince y dieciséis años. Nunca fue identificada.

Poco después, cerca de la línea fronteriza, en un sitio similar al que fue hallado Lucy Ann Sander, los judiciales Francisco Álvarez y Juan Carlos Reyes, adscritos a la brigada de estupefacientes, encontraron el cuerpo de una muchacha de aproximadamente diecisiete años. Interrogados por el judicial Ortiz Rebolledo, los estupas dijeron haber recibido una llamada telefónica desde el lado norteamericano, de unos cuates de la patrulla de fronteras, que les avisaban que cerca de la línea había algo raro. Álvarez y Reyes pensaron que podía tratarse de un paquete de cocaína, presumiblemente perdido por un grupo de ilegales, y acudieron al lugar indicado por los norteamericanos. Según el forense, la víctima tenía roto el hueso hioides, es decir había muerto estrangulada. Previamente fue sometida a abusos sexuales que incluían la violación anal y vaginal. Se revisaron las denuncias de desapariciones y la muerta resultó ser Guadalupe Elena Blanco. Había llegado a Santa Teresa hacía menos de una semana, en compañía de su padre, su madre y tres hermanos menores, procedentes de Pachuca. El día de su desaparición tenía una cita de trabajo en una maquiladora del Parque Industrial El Progreso y ya no volvió a aparecer. Según los empleados de la maquiladora, no se presentó a la cita. Ese mismo día los padres presentaron la denuncia de desaparición. Guadalupe era delgada, medía un metro sesentaitrés, tenía el pelo largo y negro. El día que acudió a la cita de trabajo en la maquiladora llevaba puesto un pantalón de mezclilla y una blusa de color verde oscuro, recién comprada.

Poco después, en un callejón que colindaba con la parte de atrás de un cine, apareció el cadáver apuñalado de Linda Vázquez, de dieciséis años. Según sus padres, Linda fue al cine acompañada por una amiga, María Clara Soto Wolf, de diecisiete años, compañera de colegio de la víctima. Interrogada en su domicilio por los judiciales Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo, María Clara declaró haber ido al cine con su amiga a ver una película de Tom Cruise. Acabada la función, María Clara se ofreció a llevar a Linda a su casa, pero ésta dijo que tenía una cita con su novio por lo que María Clara se marchó y Linda se quedó en la entrada del cine, mirando las fotos de las películas que se iban a exhibir en las semanas siguientes. Cuando María Clara volvió a pasar por el cine, ya a bordo de su coche, Linda aún seguía allí. Todavía no había oscurecido del todo. No hubo ninguna dificultad en localizar al novio, un muchacho de dieciséis años llamado Enrique Sarabia, el cual negó que tuviera una cita con Linda. No sólo sus padres, sino también la empleada de la casa y dos amigos estaban en disposición de testificar que aquel día Enrique no salió de su casa, en donde se dedicó a jugar con la computadora y luego a bañarse en la piscina. Por la noche llegaron dos parejas amigas de sus padres, quienes también podían corroborar su coartada. En los alrededores del cine nadie vio ni oyó nada, aunque por las heridas que exhibía el cuerpo de Linda era fácil deducir que ésta se había defendido. Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo decidieron aplicarle el tercer grado a la taquillera del cine. Ésta dijo que había visto a una muchacha que esperaba en la entrada y que poco después fue abordada por un muchacho que no parecía de su misma condición social. Le dio la impresión de que entre ambos había algo más que una relación amistosa. No pudo explicar nada más pues cuando no vendía boletos se dedicaba a leer en el interior de la taquillería. Más suerte tuvieron en una tienda de fotografía. El dueño estaba bajando las cortinas metálicas cuando vio a Linda y al desconocido. Por alguna razón pensó que se disponían a atracarlo y se dio prisa en poner el candado y marcharse. La descripción que dio del desconocido era bastante completa: un metro setentaicuatro, chamarra de mezclilla con un distintivo en la espalda, pantalones de mezclilla negros y botas rancheras. Los judiciales le preguntaron por la insignia de la espalda. El dueño de la tienda de fotografía dijo no recordarla muy bien, pero que le parecía una calavera. Juan de Dios Martínez le trajo un libro del grupo que se dedicaba a la lucha contra las bandas juveniles (dos policías que en ese momento habían sido trasladados a la brigada antidroga) y le enseñó más de veinte insignias. El tipo reconoció la que llevaba el desconocido sin dudarlo. Esa misma noche se montó un operativo que capturó a dos docenas de miembros de la banda de los Caciques. Tanto la taquillera como el dueño de la tienda reconocieron en la rueda de sospechosos a un tal Jesús Chimal, de dieciocho años, trabajador eventual en un taller de motos de la colonia Rubén Darío, con antecedentes por delitos menores. El interrogatorio de Chimal lo dirigió el jefe de policía en persona, acompañado por Epifanio Galindo y el judicial Ortiz Rebolledo. Al cabo de una hora Chimal confesó ser el asesino de Linda Vázquez. Según su historia, desde hacía tres semanas era novio de la víctima, a la que había conocido en un concierto de rock en las afueras de El Adobe. Chimal se enamoró de ella como no se había enamorado de nadie hasta entonces. Se veían a espaldas de los padres de Linda. En dos ocasiones Chimal había visitado su casa, mientras los padres estaban de viaje por California. Según Chimal, cada año los padres de Linda solían ir por lo menos una vez a Disneyland. Allí, en la casa solitaria, hicieron el amor por primera vez. La tarde del crimen Chimal invitó a Linda a otro concierto, éste en el Arenas, un local en donde también se celebraban combates de boxeo. Linda dijo que no podía ir. Caminaron un rato: dieron la vuelta a la manzana y luego entraron en el callejón. Allí esperaban los amigos de Chimal, cuatro hombres y una mujer, en el interior de un coche Peregrino negro acabado de robar. Linda conocía a la mujer y a otros dos. Hablaron del concierto. Fumaron marihuana. Linda también. Hablaron de una casa abandonada cerca de un ejido en donde ya no había campesinos. Uno de los muchachos propuso ir. Linda se negó. Alguien le recriminó algo a Linda. Alguien la acusó de algo. Linda quiso irse pero Chimal no la dejó. Le pidió que entrara en el coche y que hicieran el amor. Linda no quiso. Entonces Chimal y los otros empezaron a golpearla. Después, para que no dijera nada a sus padres, la acuchillaron. Esa misma noche, gracias a la información proporcionada por Chimal, detuvieron a los otros, menos a uno, el cual, según sus padres, se largó de Santa Teresa pocas horas después del crimen. Todos los detenidos reconocieron su culpabilidad.

A finales de julio unos niños encontraron los restos de Marisol Camarena, de veintiocho años, propietaria del

cabaret Los Héroes del Norte. El cuerpo había sido introducido en un tambor de doscientos litros que contenía ácido corrosivo. Sólo quedaban sin disolverse las manos y los pies. Se logró su identificación gracias a los implantes de silicona. Dos días antes había sido secuestrada por diecisiete individuos, en su casa, que quedaba en los altos del

cabaret. La sirvienta, Carolina Arancibia, de dieciocho años, consiguió escapar de una suerte presumiblemente similar, al esconderse en el desván de la casa en compañía de la hija de la occisa, una bebita de dos meses. Desde allí oyó a los hombres hablar, los oyó reírse, oyó gritos, insultos, el ruido de varios coches que arrancaban. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera, que interrogó a varios clientes habituales del

cabaret, pero los diecisiete raptores y asesinos jamás fueron encontrados.

Del uno al quince de agosto hubo una ola de calor y fueron halladas otras dos muertas. La primera se llamaba Marina Rebolledo y tenía trece años. Su cadáver se encontró detrás de la secundaria 30, en la colonia Félix Gómez, a pocos metros del edificio de la policía judicial del estado. Era morena y de pelo largo, de complexión delgada, y medía un metro y cincuentaiséis. Vestía la misma ropa que llevaba en el momento de su desaparición:

shorts amarillos, blusa blanca, calcetas del mismo color y zapatos negros. La niña había salido de su casa, en la calle Mistula n.º 38, en la colonia Veracruz, a las seis de la mañana para acompañar a su hermana que trabajaba en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel, y ya no regresó. Aquel mismo día sus familiares presentaron una denuncia de desaparición. Fueron detenidos dos amigos de la niña, de quince años y dieciséis años, pero al cabo de una semana de calabozo los soltaron a ambos. El quince de agosto fue hallado el cadáver de Angélica Nevares, de veintitrés años, más conocida por el apelativo de Jessica, cerca de un canal de aguas negras al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda. Angélica Nevares vivía en la colonia Plata y era bailarina en el

cabaret Mi Casita. También había trabajado como bailarina en el

cabaret Los Héroes del Norte, cuya dueña Marisol Camarena no hacía mucho había sido hallada en el interior de un tambo de ácido. Angélica Nevares era natural de Culiacán, en el estado de Sinaloa, y desde hacía cinco años vivía en Santa Teresa. El día dieciséis de agosto la ola de calor remitió y empezó a soplar viento de las montañas, un poco más fresco.

El diecisiete de agosto fue encontrada en su habitación, colgando de una soga, la profesora Perla Beatriz Ochoterena, de veintiocho años y natural del pueblo de Morelos, casi en la frontera entre los estados de Sonora y Chihuahua. La profesora Ochoterena impartía clases en la secundaria 20 y era, según sus amigos y conocidos, una persona amable y serena. Vivía en un piso de la calle Jaguar, a dos calles de la avenida Carranza, que compartía con otras dos profesoras. En su habitación se encontraron muchos libros, sobre todo de poesía y ensayo, que la profesora Ochoterena compraba mediante pago a reembolso a librerías del DF o de Hermosillo. Según sus compañeras de piso se trataba de una mujer sensible e inteligente, que había empezado casi desde cero (Morelos, en Sonora, es un pueblo bonito pero pequeñísimo en donde virtualmente no hay nada salvo paisajes fotografiables) y que todo cuanto tenía lo había logrado mediante el trabajo y el tesón constante. También dijeron que le gustaba escribir y que una revista literaria de Hermosillo había publicado, bajo seudónimo, algunas poesías suyas. El caso lo llevó Juan de Dios Martínez y desde el primer vistazo no le cupo duda de que se trataba de un suicidio. En el escritorio de la profesora Ochoterena encontraron una carta, sin destinatario, en la que intentaba explicar que ya no soportaba más lo que ocurría en Santa Teresa. En la carta decía: todas esas niñas muertas. Era una carta sentida, pensó Juan de Dios, y también un poco cursi. En la carta decía: ya no lo soporto más. Decía: trato de vivir, como todo el mundo, ¿pero cómo? El judicial buscó entre los papeles de la profesora alguno de sus poemas, pero no encontró ninguno. Anotó varios títulos de su biblioteca. Preguntó a sus compañeras de piso si la profesora tenía novio. Las compañeras dijeron que nunca la habían visto con un hombre. La profesora Ochoterena era discreta hasta el punto de que a veces crispaba la paciencia de sus amigos. Parecía interesarse únicamente por sus clases, por sus alumnos, por sus libros. No tenía mucha ropa. Era aseada y trabajadora y nunca protestaba por nada. Juan de Dios preguntó qué querían decir con que nunca protestaba. Las compañeras de piso le pusieron un ejemplo: a veces ellas olvidaban hacer su parte de trabajo en la casa, como lavar los platos o barrer, cosas de ese tipo, y la profesora Ochoterena las hacía y luego no se lo echaba en cara. En realidad

nunca echaba nada en cara, su vida parecía exenta de reproches y de recriminaciones.

El veinte de agosto fue encontrado en un despoblado cercano al cementerio del oeste el cuerpo de una nueva víctima. Tenía entre dieciséis y dieciocho años y no llevaba ningún tipo de documentación. El cuerpo fue encontrado desnudo, salvo una blusa blanca, envuelto en una vieja manta de color amarillo con estampados de elefantes negros y rojos. Tras el examen forense se dictaminó que la causa de la muerte fueron dos heridas punzocortantes en el cuello y otra muy cerca de la aurícula. En la primera declaración la policía afirmó que no había habido violación. Cuatro días después rectificaron y dijeron que sí había habido violación. El forense encargado de realizar la autopsia declaró a la prensa que ellos, el equipo de patólogos de la policía y de la Universidad de Santa Teresa, nunca tuvieron la menor duda sobre la violación y que así lo expresaron en el primer (y único) informe oficial redactado. El portavoz de la policía informó de que el malentendido se debía a un problema de interpretación de dicho informe. El caso lo llevó el judicial José Márquez y pronto se archivó. La desconocida fue enterrada en la fosa común la segunda semana de septiembre.

¿Por qué se suicidó la profesora Ochoterena? Según Elvira Campos, probablemente estaba deprimida. Tal vez empezaba a manifestarse en ella un brote psicótico. Seguramente era una mujer solitaria e hipersensible. Juan de Dios Martínez le leyó algunos de los títulos que había anotado al azar de su biblioteca. ¿Tú has leído alguno de estos libros?, le preguntó la directora. Juan de Dios admitió que ninguno. Son buenos libros, dijo la directora, algunos difíciles de encontrar, al menos aquí, en Santa Teresa. Se los hacía mandar del DF, dijo Juan de Dios.

La siguiente muerta fue Adela García Ceballos, de veinte años, trabajadora en la maquiladora Dun-Corp, asesinada a puñaladas en casa de sus padres. El homicida era Rubén Bustos, de veinticinco años, con quien hasta entonces Adela había convivido en la calle Taxqueña n.º 56, en la colonia Mancera, y con el cual tenía un hijo de un año. Desde hacía una semana la pareja iba mal y Adela se trasladó a vivir a casa de sus padres. Según Bustos, la mujer pensaba abandonarlo definitivamente por otro hombre. La captura de Bustos fue relativamente fácil. Éste se atrincheró en su vivienda de la colonia Mancera, pero sólo tenía un cuchillo para defenderse. El judicial Ortiz Rebolledo entró disparando en la casa y Bustos se refugió debajo de su cama. Los policías rodearon la cama, de la que Bustos no quería salir, y lo amenazaron con coserlo a balazos. Lalo Cura estaba en el grupo de policías. De vez en cuando el brazo de Bustos asomaba desde debajo de la cama, empuñando la misma daga con la que mató a Adela, y trataba de herirlos en los tobillos. Los policías se reían y daban saltos hacia atrás. Uno de ellos se puso de pie sobre la cama y Bustos trató de traspasar el colchón con el cuchillo para herirlo en las plantas de los pies. Uno de los policías, un tal Cordero, famoso en la comisaría n.º 3 por el tamaño de su verga, se puso a orinar apuntando directamente hacia debajo de la cama. Bustos vio cómo la orina corría por el suelo hasta llegar a donde estaba él y se puso a sollozar. Finalmente Ortiz Rebolledo se cansó de reírse y le dijo que si no salía lo mataba allí mismo. Los policías vieron un guiñapo que reptaba hacia afuera y lo arrastraron a la cocina. Allí uno de ellos llenó una olla de agua y se la arrojó encima. Ortiz Rebolledo cogió por el cuello a Cordero y le advirtió que si quedaba un rastro de olor a meado en su coche ya se encargaría él de hacérselo pagar. Cordero, aunque se estaba ahogando, se rió y le prometió que no pasaría. ¿Y si se mea él, jefe?, dijo. Yo sé distinguir el olor de cada meado, dijo Ortiz Rebolledo. La orina de este culero debe oler a miedo y la tuya jiede a tequila. Cuando Cordero entró en la cocina Bustos estaba llorando. Entre sollozos decía algo sobre su hijo. Hablaba de sus padres, aunque no se entendía si se refería a los padres de él o a los padres de Adela que fueron testigos del asesinato. Cordero llenó la olla de agua y se la echó encima con fuerza. Luego la volvió a llenar y se la volvió a arrojar. Las perneras de los dos policías que vigilaban a Bustos estaban mojadas, así como sus zapatos negros.

¿Qué era lo que la profesora no soportaba?, dijo Elvira Campos. ¿La vida en Santa Teresa? ¿Las muertes en Santa Teresa? ¿Las niñas menores de edad que morían sin que nadie hiciera nada para evitarlo? ¿Era suficiente eso para llevar a una mujer joven al suicidio? ¿Una universitaria se habría suicidado por esa razón? ¿Una campesina que había tenido que trabajar duro para llegar a ser profesora se habría suicidado por esa razón? ¿Una entre mil? ¿Una entre cien mil? ¿Una entre un millón? ¿Una entre cien millones de mexicanos?

En septiembre casi no hubo asesinatos de mujeres. Hubo peleas. Hubo tráfico y detenciones. Hubo fiestas y trasnochadas calientes. Hubo camiones cargados de cocaína que cruzaron el desierto. Hubo avionetas Cesna que volaron a ras del desierto como espíritus de indios católicos dispuestos a degollar a todo el mundo. Hubo conversaciones de oreja a oreja y risas y narcocorridos de fondo. El último día de septiembre, sin embargo, encontraron los cadáveres de dos mujeres por el rumbo de Pueblo Azul. El lugar donde fueron hallados era un sitio que usaban los motociclistas de Santa Teresa para echar carreras de motos. Las dos mujeres vestían ropa de andar por casa, una de ellas incluso llevaba puestas unas pantuflas y una bata. No encontraron en los cadáveres documentos que sirvieran para identificarlas. El caso lo llevó el judicial José Márquez y el judicial Carlos Marín, quienes por la marca de la ropa supusieron que podía tratarse de norteamericanas. Informada la policía de Arizona, finalmente las muertas resultaron ser las hermanas Reynolds, de Rillito, en las afueras de Tucson, Lola y Janet Reynolds, de treinta y cuarentaicuatro años respectivamente, ambas con antecedentes por tráfico de drogas. Márquez y Marín supusieron el resto: las hermanas dejaron a deber una compra, no mucho, pues nunca movieron demasiada droga, y luego se olvidaron de pagar. Tal vez tuvieron problemas de liquidez, tal vez se envalentonaron (según la policía de Tucson, Lola era una mujer de armas tomar), tal vez sus proveedores las fueron a buscar, llegaron de noche y las encontraron a punto de irse a la cama, tal vez cruzaron la frontera con ellas y ya en Sonora las mataron, o tal vez las mataron en Arizona, dos balazos en la cabeza cada una, medio dormidas aún, y luego cruzaron la frontera y las abandonaron cerca de Pueblo Azul.

En octubre se encontró el cuerpo de otra mujer en el desierto, al sur de Santa Teresa, entre dos pistas vecinales. El cuerpo se hallaba en estado de descomposición y los forenses dijeron que iba a llevar días determinar las causas de la muerte. El cadáver tenía las uñas pintadas de rojo, lo que llevó a pensar a los primeros policías que acudieron al lugar del hallazgo que se trataba de una puta. Por las prendas de vestir dedujeron que era joven: pantalón de mezclilla y blusa escotada. Aunque tampoco era raro ver a viejas de sesenta años vestidas de esa manera. Cuando finalmente llegó el informe forense (probable muerte por herida de arma blanca) ya nadie se acordaba de la desconocida, ni siquiera los medios de comunicación, y el cuerpo fue arrojado sin más dilaciones a la fosa común.

En octubre, asimismo, Jesús Chimal, de la banda de los Caciques, el autor de la muerte de Linda Vázquez, ingresó en el penal de Santa Teresa. Aunque cada día entraba gente nueva, la aparición del joven asesino despertó un inusitado interés entre la población reclusa, como si los visitara un cantante famoso o el hijo de un banquero que les iba a alegrar, por lo menos, un fin de semana. Klaus Haas sintió la excitación de las crujías y se preguntó si cuando él llegó había pasado lo mismo. No, esta vez la expectación era distinta. Tenía algo de espeluznante y algo que alivianaba. Los presos no hablaban directamente del tema, pero de alguna manera aludían a él cuando hablaban de fútbol o de béisbol. Cuando hablaban de sus familias. De bares y de putas que sólo existían en su imaginación. Incluso el comportamiento de algunos de los reclusos más conflictivos mejoró. Como si no quisieran desmerecer. ¿Pero desmerecer a ojos de quién?, se preguntaba Haas. A Chimal lo

esperaban. Sabían que iba hacia allí. Sabían qué celda iba a ocupar y sabían que se había cargado a la hija de una persona de dinero. Según el Tequila, los presos que habían pertenecido a los Caciques eran los únicos que permanecían al margen de todo este teatro. El día que llegó Chimal fueron también los únicos que se acercaron a saludarlo. Chimal, por su parte, no llegó solo. Lo acompañaban los otros tres detenidos por el asesinato de Linda Vázquez y ninguno de ellos se separaba del otro ni para ir a hacer sus necesidades. Uno de la banda de los Caciques que ya llevaba un año en el tambo le pasó a Chimal un punzón de hierro. Otro le pasó por debajo de la mesa tres cápsulas de anfetamina. Los dos primeros días Chimal se comportó como un loco. No paraba de darse vuelta y mirar lo que pasaba a sus espaldas. Dormía con el punzón en la mano. Llevaba la anfetamina a todos lados, como un escapulario mínimo que lo protegería de todo mal. Sus tres compañeros no le iban a la zaga. Cuando paseaban por el patio lo hacían en fila de dos. Se movían como comandos perdidos en una isla tóxica de otro planeta. A veces Haas los miraba desde lejos y pensaba: pobres chicos, pobres escuincles perdidos en un sueño. Al octavo día de estar en la cárcel los atraparon a los cuatro en la lavandería. De golpe, desaparecieron los carceleros. Cuatro reclusos controlaban la puerta. Cuando Haas llegó lo dejaron pasar como si fuera uno más, uno de la familia, algo que Haas agradeció sin palabras, aunque él nunca dejó de despreciarlos. Chimal y sus tres carnales estaban inmovilizados en el centro de la lavandería. A los cuatro los habían amordazado con esparadrapo. Dos de los Caciques ya estaban desnudos. Uno de ellos temblaba. Desde la quinta fila, apoyado en una columna, Haas observó los ojos de Chimal. Le pareció evidente que quería decir algo. Si le hubieran quitado el esparadrapo, pensó, tal vez hubiera arengado a sus propios captores. Desde una ventana unos carceleros observaban la escena que se producía en la lavandería. La luz que salía de aquella ventana era amarilla y débil en comparación con la luz que irradiaban los tubos fluorescentes de la lavandería. Los carceleros, notó Haas, se habían quitado las gorras. Uno de ellos llevaba una cámara fotográfica. Un tipo llamado Ayala se acercó a los Caciques desnudos y les realizó un corte en el escroto. Los que los mantenían inmovilizados se tensaron. Electricidad, pensó Haas, pura vida. Ayala pareció ordeñarlos hasta que los huevos cayeron envueltos en grasa, sangre y algo cristalino que no supo (ni le importaba saber) qué era. ¿Quién es ese tipo?, preguntó Haas. Es Ayala, murmuró el Tequila, el hígado negro de la frontera. ¿Hígado negro?, pensó Haas. Más tarde el Tequila le explicaría que entre las muchas muertes que debía Ayala, estaban las de ocho emigrantes a los que pasó a Arizona a bordo de una Pick-up. Al cabo de tres días de estar desaparecido Ayala volvió a Santa Teresa, pero de la Pick-up y de los emigrantes nada se supo hasta que los gringos encontraron los restos del vehículo, con sangre por todos los sitios, como si Ayala, antes de volver sobre sus pasos, se hubiera dedicado a trocear los cuerpos. Algo grave pasó aquí, dijeron los del border patrol, pero la ausencia de cadáveres propició que el caso se olvidara. ¿Qué hizo Ayala con los cadáveres? Según el Tequila, se los comió, así era de grande su locura y su maldad, aunque Haas dudaba de que existiera alguien capaz de zamparse, por más loco o hambriento que estuviera, a ocho emigrantes ilegales. Uno de los Caciques a los que acababan de castrar se desmayó. El otro tenía los ojos cerrados y las venas del cuello parecía que iban a explotarle. Junto a Ayala estaba ahora Farfán y ambos ejercían como jefes de ceremonia. Deshágase de esto, dijo Farfán. Gómez levantó los huevos del suelo y comentó que parecían huevos de caguama. Tiernecitos, dijo. Algunos de los espectadores asintieron y nadie se rió. Después Ayala y Farfán, cada uno con un palo de escoba de unos setenta centímetros de longitud, se dirigieron hacia Chimal y el otro Cacique.

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