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La parte de los crímenes

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A principios de noviembre mataron a María Sandra Rosales Zepeda, de treintaiún años, que solía prostituirse en las aceras del bar Pancho Villa. María Sandra había nacido en un pueblo del estado de Nayarit y a los dieciocho años llegó a Santa Teresa, en donde trabajó en la maquiladora HorizonW&E y en El Mueble Mexicano. A los veintidós años empezó a hacer de puta. La noche que la mataron había por lo menos cinco compañeras en la calle. Según los testigos presenciales un Suburban negro aparcó cerca de las mujeres. En su interior había por lo menos tres hombres. La música la tenían puesta a todo volumen. Los hombres llamaron a una de las mujeres y hablaron un rato con ella. Después la mujer se apartó de la Suburban y los hombres llamaron a María Sandra. Ésta se apoyó en la ventanilla bajada de la Suburban, como si estuviera dispuesta a discutir durante un rato la tarifa que pensaba pedirles. Pero la conversación apenas duró un minuto. Uno de los hombres sacó un arma y le disparó a quemarropa. María Sandra cayó hacia atrás y durante los primeros instantes las putas que esperaban en la acera no supieron qué ocurría. Luego vieron un brazo que salía por la ventanilla y remataba a María Sandra que yacía en el suelo. Después la Suburban se puso en marcha y desapareció en dirección al centro de la ciudad. El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández y luego se apuntó, por iniciativa propia, Epifanio Galindo. Nadie recordaba la matrícula de la Suburban. La puta que había hablado con los desconocidos dijo que éstos le preguntaron por María Sandra. Hablaban de ella como si la conocieran de oídas, como si alguien se la hubiera mentado en los mejores términos. Eran tres y los tres querían hacer un número con ella. Sus rostros no los recordaba bien. Eran mexicanos, hablaban como sonorenses y parecían relajados, dispuestos a pasar una noche de juerga. Según uno de los confidentes de Epifanio Galindo, tres hombres aparecieron una hora después del asesinato de María Sandra en el bar Los Zancudos. Los tipos eran salidores y bebían vasos de mezcal como otros comen cacahuetes. En determinado momento uno de ellos sacó un arma de la cintura y apuntó al cielo raso, como si quisiera cargarse una araña. Nadie les dijo nada y el tipo volvió a guardar su arma. Según el confidente se trataba de una pistola Glock austriaca con cargador de quince tiros. Después se les unió una cuarta persona, un tipo flaco y alto vestido con camisa blanca, con el que estuvieron bebiendo un rato, y luego se marcharon a bordo de un Dodge rojo encarnado. Epifanio le preguntó a su oreja si no habían llegado en una Suburban. Éste le dijo que no lo sabía, sólo sabía que se habían marchado en un Dodge rojo encarnado. El calibre de las balas que acabaron con la vida de María Sandra era 7,65 mm. Browning. La Glock usaba balas de calibre 9 mm. Parabellum. Probablemente, pensó Epifanio, mataron a la pobrecita con una pistola-ametralladora Skorpion, de fabricación checa, un arma que a Epifanio no le gustaba pero algunos de cuyos modelos últimamente empezaban a verse bastante en Santa Teresa, especialmente entre los grupos pequeños que se dedicaban al narcotráfico o entre secuestradores llegados de Sinaloa.

La noticia apenas ocupó una columna interior en los periódicos de Santa Teresa y pocos medios del resto de la república se hicieron eco de ella. Ajuste de cuentas en la cárcel, decía el titular. Cuatro miembros de la banda los Caciques detenidos en espera de juicio por el asesinato de una adolescente fueron masacrados por algunos reclusos del penal de Santa Teresa. Sus cuerpos sin vida se encontraron amontonados en el cuarto donde se guardan los útiles de limpieza de la lavandería. Más tarde se hallaron los cadáveres de otros dos antiguos miembros de los Caciques en las dependencias sanitarias. Miembros de la propia institución penitenciaria y de la policía investigaron el crimen, sin aclarar los motivos ni la identidad de los autores.

Cuando al mediodía lo fue a ver su abogada, Haas le dijo que había presenciado el asesinato de los Caciques. Estaba toda la crujía, dijo Haas. Los guardias miraban desde una especie de claraboya del piso superior. Sacaban fotos. Nadie hizo nada. Los empalaron. Les destrozaron el ojete. ¿Son malas palabras?, dijo Haas. Chimal, el jefe, pedía a gritos que lo mataran. Le echaron agua cinco veces para que se despertara. Los verdugos se apartaban para que los guardias tomaran buenas fotos. Se apartaban y apartaban a los espectadores. Yo no estaba en la primera fila. Yo podía verlo todo porque soy alto. Raro: no se me revolvió el estómago. Raro, muy raro: vi la ejecución hasta el final. El verdugo parecía feliz. Se llama Ayala. Lo ayudó otro tipo, uno muy feo, que está en mi misma celda, se llama Farfán. El amante de Farfán, un tal Gómez, también participó. No sé quiénes mataron a los Caciques que encontraron después en el baño, pero a estos cuatro los mataron Ayala, Farfán y Gómez, ayudados por otros seis que sujetaban a los Caciques. Tal vez fueron más. Quita seis y pon doce. Y todos los de la crujía que vimos el mitote y no hicimos nada. ¿Y tú crees, dijo la abogada, que afuera no lo saben? Ay, Klaus, qué ingenuo eres. Más bien soy tonto, dijo Haas. ¿Pero si lo saben por qué no lo dicen? Porque la gente es discreta, Klaus, dijo la abogada. ¿Los periodistas también?, dijo Haas. Ésos son los más discretos de todos, dijo la abogada. En ellos la discreción equivale a dinero. ¿La discreción es dinero?, dijo Haas. Ahora lo vas entendiendo, dijo la abogada. ¿Sabes tú acaso por qué mataron a los Caciques? No lo sé, dijo Haas, sólo sé que no estaban en un colchón de rosas. La abogada se rió. Por dinero, dijo. Esos bestias mataron a la hija de un hombre que tenía dinero. Lo demás sobra. Puro blablablá, dijo la abogada.

A mediados de noviembre se encontró en el barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer muerta. Tenía múltiples fracturas en el cráneo, con pérdida de masa encefálica. Algunas marcas en el cuerpo indicaban que opuso resistencia. El cadáver fue hallado con los pantalones bajados hasta la rodilla, por lo que se supuso que había sido violado, aunque tras la realización del frotis vaginal se descartó esta hipótesis. Al cabo de cinco días se pudo identificar a la muerta. Su nombre era Luisa Cardona Pardo, de treintaicuatro años de edad, natural del estado de Sinaloa en donde ejerció la prostitución desde los diecisiete años. Vivía en Santa Teresa desde hacía cuatro años y trabajaba en la maquiladora EMSA. Anteriormente trabajó de mesera y tuvo un puestito de flores en el centro. No figuraba en ninguna ficha policial de la ciudad. Vivía con una amiga en una casa modesta, pero con luz eléctrica y agua corriente, de la colonia La Preciada. Su amiga, trabajadora como ella en EMSA, contó a la policía que al principio Luisa hablaba de emigrar a los Estados Unidos y que incluso tuvo tratos con un pollero, pero finalmente decidió quedarse en la ciudad. La policía interrogó a algunos compañeros de trabajo y luego cerró el caso.

Tres días después del hallazgo del cadáver de Luisa Cardona se encontró en el mismo barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer. Los patrulleros Santiago Ordóñez y Olegario Cura encontraron el cadáver. ¿Qué hacían Ordóñez y Cura en aquel lugar? Curioseaban, según admitió Ordóñez. Más tarde dijo que estaban allí porque Cura había insistido en ir. La zona que tenían asignada para aquel día iba de la colonia El Cerezal a la colonia Las Cumbres, pero Lalo Cura le dijo que tenía ganas de ver el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Luisa Cardona y Ordóñez, que era quien conducía el coche, no opuso reparos. Estacionaron el patrullero en la parte alta del barranco y bajaron por una senda muy empinada. El barranco de Podestá no era muy grande. Las cintas de plástico que delimitaban la actuación de la policía científica aún estaban allí, enredadas entre las piedras de color amarillo o gris y los matorrales. Durante un rato, según Ordóñez, Lalo Cura estuvo haciendo cosas raras, como si midiera el terreno y la altura de las paredes, mirando hacia la parte alta del barranco y calculando el arco que tuvo que hacer el cuerpo de Laura Cardona mientras caía. Al cabo de un rato, cuando Ordóñez ya se aburría, Lalo Cura le dijo que el asesino o los asesinos tiraron el cadáver allí precisamente para que fuera encontrado lo antes posible. Al objetar Ordóñez que aquel lugar no era precisamente un sitio concurrido, Lalo Cura señaló hacia lo alto de una de las paredes del barranco. Ordóñez levantó la mirada y vio a tres niños, o tal vez un adolescente y dos niños, todos vestidos con pantalones cortos, que los observaban atentamente. Después Lalo Cura se puso a caminar hacia el sur del barranco y Ordóñez se quedó sentado sobre una roca, fumando y pensando que tal vez lo mejor hubiera sido entrar en el cuerpo de bomberos. Al cabo de un rato, cuando Lalo ya había desaparecido de su vista, oyó un silbido de su compañero y se dirigió en la misma dirección. Cuando lo alcanzó vio que a sus pies yacía un cuerpo de mujer. Estaba vestida con algo que parecía una blusa, rasgada en un costado, y desnuda de cintura para abajo. Según Ordóñez, la expresión de Lalo Cura era muy rara, no de sorpresa, sino más bien de felicidad. ¿Cómo de felicidad? ¿Se reía? ¿Sonreía?, le preguntaron. No sonreía, dijo Ordóñez, se le veía concentrado, reconcentrado, como si no estuviera allí, no en aquel momento, como si estuviera en el barranco de Podestá, pero a otra hora, a la hora en que habían matado a aquella fulana. Cuando llegó junto a él Lalo Cura le dijo que no se moviera. En sus manos tenía una libretita y había sacado un lápiz y anotaba todo lo que veía. Tiene un tatuaje, oyó que decía Lalo Cura. Un tatuaje bien hecho. Por la postura yo diría que le rompieron el cuello. Pero antes, probablemente, la violaron. ¿Dónde tiene el tatuaje?, preguntó Ordóñez. En el muslo izquierdo, oyó que decía su compañero. Luego Lalo Cura se levantó y buscó en los alrededores la ropa que faltaba. Sólo halló periódicos viejos, latas oxidadas, bolsas de plástico reventadas. Aquí no están sus pantalones, dijo. Luego le dijo a Ordóñez que subiera al coche y llamara a la policía. La muerta medía un metro setentaidós y tenía el pelo largo y de color negro. No llevaba nada que sirviera para identificarla. Nadie reclamó el cadáver. El caso no tardó en ser archivado.

Cuando Epifanio le preguntó por qué razón había ido al barranco de Podestá, Lalo Cura le contestó que porque era policía. Usted es un escuincle de mierda, le dijo Epifanio, no se meta donde no le llaman, buey. Después Epifanio lo cogió de un brazo y lo miró a la cara y le dijo que quería saber la verdad. Me pareció raro, dijo Lalo Cura, en todo este tiempo nunca había aparecido una muerta en el barranco de Podestá. ¿Y eso usted cómo lo sabe, buey?, dijo Epifanio. Porque leo los periódicos, dijo Lalo Cura. Pinche escuincle mamón, ¿así que lee los periódicos? Sí, dijo Lalo Cura. ¿Y también lee libros, supongo? Pues sí, dijo Lalo Cura. ¿Los putos libros para putos que yo le regalé? Los

Métodos modernos de investigación policiaca, del exdirector en jefe del Instituto Nacional de Policía Técnica de Suecia, el señor Harry Söderman y del expresidente de la Asociación Internacional de Jefes de Policía, el exinspector John J. O’Connell, dijo Lalo Cura. ¿Y si esos mentados superpolicías eran tan buenos por qué ahora son unos putos ex?, dijo Epifanio. ¿A ver, contésteme ésa, buey? ¿No sabe usted, pendejete, que en la investigación policiaca no existen los métodos modernos? Usted todavía ni ha cumplido los veinte años, ¿me equivoco? No te equivocas, Epifanio, dijo Lalo Cura. Pues ándese con cuidado, valedor, ésa es la primera y la única norma, dijo Epifanio soltándolo del brazo y sonriendo y dándole un abrazo y llevándoselo a comer al único lugar donde servían pozole en el centro de Santa Teresa, en esas horas turbias de la noche.

En diciembre, y éstas fueron las últimas muertas de 1996, se hallaron en el interior de una casa vacía de la calle García Herrero, en la colonia El Cerezal, los cuerpos de Estefanía Rivas, de quince años, y de Herminia Noriega, de trece. Ambas eran hermanas de madre. El padre de Estefanía desapareció poco después de nacer ésta. El padre de Herminia vivía en el domicilio familiar y trabajaba de vigilante nocturno de la maquiladora MachenCorp, en donde también estaba en nómina, como operaria, la madre de las niñas, las cuales, por su parte, se limitaban a estudiar y a ayudar en los quehaceres de la casa, aunque Estefanía, para el año siguiente, tenía pensado dejar la escuela y ponerse a trabajar. La mañana en que las secuestraron ambas iban a clases, junto con dos hermanas más pequeñas, una de once y otra de ocho años. Las dos pequeñas, al igual que Herminia, iban a la Escuela Primaria José Vasconcelos. Después de dejarlas allí, Estefanía, como siempre, se dirigiría a su propia escuela, a unas quince calles de distancia, un trayecto que realizaba a pie cada día. El día del secuestro, sin embargo, un coche se detuvo junto a las cuatro hermanas, y un hombre salió y metió a empujones a Estefanía dentro del coche y luego volvió a salir y metió a Herminia y luego el coche desapareció. Las dos pequeñas se quedaron paralizadas en la acera y luego volvieron caminando a casa, en donde no había nadie, por lo que llamaron a la puerta de la casa vecina, en donde contaron su historia y se echaron, por fin, a llorar. La mujer que las acogió, una trabajadora de la maquiladora HorizonW&E, fue a llamar a otra vecina y luego telefoneó a la maquiladora MachenCorp intentando localizar a los padres de las niñas. En la MachenCorp le informaron de que estaban prohibidas las llamadas privadas y le colgaron. La mujer volvió a telefonear y dijo el nombre y el puesto del padre, pues pensó que la madre, al ser operaria como ella, era sin duda considerada de un rango inferior, es decir prescindible en cualquier momento o por cualquier razón o capricho de la razón, y esta vez la telefonista la tuvo esperando tanto rato que las monedas se le agotaron y la llamada se cortó. No tenía más dinero. Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba la otra vecina y las niñas y durante un rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las cosas al revés. Así, mientras esperaban a que llegara el padre de las niñas, la vecina pensó (para matar el tiempo y el miedo) que le gustaría tener un revólver y salir a la calle. ¿Y luego qué? Pues aventar unos cuantos tiros al aire para desencorajinarse y gritar viva México para armarse de valor o para sentir un postrero calor y después cavar con las manos, a una velocidad desconsiderada, un agujero en la calle de tierra apisonada y enterrarse ella misma, mojada hasta el huesito, para siempre jamás. Cuando llegó finalmente el padre fueron todos juntos a la comisaría más cercana. Allí, tras exponer someramente (o atolondradamente) su problema, los tuvieron esperando más de una hora hasta que aparecieron dos judiciales. Los judiciales les volvieron a hacer las mismas preguntas y otras nuevas, sobre todo relativas al coche que se llevó a Estefanía y Herminia. Al cabo de un rato, en el despacho donde estaban siendo interrogadas las niñas, había cuatro judiciales. Uno de ellos, que parecía buena persona, le pidió a la vecina que los acompañara y se llevó a las niñas al garaje de la comisaría, donde les preguntó qué coche, de los que estaban allí aparcados, se parecía más al coche que se había llevado a sus hermanas. Con los datos que le proporcionaron las niñas el judicial dijo que había que buscar un Peregrino o un Arquero de color negro. A las cinco de la tarde apareció la madre en la comisaría. Una de las vecinas ya se había ido y la otra no paraba de llorar acariciando a la más pequeña. A las ocho de la noche llegó Ortiz Rebolledo y dispuso dos grupos operativos de búsqueda, uno que se encargaría de investigar a los allegados de las muchachas, bajo el mando de los judiciales Juan de Dios Martínez y Lino Rivera, y el otro que se encargaría de localizar, con apoyo de la policía municipal, el Peregrino o el Arquero o el Lincoln en donde dizque las secuestraron, coordinados por los judiciales Ángel Fernández y Efraín Bustelo. Juan de Dios Martínez se mostró públicamente en desacuerdo con esa línea de investigación, ya que a su parecer ambos grupos operativos debían conjuntar sus esfuerzos en la localización del coche del secuestro. Arguyó como su principal razón el hecho de que poca gente, por no decir ninguna, del círculo de amigos, conocidos o compañeros de trabajo de la familia Noriega, poseía ya no digamos un Peregrino negro o un Chevy Astra negro, sino que virtualmente todos pertenecían a la clase peatonal, siendo algunos tan pobres que para dirigirse al trabajo ni siquiera tomaban el autobús, prefiriendo hacer a pie el camino y así ahorrarse unas pocas monedas. La respuesta de Ortiz Rebolledo fue contundente: cualquiera podía robar un Peregrino, cualquiera podía robar un Arquero o un Bocho o un Jetta, no era necesario que tuviera dinero o permiso de conducir, sólo que supiera abrir un coche y ponerlo en marcha. Así que los grupos operativos quedaron estructurados tal como dispuso Ortiz Rebolledo y los policías, con gesto cansado, como soldados atrapados en un

continuum temporal que acuden una y otra vez a la misma derrota, se pusieron a trabajar. Esa misma noche, tras hacer algunas averiguaciones, Juan de Dios Martínez supo que Estefanía tenía un novio o un pretendiente, un muchacho algo alocado, de unos diecinueve años, llamado Ronald Luis Luque, alias Lucky Strike, alias Ronnie, alias Ronnie el Mágico, en cuyo expediente policial figuraban dos detenciones por robo de coches. Al salir de la cárcel Ronald Luis había compartido casa con un tal Felipe Escalante, al cual conoció en la cárcel. Escalante era un profesional del robo de coches y también había sido investigado, aunque nunca inculpado, como violador de menores. Durante cinco meses Ronald Luis vivió con Escalante y luego se marchó. Juan de Dios Martínez fue a ver a Escalante esa misma noche. Según éste, su antiguo compañero de celda no se había marchado por su propia voluntad sino que él lo había echado, debido a que Lucky Strike no colaboraba económicamente con nada. Actualmente Escalante trabajaba como peón de bodega de un supermercado y ya no se dedicaba a actividades delictivas. Hace muchos años que no robo un carro, jefe, se lo juro por ésta, le dijo besándose los dedos en cruz. De hecho, ni siquiera tenía una mala nave, realizando ahora, ni modo, todos sus desplazamientos en camión o a pata, que es más barato y además da sensación de libertad. Preguntado sobre si el llamado Lucky Strike se dedicaba, aunque fuera ocasionalmente, al robo de coches, Escalante dijo no creerlo, aunque a fe de Dios no podía poner las manos en el fuego, ya que el mentado era más bien torpón en esas vicisitudes. Otros interrogados parecieron corroborar lo declarado por Escalante: Ronnie el Mágico era un flojo y un holgazán, pero no un ladrón, tampoco un tipo violento, al menos de una violencia gratuita, y la mayoría, aunque no se mojó, lo veía incapaz de secuestrar a su novia y a la hermana de su novia. Ahora Ronald Luis vivía con sus padres y seguía sin encontrar trabajo. Hacia allí se dirigió Juan de Dios Martínez y habló con el padre, que fue quien le abrió resignadamente la puerta y quien le informó de que su hijo se había marchado pocas horas después de producirse el secuestro de Estefanía y Herminia. El judicial le preguntó si podía echarle un ojo al piojero. Está en su casa, dijo el padre. Durante un rato Juan de Dios Martínez estuvo examinando a solas la habitación que Ronnie compartía con tres hermanos menores, aunque desde el primer momento se dio cuenta de que allí no había nada que buscar. Luego salió al patio y encendió un cigarrillo mientras contemplaba el atardecer anaranjado y violáceo que caía sobre la ciudad fantasma. ¿Dijo adónde iba?, preguntó. A Yuma, respondió el padre. ¿Y usted ha estado en Yuma alguna vez? De joven, muchas veces: entraba, trabajaba, la migra me capturaba, me regresaban a México y luego volvía a entrar, muchas veces, dijo el padre. Hasta que me cansé y me dediqué a trabajar aquí y a cuidar a mi vieja y a los chamacos. ¿Y usted cree que a Ronald Luis le pasará lo mismo? Dios no lo quiera, dijo el padre. Al cabo de tres días, Juan de Dios Martínez se enteró de que el grupo operativo encargado de localizar el coche negro empleado en el secuestro se había disuelto. Cuando le fue a pedir explicaciones a Ortiz Rebolledo éste le contestó que la orden vino de arriba. Al parecer los policías molestaron a algunos peces gordos cuyos hijos, los

juniors de Santa Teresa, poseían la casi totalidad de la flota de Peregrinos de la ciudad (un coche de moda entre los jóvenes pudientes, así como el Arcángel o el descapotable Desertwind), quienes hablaron con las autoridades pertinentes para que los polis dejaran de joder. Cuatro días después una llamada anónima avisó a la policía de unos disparos en el interior de una casa de la calle García Herrero. La patrulla se presentó al cabo de media hora. Tocaron el timbre repetidas veces y nadie respondió. Interrogados los vecinos, éstos dijeron no haber escuchado nada, aunque la repentina sordera se podía deber al volumen de los televisores, que era muy alto y se podía oír desde la calle. Un niño, sin embargo, dijo que mientras paseaba en bicicleta había oído disparos. Preguntados los vecinos sobre quiénes habitaban en aquella casa, las respuestas fueron contradictorias, por lo que los patrulleros pensaron que podía tratarse de narcotraficantes y que tal vez lo mejor sería irse y no remover más el asunto. Uno de los vecinos, sin embargo, dijo que había visto estacionado junto a la casa un Peregrino de color negro. Los policías sacaron entonces sus armas y volvieron a llamar, con idéntico resultado, a la casa de la calle García Herrero n.º 677. Luego se comunicaron por radio con la comisaría y esperaron. Una media hora después apareció por allí otro patrullero, para reforzar la vigilancia, según dijeron, y poco más tarde Juan de Dios Martínez y Lino Rivera. Según este último, la orden era aguardar a la llegada del resto de los judiciales. Pero Juan de Dios Martínez dijo que no había tiempo y los patrulleros, por expresa indicación suya, tiraron la puerta abajo. Juan de Dios Martínez fue el primero en entrar. La casa olía a semen y a alcohol, dijo. ¿Cómo huelen el semen y el alcohol? Pues mal, dijo Juan de Dios Martínez, francamente huelen mal. Pero luego te acostumbras. No es como el olor de la carne en descomposición, que no te acostumbras nunca y que se te mete dentro de la cabeza, hasta en los pensamientos, y por más que te duches y te cambies de ropa tres veces al día sigues oliéndolo durante muchos días, a veces semanas, a veces meses enteros. Detrás de él entró Lino Rivera y nadie más. No toques nada, recuerda este último que le dijo Juan de Dios. Primero examinaron la sala. Normal. Muebles baratos, pero decorosos, una mesa con periódicos, no los toques, dijo Juan de Dios, en el comedor dos botellas vacías de tequila Sauza y una botella vacía de vodka Absolut. La cocina limpia. Normal. Restos de comida de McDonald’s en el cubo de la basura. Suelo limpio. Por la ventana de la cocina un pequeño patio, la mitad encementado, la otra mitad seco, con algunos matorrales adheridos a la pared que lo separaba de otro patio. Normal. Luego dieron marcha atrás. Primero Juan de Dios y tras él Lino Rivera. El pasillo. Las habitaciones. Dos habitaciones. En una de ellas, tendido en la cama, boca abajo, el cadáver desnudo de Herminia. Ah, chingados, oyó Juan de Dios que musitaba su compañero. En el baño, ovillado debajo de la ducha, las manos atadas a la espalda, el cadáver de Estefanía. Quédate en el pasillo. No entres, dijo Juan de Dios. Él sí que entró en el baño. Entró y se arrodilló junto al cuerpo de Estefanía y lo examinó detenidamente, hasta perder la noción del tiempo. A sus espaldas escuchó la voz de Lino que hablaba por la radio. Que venga el forense, dijo Juan de Dios. Según el forense, Estefanía fue asesinada de dos balazos en la nuca. Antes había sido golpeada y se apreciaban señales de estrangulamiento. Pero no murió estrangulada, dijo el forense. Jugaron con ella a estrangularla. En los tobillos eran visibles la señales de abrasión. Diría que la colgaron de los pies, dijo el forense. Juan de Dios buscó una viga o un gancho en el techo. La casa estaba llena de policías. Alguien había tapado a Herminia con una sábana. En la otra habitación lo encontró: una gafa de hierro sujeta al techo, justo en medio de las dos camas. Cerró los ojos e imaginó a Estefanía colgando cabeza abajo. Llamó a dos policías y les ordenó que buscaran la cuerda. El forense estaba en la habitación de Herminia. A ésta también le metieron un tiro en la nuca, le dijo cuando lo vio junto a él, pero no creo que ésa fuera la causa de la muerte. ¿Y entonces por qué le dispararon?, preguntó Juan de Dios. Para asegurarse. Que salgan de la casa todos los que no sean de la policía científica, gritó Juan de Dios. Los policías fueron saliendo poco a poco. En la sala dos tipos achaparrados y con cara de estar agotados buscaban huellas dactilares. Todos fuera, gritó Juan de Dios. Sentado en un sillón Lino Rivera leía una revista de boxeo. Aquí están las cuerdas, jefe, dijo uno de los policías. Gracias, dijo Juan de Dios, y ahora lárgate, buey, sólo pueden permanecer aquí los científicos. Un tipo que hacía fotos bajó la cámara y le guiñó un ojo. Esto no acaba, ¿eh, Juan de Dios? No acaba, no acaba, le respondió mientras se dejaba caer en el sofá donde estaba Lino Rivera y encendía un cigarrillo. Tómatelo con calma, buey, le dijo el judicial. Antes de que terminara de fumarse el cigarrillo el forense lo llamó a la habitación. Las dos fueron violadas, yo diría que varias veces, por los dos conductos, aunque puede que a la del baño la violaran por los tres. Las dos fueron torturadas. En una la causa de la muerte es clara. En la otra no tanto. Mañana te doy un informe fiable. Ahora desocúpame la calle que me las llevo a la morgue, dijo el forense. Juan de Dios salió al patio y le dijo a un policía que iban a trasladar los cadáveres. La acera estaba llena de curiosos. Es extraño, pensó Juan de Dios cuando la ambulancia desapareció en dirección al Instituto Anatómico Forense, de repente, en unos segundos, todo ha cambiado. Una hora después, cuando aparecieron Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández, Juan de Dios estaba interrogando a los vecinos. Según algunos, en el número 677 vivía una pareja, según otros vivían tres muchachos, o mejor dicho, un hombre y dos muchachos, que sólo iban a dormir, y según otros allí vivía un tipo más bien raro, que no le dirigía la palabra a nadie del barrio, y que a veces pasaba días enteros sin aparecer, como si trabajara fuera de Santa Teresa, y otras veces pasaba días enteros sin salir de casa, viendo la tele hasta muy tarde o escuchando corridos y danzones y luego durmiendo hasta pasado el mediodía. Los que aseguraban que en el 677 vivía una pareja dijeron que ésta poseía una Combi o una furgoneta similar y que ambos solían salir y llegar juntos del trabajo. ¿Qué clase de trabajo? No lo sabían, aunque uno dijo que probablemente los dos trabajaban de meseros. Los que pensaban que en aquella casa vivía un hombre en compañía de dos muchachos creían que el hombre conducía una furgoneta, que podía ser, efectivamente, una Combi. Los que aseguraron que allí vivía un tipo solo, fueron incapaces de recordar si éste tenía coche o no, aunque dijeron que a menudo era visitado por amigos que sí tenían coche. ¿En resumidas cuentas, quién chingados vive aquí?, dijo Ortiz Rebolledo. Habrá que investigarlo, le contestó Juan de Dios antes de marcharse para casa. Al día siguiente, ya realizadas las pertinentes autopsias, el forense se reafirmó en sus primeras apreciaciones y añadió que la muerte de Herminia no se debía al balazo alojado en su nuca sino a un paro cardiaco. La pobrecita, les dijo el forense a un grupo de judiciales, no pudo resistir el trance de la tortura y las vejaciones. Ni modo. El arma utilizada probablemente era una pistola Smith & Wesson calibre 9 mm. La casa donde se encontraron los cadáveres era propiedad de una anciana que no se enteraba de nada, una vieja dama de la alta sociedad santateresana, que vivía de los alquileres de sus propiedades, entre las que se contaban la mayoría de las casas vecinas. El alquiler lo gestionaba una empresa de promotores inmobiliarios, propiedad de un nieto de la anciana. Según los papeles en poder del gestor, todos por lo demás legales, el inquilino del 677 se llamaba Javier Ramos y realizaba sus pagos mensuales a través del banco. Investigado el banco, se descubrió que el tal Javier Ramos había hecho un par de ingresos fuertes, suficientes como para pagar seis meses de alquiler más las cuentas de luz y agua, y nadie más lo había vuelto a ver. Como dato curioso, pero a tener en cuenta, Juan de Dios Ramírez averiguó en el Registro de la Propiedad que las casas de la siguiente manzana de la calle García Herrero pertenecían, en su totalidad, a Pedro Rengifo, y que las casas de la calle Tablada, que corría paralela a García Herrero, eran propiedad de un tal Lorenzo Juan Hinojosa, que era un hombre de paja del narcotraficante Estanislao Campuzano. Asimismo, todos los inmuebles de la calle Hortensia y Licenciado Cabezas, que eran las paralelas a Tablada, estaban registrados a nombre del presidente municipal de Santa Teresa o de algunos de sus hijos. También: que dos manzanas al norte, las casas y los edificios de la calle Ingeniero Guillermo Ortiz eran propiedad de Pablo Negrete, el hermano de Pedro Negrete y rector benemérito de la Universidad de Santa Teresa. Qué cosa más rara, se dijo Juan de Dios. Uno está con los cadáveres y tiembla. Luego se llevan los cadáveres y deja de temblar. ¿Está metido Rengifo en el crimen de las niñas? ¿Está metido hasta las cejas Campuzano? Rengifo era el narco bueno. Campuzano era el narco malo. Qué raro, qué raro, se dijo Juan de Dios. Nadie viola y mata en su propia casa. Nadie viola y mata

cerca de su propia casa. A menos que esté loco y quiera que lo atrapen. Dos noches después del hallazgo de los cadáveres se reunieron en un club privado anexo al campo de golf el presidente municipal de Santa Teresa, el licenciado José Refugio de las Heras, el jefe de la policía Pedro Negrete y los señores Pedro Rengifo y Estanislao Campuzano. El encuentro duró hasta las cuatro de la mañana y se aclararon algunas cosas. Al día siguiente toda la policía de la ciudad, se podría decir, se puso a la caza de Javier Ramos. Lo buscaron hasta debajo de las piedras del desierto. Pero la verdad es que ni siquiera fueron capaces de hacerle un retrato robot convincente.

Durante muchos días Juan de Dios Martínez pensó en los cuatro infartos que sufrió Herminia Noriega antes de morir. A veces se ponía a pensar en ello mientras comía o mientras orinaba en los baños de una cafetería o de un local de comidas corridas frecuentado por judiciales, o antes de dormirse, justo en el momento de apagar la luz, o tal vez segundos antes de apagar la luz, y cuando eso sucedía simplemente no

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