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La parte de los crímenes

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Hubo varias épocas, dijo la diputada, en que nos veíamos a diario. Por supuesto, de niñas, en el colegio, no teníamos otra alternativa. Pasábamos los recreos juntas y compartíamos juegos y hablábamos de nuestras cosas. A veces ella me invitaba a su casa y yo solía ir encantada, aunque mis padres y mis abuelos no eran proclives a que me juntara con niñas como Kelly, no por ella, claro, sino por sus padres, por miedo a que el arquitecto Rivera de alguna manera aprovechara la amistad de su hija para acceder a lo que mi familia consideraba sacrosanto, el círculo de hierro de nuestra intimidad, que había resistido a los embites de la revolución y a la represión que hubo después del levantamiento cristero y a la marginación en que se asaban a fuego lento los restos del porfirismo, en realidad los restos del iturbidismo mexicano. Para que se haga usted una idea: con Porfirio Díaz mi familia no estaba mal, pero con el emperador Maximiliano estaba mejor, y con Iturbide, con una monarquía iturbidista sin sobresaltos e interrupciones, pues habría estado en su momento óptimo. Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos o seres violentos venidos de no se sabe dónde para llevar a México a la ruina. Ladrones, la mayoría. Arribistas. Vividores. Gente sin escrúpulos. El arquitecto Rivera, como puede usted imaginar, encarnaba para ellos el prototipo del trepador social. Daban por supuesto que su mujer no era católica. Probablemente, por lo que llegué a escuchar, la consideraban una puta. En fin, lindezas de ese tipo. Pero jamás me prohibieron que la visitara (aunque, como le digo, no era de su agrado) o que yo la invitara, cada vez con más frecuencia, a mi casa. La verdad es que a Kelly le gustaba mi casa, yo diría que le gustaba más que la suya, y en el fondo resulta comprensible que así fuera y eso decía mucho sobre su gusto, que ya desde niña se manifestaba con gran lucidez. O con gran terquedad, que tal vez es la palabra más apropiada. En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿no le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos. En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada. Más terca que yo, que ya es decir. ¿Por qué le gustaba mi casa más que la suya? Pues porque la mía tenía clase y la suya sólo tenía estilo, ¿comprende la diferencia? La casa de Kelly era bonita, mucho más cómoda que la mía, con más confort, quiero decir, una casa con luz, con una sala grande y agradable, ideal para recibir visitas o dar fiestas, con un jardín moderno, de césped y cortacésped, una casa racional, como se solía decir en aquellos años. La mía, ya usted la puede apreciar, es esta misma, aunque por supuesto mucho más descuidada de como está ahora, un caserón que olía a momias y a velas, más que una casa una capilla gigantesca, pero en donde estaban presentes los atributos de la riqueza y de la permanencia de México. Una casa sin estilo, en ocasiones fea como un barco hundido, pero con clase. ¿Y sabe lo que es tener clase? Ser, en última instancia, soberano. No deberle nada a nadie. No tener que dar explicaciones de nada a nadie. Y así era Kelly. No quiero decir que ella tuviera consciencia de eso. Ni yo. Las dos éramos unas niñas y éramos simples y complicadas como niñas y no nos enredábamos con palabras. Pero ella era así. Pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer. ¿Tiene usted hijas? No, dijo Sergio. Ni hijas ni hijos. Bueno, si tiene alguna vez hijas sabrá de lo que le hablo. La diputada guardó silencio durante un rato. Yo sólo he tenido un hijo, dijo. Vive en los Estados Unidos, está estudiando. A veces me gustaría que no volviera a México jamás. Creo que sería lo mejor para él.

Aquella noche a Kessler lo fueron a buscar al hotel para una cena de gala en casa del presidente municipal. En la mesa estaban el procurador del estado de Sonora, el subprocurador, dos policías judiciales, un tal doctor Emilio Garibay, jefe del departamento forense y catedrático de patología y medicina legal de la Universidad de Santa Teresa, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Abraham Mitchell, a quien todos llamaban Conan, los empresarios Conrado Padilla y René Alvarado, y el rector de la universidad, don Pablo Negrete, acompañados de sus esposas los que las tenían o solos, mucho más fúnebres y silenciosos los célibes, aunque alguno entre estos últimos parecía feliz de su condición y no paraba de reír y de contar anécdotas y alguno había que estando casado había sido invitado sin su esposa. Durante la comida no se habló de crímenes sino de negocios (la situación económica de aquella franja fronteriza era buena y podía todavía mejorar) y de películas, en especial de aquellas en las que Kessler había trabajado como asesor. Tras el café, y después de la desaparición diríase que instantánea de las mujeres, previamente aleccionadas por sus cónyuges, los hombres, recogidos en la biblioteca, que más que biblioteca parecía un salón de trofeos o salón de caza de un rancho de lujo, tocaron, con prudencia al principio excesiva, el gran tema. Para sobresalto de algunos, Kessler respondió a las preguntas iniciales con otras preguntas. Preguntas que dirigió, además, a las personas equivocadas. Por ejemplo, le preguntó a Conan Mitchell qué creía él, como ciudadano norteamericano, que estaba pasando en Santa Teresa. Los que sabían inglés tradujeron. A algunos no les pareció de buen tono empezar por el norteamericano. Y menos aún hacerle la pregunta en su condición de ciudadano norteamericano. Conan Mitchell dijo que no tenía una idea formada al respecto. Acto seguido Kessler le hizo la misma pregunta al rector Pablo Negrete. Éste se encogió de hombros, ensayó una sonrisa, dijo que lo suyo era el mundo de la cultura y luego tosió y se calló. Finalmente Kessler quiso saber la opinión del doctor Garibay. ¿Quiere que le responda como vecino de Santa Teresa o como forense?, preguntó a su vez Garibay. Como ciudadano común y corriente, dijo Kessler. Un forense difícilmente será jamás un ciudadano común y corriente, dijo Garibay, demasiados cadáveres. La mención de los cadáveres rebajó el entusiasmo de los que allí se congregaban. El procurador del estado de Sonora le hizo entrega de un

dossier. Uno de los judiciales dijo que él creía que había, en efecto, un asesino en serie, pero que éste ya estaba en la cárcel. El subprocurador le contó a Kessler la historia de Haas y de la banda de los Bisontes. El otro judicial quiso saber qué pensaba Kessler de los asesinos imitativos. A Kessler le costó entender la pregunta hasta que Conan Mitchell le susurró copycats. El rector de la universidad lo invitó a dar un par de clases magistrales. El presidente municipal le reiteró lo feliz que lo hacía su presencia allí, en la ciudad. Cuando volvió a su hotel, en uno de los coches oficiales de la corporación municipal, Kessler pensó que toda esa gente era, en verdad, muy simpática y hospitalaria, tal como él pensaba que eran los mexicanos. Por la noche, cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó.

El que empezó a matar fue Antonio Uribe, dijo Haas. Daniel lo acompañaba y lo ayudaba después a deshacerse de los cadáveres. Pero poco a poco Daniel se fue interesando, aunque ésta no es la palabra correcta, dijo Haas. ¿Cuál es la palabra correcta?, le preguntaron los periodistas. La diría si no hubiera mujeres escuchando, dijo Haas. Los periodistas se rieron. La periodista de

El Independiente de Phoenix dijo que por ella no se anduviera con remilgos. Chuy Pimentel fotografió a la abogada. Una mujer hermosa, a su manera, pensó el fotógrafo: con buen porte, alta, de expresión orgullosa, ¿qué es lo que empuja a una mujer así a pasarse la vida en juzgados y visitando a sus clientes en la cárcel? Dilo, Klaus, dijo la abogada. Haas miró el techo. La palabra correcta, dijo, es calentando. ¿Calentando?, dijeron los periodistas. Daniel Uribe, a fuerza de mirar lo que hacía su primo, se fue

calentando, dijo Haas, y poco después él también empezó a violar y a matar. Chale, exclamó la periodista de

El Independiente de Phoenix.

En los primeros días de noviembre un grupo de excursionistas de un colegio privado de Santa Teresa encontró los restos de una mujer en la ladera más abrupta del cerro La Asunción, también conocido como cerro Dávila. Desde el teléfono móvil del profesor que iba a cargo del grupo se telefoneó a la policía, que se presentó en el lugar de autos cinco horas después, cuando ya faltaba poco para oscurecer. En la ascensión al cerro uno de los policías, el judicial Élmer Donoso, resbaló y se rompió las dos piernas. Auxiliados por los excursionistas, que no se habían movido del sitio, se procedió a trasladar al judicial a un hospital de Santa Teresa. A la mañana siguiente, de madrugada, el judicial Juan de Dios Martínez, ayudado por varios policías, volvió al cerro La Asunción acompañado por el profesor que había denunciado el hallazgo de los huesos, los cuales fueron localizados esta vez sin ningún problema, procediendo a levantarlos y trasladarlos a las dependencias forenses de la ciudad, en donde se determinó que los restos pertenecían a una mujer, sin poderse establecer las causas de la muerte. Los restos carecían de tejidos blandos y ya ni siquiera tenían fauna cadavérica. En el sitio donde fueron hallados el judicial Juan de Dios Martínez descubrió un pantalón carcomido por la intemperie. Como si le hubieran sacado el pantalón antes de arrojarla contra los matorrales. O como si la hubieran subido desnuda y en una bolsa hubieran metido el pantalón, que luego arrojarían a varios metros de la muerta. La verdad es que nada tenía sentido.

A los doce años dejamos de vernos. El arquitecto Rivera tuvo la ocurrencia de morirse de forma inesperada, sin previo aviso, y de golpe la madre de Kelly se encontró no sólo sin marido sino llena de deudas. La primera medida que tomó fue cambiar a Kelly de colegio y luego vendió su casa de Coyoacán y se fueron a vivir a un apartamento en la colonia Roma. Con Kelly, sin embargo, seguimos llamándonos por teléfono y nos vimos en dos o tres ocasiones. Después dejaron el apartamento de la Roma y se marcharon a Nueva York. Recuerdo que cuando se fue me pasé llorando dos días enteros. Pensaba que nunca más la iba a volver a ver. A los dieciocho años entré en la universidad. Creo que fui la primera mujer de mi familia que lo hizo. Probablemente me dejaron seguir estudiando porque los amenacé con matarme si no me dejaban. Primero estudié Derecho y luego Periodismo. Ahí me di cuenta de que si quería seguir viva, quiero decir seguir viva como lo que era, como Azucena Esquivel Plata, tenía que dar un giro de ciento ochenta grados a mis prioridades, que hasta entonces no diferían sustancialmente de las prioridades de mi familia. Yo, como Kelly, era hija única, y los miembros de mi familia languidecían y se morían uno tras otro. En mi naturaleza no estaba, como puede usted suponer, ni languidecer ni morirme. Me gustaba demasiado la vida. Me gustaba lo que la vida me podía ofrecer a mí, a nadie más que a mí, y que yo, además, estaba segura de merecer. En la universidad empecé a cambiar. Conocí a otra clase de gente. En Derecho a los jóvenes tiburones del PRI, en Periodismo a los perros perdigueros de la política mexicana. Todos me enseñaron algo. Mis profesores me querían. Al principio eso era algo que me desconcertaba. ¿Por qué yo, que parecía salida de un rancho anclado en los primeros años del siglo XIX? ¿Tenía algo especial? ¿Era particularmente atractiva o inteligente? Tonta no era, eso es cierto, pero tampoco muy inteligente. ¿Por qué entonces despertaba esa simpatía entre mis profesores? ¿Por ser la última de los Esquivel Plata a la que le corría sangre por las venas? ¿Y si así fuera, qué más daba, por qué eso me tenía que hacer diferente? Podría escribir un tratado sobre los resortes secretos de la sentimentalidad de los mexicanos. Qué retorcidos que somos. Qué sencillos parecemos o nos mostramos ante los demás y en el fondo qué retorcidos que somos. Qué poquita cosa que somos y de qué manera tan espectacular nos retorcemos ante nosotros mismos y ante los demás, los mexicanos. ¿Y todo para qué? ¿Para ocultar qué? ¿Para hacer creer qué?

A las siete de la mañana se despertó. A las siete y media, duchado y ya vestido con un traje gris perla, camisa blanca y corbata verde, bajó a desayunar. Pidió un jugo de naranja, un café y dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. La mermelada era buena, la mantequilla no. A las ocho y media, mientras ojeaba los informes sobre los crímenes, llegaron dos policías a buscarlo. La actitud de los policías era de entrega total. Parecían dos putas a quienes se les permitía por primera vez vestir a su padrote, pero esto Kessler no lo notó. A las nueve dictó una conferencia a puerta cerrada exclusivamente para un grupo escogido de veinticuatro policías, la mayoría vestidos de civil aunque alguno había que llevaba uniforme. A las diez y media visitó las dependencias de la policía judicial y estuvo un rato examinando y jugando con las computadoras y los programas de identificación de sospechosos ante la mirada satisfecha del séquito de policías que lo acompañaban. A las once y media se fueron todos a comer a un restaurante especializado en comida mexicana y norteña que no quedaba lejos del edificio de los judiciales. Kessler pidió un café y un sándwich de queso, pero los judiciales insistieron en que probara antojitos mexicanos, que el dueño del restaurante en persona trajo en dos grandes bandejas. Al mirar los antojitos Kessler pensó en comida china. Después del café, sin que lo pidiera, le pusieron delante un vasito con jugo de piña. Lo probó y notó de inmediato el alcohol. Muy poco, sólo para aromatizar o para servir de contrapunto al aroma de la piña. El vaso lleno de hielo picado, muy fino. Algunos antojitos eran crujientes y el relleno indescifrable, otros tenían la piel suave, como si se tratara de frutas hervidas, pero rellenas de carne. En una bandeja estaban los picantes y en la otra los que apenas picaban. Kessler probó un par de esta última. Buenos, dijo, muy buenos. Luego probó los picantes y se bebió el resto del jugo de piña. Comen bien estos hijos de puta, pensó. A la una salió con dos judiciales que hablaban inglés a visitar diez lugares que Kessler escogió previamente de entre los

dossiers que había recibido. Detrás de su coche se puso en marcha otro coche con tres judiciales más. Primero estuvieron en el barranco de Podestá. Kessler se bajó del coche, se acercó al barranco, sacó un mapa de la ciudad y realizó algunas anotaciones. Luego les pidió a los judiciales que lo llevaran al Fraccionamiento Buenavista. Cuando llegaron ni siquiera se bajó del coche. Extendió el mapa delante de él, realizó encima cuatro garabatos que a los judiciales les resultaron incomprensibles y luego pidió que lo llevaran al cerro Estrella. Llegaron por el sur, a través de la colonia Maytorena, y cuando Kessler preguntó cómo se llamaba ese barrio y los judiciales se lo dijeron, insistió en detenerse y caminar un rato. El coche que los seguía se detuvo junto a ellos y el que conducía preguntó con un gesto a los del coche principal qué pasaba. El judicial que estaba en la calle, junto a Kessler, se encogió de hombros. Al final todos se bajaron y se pusieron a caminar detrás del norteamericano, mientras la gente los miraba de refilón, algunos temiéndose lo peor, otros pensando que se trataba de una partida de narcos, aunque algunos reconocieron en el viejo que caminaba delante del grupo al gran detective del FBI. Al cabo de dos cuadras Kessler descubrió un merendero con las mesas al aire libre, debajo de un parrón y de unas lonas de rayas azules y blancas atadas a unos palos. El suelo era de madera apisonada y el local estaba vacío. Sentémonos un rato, le dijo a uno de los judiciales. Desde el patio se veía el cerro Estrella. Los judiciales juntaron dos mesas y se sentaron y procedieron a encender cigarrillos y no pudieron evitar sonreírse entre ellos, como si dijeran aquí estamos, señor, dispuestos para lo que usted mande. Rostros jóvenes, pensó Kessler, enérgicos, rostros de chicos sanos, algunos morirán antes de llegar a viejos, antes de arrugarse por la edad o el miedo o las cavilaciones inútiles. Una mujer de mediana edad, con un mandil blanco, apareció por el fondo del merendero. Kessler dijo que quería un jugo de piña con hielo, similar al que había tomado por la mañana, pero los policías le aconsejaron que pidiera otra cosa, que el agua con que hacían los jugos, en aquel barrio, no era de fiar. Tardaron en encontrar la palabra inglesa «potable». ¿Qué van a tomar ustedes, amigos?, dijo Kessler. Bacanora, dijeron los policías, y le explicaron que se trataba de una bebida que sólo se destilaba en Sonora, con una especie de agave que únicamente crecía allí y en ningún otro lugar de México. Pues probemos el bacanora, dijo Kessler, mientras unos niños se asomaban al merendero y miraban al grupo de policías y luego echaban a correr. Cuando la mujer volvió llevaba una bandeja con cinco vasos y una botella de bacanora. Ella misma le sirvió y se quedó esperando la opinión de Kessler. Muy bueno, dijo el detective norteamericano mientras la sangre le subía a la cabeza. ¿Usted está aquí por las muertas, señor Kessler?, preguntó la mujer. ¿Cómo sabe mi nombre?, dijo Kessler. Lo vi ayer en la televisión. También he visto sus películas. Ah, mis películas, dijo Kessler. ¿Piensa acabar con las muertes?, dijo la mujer. Es difícil responder a eso, lo intentaré, eso es todo lo que le puedo prometer, dijo Kessler, y el judicial se lo tradujo a la mujer. Desde donde estaban, bajo las lonas de rayas azules y blancas, el cerro Estrella parecía una estructura de yeso. Las estrías negras debían de ser basura. Las estrías marrones, casas o casuchas que se aguantaban en precario y extraño equilibrio. Las estrías rojas, tal vez trozos de hierro picados por la intemperie. Bueno el bacanora, dijo Kessler cuando se levantó de la mesa y dejó caer un billete de diez dólares que los judiciales le devolvieron de inmediato. Aquí es usted nuestro invitado, señor Kessler. Aquí está usted en su casa, señor Kessler. Para nosotros es un honor estar con usted. Patrullar con usted. ¿Estamos patrullando?, preguntó Kessler con una sonrisa. La mujer los vio irse desde el fondo del merendero, a medias velada, como una estatua, por una cortina azul que separaba la cocina o lo que fuera de las mesas. ¿Quién ha subido esos hierros a lo alto del cerro?, pensó Kessler.

¿Y tú, Klaus, desde cuándo sabes todo esto? Desde hace mucho, dijo Haas. ¿Y por qué no lo dijiste antes? Porque tenía que verificar la información, dijo Haas. ¿Cómo puedes verificar nada estando en la cárcel?, dijo la periodista de

El Independiente. No volvamos a lo mismo, dijo Haas. Tengo mis contactos, tengo amigos, tengo gente que se entera de cosas. ¿Y, según tus contactos, dónde están ahora esos Uribe? Hace seis meses que desaparecieron, dijo Haas. ¿Desaparecieron de Santa Teresa? Correcto, desaparecieron de Santa Teresa, aunque hay personas que dicen haberlos visto en Tucson, en Phoenix, hasta en Los Ángeles, dijo Haas. ¿Cómo podemos verificarlo

nosotros? Muy sencillo, consigan los teléfonos de sus padres y pregunten por ellos, dijo Haas con una sonrisa de triunfo.

El doce de noviembre el judicial Juan de Dios Martínez escuchó por la frecuencia de la policía que se había encontrado el cuerpo de otra mujer asesinada en Santa Teresa. Aunque no le había sido asignado el caso se dirigió al lugar de los hechos, entre las calles Caribe y Bermudas, en la colonia Félix Gómez. La muerta se llamaba Angélica Ochoa y tal como le contaron los policías que acordonaban la calle, todo parecía más un ajuste de cuentas que un delito sexual. Poco antes de que se cometiera el crimen dos policías vieron a una pareja discutir acaloradamente en la acera, junto a la discoteca El Vaquero, pero no quisieron intervenir al pensar que se trataba de la clásica rencilla entre enamorados. Angélica Ochoa tenía un impacto de arma de fuego en la sien izquierda con orificio de salida por el oído derecho. Una segunda bala en la mejilla, con salida en el lado derecho del cuello. Una tercera bala en la rodilla derecha. Una cuarta en el muslo izquierdo. Y una quinta y última bala en el muslo derecho. La secuencia de los disparos, pensó Juan de Dios, probablemente se inició por la quinta bala y terminó con la primera, el tiro de gracia en la sien izquierda. ¿En dónde se hallaban, en el momento de producirse los disparos, los policías que habían visto reñir a la pareja? Interrogados, no supieron dar una explicación coherente. Dijeron haber oído los balazos, dieron media vuelta, regresaron a la calle Caribe y allí ya sólo estaba Angélica tirada en el suelo y los curiosos que empezaban a asomarse por las puertas de los locales vecinos. Al día siguiente del suceso la policía declaró que el crimen era de índole pasional y que el probable homicida se llamaba Rubén Gómez Arancibia, un padrote de la zona conocido también por el alias de la Venada, no porque se pareciera a dicho animal sino porque a veces contaba que había

venadeado a muchos hombres, que es como si dijéramos que había cazado a muchos hombres, a traición y con ventaja, como correspondía a un padrote de segunda o tercera fila. Angélica Ochoa era su mujer y según parece la Venada oyó que pretendía abandonarlo. Probablemente, pensó Juan de Dios sentado al volante de su coche, el coche detenido en una esquina oscura, el asesinato no había sido premeditado. Probablemente, al principio, la Venada sólo quiso hacer daño o atemorizar o advertir, de ahí el balazo al muslo derecho, luego, al ver el rostro de dolor o de sorpresa de Angélica, a la rabia se le añadió el sentido del humor, el abismo del humor, que se manifestó en un deseo de simetría, y entonces disparó sobre su muslo izquierdo. A partir de ese momento ya no pudo contenerse. Las puertas estaban abiertas. Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y trató de llorar pero no pudo. Los intentos de la policía por encontrar a la Venada fueron vanos. Había desaparecido.

A los diecinueve años empecé a tener amantes. Mi leyenda sexual es conocida por todo México, pero las leyendas nunca son ciertas y menos que en ninguna otra parte en México. La primera vez que me acosté con un hombre fue por curiosidad. Tal como lo oye. Ni por amor ni por admiración ni por miedo, que es por lo que suelen hacerlo el resto de las mujeres. Me hubiera podido acostar por lástima, porque en el fondo aquel chavo con el que cogí por primera vez me daba lástima, pero la mera verdad es que lo hice por curiosidad. Al cabo de dos meses lo dejé y me fui con otro, un pendejo que creía que iba a hacer la revolución. México es pródigo en pendejos de este tipo. Muchachos de una estupidez supina, arrogantes, que cuando se encuentran con una Esquivel Plata pierden el sentido, se la quieren coger de inmediato, como si el acto de poseer a una mujer como yo equivaliera a tomar el Palacio de Invierno. ¡El Palacio de Invierno! ¡Ellos, que no son capaces ni de cortar el césped de la Dacha de Verano! Bueno, a ése también lo dejé pronto, ahora es un periodista con cierta reputación que cada vez que se emborracha cuenta que él fue el primer amor de mi vida. Los amantes que vinieron después los tuve porque me gustaban en la cama o porque me aburría y ellos eran ocurrentes o divertidos o tan raros, tan infinitamente raros, que sólo a mí me hacían reír. Durante una época, como usted sin duda sabrá, fui un personaje con cierto interés en la izquierda universitaria. Hasta llegué a viajar a Cuba. Después me casé, tuve a mi hijo, mi marido, que también era de izquierda, se hizo del PRI. Yo empecé a trabajar en la prensa. Los domingos iba a mi casa, quiero decir a mi antigua casa, en donde se pudría lentamente mi familia, y me dedicaba a dar vueltas por los pasillos, por el jardín, a mirar los álbumes de fotos, a leer los diarios de antepasados desconocidos, que más que diarios parecían misales, a quedarme mucho rato quieta, sentada junto al pozo de piedra que hay en el patio, sumida en un silencio expectante, fumando un cigarrillo tras otro, sin leer, sin pensar, a veces incluso sin poder recordar nada. La verdad es que me aburría. Quería hacer cosas, pero no sabía concretamente qué cosas quería hacer. Meses después me divorcié. Mi matrimonio no llegó a los dos años. Por supuesto, mi familia intentó disuadirme, me amenazaron con dejarme en la calle, dijeron, y con toda la razón del mundo, por otra parte, que era la primera Esquivel que rompía con el sagrado sacramento del matrimonio, un tío sacerdote, un viejito de unos noventa años, don Ezequiel Plata, quiso platicar conmigo, mantener unas pláticas informales informativas, pero entonces, cuando ellos menos se lo esperaban, me salió el monstruo del mando o el monstruo del liderazgo, como se dice ahora, y los puse a cada uno y a todos en conjunto en su lugar correspondiente. En una palabra: bajo estos muros me convertí en lo que soy y en lo que seré hasta que me muera. Les dije que se había acabado el tiempo de las beaterías y del chingaqueditismo. Les dije que no iba a tolerar más maricones en la familia. Les dije que la fortuna y las propiedades de los Esquivel no hacían sino menguar año tras año y que a este paso mi hijo, por ejemplo, o mis nietos, si mi hijo salía a mí y no a ellos, no iban a tener dónde caerse muertos. Les dije que no quería voces discordantes mientras yo hablara. Les dije que si alguien no estaba de acuerdo con mis palabras, que se fuera, la puerta era ancha y más ancho aún era México. Les dije que a partir de esa noche relampagueante (porque, en efecto, caían relámpagos por alguna parte de la ciudad, y desde las ventanas lo veíamos) se acababan las limosnas dispendiosas a la Iglesia, que nos aseguraba el Cielo, pero que en la tierra nos estaba sangrando desde hacía más de cien años. Les dije que no me volvería a casar, pero les advertí que de mí oirían cosas aún más horribles. Les dije que se estaban muriendo y que yo no quería que se murieran. Todos empalidecieron y se quedaron boquiabiertos, pero a nadie le dio un infarto. Los Esquivel, en el fondo, somos duros. Pocos días después, lo recuerdo como si fuera ayer, volví a ver a Kelly.

Aquel día Kessler estuvo en el cerro Estrella y se paseó por la colonia Estrella y la colonia Hidalgo y recorrió los alrededores de la carretera a Pueblo Azul y vio los ranchos vacíos como cajas de zapatos, construcciones sólidas, sin gracia, sin utilidad, que se alzaban en los recodos de los caminos que iban a desembocar en la carretera a Pueblo Azul, y luego quiso ver los barrios que lindaban con la frontera, la colonia México, justo al lado de El Adobe, que ya era Estados Unidos, los bares y restaurantes y los hoteles de la colonia México y su avenida principal permanentemente sometida a los atronadores ruidos de los camiones y los coches que se dirigían al cruce fronterizo, y luego hizo que su comitiva bajara hacia el sur por la avenida General Sepúlveda y la carretera a Cananea, en donde se desvió y entraron a la colonia La Vistosa, un lugar en el que casi nunca se aventuraba la policía, le dijo uno de los judiciales, el que conducía el coche, y el otro asintió con un gesto de pesar, como si la ausencia de policías en la colonia La Vistosa y en la colonia Kino y en la colonia Remedios Mayor fuera como una mancha vergonzosa que ellos, muchachos jóvenes y enérgicos, llevaran con pesar, ¿y por qué con pesar?, pues porque la impunidad les dolía, dijeron, ¿la impunidad de quiénes?, la de las bandas que controlaban la droga en esas colonias dejadas de la mano de Dios, algo que hizo pensar a Kessler, pues en principio, mirando por la ventana del coche el paisaje que se fragmentaba, resultaba difícil imaginarse a cualquiera de esos pobladores comprando droga, fácil consumiéndola, pero difícil, dificilísimo, comprándola, esculcándose los bolsillos hasta el fondo para reunir las monedas suficientes para comprarla, algo que sí era imaginable en los guetos negros e hispanos del norte, los cuales parecían barrios residenciales, sin embargo, en comparación con ese caos abandonado, pero los dos judiciales asintieron, sus quijadas fuertes y jóvenes, así es, aquí corre mucho la coca y toda la basura de la coca, y entonces Kessler volvió a mirar el paisaje fragmentado o en proceso de fragmentación constante, como un

puzzle que se hacía y deshacía a cada segundo, y le dijo al que conducía que lo llevara al basurero El Chile, el mayor basurero clandestino de Santa Teresa, más grande que el basurero municipal, en donde iban a depositar las basuras no sólo los camiones de las maquiladoras sino también los camiones de la basura contratados por la alcaldía y los camiones y camionetas de basura de algunas empresas privadas que trabajaban con subcontratos o en zonas licitadas que no cubrían los servicios públicos, y el coche salió entonces de las callejas de tierra y pareció que retrocedía, que volvía a la colonia La Vistosa y la carretera, pero luego dio la vuelta y se metió por una calle más ancha, igual de desolada, en donde hasta los matorrales estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, como si por aquellos lugares hubiera caído una bomba atómica y nadie se hubiera dado cuenta, salvo los afectados, pensó Kessler, pero los afectados no cuentan porque han enloquecido o porque están muertos, aunque caminen y nos miren, ojos y miradas salidos directamente de una película del oeste, del lado de los indios o de los malos, por descontado, es decir miradas de locos, miradas de gente que vive en otra dimensión y cuyas miradas necesariamente ya no nos tocan, percibimos pero no nos tocan, no se adhieren a nuestra piel, nos traspasan, pensó Kessler mientras hacía el ademán de bajar la ventana. No, no la baje, dijo uno de los judiciales. ¿Por qué? El olor, huele a muerto. No huele bien. Diez minutos después llegaron al basurero.

¿Y usted qué piensa de todo esto?, le preguntó uno de los periodistas a la abogada. La abogada agachó la cabeza y luego miró al periodista y después a Haas. Chuy Pimentel la fotografió: parecía como si le faltara el aire y los pulmones le fueran a estallar en cualquier momento, aunque a diferencia de aquellos a quienes les falta el aire no estaba roja sino profundamente pálida. Esto ha sido una idea del señor Haas, dijo, con la que yo no necesariamente me identifico. Luego habló del estado de indefensión del señor Haas, de los juicios que se postergaban, de las pruebas que se perdían, de los testigos coaccionados, del limbo en el que vivía su defendido. Cualquiera, en su lugar, perdería los nervios, susurró. La periodista de

El Independiente la miró con sorna e interés. Usted mantiene una relación sentimental con Klaus, ¿verdad?, dijo. La periodista era joven, aún no había cumplido los treinta años y estaba acostumbrada a tratar con gente que hablaba de forma directa y a veces brutal. La abogada tenía más de cuarenta y parecía cansada, como si llevara varios días sin dormir. No voy a contestar a esa pregunta, dijo. No viene al caso.

El dieciséis de noviembre se encontró el cadáver de otra mujer en los terrenos traseros de la maquiladora Kusai, en la colonia San Bartolomé. La víctima, según las primeras averiguaciones, tenía entre dieciocho y veintidós años y la causa de la muerte, según el informe forense, fue asfixia debida a estrangulamiento. El cuerpo estaba totalmente desnudo y su ropa se hallaba a cinco metros de distancia, escondida entre los matorrales. De todas formas, no se encontró toda la ropa sino sólo un pantalón tipo malla, de color negro, y unas bragas rojas. Dos días después el cuerpo fue identificado por sus padres como el de Rosario Marquina, de diecinueve años, desaparecida el día doce de noviembre cuando fue a bailar al salón Montana, en la avenida Carranza, no lejos de la colonia Veracruz, donde vivían. Se da la casualidad de que tanto la víctima como sus padres trabajaban, precisamente, en la maquiladora Kusai. Según los forenses, antes de morir la víctima fue violada numerosas veces.

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