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La parte de los crímenes

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Kelly reapareció como un regalo. La primera noche que nos vimos estuvimos despiertas hasta el amanecer contándonos nuestras vidas. La de ella, en síntesis, había sido un desastre. Intentó ser actriz de teatro en Nueva York, actriz de cine en Los Ángeles, intentó ser modelo en París, fotógrafa en Londres, traductora en España. Quiso estudiar danza contemporánea, pero lo dejó el primer año. Quiso ser pintora y cuando expuso por primera vez se dio cuenta de que había cometido el peor error de su vida. No se había casado, no tenía hijos, no tenía familia (su madre acababa de morir después de una larga enfermedad), no tenía proyectos. Era el momento justo para volver a México. En el DF no le costó nada encontrar trabajo. Tenía amigos y me tenía a mí, que era, no lo dude usted ni un segundo, su mejor amiga. Pero no fue necesario que recurriera a nadie (al menos a nadie de los que yo conocía) porque pronto empezó a trabajar en lo que podríamos llamar los circuitos del arte. Es decir, preparaba las inauguraciones, se ocupaba de diseñar y de imprimir los catálogos, se acostaba con los artistas, hablaba con los compradores, todo a cuenta de cuatro marchantes de arte que en aquellos tiempos eran

los marchantes de arte del DF, los tipos fantasmales que estaban detrás de las galerías y de los pintores y que manejaban los hilos del asunto. Por entonces yo había abandonado mi militancia en la izquierda inútil, no se ofenda usted, y me acercaba cada vez más a ciertos sectores del PRI. Una vez mi exmarido me dijo: si sigues escribiendo lo que escribes te van a marginar o algo peor. Yo no me paré a pensar qué significado tenía la palabra peor, pero seguí escribiendo y haciendo artículos. El resultado fue que no sólo no me marginaron sino que recibí señales de que los de arriba estaban cada vez más interesados por mí. Fue una época increíble. Éramos jóvenes, no teníamos demasiadas responsabilidades, éramos independientes y no nos faltaba el dinero. Fue por aquellos años cuando Kelly decidió que el nombre que más le iba era Kelly. Yo todavía le decía Luz María, pero las otras personas la llamaban Kelly, hasta que un día ella misma me lo dijo. Me dijo: Azucena, Luz María Rivera no me gusta, no me gusta cómo suena, prefiero Kelly, toda la gente me llama así, ¿lo harás tú también? Y yo le dije: no hay problema. Si quieres que te diga Kelly, lo haré. Y a partir de ese momento empecé a llamarla Kelly. Al principio me parecía chistoso. Una cursilada típicamente norteamericana. Pero luego me di cuenta de que el nombre le pegaba. Tal vez porque Kelly tenía un ligero aire a Grace Kelly. O porque Kelly es un nombre corto, dos sílabas, mientras que Luz María era más largo. O porque Luz María evocaba algo religioso y Kelly no evocaba nada o evocaba una foto. En alguna parte debo de tener algunas cartas suyas firmadas Kelly R. Parker. Creo que hasta los cheques los llegó a firmar así. Kelly Rivera Parker. Hay gente que cree que el nombre es el destino. Yo no creo que sea verdad. Pero si lo fuera, al elegir ese nombre, de alguna manera, Kelly dio el primer paso para entrar en la invisibilidad, para entrar en la pesadilla. ¿Usted cree que el nombre sea el destino? No, dijo Sergio, y más me vale que no lo crea. ¿Por qué?, suspiró sin curiosidad la diputada. Tengo un nombre común y corriente, dijo Sergio mirando las gafas negras de su anfitriona. Durante un momento la diputada se llevó las manos a la cabeza, como si tuviera jaqueca. ¿Quiere que le diga una cosa? Todos los nombres son comunes y corrientes, todos son vulgares. Llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen. Eso tendrían que enseñárselo a los niños desde la primaria. Pero nos da miedo hacerlo.

El basurero de El Chile no impresionó tanto a Kessler como las calles que pudo recorrer, siempre en el interior de un coche policial escoltado por otro coche policial, en las colonias donde solían producirse los levantones. La colonia Kino, La Vistosa, la Remedios Mayor y La Preciada en el suroeste de la ciudad, la colonia Las Flores, la colonia Plata, la Álamos, la Lomas del Toro en el oeste, cercanas a los parques industriales y afianzadas, como si se tratara de una doble columna vertebral, en las avenidas Rubén Darío y Carranza, y la colonia San Bartolomé, la Guadalupe Victoria, la Ciudad Nueva, la colonia Las Rositas en la parte noroeste de la ciudad. Caminar por estas calles, a plena luz del día, dijo a la prensa, da miedo. Quiero decir: a un hombre como yo le da miedo. Los periodistas, ninguno de lo cuales vivía en aquellos barrios, asintieron. Los policías, por el contrario, sonrieron con disimulo. El tono de Kessler les pareció ingenuo. El tono de un gringo. Un gringo bueno, claro, porque los gringos malos tienen otro tono, hablan de otra manera. De noche, para una mujer, dijo Kessler, es un peligro. También: es una temeridad. La mayoría de las calles, si exceptuamos las arterias mayores por donde pasan los autobuses, tiene una iluminación deficiente o carece totalmente de iluminación. En algunos barrios no entra la policía, le dijo al presidente municipal, el cual se removió en su asiento como si lo hubiera picado una víbora y puso cara de infinita tristeza y de infinita comprensión. El procurador del estado de Sonora, el subprocurador, los judiciales, dijeron que el problema tal vez, quizá, eventualmente, cabía la posibilidad de que fuera, digo, es un decir, un problema de la policía municipal, la cual estaba a cargo de don Pedro Negrete, el hermano gemelo del rector de la universidad. Y Kessler preguntó quién era Pedro Negrete, si se lo habían presentado, y los dos judiciales jovencitos pero enérgicos que lo escoltaban a todas partes y cuyo inglés no era malo, le dijeron que no, que la verdad era que ellos no habían visto a don Pedro cerca del señor Kessler, y Kessler les pidió que se lo describieran, pues tal vez sí lo había visto, el primer día, en el aeropuerto, y los judiciales le hicieron una descripción somera del jefe de la policía, con no demasiadas ganas, un mal retrato robot, como si después de haber mencionado a Pedro Negrete se arrepintieran de haberlo hecho. Y el retrato robot no le dijo nada a Kessler. Permaneció mudo. Hecho de palabras huecas. Un tipo duro y auténtico, dijeron los judiciales jovencitos y enérgicos. Un antiguo miembro de la policía judicial. Debe ser igual que su hermano el rector, pensó Kessler. Pero los judiciales se rieron y lo invitaron a un último vasito de bacanora y le dijeron que no, que no se hiciera esa idea, pues, que don Pedro no se parecía nada, pero nada de nada, a don Pablo, que era el rector y que era un tipo alto, delgado, en los puros huesos, diríase, mientras que don Pedro se había quedado más bien chaparro, ancho de hombros pero chaparro, y entradito en carnes pues le gustaba la buena mesa y no le hacía ascos ni a la comida norteña ni a las hamburguesas americanas. Y entonces Kessler se preguntó a sí mismo si debía hablar con ese policía. Si debía ir a visitarlo. Y también se preguntó por qué razón el jefe de la policía local no había ido a visitarlo a él, que a fin de cuentas era el invitado. Así que anotó su nombre en su libreta de notas. Pedro Negrete, antiguo judicial, jefe de la policía municipal de la ciudad, hombre respetado, no ha venido a saludarme. Y luego se dedicó a otros asuntos. Se dedicó a estudiar uno a uno los asesinatos de mujeres. Se dedicó a tomar vasitos de bacanora, joder qué buena que era. Se dedicó a preparar sus dos conferencias en la universidad. Y una tarde salió por la puerta trasera, como había hecho el día que llegó, y se fue en taxi al mercado de artesanías, que algunos llamaban mercado indio y otros mercado norteño, a comprarle un souvenir a su mujer. E igual que la primera vez, sin que se diera cuenta, un coche de la policía sin distintivos lo siguió durante todo el trayecto.

Cuando los periodistas abandonaron el penal de Santa Teresa, la abogada recostó la cabeza sobre la mesa y se puso a sollozar muy bajito, con una discreción que contradecía su figura de mujer blanca. Las indias lloran así. Algunas mestizas. Pero no las blancas y menos aún las blancas que han cursado estudios universitarios. Cuando sintió que la mano de Haas se posaba sobre su hombro, no en una caricia sino en un gesto amistoso o tal vez ni siquiera amistoso sino testimonial, las pocas lágrimas que había dejado resbalar sobre la superficie de la mesa (una mesa que olía a desinfectante y, extrañamente, a cordita) se secaron y levantó la cabeza y observó el rostro pálido de su defendido, de su novio, de su amigo, un rostro envarado y al mismo tiempo relajado (¿cómo se podía estar relajado y envarado a la vez?), que la observaba con rigor científico, pero no desde aquella habitación presidiaria sino desde los vapores sulfurosos de otro planeta.

El veinticinco de noviembre se encontró el cadáver de María Elena Torres, de treintaidós años, en el interior de su vivienda ubicada en la calle Sucre de la colonia Rubén Darío. Dos días antes, el veintitrés de noviembre, una manifestación de mujeres recorrió las calles de Santa Teresa, concretamente de la universidad hasta la presidencia municipal, en protesta por los asesinatos de mujeres y la impunidad. La marcha fue convocada por el MSDP y a ella se sumaron diversas organizaciones no gubernamentales, así como el PRD y algunos grupos estudiantiles. Según las autoridades no participaron más de cinco mil personas. Según los convocantes, fueron más de sesenta mil personas las que marcharon por las calles de Santa Teresa. María Elena Torres iba entre ellos. Dos días después la acuchillaron en su propia casa. Una de las heridas le atravesó el cuello, provocándole una hemorragia que a la postre le causó la muerte. María Elena Torres vivía sola, pues no hacía mucho se había separado de su marido. No tenía hijos. Según los vecinos aquella semana había discutido con su esposo. Cuando la policía se presentó en la pensión donde vivía el esposo, éste ya se había dado a la fuga. El caso le fue encargado al judicial Luis Villaseñor, recién llegado de Hermosillo, quien tras una semana de interrogatorios llegó a la conclusión de que el asesino no era el esposo huido sino el novio de María Elena, un tal Augusto o Tito Escobar, con el cual la víctima se veía desde hacía un mes. El tal Escobar vivía en la colonia La Vistosa y no tenía oficio conocido. Cuando lo fueron a buscar ya no estaba. Al igual que el esposo, se había dado a la fuga. En su casa encontraron a tres hombres. Tras ser sometidos a interrogatorio éstos declararon haber visto al tal Escobar regresar una noche a casa con la camisa manchada de sangre. El judicial Villaseñor confesó que nunca en su vida había tenido que interrogar a tres tipos que olieran peor. La mierda, dijo, era como una segunda piel. Los tres hombres trabajaban pepenando basura en el basurero clandestino de El Chile. En la casa donde vivían no sólo no había ducha sino que tampoco había agua corriente. ¿Cómo chingados, se preguntó el judicial Villaseñor, el tal Escobar había conseguido hacerse amante de María Elena? Al final del interrogatorio Villaseñor sacó a los tres detenidos al patio y les dio una paliza con un trozo de manguera. Luego los obligó a desnudarse, les arrojó un jabón y los duchó a manguerazo limpio durante quince minutos. Después, mientras vomitaba, pensó que ambos actos no carecían de cierta lógica. Como si uno propiciara el siguiente. La paliza con el trocito de manguera verde. El agua que salía de la manguera negra. Pensar esto le reconfortó. Con la descripción conjunta de los pepenadores se realizó un retrato robot del presunto asesino y se alertó a las policías de otras localidades. El caso, sin embargo, no prosperó. El exesposo y el novio simplemente desaparecieron y nunca más se supo nada de ellos.

Por supuesto, un día se acabó el trabajo. Los marchantes o las galerías cambian. Los pintores mexicanos no. Ésos siempre son pintores mexicanos, como los mariachis, digamos, pero los marchantes un día emprenden el vuelo a las islas Caimán y las galerías se cierran o les bajan los sueldos a sus empleados. Algo así le tuvo que pasar a Kelly. Entonces se dedicó a organizar pases de moda. Los primeros meses le fue bien. La moda es como la pintura, pero más fácil. La ropa es más barata, nadie se hace muchas ilusiones al adquirir un vestido, en fin, al principio le fue bien, tenía experiencia y amistades, la gente confiaba si no en ella sí en su gusto, las pasarelas que organizó Kelly fueron un éxito. Pero era una mala gestora de sí misma y de sus ingresos y siempre, que yo recuerde, iba falta de dinero. A veces, su ritmo de vida conseguía sacarme de mis casillas y manteníamos unas peleas tremendas. En más de una ocasión le presenté a hombres solteros o más bien divorciados que hubieran estado dispuestos a casarse con ella y a financiar su ritmo de vida, pero Kelly en este punto era de una independencia irreprochable. No le quiero decir con eso que fuera una santa. De santa no tenía nada. Sé de hombres (lo sé porque esos mismos hombres me lo contaron con lágrimas en los ojos) a los que les sacó cuanto pudo. Pero nunca bajo un amparo legal. Si le daban lo que ella pedía que fuera porque lo pedía ella, Kelly Rivera Parker, no porque se sintieran obligados con la esposa o con la madre (aunque a esas alturas de su vida Kelly ya tenía decidido que no iba a tener hijos) o con la amante oficial. Algo había en su naturaleza que rechazaba cualquier noción de compromiso sentimental, aunque ese vivir constantemente sin compromisos la pusiera en una situación delicada, situación que Kelly, por lo demás, jamás achacaba a su actitud sino a los giros imprevistos del destino. Vivía, como Oscar Wilde, por encima de sus posibilidades. Lo más increíble de todo es que esto no agriaba jamás su carácter. Bueno, alguna vez sí, alguna vez la vi rabiosa, colérica, pero estos arrebatos se le pasaban al cabo de pocos minutos. Otra de sus cualidades, a la que yo siempre correspondí, era su solidaridad con los amigos. Pensándolo bien, puede que no sea precisamente una cualidad. Pero ella era así, un amigo o una amiga era algo sagrado y ella siempre iba a estar del lado de sus amigos. Por ejemplo, cuando yo entré en el PRI hubo una ligera conmoción doméstica, por llamarlo de algún modo. Algunos periodistas que me conocían desde hacía años dejaron de hablarme. Otros, los peores, me siguieron hablando pero sobre todo se pusieron a hablar de mí a mis espaldas. Este país de machos, como usted bien sabe, siempre ha estado lleno de maricones. De lo contrario no se explica la historia de México. Pero Kelly siempre estuvo a mi lado, nunca me pidió una explicación, nunca hizo un comentario al respecto. Los demás, ya sabe usted, dijeron que había entrado a medrar. Claro que entré a medrar. Sólo que hay formas y formas de medrar y yo ya me había cansado de predicar en el vacío. Quería poder, eso no se lo discutiré a nadie. Quería las manos libres para cambiar algunas cosas en este país. Eso tampoco lo niego. Quería mejorar la salud pública y la enseñanza pública y contribuir con mi granito de arena a preparar a México para la entrada en el siglo XXI. Si eso es medrar, quería medrar. Por supuesto, poco es lo que conseguí. Le metí más ilusión que cabeza, seguramente, y no tardé en darme cuenta de mi error. Uno cree que desde adentro puede mejorar algunas cosas. Primero tratas de mejorarlas desde afuera, luego crees que si estuvieras dentro las posibilidades reales de cambio serían mayores. Al menos uno cree que desde el interior va a tener más libertad de acción. Falso. Hay cosas que no cambian ni desde afuera ni desde dentro. Pero aquí viene la parte más divertida. La parte más increíble de la historia (y me da lo mismo que sea la historia de nuestro triste México o de nuestra triste Latinoamérica). Aquí viene la parte in-cre-í-ble. Cuando uno comete errores desde adentro, los errores pierden su significado. Los errores dejan de ser errores. Los errores, los cabezazos en el muro, se convierten en virtudes políticas, en contingencias políticas, en

presencia política, en puntos mediáticos a tu favor. Estar y errar es, a la hora de la verdad, que son todas las horas o al menos todas las horas a partir de las ocho pasado meridiano hasta las cinco ante meridiano, una actitud tan congruente como agazaparse y esperar. No importa que no hagas nada, no importa que la riegues, lo importante es que estés. ¿Dónde? Pues ahí, donde hay que estar. Así fue como yo dejé de ser conocida y me hice famosa. Era una mujer atractiva, no tenía pelos en la lengua, los dinosaurios del PRI se reían con mis exabruptos, los tiburones del PRI me consideraban uno de los suyos, el ala izquierda del partido celebraba de forma unánime mis salidas de tono. Yo no me daba cuenta ni de la mitad. La realidad es como un padrote drogado. ¿No lo cree usted así?

La primera conferencia de Albert Kessler en la Universidad de Santa Teresa fue un éxito de público que pocos recordaban. Si se exceptuaban dos charlas dadas en el lugar hacía años, una por el candidato del PRI a la presidencia de la nación y otra por un presidente electo, nunca antes se había llenado el anfiteatro universitario, con capacidad para mil quinientas personas, de esa manera. Según las estimaciones más conservadoras, la gente que fue a oír a Kessler superó con creces las tres mil personas. Fue un acontecimiento social, pues todo aquel que era algo en Santa Teresa quería conocerlo, ser presentado a tan ilustre visitante o, por lo menos, verlo de cerca, y también un acontecimiento político, pues hasta los grupos más recalcitrantes de la oposición parecieron calmarse u optar por una actitud más discreta y menos vocinglera que la mostrada hasta entonces, e incluso las feministas y los grupos de familiares de mujeres y niñas desaparecidas resolvieron esperar el milagro científico, el milagro de la mente humana puesta en marcha por aquel Sherlock Holmes moderno.

La noticia con la declaración de Haas inculpando a los Uribe salió en los seis periódicos que enviaron a sus corresponsales al presidio de Santa Teresa. Cinco de ellos, antes de publicarla, la confrontaron con la policía, quien, al igual que los grandes periódicos de México, de forma expresa no le dio la más mínima credibilidad. También llamaron por teléfono a casa de los Uribe y hablaron con sus familiares, quienes les dijeron que Antonio y Daniel estaban de viaje o ya no vivían en México o habían trasladado sus residencias al DF en una de cuyas universidades estudiaban. La periodista de

El Independiente de Phoenix, Mary-Sue Bravo, consiguió incluso la dirección del padre de Daniel Uribe y trató de entrevistarlo, pero todos los intentos acabaron de forma infructuosa. Joaquín Uribe siempre tenía algo que hacer o no se hallaba en Santa Teresa o acababa de salir. Durante los días que Mary-Sue Bravo permaneció en Santa Teresa se encontró por casualidad con el periodista de

La Raza de Green Valley, que había sido el único periódico que cubrió la conferencia de Haas que no confrontó sus declaraciones con la opinión oficial de la policía, arriesgándose de esta manera a una demanda por parte de la familia Uribe y por parte de los organismos oficiales del estado de Sonora que llevaban el caso. Mary-Sue Bravo lo vio a través de los ventanales de un restaurante económico de la colonia Madero en donde el periodista de

La Raza estaba comiendo. No estaba solo, a su lado había un tipo fornido que Mary-Sue pensó que tenía pinta de policía. Al principio la periodista de

El Independiente de Phoenix no le dio mayor importancia al asunto y siguió caminando, pero a los pocos metros tuvo un presentimiento y se volvió. Encontró al periodista de

La Raza solo, dando cuenta de unos chilaquiles. Se saludaron y le preguntó si podía sentarse. El periodista de

La Raza dijo que cómo no. Mary-Sue pidió una Coca-Cola light y durante un rato estuvieron hablando de Haas y de la huidiza familia Uribe. Después el periodista de

La Raza pagó su cuenta y se marchó dejando a Mary-Sue sola en el restaurante lleno de tipos que, al igual que el periodista, tenían pinta de braceros y de espaldas mojadas.

El uno de diciembre se encontró el cadáver de una joven de entre dieciocho y veintidós años en el cauce de un arroyo seco, por los alrededores de Casas Negras. El hallazgo lo realizó Santiago Catalán, que se hallaba de cacería y que se extrañó de la conducta que en ese momento, al acercarse al arroyo, mostraron sus perros. De repente, según expresó el testigo, los perros se pusieron a temblar, como si hubieran olfateado un tigre o un oso. Pero como aquí no hay tigres ni osos, yo me imaginé que habían olfateado el

fantasma de un tigre o un oso. Conozco a mis perros y sé que cuando se ponen a temblar y a gemir es por una causa justificada. Entonces me entró a mí la curiosidad, así que después de patear a los perros para que se comportaran como machos, me dirigí resueltamente al arroyo. Al meterse en el cauce seco, cuya profundidad no excedía los cincuenta centímetros, Santiago Catalán no vio ni olió nada y hasta los perros parecieron tranquilizarse. Pero al llegar al primer recodo oyó un ruido y los perros volvieron a ladrar y a temblar. Una nube de moscas envolvía el cadáver. Santiago Catalán quedó tan impresionado que soltó a los perros y disparó un perdigonazo al aire. Las moscas se retiraron por un momento y pudo darse cuenta de que el cuerpo era el de una mujer. Recordó, asimismo, que por aquella zona ya se habían encontrado cuerpos de mujeres jóvenes asesinadas. Por unos segundos tuvo miedo de que los asesinos siguieran en el lugar y lamentó haber disparado. Después, extremando las precauciones, salió del cauce seco y contempló el panorama a su alrededor. Sólo choyas y biznagas y a lo lejos algún sahuaro y toda la gama del color amarillo que se superponía por placas. Al volver a su rancho, llamado El Jugador y situado en las afueras de Casas Negras, llamó por teléfono a la policía y les indicó el lugar exacto de su hallazgo. Luego se lavó la cara pensando en la muerta y se cambió de camisa y antes de volver a salir le ordenó a uno de sus empleados que lo acompañara. Cuando la policía llegó al cauce seco, Catalán portaba aún la escopeta y el cinto con las municiones. El cadáver estaba boca arriba y sólo tenía puesta la pantalonera en una pierna, a la altura del tobillo. Se observaron cuatro heridas de arma blanca en el abdomen y tres en el pecho, así como una lesión en el cuello. Era de tez morena, pelo negro teñido, largo hasta los hombros. A pocos metros se encontró el calzado: tenis Converse de color negro con agujetas blancas. El resto de la ropa había desaparecido. La policía rastreó el cauce en busca de pistas, pero no hallaron o no supieron hallar nada. Cuatro meses después, de pura casualidad, se logró identificarla. Se trataba de Úrsula González Rojo, de veinte o veintiún años, sin familia, y aposentada, en los últimos tres años, en la ciudad de Zacatecas. Hacía tres días que había llegado a Santa Teresa cuando fue secuestrada y luego asesinada. Esto último lo relató una amiga de Zacatecas, a quien Úrsula llamó por teléfono. Se la notaba dichosa, dijo, porque iba a encontrar trabajo en una maquiladora. La identificación fue posible gracias a las Converse y a una pequeña cicatriz en la espalda con forma de rayo.

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