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La parte de los crímenes

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La realidad es como un padrote drogado en medio de una tormenta de truenos y relámpagos, dijo la diputada. Después se quedó callada un rato, como si se dispusiera a escuchar los truenos lejanos. Y después cogió su vaso de tequila, que volvía a estar lleno, y dijo: yo cada día tenía más trabajo, ésa es la pura verdad. Cada día ocupada con cenas, viajes, reuniones, planificaciones que no llevaban a ninguna parte, salvo a conseguir mi cansancio infinito, cada día con entrevistas, cada día con desmentidos, apariciones en la televisión, amantes, tipos a los que me cogía no sé por qué, por mantener la leyenda, tal vez, o tal vez porque me gustaban, o tal vez porque me convenía cogérmelos, una sola vez, eso sí, que probaran pero que no se acostumbraran, o tal vez simplemente porque me gusta coger cuando y donde se me da la real gana, y no tenía tiempo para nada, mis negocios en manos de mis abogados, el patrimonio Esquivel Plata, que ya no menguaba, no quiero mentirle, sino que crecía, en manos de mis abogados, mi hijo en manos de sus profesores, y yo cada vez con más trabajo: problemas hidrográficos en el estado de Michoacán, carreteras en Querétaro, entrevistas, monumentos ecuestres, alcantarillado público, toda la mierda de un barrio pasando por mis manos. Por esa época, supongo, descuidé un poco a mis amigos. Kelly era la única a la que veía. Apenas tenía tiempo me iba para su casa, un departamento en la colonia Condesa, y tratábamos de hablar. Pero la verdad es que yo llegaba tan cansada que la comunicación era un problema. Ella me contaba cosas, eso lo recuerdo con claridad, me contaba cosas de su vida, en más de una ocasión me explicó algo y luego me pidió dinero y yo lo que hice fue sacar mi chequera y firmarle un cheque por la cantidad que ella necesitaba. Otras veces me quedaba dormida en plena conversación. Otras veces salíamos juntas a cenar y nos reíamos, pero casi siempre yo tenía la cabeza en otro sitio, le daba vueltas a un problema aún no resuelto, me costaba seguir el hilo de la plática. Kelly eso nunca me lo reprochó. Cada vez que aparecía por televisión, por ejemplo, al día siguiente me enviaba un ramo de rosas y una nota diciéndome lo bien que había estado y lo orgullosa que se sentía de mí. Nunca dejó de mandarme un regalo el día de mi cumpleaños. En fin, detalles de ésos. Por supuesto, con el tiempo me di cuenta de algunas cosas. Los desfiles de moda que organizaba Kelly se iban espaciando cada vez más. La agencia de modas que tenía dejó de ser lo que era, un sitio elegante y dinámico, y se convirtió en una oficina más bien oscura y casi siempre cerrada. Una vez acompañé a Kelly a su agencia y el abandono en que estaba me impresionó. Le pregunté qué pasaba. Me miró sonriendo, con una de sus típicas sonrisas despreocupadas, y dijo que las mejores modelos mexicanas preferían firmar con agencias norteamericanas o europeas. Allí estaba el dinero. Quise saber qué pasaba con su negocio. Entonces Kelly abrió los brazos y dijo aquí está. Abarcaba la oscuridad, el polvo, las cortinas bajadas. Tuve un estremecimiento premonitorio. Tuvo que ser premonitorio. Yo no soy una mujer que se estremezca con cualquier cosa. Me senté en un sillón y traté de razonar. El alquiler de aquellas oficinas era alto y a mí me pareció que no valía la pena seguir pagando tanto por algo que se moría. Kelly me dijo que de vez en cuando organizaba pases de moda y nombró lugares que me parecieron pintorescos, lugares inusitados o impensables para desfiles de alta costura, aunque supongo que de alta costura no había nada de nada, y luego dijo que con lo que ganaba ya le salía a cuenta mantener abierta la oficina. También me explicó que ahora se dedicaba a organizar fiestas, no en el DF sino en capitales de provincia. ¿Y eso qué es?, le dije. Es algo muy sencillo, dijo Kelly, supón por un momento que tú eres una tipa rica de Aguascalientes. Vas a dar una fiesta. Supón que quieres que esa fiesta sea una gran fiesta. Es decir, una fiesta que impresione a tus amistades. ¿Qué es lo que hace que una fiesta sea memorable? Pues el buffet que se sirve, los camareros, la orquesta, en fin, muchas cosas, pero sobre todo hay una que marca la diferencia. ¿Sabes cuál es? Los invitados, dije yo. Exacto, los invitados. Si tú eres una tipa de Aguascalientes y tienes mucho dinero y ganas de hacer una fiesta memorable, pues te pones en contacto conmigo. Yo lo superviso todo. Como si fuera un pase de modelos. Me ocupo de la comida, de los empleados, de la decoración, de la música, pero sobre todo, y dependiendo del dinero de que disponga, me ocupo de los invitados. Si quieres que vaya el galán de tu telenovela favorita, tienes que hablar conmigo. Si quieres que vaya un presentador de televisión, tienes que hablar conmigo. Digamos que yo me encargo de los invitados famosos. Todo depende del dinero. Llevar a un presentador famoso a Aguascalientes tal vez no sea posible. Pero si la fiesta es en Cuernavaca, tal vez yo consiga hacerlo aparecer por ahí. No digo que sea fácil ni tampoco que sea barato, pero puedo intentarlo. Llevar a un galán de telenovela a Aguascalientes sí que es posible, aunque tampoco te sale barato. Si el galán no está en su mejor momento, por ejemplo, si no ha trabajado en el último año y medio, la posibilidad de que aparezca por tu fiesta es mayor. Y el precio no es excesivo. ¿Cuál es mi trabajo? Pues convencerlos de que vayan. Primero los llamo por teléfono, voy a tomar un café con ellos, los sondeo. Luego les hablo de la fiesta. Les digo que si se dejan ver por allí hay un dinero para ellos. Llegados a este punto, generalmente entramos en un regateo. Yo oferto poco. Ellos piden más. Acercamos posiciones lentamente. Les aclaro el nombre de sus anfitriones. Les digo que es gente importante, gente de provincia, pero gente importante. Les hago repetir el nombre de la mujer y del marido varias veces. Me preguntan si yo estaré allí. Claro que estaré allí. Supervisándolo todo. Me preguntan por los hoteles de Aguascalientes, de Tampico, de Irapuato. Buenos hoteles. Además, todas las casas adonde vamos tienen un montón de habitaciones para invitados. Al final llegamos a un acuerdo. El día de la fiesta aparezco yo y dos o tres o cuatro invitados famosos y la fiesta es un éxito. ¿Y eso te da suficiente dinero? Más que suficiente, dijo Kelly, aunque el único problema es que hay temporadas secas, nadie quiere oír hablar de fiestas a lo grande, y como yo no sé ahorrar, entonces paso apuros. Después nos fuimos, no sé adónde, a una fiesta, puede ser, o al cine o a cenar con unos amigos, y no volvimos a hablar del asunto. De todas maneras, nunca oí una queja por su parte. Supongo que en ocasiones le iba bien y en ocasiones mal. Una noche, sin embargo, me llamó por teléfono y me dijo que tenía un problema. Pensé que se trataba de dinero y le dije que podía contar conmigo. Pero no era dinero. Estoy metida en un problema, dijo. ¿Debes dinero?, le pregunté. No, no se trata de eso, dijo ella. Yo estaba en la cama, medio dormida, y me pareció que el timbre de su voz era otro, era la voz de Kelly, claro, pero su voz sonaba rara, como si estuviera sola, pensé, en su oficina de modelos, con las luces apagadas, sentada en un sillón sin saber qué decir o sin saber por dónde empezar. Creo que estoy metida en un lío, dijo. Si es un lío con la policía, le dije, dime dónde estás y te voy a buscar de inmediato. Me dijo que no se trataba de esa clase de líos. Por Dios, Kelly, habla claro o déjame dormir, le dije. Durante unos segundos me pareció que había colgado o que había dejado el teléfono sobre el sillón y se había marchado. Luego oí su voz, como la voz de una niña, que decía no sé, no sé, no sé, varias veces, y además con la certeza de que ese no sé no me lo decía a mí sino a ella misma. Le pregunté entonces si estaba borracha o drogada. Al principio no me respondió, como si no me hubiera escuchado, luego se rió, no estaba ni borracha ni drogada, me aseguró, tal vez había bebido un par de whiskys con soda, pero nada más. Después se disculpó por la llamada intempestiva. Iba a colgar. Espera, dije yo, a ti algo te pasa, a mí no me engañas. Volvió a reírse. No me pasa nada, dijo. Perdóname, con los años nos volvemos más histéricas, dijo, buenas noches. Espera, no cuelgues, no cuelgues, dije yo. Algo pasa, no me mientas. Nunca lo he hecho, dijo ella. Hubo un silencio. Sólo cuando éramos niñas, dijo Kelly. ¿Ah, sí? Cuando niña yo mentía a todo el mundo, no siempre, claro, pero mentía. Ahora ya no lo hago más.

Una semana más tarde, mientras hojeaba distraídamente

La Raza de Green Valley, Mary-Sue Bravo se enteró de que el periodista que había cubierto la famosa y a la postre decepcionante declaración de Haas había desaparecido. Así lo decía su propio periódico, que era, por lo demás, el único que se hacía eco de la noticia, una noticia vaga y local, tan local que a los únicos que parecía interesarles era a los que gestionaban

La Raza. Según la noticia, Josué Hernández Mercado, ése era su nombre, había desaparecido hacía cinco días. Era el encargado de escribir sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Tenía treintaidós años. Vivía solo, en Sonoita, en una casa modesta. Había nacido en Ciudad de México, pero desde los quince años vivía en los Estados Unidos, en donde se había naturalizado ciudadano norteamericano. Tenía dos libros de poesía publicados, ambos en español, en una pequeña editorial de Hermosillo, probablemente pagados por él mismo, y dos obras de teatro, escritas en chicano o spanglish y publicadas en una revista tejana,

La Windowa, en cuyo revuelto seno se cobijaba un grupo impredecible de escritores que escribían en esta neolengua. Como periodista de

La Raza había publicado una larga serie de trabajos sobre los braceros de la zona, un oficio que conocía por sus padres y que él mismo había ejercido. Su formación era autodidacta y heroica, terminaba diciendo la noticia, que más que noticia, pensó Mary-Sue, parecía una necrológica.

El tres de diciembre se encuentra el cuerpo de otra mujer tirada en un descampado de la colonia Maytorena, cerca de la carretera a Pueblo Azul. Aparece vestida y sin señales de violencia externa. Posteriormente es identificada como Juana Marín Lozada. Según el forense la causa de la muerte ha sido fractura de vértebras cervicales. O lo que es lo mismo: que alguien le había roto el cuello. Se encarga del caso el judicial Luis Villaseñor, quien como primera medida interroga al marido y luego lo detiene como presunto homicida. Juana Marín vivía en la colonia Centeno, en un barrio de clase media, y trabajaba en una tienda especializada en computadoras. Según el informe de Villaseñor, probablemente la mataron en alguna vivienda, sin excluir su propio domicilio, y luego la arrojaron al descampado de la colonia Maytorena. Se desconoce si fue violada, aunque tras el frotis vaginal se encontraron señales de que había mantenido relaciones sexuales en las últimas veinticuatro horas. Según el informe de Villaseñor, Juana Marín supuestamente mantenía relaciones extramaritales con un profesor de computación de una academia cercana a la tienda donde trabajaba. Otra versión decía que el amante era alguien que trabajaba en el canal de televisión de la Universidad de Santa Teresa. El marido estuvo dos semanas detenido y luego salió en libertad por falta de pruebas. El caso quedó sin resolver.

Tres meses después Kelly desapareció en Santa Teresa, Sonora. Desde la llamada telefónica yo no la había vuelto a ver. Me llamó su socia, una mujer joven y fea que la adoraba, quien tras muchos esfuerzos logró ponerse en contacto conmigo. Me dijo que Kelly tenía que haber regresado de Santa Teresa hacía dos semanas y que no lo había hecho. Le pregunté si había intentado ponerse en contacto telefónico con ella. Me dijo que su celular estaba muerto. Llama y llama y llama y nadie contesta, dijo. Yo veía a Kelly capaz de embarcarse en una relación sentimental y desaparecer durante unos días, de hecho alguna vez ya lo había hecho, pero no la veía capaz de no hacerle una llamada a su socia, aunque sólo fuera para indicarle cómo llevar el negocio durante el período en que ella pensaba estar ausente. Le pregunté si se había puesto en contacto con la gente para la que trabajaba en Santa Teresa. Me contestó afirmativamente. Según el tipo que la contrató, Kelly se marchó al aeropuerto un día después de la fiesta, a tomar el vuelo Santa Teresa-Hermosillo, desde donde pensaba tomar otro avión rumbo al DF. ¿Esto cuándo sucedió?, le pregunté. Hace dos semanas, dijo ella. La imaginé llorosa, pegada al aparato, bien vestida pero sin gracia, con el maquillaje corrido, y luego pensé que era la primera vez que me llamaba por teléfono, que era la primera vez que hablábamos de esta manera y me preocupé. ¿Has llamado a los hospitales de Santa Teresa o a la policía?, le pregunté. Dijo que sí y que nadie sabía nada. Salió del rancho rumbo al aeropuerto y desapareció, simplemente se esfumó en el aire, dijo con voz chillona. ¿Del rancho? La fiesta era en un rancho, dijo ella. O sea que la tuvieron que acompañar, que alguien la fue a dejar al aeropuerto. No, dijo ella. Kelly había alquilado un coche. ¿Y el coche dónde está? Lo encontraron en el aparcadero del aeropuerto, dijo ella. O sea que llegó al aeropuerto, dije yo. Pero no se subió a su avión, dijo ella. Le pregunté el nombre de la gente que la había contratado. Dijo que la familia Salazar Crespo y me dio un número de teléfono. Veré qué puedo averiguar, le dije. En realidad, yo creía que Kelly no tardaría en reaparecer. Probablemente estuviera metida en una aventura sentimental, por cómo se estaba desarrollando el asunto con casi total seguridad con un hombre casado. La imaginé en Los Ángeles o San Francisco, dos ciudades perfectas para unos amantes que quieren pasárselo bien sin llamar la atención. Así que procuré tomarme las cosas con calma y esperar. Al cabo de una semana, sin embargo, volvió a llamarme su socia y me dijo que seguía sin saber nada de mi amiga. Me habló de uno o dos contratos perdidos, de que no sabía qué hacer, en una palabra lo que quería decirme era que se sentía sola. La imaginé más desarreglada que nunca y dando vueltas por aquella oficina oscura y sentí un estremecimiento. Le pregunté qué noticias tenía de Santa Teresa. Había hablado con la policía, pero la policía no sabía nada o no quería decirle nada. Simplemente se ha esfumado, dijo. Esa tarde, desde mi oficina, llamé a un amigo de confianza, que durante un tiempo trabajó para mí, y le expuse el caso. Me dijo que lo mejor era hablar personalmente y nos citamos en El Rostro Pálido, una cafetería de moda, ya no sé si existe o si todavía existe o si ya cerró, las modas en México, usted ya sabe, se esfuman o se esconden como las personas y nadie las echa de menos. Le expliqué a mi amigo lo de Kelly. Me hizo algunas preguntas. Anotó el nombre de Salazar Crespo en una libreta y me dijo que esa noche me llamaría por teléfono. Cuando nos despedimos y yo me subí a mi coche pensé que otra persona estaría ya o empezaría a estar atemorizada, pero yo lo único que sentía, cada vez más, era coraje, una rabia inmensa, toda la rabia que los Esquivel Plata habían atesorado desde hacía décadas o siglos, y que se instalaba de golpe en mi sistema nervioso, y también pensé, con rabia y con arrepentimiento, que ese coraje o esa rabia tenía que haberse instalado antes y no propulsada, no sé si ésa es la palabra, no propiciada por una amistad particular, aunque esa amistad particular sin duda rebalsaba el concepto mismo de amistad particular, sino por tantas otras cosas que yo había visto desde que tenía uso de razón, pero ni modo, ni modo, ni modo, así es la pinche vida, me dije llorando y haciendo rechinar los dientes. Esa noche, a eso de las once, mi amigo me llamó y lo primero que me dijo fue si el teléfono era seguro. Mala señal, malas noticias, pensé en el acto. Mi actitud, de todas maneras, volvía a ser fría como el hielo. Le dije que el teléfono era completamente seguro. Mi amigo me dijo entonces que el nombre que yo le había proporcionado (se cuidó de pronunciarlo) pertenecía a un banquero que, según sus informes, lavaba dinero para el cártel de Santa Teresa, que es como decir el cártel de Sonora. Bien, dije. Luego dijo que dicho banquero, en efecto, poseía no sólo un rancho en las afueras de la ciudad, sino varios ranchos, pero que según sus informes en ninguno de éstos se había celebrado una fiesta durante los días en que mi amiga estuvo por allí. Es decir, no se celebró ninguna fiesta pública, dijo, con fotógrafos de sociedad y esas cosas. ¿Me entiendes? Sí, dije. Luego dijo que el referido banquero, hasta donde él sabía y sus informantes le confirmaban, tenía buenas relaciones con el partido. ¿Qué tan buenas?, le pregunté. De agasajo, susurró. ¿Hasta qué punto?, insistí. Profundas, muy profundas, dijo mi amigo. Luego nos dimos las buenas noches y yo me quedé pensando. Profundas quería decir lejanas en el tiempo, según el lenguaje cifrado que utilizábamos, lejanas en el tiempo, lejanísimas, es decir de millones de años atrás, es decir con los dinosaurios. ¿Quiénes eran los dinosaurios del PRI?, pensé. Varios nombres se me vinieron a la cabeza. Dos de ellos, recordé, eran del norte o tenían negocios allí. A ninguno de los dos lo conocía personalmente. Durante un rato estuve pensando en un amigo común. Pero no quería meter en ningún lío a ningún amigo. La noche, la recuerdo como si hubiera sucedido hace dos días y no hace años, era cerrada, sin estrellas, sin luna, y la casa, esta casa, estaba silenciosa y no se oía ni siquiera a los pájaros nocturnos que viven en el jardín, aunque yo sabía que mi guardaespaldas estaba por allí cerca, despierto, tal vez jugando al dominó con mi chofer, y que si tocaba un timbre no tardaría en aparecer una de mis sirvientas. Al día siguiente, a primera hora, después de pasar la noche sin dormir, tomé un avión a Hermosillo y luego un avión a Santa Teresa. Cuando le anunciaron al presidente municipal, al licenciado José Refugio de las Heras, que la diputada Esquivel Plata lo estaba esperando, dejó en suspenso todos los asuntos que tenía entre manos y no tardó en aparecer. Probablemente alguna vez nos habíamos visto. En cualquier caso yo no lo recordaba. Cuando lo vi, sonriente y obsequioso como un perrito, tuve ganas de abofetearlo pero me aguanté. Uno de esos perros que se mantienen erectos apoyados en las patas traseras, no sé si me explico. Perfectamente, dijo Sergio. Luego me preguntó si había desayunado. Le dije que no. Mandó a traer un desayuno sonorense, un típico desayuno de la frontera, y mientras esperábamos dos funcionarios vestidos de meseros se encargaron de preparar una mesa junto a la ventana de su oficina. Desde allí se veía la plaza vieja de Santa Teresa y la gente que iba de un lado a otro por motivos de trabajo o por matar el tiempo. Me pareció un lugar horroroso, pese a la luz, que parecía dorada, de un dorado ligerísimo por la mañana y de un dorado intenso y espeso por la tarde, como si el aire, en el crepúsculo, marchara grávido de polvo del desierto. Antes de empezar a comer le dije que estaba allí por Kelly Rivera. Le dije que había desaparecido y que quería que la encontraran. El alcalde llamó a su secretario, que se puso a tomar notas. ¿Cómo se llama su amiga, diputada? Kelly Rivera Parker. Y más preguntas: el día que desapareció, el motivo de su estancia en Santa Teresa, edad, profesión, y el secretario apuntaba todo lo que yo iba diciendo, y cuando acabé de contestar sus preguntas el presidente municipal le ordenó que se fuera corriendo a buscar al jefazo de los judiciales, un tal Ortiz Rebolledo, y que lo trajera de inmediato a la municipalidad. No le dije nada de Salazar Crespo. Quería ver qué pasaba. El licenciado y yo nos pusimos a comer huevos a la ranchera.

Mary-Sue Bravo pidió a su jefe de redacción que la dejara investigar la desaparición del periodista de

La Raza. El jefe de redacción respondió que probablemente Hernández Mercado se había vuelto loco del todo y que era posible que ahora estuviera vagando por el parque estatal de Tubac o por el parque estatal de Patagonia Lake, comiendo bayas y hablando solo. No hay bayas en esos parques, le dijo Mary-Sue. Pues entonces babeando y hablando solo, respondió el jefe de redacción, pero al final le encargó cubrir la noticia. Primero estuvo en Green Valley, en el local de

La Raza, y habló con el director del periódico, otro tipo con pinta de bracero, y con el periodista que había escrito sobre la desaparición de Hernández Mercado, un muchacho de dieciocho años, tal vez diecisiete, que se tomaba muy en serio el trabajo de periodista. Luego fue a Sonoita en compañía del muchacho, y estuvo en la casa de Hernández Mercado, el muchacho le franqueó la entrada con una llave que dijo se guardaba en la redacción de

La Raza aunque a Mary-Sue le pareció una ganzúa, y en la oficina del

sheriff. Éste le dijo que probablemente Hernández Mercado se encontraba ahora en California. Mary-Sue quiso saber por qué creía eso. El

sheriff le dijo que el periodista tenía numerosas deudas (por ejemplo, debía seis meses del alquiler y el dueño de la casa pensaba echarlo) y que lo que ganaba trabajando en el periódico apenas le alcanzaba para comer. El muchacho refrendó, a su pesar, las palabras del

sheriff: en

La Raza pagaban poco porque era un periódico del pueblo, dijo. El

sheriff se rió. Mary-Sue quiso saber si Hernández tenía coche. El

sheriff dijo que no, que Hernández, cuando tenía que salir de Sonoita, se desplazaba en autobús. El

sheriff era un tipo agradable y la acompañó hasta el apeadero de autobuses y estuvieron preguntando por Hernández, pero la información obtenida fue caótica e inservible. El día de su desaparición, según el viejo que vendía los billetes y el chofer y las pocas personas que viajaban a diario, Hernández lo mismo hubiera podido abordar el autobús como podía no haberlo abordado. Antes de abandonar Sonoita Mary-Sue quiso ver una vez más la casa del periodista. Todo estaba en su sitio, no se veían huellas de violencia, el polvo se acumulaba en los escasos muebles. Mary-Sue le preguntó al

sheriff si había encendido el computador de Hernández. El

sheriff le contestó que no. Mary-Sue lo encendió y se puso a revisar, más bien al azar, los archivos del periodista y poeta de

La Raza de Green Valley. No encontró nada interesante. Una novela iniciada, aparentemente de misterio, escrita en spanglish. Artículos publicados. Semblanzas de la vida diaria de los braceros y de los peones de los ranchos del sur de Arizona. Los artículos sobre Haas, casi todos de carácter sensacionalista. Y poca cosa más.

El diez de diciembre unos empleados del rancho La Perdición informaron a la policía del hallazgo de una osamenta en los terrenos situados en las lindes del rancho, a la altura del kilómetro veinticinco de la carretera a Casas Negras. Al principio creyeron que se trataba de un animal, pero al encontrar la calavera se dieron cuenta de su error. Según el informe forense se trataba de una mujer, y las causas de la muerte, debido al tiempo transcurrido, quedaron sin determinar. A unos tres metros del cuerpo se encontró un pantalón tipo malla y unos tenis.

En total estuve dos noches en Santa Teresa, durmiendo en el Hotel México, y aunque todo el mundo se mostraba dispuesto a consentirme hasta el más mínimo capricho, en realidad no avanzamos nada. El tal Ortiz Rebolledo parecía un coprero. El licenciado José Refugio de las Heras parecía del otro bando. El subprocurador parecía muy viernes casi llegando a sábado. Todos incurrieron en mentiras e incongruencias. Por lo pronto, me aseguraron que nadie había denunciado la desaparición de Kelly, cuando fehacientemente yo sabía que su socia lo había hecho. El nombre de Salazar Crespo no salió a relucir ni una sola vez. Nadie me habló de las desapariciones de mujeres, que ya eran de dominio público, ni mucho menos relacionó a Kelly con estos lamentables casos. La noche antes de marcharme llamé a los tres periódicos locales y anuncié que iba a dar una conferencia de prensa en mi hotel. Allí conté el caso de Kelly, que luego salió reproducido en la prensa nacional, y dije que como política y feminista, además de como amiga, no iba a cejar en mi empeño de llegar hasta el descubrimiento de la verdad. Para mis adentros pensaba: no saben con quién se han metido, bola de cobardes, se van a mear en los pantalones. Aquella noche, después de dar mi rueda de prensa, me encerré en la habitación del hotel y me dediqué a hacer llamadas. Hablé con dos diputados del PRI, amigos de confianza, que me dijeron que contaba con su apoyo para lo que fuera. Ciertamente no esperaba menos. Luego llamé a la socia de Kelly y le dije que estaba en Santa Teresa. La pobre muchacha, tan fea, tan rematadamente fea, se puso a llorar y, no sé por qué, me dio las gracias. Después llamé a mi casa y pregunté si alguien me había telefoneado durante esos días. Rosita me leyó el parte de las llamadas. Nada fuera de lo corriente. Todo estaba igual que siempre. Intenté dormir, pero no pude. Durante un rato estuve mirando por la ventana los edificios oscuros de la ciudad, los jardines, las avenidas por las que apenas transitaba de vez en cuando un coche último modelo. Di vueltas por la habitación. Me fijé en que había dos espejos. Uno en un extremo y el otro junto a la puerta y que no se reflejaban. Pero si una adoptaba una determinada postura, entonces sí que un espejo aparecía en el azogue del otro. La que no aparecía era yo. Qué curioso, me dije, y durante un rato, mientras me ganaba el sueño, estuve haciendo comprobaciones y ensayando posturas. Así me dieron las cinco de la mañana. A más estudiaba los espejos, más inquieta me sentía. Comprendí que a esa hora era ridículo acostarse. Me di una ducha, me cambié de ropa, preparé la maleta. Cuando dieron las seis bajé a desayunar al restaurante, que a esa hora aún estaba cerrado. Uno de los empleados del hotel, sin embargo, se metió en las cocinas y me preparó mi naranjada y mi ración de café cargado. Traté de comer, pero no pude. A las siete un taxi me llevó al aeropuerto. Al pasar por algunos barrios de la ciudad pensé en Kelly, en lo que Kelly había pensado al contemplar lo mismo que yo contemplaba ahora, y entonces supe que volvería. Lo primero que hice al volver al DF fue ir a ver a un amigo que había trabajado en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y pedirle que me recomendara a un buen detective, un hombre fuera de toda sospecha, un tipo que tuviera lo que hay que tener. Mi amigo me preguntó cuál era el problema. Se lo conté. Me recomendó a Luis Miguel Loya, que había trabajado en la Procuraduría General de la República. ¿Por qué no sigue allí?, le pregunté. Porque gana más en la empresa privada, dijo mi amigo. Yo me quedé pensando que mi amigo no me había contado todo lo que tenía que contarme, ¿porque desde cuándo la empresa privada y la empresa pública son incompatibles en México? Pero me limité a darle las gracias y le hice una visita al tal Loya. Éste, por supuesto, había sido avisado por mi amigo y me esperaba. Loya era un tipo extraño. Más bien chaparro, pero con pinta de boxeador, sin un gramo de grasa, aunque cuando lo conocí debía tener más de cincuenta años. Buenos modales, bien vestido, la oficina era grande y tenía trabajando para él por lo menos a unas diez personas, entre secretarias y tipos con pinta de matones profesionales. Volví a contarle lo de Kelly, le hablé del banquero Salazar Crespo, de sus tratos con los narcos, de la actitud de las autoridades de Santa Teresa. No me hizo preguntas estúpidas. No tomó notas. Ni siquiera cuando me preguntó a qué número de teléfono podía llamarme. Supongo que lo estaba grabando todo. Cuando me marché, al darme la mano, me dijo que en tres días tendría noticias suyas. Olía a un aftershave o a una colonia que yo no conocía. Una mezcla de espliego y lavanda, con un ligero aroma de fondo, pero muy ligero, de café de importación. Me acompañó hasta la puerta. Tres días. Cuando me lo dijo me pareció muy poco tiempo. Vivirlos, esperar que transcurran, puede convertirse en una eternidad. Volví, desganada, a mi trabajo. Al segundo día de espera recibí la visita de un grupo de feministas a quienes mi actitud tras la desaparición de Kelly había parecido digna y congruente en una mujer. Eran tres y, por lo que pude entender, su grupo no era demasiado numeroso. De buena gana las hubiera sacado a patadas de mi oficina, pero probablemente estaba deprimida, sin saber con claridad lo que tenía que hacer, y las invité a quedarse un rato conmigo. Si no hablábamos de política, hasta simpáticas podían resultar. Una de ellas, además, había estudiado en el mismo colegio de monjas en donde estudiamos Kelly y yo, aunque dos cursos por debajo, y teníamos recuerdos comunes. Tomamos té, hablamos de hombres, de nuestros respectivos trabajos, las tres eran profesoras universitarias y dos de ellas estaban divorciadas, me preguntaron por qué no me había casado nunca, yo me reí, porque en el fondo, les confesé, yo soy más feminista que ninguna. Al tercer día Loya me llamó a las diez de la noche. Me dijo que ya tenía listo un primer informe y que si quería me lo podía mostrar de inmediato. Para pronto es tarde, le dije. ¿Dónde está usted? En mi coche, dijo Loya, no es necesario que se mueva, voy para su casa. El

dossier de Loya tenía diez páginas. Su trabajo había consistido en hacer un seguimiento detallado de las actividades profesionales de Kelly. Aparecían algunos nombres, gente del DF, fiestas en Acapulco, Mazatlán, Oaxaca. Según Loya, la mayoría de los encargos laborales de Kelly podían considerarse, sin más, como prostitución encubierta. Prostitución de altas esferas. Sus modelos eran putas, las fiestas que organizaba eran sólo para hombres, incluso su porcentaje de ganancias se asemejaba al de una

madam de lujo. Le dije que no me lo podía creer. Le arrojé los papeles a la cara. Loya se inclinó y recogió los papeles del suelo y me los volvió a dar. Léalo entero, dijo. Seguí leyendo. Mierda, pura mierda. Hasta que apareció el nombre de Salazar Crespo. Según Loya, Kelly ya había trabajado otras veces para Salazar Crespo, en total cuatro veces. También leí que entre 1990 y 1994 Kelly había viajado en avión por lo menos diez veces a Hermosillo y que, de estas diez veces, en siete ocasiones había tomado luego otro avión rumbo a Santa Teresa. Los encuentros con Salazar Crespo estaban señalados bajo la rúbrica «organización de fiesta». A juzgar por los vuelos de Hermosillo al DF nunca estuvo más de dos noches en Santa Teresa. El número de modelos que llevaba a esta ciudad era variable. Al principio, en el año 90 o 91, llegó a ir con cuatro o cinco. Después sólo iba con dos y los últimos viajes los hizo sola. Tal vez entonces, realmente, organizaba fiestas. Otro nombre aparecía junto al de Salazar Crespo. Un tal Conrado Padilla, empresario sonorense con intereses en algunas maquiladoras, en algunas empresas de transporte y en el matadero de Santa Teresa. Para este Conrado Padilla había trabajado en tres ocasiones, según Loya. Le pregunté quién era Conrado Padilla. Loya se encogió de hombros y me dijo que era un tipo con mucho dinero, es decir un tipo expuesto a todos los peligros, a todas las desgracias. Le pregunté si había estado en Santa Teresa. No, dijo. Le pregunté si había mandado a alguno de sus empleados. No, dijo. Le dije que fuera a Santa Teresa, que lo quería ver allí, en el cogollito del asunto, y que siguiera investigando. Durante un rato pareció pensar en mi propuesta o más bien pareció buscar las palabras que tenía que decirme. Luego dijo que no quería que yo perdiera ni mi dinero ni mi tiempo. Que, tal como lo veía él, el caso estaba cerrado. ¿Quiere decir que cree que Kelly está muerta?, le grité. Más o menos, dijo sin perder un ápice de compostura. ¿Cómo que más o menos?, grité. ¡O se está muerto o no se está muerto, chingados! En México uno puede estar más o menos muerto, me contestó muy seriamente. Lo miré con ganas de abofetearlo. Qué tipo tan frío y reservado era ése. No, le dije casi silabeando, ni en México ni en ninguna otra parte del mundo alguien puede estar más o menos muerto. Deje de hablar como si fuera un guía turístico. O mi amiga está viva, y entonces quiero que la encuentre, o mi amiga está muerta, y entonces quiero a sus asesinos. Loya sonrió. ¿De qué se ríe?, le pregunté. Me ha hecho gracia lo del guía turístico, dijo. Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera

Pedro Páramo, dije. Es que tal vez lo sea, dijo Loya. No, no lo es, se lo puedo asegurar, dije yo. Durante un rato Loya permaneció en silencio, sentado con las piernas cruzadas, con mucha dignidad, pensando en lo que le acababa de decir. Puedo tardar meses, incluso años, dijo Loya finalmente. Y además, añadió después, no creo que me dejen hacer mi trabajo. ¿Quiénes? Su propia gente, diputada, sus propios compañeros de partido. Yo estaré detrás suyo, yo lo voy a respaldar en cada momento, le dije. Me parece que usted se sobrestima, dijo Loya. Chingados, claro que me sobrestimo, si no lo hiciera no estaría donde estoy, dije yo. Loya volvió a quedarse en silencio. Por un instante pensé que se había dormido, pero tenía los ojos muy abiertos. Si no lo hace usted, ya encontraré a otro, le dije sin mirarlo. Al cabo de un rato se levantó. Lo acompañé hasta la puerta. ¿Va a trabajar para mí? Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada, me dijo, y se perdió por el sendero que conduce hasta la calle, en donde estaban mi guardaespaldas y mi chofer albureándose como dos zombis.

Una noche Mary-Sue Bravo soñó que una mujer estaba sentada a los pies de su cama. Sintió el peso de un cuerpo aplastando el colchón, pero cuando se estiró no tocó nada. Aquella noche, antes de irse a la cama, había leído en Internet un par de noticias sobre los Uribe. En una de ellas, firmada por un periodista de un conocido diario del DF, se decía que Antonio Uribe estaba, efectivamente, desaparecido. Su primo Daniel Uribe se encontraba, al parecer, en Tucson, el periodista había hablado con él por teléfono. Según Daniel Uribe, toda la información facilitada por Haas era una sarta de embustes fácilmente rebatibles. Sobre el paradero de Antonio, sin embargo, no daba ningún detalle o los detalles que le arrancó el periodista eran ambiguos, inexactos, dilatorios. Cuando Mary-Sue despertó la sensación de que había otra mujer en la habitación no se fue del todo hasta que se levantó de la cama y se bebió un vaso de agua en la cocina. Al día siguiente llamó a la abogada de Haas. No sabía muy bien qué quería preguntarle, qué quería escuchar, pero la necesidad de oír su voz se impuso a cualquier imperativo lógico. Tras identificarse le preguntó cómo estaba su cliente. Isabel Santolaya dijo que igual que en los últimos meses. Le preguntó si había leído las declaraciones de Daniel Uribe. La abogada dijo que sí. Voy a intentar entrevistarlo, dijo Mary-Sue. ¿Se le ocurre algo que debería preguntarle? No, no se me ocurre nada, dijo la abogada. A Mary-Sue le pareció que la abogada hablaba como hablan las personas sometidas a un trance hipnótico. Luego, sin venir a cuento, le preguntó por su vida. Mi vida no tiene importancia, dijo la abogada. El tono con que lo dijo fue igual al que emplearía una mujer arrogante al dirigirse a una adolescente entrometida.

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