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La parte de Archimboldi

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—No sea estúpido —le contesté—, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.

Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo. Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de

no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.

Sin embargo al final mi tenacidad obtuvo la victoria. Encontramos un lugar

vacío y allí puse a trabajar a todos mis hombres. Les dije que cavaran hondo, siempre hacia abajo, más abajo todavía, como si quisiéramos llegar al infierno, y también me ocupé de que la fosa fuera ancha como una piscina. De noche, iluminados por linternas, pudimos dar por terminado el trabajo y nos marchamos. Al día siguiente, debido al mal tiempo, sólo pudimos llevar a la hondonada a veinte judíos. Los niños se emborracharon como nunca. Algunos no podían mantenerse en pie, otros vomitaron en el viaje de vuelta. El camión que los traía los dejó en la plaza principal del pueblo, no lejos de mis oficinas, y muchos se quedaron allí, bajo la marquesina de la glorieta, abrazados unos con otros mientras la nieve no dejaba de caer y ellos soñaban con partidos de fútbol etílicos.

A la mañana siguiente cinco de los niños presentaban un cuadro típico de pulmonía y el resto, quien más, quien menos, se hallaba en un estado lamentable que les impedía ir a trabajar. Cuando le ordené al jefe de policía que sustituyera a los niños con hombres nuestros, al principio se mostró renuente, pero luego acabó por acatar. Aquella tarde se deshizo de ocho judíos. Me pareció una cifra insignificante y así se lo hice saber. Fueron ocho, me contestó, pero parecía que fueran ochocientos. Lo miré a los ojos y comprendí.

Le dije que íbamos a esperar a que los niños polacos se recuperaran. La mala racha que nos perseguía, sin embargo, no parecía dispuesta a dejarnos, por más esfuerzos que pusiéramos en conjurarla. Dos niños polacos murieron de pulmonía, debatiéndose en una fiebre que, según el médico del pueblo, estaba poblada por partidos de fútbol bajo la nieve y por agujeros blancos en donde desaparecían las pelotas y los jugadores. En señal de duelo envié a sus madres algo de tocino ahumado y una cesta con patatas y zanahorias. Luego esperé. Dejé que cayera la nieve. Dejé que mi cuerpo se helara. Una mañana fui a la hondonada. Allí la nieve era blanda, incluso excesivamente blanda. Durante unos segundos me pareció que caminaba sobre un gran plato de nata. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo me di cuenta de que la naturaleza había hecho su trabajo. Magnífico. No vi rastros de nada, sólo nieve. Después, cuando el tiempo mejoró, la brigada de los niños borrachos volvió a trabajar.

Los arengué. Les dije que estaban haciéndolo bien y que sus familias ahora tenían más comida, más posibilidades. Ellos me miraron y no dijeron nada. En sus gestos, sin embargo, se percibía la flojera y el desgano que todo aquello les producía. Bien sé que hubieran preferido estar en la calle bebiendo y jugando al fútbol. Por otra parte, en el bar de la estación sólo se hablaba de la cercanía de los rusos. Algunos decían que Varsovia caería en cualquier momento. Lo susurraban. Pero yo oía los susurros y también, a mi vez, susurraba. Malos presagios.

Una tarde me dijeron que los niños borrachos habían bebido tanto que se derrumbaron uno detrás de otro sobre la nieve. Los regañé. Ellos no parecieron entender mis palabras. Daba igual. Un día pregunté cuántos judíos griegos nos quedaban. Al cabo de media hora uno de mis secretarios me entregó un papel con un cuadro en el que se detallaba todo, los quinientos judíos llegados en tren del sur, los que murieron durante el viaje, los que murieron durante su estancia en la antigua curtiduría, aquellos de los que nos encargamos nosotros, aquellos de los que se encargaron los niños borrachos, etcétera. Aún me quedaban más de cien judíos y todos estábamos exhaustos, mis policías, mis voluntarios y los niños polacos.

¿Qué hacer? El trabajo nos había excedido. El hombre, me dije contemplando el horizonte mitad rosa y mitad cloaca desde la ventana de mi oficina, no soporta demasiado tiempo algunos quehaceres. Yo, al menos, no lo soportaba. Trataba, pero no podía. Y mis policías tampoco. Quince, está bien. Treinta, también. Pero cuando uno llega a los cincuenta el estómago se revuelve y la cabeza se pone boca abajo y empiezan los insomnios y las pesadillas.

Suspendí los trabajos. Los niños volvieron a jugar al fútbol en la calle. Los policías volvieron a sus labores. Los campesinos se reintegraron a sus granjas. Nadie del exterior se interesaba por los judíos, por lo que los puse a trabajar en las brigadas de barrenderos y dejé que unos cuantos, no más de veinte, hicieran trabajos en el campo, responsabilizando a los granjeros de su seguridad.

Una noche me sacaron de la cama y me dijeron que había una llamada urgente. Era un funcionario de la Alta Galitzia, con quien nunca antes había hablado. Me dijo que preparara la evacuación de los alemanes de mi región.

—No hay trenes —le dije—, ¿cómo puedo evacuarlos a todos?

—Ése es su problema —dijo el funcionario.

Antes de que colgara le dije que tenía a un grupo de judíos en mi poder, ¿qué hago con ellos? No me respondió. Las líneas se habían cortado o tenía que llamar a otros como yo o el caso de los judíos no le interesaba. Eran las cuatro de la mañana. Ya no pude volver a la cama. Le dije a mi mujer que nos marchábamos y luego mandé a buscar al alcalde y al jefe de policía. Cuando llegué a mi oficina los encontré con caras de haber dormido poco y mal. Ambos tenían miedo.

Los tranquilicé, les dije que si actuábamos con rapidez nadie correría peligro. Pusimos a nuestra gente a trabajar. Antes de que clareara el alba los primeros evacuados ya habían emprendido el camino hacia el oeste. Yo me quedé hasta el final. Pasé un día más y una noche más en la aldea. A lo lejos se oía el ruido de los cañones. Fui a ver a los judíos, el jefe de policía es testigo, y les dije que se marcharan. Después me llevé a los dos policías que tenía de guardia y dejé a los judíos abandonados a su suerte en la antigua curtiduría. Supongo que eso es la libertad.

Mi chofer me dijo que había visto pasar a algunos soldados de la Wehrmacht sin detenerse. Subí a mi oficina sin saber muy bien qué buscaba allí. La noche anterior había dormido en el sofá unas pocas horas y ya había quemado todo lo que se tenía que quemar. Las calles del pueblo estaban vacías, aunque detrás de algunas ventanas se adivinaban las cabezas de las polacas. Después bajé, me subí al coche y partimos, dijo Sammer a Reiter.

Fui un administrador justo. Hice cosas buenas, guiado por mi carácter, y cosas malas, obligado por el azar de la guerra. Ahora, sin embargo, los niños borrachos polacos abren la boca y dicen que yo les arruiné su infancia, le dijo Sammer a Reiter. ¿Yo? ¿Yo les arruiné su infancia? ¡El alcohol les arruinó su infancia! ¡El fútbol les arruinó su infancia! ¡Esas madres holgazanas y descriteriadas les arruinaron su infancia! No yo.

—Otro en mi lugar —le dijo Sammer a Reiter— hubiera matado con sus propias manos a todos los judíos. Yo no lo hice. No está en mi carácter.

Uno de los hombres con los que Sammer solía dar largas caminatas por el campo de prisioneros era el jefe de policía. El otro era el jefe de bomberos. El alcalde, le dijo Sammer una noche, había muerto de pulmonía poco después de acabar la guerra. El chofer había desaparecido en un cruce de caminos, después de que el coche dejara definitivamente de funcionar.

A veces, por las tardes, Reiter contemplaba desde lejos a Sammer y se daba cuenta de que éste a su vez también lo observaba a él, una mirada de reojo en la que se traslucían la desesperación, los nervios, y también el miedo y la desconfianza.

—Hacemos cosas, decimos cosas, de las que luego nos arrepentimos con toda el alma —le dijo Sammer un día, mientras hacían cola para el desayuno.

Y otro día le dijo:

—Cuando vuelvan los policías americanos y me interroguen, estoy seguro de que me detendrán y seré sometido al escarnio público.

Cuando Sammer hablaba con Reiter el jefe de policía y el jefe de bomberos se quedaban a un lado, a unos metros de ellos, como si no quisieran inmiscuirse en las cuitas que tenía su antiguo jefe. Una mañana encontraron el cadáver de Sammer a medio camino entre la tienda de campaña y las letrinas. Alguien lo había estrangulado. Los norteamericanos interrogaron a unos diez prisioneros, entre ellos Reiter, que dijo no haber oído nada fuera de lo común aquella noche, y luego se llevaron el cuerpo y lo enterraron en la fosa común del cementerio de Ansbach.

Cuando Reiter pudo abandonar el campo de prisioneros se marchó a Colonia. Allí vivió en unos barracones cercanos a la estación y luego en un sótano que compartía con un veterano de una división blindada, un tipo silencioso que tenía la mitad del rostro quemado y que podía pasarse días enteros sin comer nada, y otro tipo que decía haber trabajado en un periódico y que, al contrario que su compañero, era amable y locuaz.

El veterano tanquista debía de tener unos treinta años o treintaicinco, el antiguo periodista rondaba los sesenta, aunque ambos, a veces, parecían niños. Durante la guerra el periodista había escrito una serie de artículos en los que se describía la vida heroica en algunas divisiones panzer tanto en el este como en el oeste, cuyos recortes conservaba y que el ensimismado tanquista había tenido ocasión de leer con aprobación. A veces abría la boca y le decía:

—Otto, tú has captado la esencia de lo que es la vida de un tanquista.

El periodista, haciendo un gesto de modestia, le contestaba:

—Gustav, mi mayor premio es que seas precisamente tú, un tanquista veterano, el que me asegure que no me he equivocado del todo.

—No te has equivocado en nada, Otto —replicaba el tanquista.

—Te agradezco tus palabras, Gustav —decía el periodista.

Los dos trabajaban ocasionalmente haciendo faenas de desescombro para el municipio o vendiendo lo que a veces encontraban debajo de los cascotes. Cuando hacía buen tiempo se iban al campo y Reiter tenía durante una o dos semanas el sótano para él solo. Los primeros días en Colonia los dedicó a conseguir un billete de tren para volver a su aldea. Después encontró trabajo como portero en un bar que atendía a una clientela de soldados norteamericanos e ingleses que daban buenas propinas y para quienes en ocasiones realizaba trabajillos extra, como buscarles un piso en un barrio determinado o presentarles chicas o ponerlos en contacto con gente que se dedicaba al mercado negro. Así que se quedó en Colonia.

Durante el día escribía y leía. Escribir era fácil, pues sólo necesitaba un cuaderno y un lápiz. Leer era un poco más difícil, pues las bibliotecas públicas aún estaban cerradas y las pocas librerías (la mayoría ambulantes) que uno podía encontrar tenían los precios de los libros por las nubes. Aun así, Reiter leía y no sólo era él quien leía: a veces levantaba la mirada de su libro y toda la gente a su alrededor estaba a su vez leyendo. Como si los alemanes sólo se preocuparan de la lectura y de la comida, lo cual era falso pero a veces, sobre todo en Colonia, parecía verdadero.

Por contra, el interés por el sexo, notaba Reiter, había descendido notablemente, como si la guerra hubiera acabado con las reservas de testosterona en los hombres, de feromonas, de deseo, y ya nadie quisiera hacer el amor. Sólo follaban, a juicio de Reiter, las putas, pues ése era su oficio, y algunas mujeres que salían con las fuerzas de ocupación, pero incluso en estas últimas el deseo en realidad encubría otra cosa: un teatro de inocencia, un matadero congelado, una calle solitaria y un cine. Las mujeres que veía parecían niñas recién despertadas de una pesadilla horrible.

Una noche, mientras vigilaba la puerta del bar en la Spenglerstrasse, una voz femenina que surgió de la oscuridad pronunció su nombre. Reiter miró, no vio a nadie y pensó que se trataba de una de las putas, quienes hacían gala de un humor extraño, en ocasiones incomprensible. Cuando lo volvieron a llamar, sin embargo, reconoció que aquella voz no pertenecía a ninguna de las mujeres que frecuentaban el bar y le preguntó a la voz qué quería.

—Sólo quería saludarte —dijo la voz.

Luego vio una sombra y en dos zancadas se plantó en la acera de enfrente y alcanzó a cogerla del brazo y arrastrarla hacia la luz. La chica que lo había llamado por su nombre era muy joven. Cuando le preguntó qué quería de él, la chica contestó que era su novia y que resultaba francamente triste el hecho de que no la reconociera.

—Debo de estar muy fea —dijo—, pero si aún fueras un soldado alemán, procurarías disimularlo.

Reiter la miró con atención y por más esfuerzos que hizo no pudo recordarla.

—La guerra tiene mucho que ver con la amnesia —dijo la chica.

Después dijo:

—Amnesia es cuando uno pierde la memoria y no recuerda nada, ni su nombre ni el nombre de su novia.

Y añadió:

—También existe una amnesia selectiva, que es cuando uno recuerda todo o cree que recuerda todo y sólo ha olvidado una cosa, la única cosa importante de su vida.

Yo a esta tipa la conozco, pensó Reiter al oírla hablar, pero le fue imposible recordar en dónde y bajo qué circunstancias la había conocido. Así que decidió proceder con calma y le preguntó si quería tomar algo. La chica miró la puerta del bar y tras reflexionar un momento aceptó. Se tomaron un té sentados a una mesa cercana al pasillo de entrada. La mujer que les sirvió le preguntó a Reiter quién era esa pollita.

—Mi novia —dijo Reiter.

La desconocida le sonrió a la mujer y movió la cabeza afirmativamente.

—Es una chica muy simpática —dijo la mujer.

—Y muy trabajadora, además —dijo la desconocida.

La mujer hizo un gesto con la boca, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo, como si dijera: una chica con iniciativa. Después dijo: ya veremos, y se marchó. Al cabo de un rato Reiter se levantó el cuello de su chaqueta de cuero negro y volvió a la puerta, pues ya empezaba a llegar gente, y la desconocida permaneció sentada a la mesa, leyendo de tanto en tanto las páginas de un libro y mirando la mayor parte de las veces a las mujeres y a los hombres que iban llenando el local. Al cabo de un rato la mujer que le había servido la taza de té la cogió de un brazo y con la excusa de que esa mesa hacía falta para los clientes la llevó a la calle. La desconocida se despidió amablemente de la mujer, pero ésta no le contestó. Reiter hablaba con dos soldados norteamericanos y la chica prefirió no acercársele. En vez de eso cruzó la calle, se acomodó en el zaguán de la casa vecina y desde allí estuvo un rato observando el movimiento constante en la puerta del bar.

Mientras trabajaba, de reojo, Reiter miraba el umbral de la casa vecina y a veces creía ver un par de ojos de gato, brillantes, que lo contemplaban desde la oscuridad. Cuando el trabajo amainó penetró en el zaguán y quiso llamarla, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ayudado por una cerilla la encontró durmiendo en un rincón. De rodillas, mientras la cerilla se consumía entre sus dedos, estuvo unos segundos observando su rostro dormido. Entonces la recordó.

Cuando ella despertó Reiter aún estaba a su lado, pero el zaguán se había transformado en una habitación con un ligero aire femenino, con fotos de artistas pegadas en las paredes y una colección de muñecas y osos de peluche sobre una cómoda. En el suelo, por el contrario, se apilaban cajas de

whisky y botellas de vino. Una colcha de color verde la cubría hasta el cuello. Alguien la había descalzado. Se sintió tan bien que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces escuchó la voz de Reiter que le decía: tú eres la chica que vivía en el antiguo piso de Hugo Halder. Sin abrir los ojos, asintió.

—No recuerdo tu nombre —dijo Reiter.

Se puso de lado, dándole la espalda, y dijo:

—Tu memoria es lamentable, me llamo Ingeborg Bauer.

—Ingeborg Bauer —repitió Reiter, como si en esas dos palabras se cifrara el destino.

Luego se durmió otra vez y cuando despertó estaba sola.

Aquella mañana, mientras paseaba con Reiter por la ciudad destruida, Ingeborg Bauer le dijo que vivía, junto a unos desconocidos, en un edificio cercano a la estación de tren. Su padre había muerto durante un bombardeo. Su madre y sus hermanas huyeron de Berlín antes de que la ciudad quedara cercada por los rusos. Primero estuvieron en el campo, en casa de un hermano de su madre, pero en el campo, contra lo que ellas creían, no había nada que comer y las niñas solían ser violadas por sus tíos y sus primos. Según Ingeborg Bauer los bosques estaban llenos de fosas en donde los lugareños enterraban a los que venían de la ciudad, después de robarles, violarlos y matarlos.

—¿A ti también te violaron? —le preguntó Reiter.

No, a ella no la violaron, pero a una de sus hermanas pequeñas la violó uno de sus primos, un chico de trece años que quería entrar en las Juventudes Hitlerianas y morir como un héroe. Así que su madre decidió seguir huyendo y se marcharon hacia una ciudad pequeña del Westerwald, en Hesse, de donde su madre era originaria. Allí la vida era aburrida y al mismo tiempo muy extraña, le dijo Ingeborg Bauer a Reiter, pues los habitantes de esa ciudad vivían como si no existiera la guerra, aunque muchos hombres habían marchado al frente con el ejército y la ciudad misma había sufrido tres bombardeos aéreos, ninguno devastador, pero bombardeos al fin y al cabo. Su madre se puso a trabajar en una cervecería y las hijas hicieron trabajos esporádicos, ayudando en oficinas o cubriendo bajas en un taller o haciendo de recaderas, y de vez en cuando incluso tenían tiempo, las más pequeñas, de acudir a la escuela.

Pese al trasiego constante, la vida era aburrida y cuando llegó la paz Ingeborg no lo soportó más y una mañana, mientras su madre y sus hermanas estaban fuera, se marchó a Colonia.

—Estaba segura —le dijo a Reiter— de que aquí te encontraría o encontraría a alguien muy parecido a ti.

Y eso era todo lo que había pasado, a grandes rasgos, desde que se besaron en el parque, cuando Reiter buscaba a Hugo Halder y ella a cambio le contó la historia de los aztecas. Por supuesto, Reiter no tardó en darse cuenta de que Ingeborg se había vuelto loca, si no lo estaba ya cuando la conoció, y también se dio cuenta de que estaba enferma o tal vez sólo fuera hambre lo que tenía.

Se la llevó a vivir con él al sótano, pero como Ingeborg tosía mucho y no parecía estar bien de los pulmones, buscó un nuevo alojamiento. Lo encontró en una buhardilla de un edificio semiderruido. No había ascensor y algunos tramos de la escalera eran inseguros, con escalones que cedían gradualmente al peso de los usuarios, cuando no con agujeros que se abrían al vacío, un vacío hecho de materiales de construcción donde aún era dable ver o adivinar las esquirlas de las bombas. Pero ellos no tuvieron problemas en vivir allí: Ingeborg apenas pesaba cuarentainueve kilos y Reiter, aunque muy alto, era delgado y huesudo y los escalones soportaron perfectamente bien su peso. No sucedió lo mismo con otros inquilinos. Un brandenburgués pequeño y simpático que trabajaba para las tropas de ocupación se cayó por el agujero que había entre el segundo y el tercer piso y se desnucó. El brandenburgués, cada vez que veía a Ingeborg, la saludaba con interés y afecto e indefectiblemente le regalaba en cada ocasión la flor que llevaba prendida en el ojal.

Por las noches, antes de irse a trabajar, Reiter se cercioraba de que a Ingeborg no le faltara nada para que no tuviera que bajar a la calle iluminando las escaleras tan sólo con una vela, aunque en el fondo Reiter sabía que a Ingeborg (y a él también) le faltaban tantas cosas que hacía que sus precauciones se tornaran, en el mismo momento de tomarlas, completamente inútiles. Al principio su relación excluyó el sexo. Ingeborg estaba muy débil y lo único que tenía ganas de hacer era hablar y, cuando estaba sola y las velas no escaseaban, leer. Reiter, en ocasiones, solía follar con las chicas que trabajaban en el bar. No eran sesiones excesivamente apasionadas sino más bien todo lo contrario. Hacían el amor como si hablaran de fútbol, a veces incluso sin dejar de fumar o sin dejar de mascar chicle americano, que empezaba a estar de moda y era bueno para los nervios, el chicle y el follar de esta manera, impersonalmente, aunque el acto estaba lejos de ser impersonal sino más bien objetivo, como si alcanzada la desnudez del matadero lo demás fuera de una teatralidad inaceptable.

Antes de entrar a trabajar en el bar Reiter se había acostado con otras chicas, en la estación de Colonia o en Solingen o en Remscheid o en Wuppertal, obreras y campesinas a quienes les gustaba que los hombres (siempre que tuvieran un aspecto sano) se corrieran en sus bocas. Algunas tardes Ingeborg le pedía a Reiter que le contara esas aventuras, así las llamaba, y Reiter, encendiendo un cigarrillo, se las contaba.

—Esas chicas de Solingen creían que el semen contiene vitaminas —decía Ingeborg—, igual que las chicas que te follaste en la estación de Colonia. Las entiendo perfectamente —decía Ingeborg—, yo también durante un tiempo estuve vagando por la estación de Colonia y hablé con ellas y me comporté como ellas.

—¿Tú también se la mamaste a desconocidos creyendo que el semen te iba a alimentar? —preguntó Reiter.

—Yo también —dijo Ingeborg—. Siempre que tuvieran un aspecto sano, siempre que no dieran la impresión de estar corroídos por el cáncer o por la sífilis —dijo Ingeborg—. Las campesinas que vagaban por la estación, las obreras, las locas que se habían perdido o huido de sus casas, todas creíamos que el semen era un alimento precioso, un extracto de todo tipo de vitaminas, el mejor método para no coger la gripe —dijo Ingeborg—. Algunas noches, antes de dormirme, encogida en un rincón de la estación de Colonia, pensaba en la primera chica campesina que tuvo esta idea, una idea absurda, aunque ciertos médicos prestigiosos dicen que la anemia se puede curar bebiendo semen a diario —dijo Ingeborg—. Pero yo pensaba en la chica campesina, en la chica desesperada que llegó por deducción empírica a esta misma idea. La imaginaba deslumbrada en la ciudad silenciosa contemplando las ruinas de todo y diciéndose a sí misma que ésa era la imagen que siempre había tenido de la ciudad. La imaginaba laboriosa, con una sonrisa en la cara, ayudando a todo aquel que se lo pidiera, y curiosa, también, recorriendo las calles y las plazas y reconstruyendo el perfil de la ciudad en la que siempre, en el fondo, había querido vivir. También, durante aquellas noches, la imaginaba muerta, de cualquier enfermedad, una enfermedad que no le proporcionara una agonía excesivamente lenta ni excesivamente rápida. Una agonía razonable, el tiempo suficiente para dejar de chupar vergas y envolverse en su propia crisálida, en sus propias penas.

—¿Y por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica y no a muchas al mismo tiempo? —le preguntó Reiter—. ¿Por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica, a una campesina, precisamente, y no a un listillo que de esa forma consiguió una mamada gratis?

Una mañana Reiter e Ingeborg hicieron el amor. La muchacha estaba afiebrada y sus piernas, debajo del camisón, le parecieron a Reiter las piernas más hermosas que había visto en su vida. Ingeborg acababa de cumplir veinte años y Reiter tenía veintiséis. A partir de entonces empezaron a follar a diario. A Reiter le gustaba hacerlo sentado junto a la ventana y que Ingeborg se sentara encima de él y hacer el amor mirándose a los ojos o mirando las ruinas de Colonia. A Ingeborg le gustaba hacerlo en la cama, en donde lloraba y se revolvía y se corría seis o siete veces, con las piernas encima de los hombros huesudos de Reiter, a quien llamaba cariño, mi amante, mi hombre, dulzura mía, palabras que a Reiter lo sonrojaban, pues esas expresiones le parecían más bien cursis y por aquella época le había declarado la guerra a la cursilería y al sentimentalismo y a la blandenguería y a lo afectado y a lo recargado y a lo artificioso y a lo ñoño, pero no decía nada, ya que el desconsuelo que adivinaba en los ojos de Ingeborg, y que el placer no podía borrar del todo, lo inmovilizaba como si él, Reiter, fuera un ratón y acabara de caer en una trampa.

Por supuesto, solían reírse, aunque no siempre de lo mismo. A Reiter, por ejemplo, le hacía mucha gracia el vecino brandenburgués cayendo por el hueco de la escalera. Ingeborg decía que el brandenburgués era una buena persona, siempre con una palabra amable en los labios, y además no podía olvidar las flores que le regalaba. Reiter entonces le advertía que no había que fiarse de las buenas personas. La mayoría de ellos, decía, son criminales de guerra que merecían ser colgados en la vía pública, una imagen que a Ingeborg le causaba escalofríos. ¿Cómo podía una persona que cada día conseguía una flor para ponerse en el ojal ser un criminal de guerra?

Lo que suscitaba la hilaridad de Ingeborg, por el contrario, eran cosas o situaciones de apariencia más abstracta. A veces Ingeborg se reía de los dibujos que la humedad trazaba en las paredes de la buhardilla. Sobre el yeso o el revoque veía largas hileras de camiones salir de una especie de túnel, al que ella llamaba, sin ningún motivo, el túnel del tiempo. Otras veces se reía de las cucarachas que cada cierto tiempo entraban en la casa. O de los pájaros que observaban Colonia posados en los artesonados ennegrecidos de los edificios más altos. A veces incluso se reía de su propia enfermedad, una enfermedad sin nombre (eso le causaba mucha risa), que los dos médicos a los que había ido, uno de ellos cliente del bar donde trabajaba Reiter y el otro un viejo de pelo blanco y barba blanca y voz enérgica y teatral, al que Reiter pagaba las visitas con botellas de

whisky, una por visita, y que probablemente, según Reiter, era criminal de guerra, diagnosticaron de forma vaga, a medio camino entre una enfermedad nerviosa y una pulmonar.

Por lo demás, pasaban muchas horas juntos, a veces hablando de los temas más peregrinos, a veces Reiter sentado a la mesa escribiendo en un cuaderno de tapas de color caña su primera novela e Ingeborg estirada en la cama, leyendo. El aseo de la casa lo solía hacer Reiter, así como también las compras, e Ingeborg se ocupaba de cocinar, algo que se le daba bastante bien. Las conversaciones de sobremesa eran extrañas y en ocasiones se convertían en largos monólogos o en soliloquios o en confesiones.

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