2666

2666


La parte de Archimboldi

Página 75 de 88

Hablaban de libros, de poesía (Ingeborg le preguntaba a Reiter por qué no escribía poesía y Reiter le contestaba que toda la poesía, en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba contenida o podía estar contenida, en una novela), de sexo (habían hecho el amor de todas las maneras posibles, o eso creían, y teorizaban sobre nuevas maneras pero sólo hallaban la muerte), y de la muerte. Cuando la vieja dama hacía su aparición, generalmente ya habían acabado de comer y la conversación languidecía, mientras Reiter, con aires de gran señor prusiano, había encendido un cigarrillo e Ingeborg pelaba, con un cuchillo de hoja corta y mango de madera, una manzana.

También: el diapasón de sus voces bajaba entonces hasta convertirse en un murmullo. En cierta ocasión Ingeborg le preguntó si él había matado a alguien. Tras pensárselo un momento, Reiter contestó afirmativamente. Durante unos segundos, que se prolongaron más de lo debido, Ingeborg lo miró fijamente: los labios descarnados, el humo que subía por el saliente de sus pómulos, los ojos azules, el pelo rubio y no muy limpio y tal vez necesitado de un corte, las orejas de adolescente campesino, la nariz que, en contraposición a las orejas, era prominente y noble, la frente de Reiter por la que parecía desplazarse una araña. Unos segundos antes ella hubiera podido creer que Reiter había matado a alguien, a cualquiera, durante la guerra, pero tras mirarlo tuvo la certeza de que él se refería a otra cosa. Le preguntó a quién había matado.

—A un alemán —dijo Reiter.

En la mente fantasiosa y siempre presta al desvarío de Ingeborg la víctima no podía ser otra que aquel Hugo Halder, el antiguo inquilino de su casa berlinesa. Al preguntárselo, Reiter se rió. No, no, Hugo Halder era su amigo. Luego se quedaron callados largo rato y los restos de comida parecieron congelarse sobre la mesa. Finalmente Ingeborg le preguntó si estaba arrepentido y Reiter hizo una señal con la mano que podía significar cualquier cosa. Después dijo:

—No.

Y añadió tras un largo intervalo: a veces sí y a veces no.

—¿Lo conocías? —susurró Ingeborg.

—¿A quién? —dijo Reiter como si lo despertaran.

—A la persona que mataste.

—Sí —dijo Reiter—, vaya si lo conocía, dormía a mi lado, muchas noches, y no paraba de hablar.

—¿Era una mujer? —susurró Ingeborg.

—No, no era una mujer —dijo Reiter, y se rió—, era un hombre.

Ingeborg también se rió. Después se puso a hablar sobre la atracción que sienten algunas mujeres por los asesinos de mujeres. El prestigio de los asesinos de mujeres entre las putas, por ejemplo, o entre las mujeres dispuestas a amar hasta los límites. Para Reiter esas mujeres eran unas histéricas. Para Ingeborg, por el contrario, esas mujeres, que decía conocer, sólo eran jugadoras, más o menos como los jugadores de cartas que acaban suicidándose de madrugada o como los asiduos a los hipódromos que acaban suicidándose en cuartos de pensiones baratas u hoteles perdidos en callejones frecuentados únicamente por gángsters o por chinos.

—En ocasiones —dijo Ingeborg—, cuando estamos haciendo el amor y tú me coges del cuello, he llegado a pensar que eras un asesino de mujeres.

—Nunca he matado a una mujer —dijo Reiter—. Ni se me ha pasado por la cabeza.

No volvieron a hablar del asunto hasta una semana después.

Reiter le dijo que era posible que la policía norteamericana y también la policía alemana lo estuvieran buscando o que su nombre figurara en una lista de sospechosos. El tipo al que había matado, le dijo, se llamaba Sammer y era un asesino de judíos. Entonces tú no has cometido ningún crimen, quiso decirle ella, pero Reiter no la dejó.

—Todo esto ocurrió en un campo de prisioneros —dijo Reiter—. No sé quién se pensó Sammer que yo era, pero no paraba de contarme cosas. Estaba nervioso porque la policía norteamericana lo iba a interrogar. Por precaución, se había cambiado el nombre. Se hacía llamar Zeller. Pero yo no creo que la policía norteamericana buscara a Sammer. Tampoco buscaba a Zeller. Para los norteamericanos Zeller y Sammer eran dos ciudadanos alemanes fuera de toda sospecha. Los norteamericanos buscaban criminales de guerra con un cierto prestigio, gente de los campos de exterminio, oficiales de las SS, peces gordos del partido. Y Sammer sólo era un funcionario sin mayor importancia. A mí me interrogaron. Me preguntaron qué sabía de él, si él me había hablado de enemigos entre los otros prisioneros. Yo dije que no sabía nada, que Sammer sólo hablaba de su hijo muerto en Kursk y de las jaquecas que padecía su mujer. Me miraron las manos. Eran policías jóvenes y no tenían demasiado tiempo que perder en un campo de prisioneros. Pero no quedaron muy convencidos. Anotaron mi nombre en sus cuadernos y volvieron a interrogarme. Me preguntaron si había sido miembro del Partido Nacionalsocialista, si conocía a muchos nazis, a qué se dedicaba mi familia y dónde vivían. Intenté ser sincero y di respuestas claras. Les pedí que me ayudaran a encontrar a mis padres. Después el campo de prisioneros empezó a vaciarse a medida que llegaban nuevos huéspedes. Pero yo seguía adentro. Un compañero me dijo que la vigilancia era sólo nominal. Los soldados negros tenían otras cosas en la cabeza y no se preocupaban mayormente de nosotros. Una mañana, durante un trasvase de prisioneros, me colé y salí sin ningún problema.

Durante un tiempo estuve vagando por diversas ciudades. Estuve en Coblenza. Trabajé en las minas que comenzaban a reabrir. Pasé hambre. Tenía la impresión de que el fantasma de Sammer estaba pegado a mi sombra. Pensé en cambiar yo también de nombre. Finalmente llegué a Colonia y pensé que cualquier cosa que a partir de entonces me pudiera pasar ya me había pasado antes y que era inútil seguir arrastrando la sombra infecta de Sammer. Una vez me detuvieron. Fue después de una trifulca en el bar. Llegaron los PM y nos llevaron a unos cuantos a la comisaría. Buscaron mi nombre en un

dossier, pero no encontraron nada y me dejaron ir.

Por aquellos días conocí a una vieja que vendía cigarrillos y flores en el bar. Yo a veces le compraba uno o dos cigarrillos y nunca le puse problemas para que entrara. La vieja me dijo que durante la guerra había sido adivina. Una noche me pidió que la acompañara a su casa. Vivía en la Reginastrasse, en un piso grande pero tan lleno de objetos que apenas se podía caminar. Una de las habitaciones parecía el almacén de una tienda de ropa. Ahora te diré por qué. Cuando llegamos sirvió dos vasos de aguardiente y se sentó a la mesa y sacó unas cartas. Te voy a echar las cartas, me dijo. En unas cajas encontré muchos libros. Recuerdo que cogí las obras completas de Novalis y la

Judith de Friedrich Hebbel, y mientras hojeaba estos libros la vieja me dijo que yo había matado a un hombre, etcétera. La misma historia.

—Fui soldado —le dije.

—En la guerra estuvieron a punto de matarte varias veces, aquí está escrito, pero tú no mataste a nadie, lo cual tiene mérito —dijo la vieja.

¿Tanto se me nota?, pensé. ¿Tanto se me nota que soy un asesino? Por supuesto, yo no me sentía un asesino.

—Te recomiendo que te cambies de nombre —dijo la vieja—. Hazme caso. Yo fui la adivina de muchos jefazos de las SS y sé lo que digo. No cometas la estupidez típica de las novelas policiacas inglesas.

—¿A qué te refieres? —le dije.

—A las novelas policiacas inglesas —dijo la vieja—, al imán de las novelas policiacas inglesas que primero infectó a las novelas policiacas norteamericanas y luego a las novelas policiacas francesas y alemanas y suizas.

—¿Y cuál es esa estupidez? —le pregunté.

—Un dogma —dijo la vieja—, un dogma que se puede resumir con estas palabras: el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.

Me reí.

—No te rías —dijo la vieja—, hazme caso a mí, que soy de las pocas personas de Colonia que verdaderamente te aprecian.

Dejé de reírme. Le dije que me vendiera la

Judith y las obras de Novalis.

—Te los puedes quedar, cada vez que vengas a verme te puedes quedar con dos libros —dijo—, pero ahora presta atención a algo mucho más importante que la literatura. Es necesario que te cambies de nombre. Es necesario que no vuelvas nunca más al lugar del crimen. Es necesario que rompas la cadena. ¿Me entiendes?

—Algo entiendo —le dije, aunque en realidad sólo había entendido, y muy gozosamente, la oferta de los libros.

Después la vieja me dijo que mi madre vivía y que cada noche pensaba en mí y que mi hermana vivía y que cada mañana y cada tarde y cada noche soñaba conmigo y que mis zancadas, como las zancadas de un gigante, resonaban en la bóveda craneal de mi hermana. De mi padre no dijo nada.

Y luego empezó a amanecer y la vieja dijo:

—He oído cantar a un ruiseñor.

Y luego me pidió que la siguiera hasta una habitación, la que estaba llena de ropa, como la habitación de un ropavejero, y hurgó entre los montones de ropa hasta volver a aparecer, victoriosa, con una chaqueta de cuero negro, y me dijo:

—Esta chaqueta es para ti, te ha estado esperando todo este tiempo, desde que murió su anterior dueño.

Y yo cogí la chaqueta y me la probé y efectivamente parecía hecha expresamente para mí.

Posteriormente Reiter le preguntó a la vieja quién había sido el anterior propietario de la chaqueta, pero sobre este punto las respuestas de la vieja eran contradictorias y vagas.

Una vez le dijo que había pertenecido a un esbirro de la Gestapo y otra vez le dijo que había sido de un novio suyo, un comunista muerto en un campo de concentración, e incluso en cierta ocasión le dijo que el anterior dueño de la chaqueta fue un espía inglés, el primero (y el único) espía inglés que había saltado en paracaídas en las cercanías de Colonia durante el año de 1941, para hacer una exploración sobre el terreno para una futura sublevación de los ciudadanos de Colonia, algo que a los propios ciudadanos de Colonia que tuvieron la oportunidad de escucharlo les pareció una barbaridad, pues Inglaterra por entonces estaba perdida, a juicio de los ciudadanos de Colonia y de los ciudadanos de toda Europa, y aunque este espía, según la vieja, no era inglés sino escocés, nadie se lo tomó en serio, más aún cuando los pocos que tuvieron oportunidad de conocerlo lo vieron beber (lo hacía como un cosaco aunque su aguante ante el alcohol era admirable, se le ponían los ojos turbios y miraba de reojo las piernas de las mujeres, pero mantenía cierta coherencia verbal y una especie de elegancia fría que a los honrados y antifascistas ciudadanos de Colonia que lo trataron les parecía un rasgo propio de un carácter temerario y audaz, sin por ello resultar menos encantador), en fin, que en 1941 no estaba el horno para bollos.

A este espía inglés la vieja adivina lo vio, según le contó a Reiter, en sólo dos ocasiones. En la primera le dio alojamiento en su casa y le tiró las cartas. Tenía la suerte de su lado. En la segunda y última le proporcionó ropa y documentos, pues el inglés (o escocés) volvía a Inglaterra. Fue entonces cuando el espía se deshizo de su chaqueta de cuero. Otras veces, sin embargo, la vieja no quería ni oír hablar del espía. Sueños, decía, ensoñaciones, representaciones carentes de sustancia, espejismos de vieja razonablemente desesperada. Y entonces volvía a decir que la chaqueta de cuero había sido de un esbirro de la Gestapo, uno de los que se encargaron de localizar y reprimir a los desertores que a finales del 44 y principios del 45 se hicieron fuertes (fuertes es un decir) en la noble ciudad de Colonia.

Después la salud de Ingeborg empeoró y un médico inglés le dijo a Reiter que la muchacha, esa muchacha guapa y encantadora, probablemente no iba a vivir más de dos o tres meses y luego se quedó mirando a Reiter, que se puso a llorar sin decir palabra, aunque en realidad más que mirar a Reiter el médico inglés se quedó mirando y apreciando con ojos de peletero o de marroquinero su preciosa chaqueta de cuero negro, y finalmente, mientras Reiter seguía llorando, le preguntó dónde la había comprado, ¿dónde he comprado qué?, la chaqueta, ah, en Berlín, mintió Reiter, antes de la guerra, en un establecimiento llamado Hahn & Förster, dijo, y entonces el médico le dijo que los peleteros Hahn y Förster o sus herederos probablemente se habían inspirado en las chaquetas de cuero de Mason & Cooper, los fabricantes de chaquetas de cuero de Manchester, que también tenían sucursal en Londres, y que en 1938 sacaron una chaqueta exactamente igual a la que llevaba Reiter, con las mangas idénticas y el cuello idéntico y el mismo número de botones, a lo que Reiter respondió encogiéndose de hombros y secándose con la manga de la chaqueta las lágrimas que corrían por sus mejillas, y entonces el médico, conmovido, avanzó un paso y le puso una mano en el hombro y dijo que él también tenía una chaqueta de cuero así, como la de Reiter, sólo que la de él era de Mason & Cooper y la de Reiter de Hahn & Förster, aunque al tacto, y Reiter podía creer en su palabra pues él era un entendido, un aficionado a las chaquetas de cuero negro, ambas eran iguales, ambas parecían provenir de la misma partida de cuero que Mason & Cooper utilizaron en 1938 para hacer esas chaquetas que eran auténticas obras de arte, obras de arte, por otra parte, irrepetibles, pues aunque la casa Mason & Cooper seguía en pie, durante la guerra, según sabía, el señor Mason había muerto durante un bombardeo, no por culpa de las bombas, se apresuró a aclarar, sino por culpa de su delicado corazón que no pudo soportar una carrera hacia el refugio o que no pudo soportar el silbido del ataque, el ruido de los destrozos y de las detonaciones o que tal vez no pudo soportar el ulular de las sirenas, vaya uno a saber, lo cierto es que al señor Mason le sobrevino un ataque al corazón y desde ese momento la casa Mason & Cooper experimentó una ligera caída no en la producción sino en la calidad, aunque tal vez decir calidad sea un poco exagerado, sea un poco purista, dijo el médico, pues la calidad de la casa Mason & Cooper era y seguiría siendo incuestionable, si no en el detalle, en la disposición mental, si esta expresión era lícita o permisible, de los nuevos modelos de chaquetas de cuero, en aquello intangible que hacía que una chaqueta de cuero fuera una pieza de artesanía, una prenda artística que caminaba con la historia pero que también caminaba contra la historia, no sé si me explico, dijo el médico, y Reiter entonces se sacó la chaqueta y la puso en sus manos, obsérvela cuanto quiera, dijo al tiempo que se sentaba en una de las dos sillas que había en la consulta y seguía llorando, y el médico se quedó con la chaqueta colgando de las manos y sólo entonces pareció despertar del sueño de las chaquetas de cuero y pudo decir unas palabras de aliento o unas palabras que intentaron componer una frase de aliento, aun a sabiendas de que nada podía mitigar el dolor de Reiter, y luego procedió a ponerle la chaqueta por encima de los hombros, y volvió a pensar que esa chaqueta, la chaqueta de un portero de un bar de putas de Colonia, era exactamente igual que la suya, e incluso por un momento pensó que

era la suya, sólo que un poco más gastada, como si su propia chaqueta hubiera salido de su armario en una calle de Londres y hubiera cruzado el Canal y el norte de Francia con el solo propósito de volverlo a ver, a él, a su propietario, un médico militar inglés de vida licenciosa, un médico que atendía gratis a los indigentes, siempre y cuando los indigentes fueran sus amigos o, a lo sumo, amigos de sus amigos, e incluso por un momento pensó que el joven alemán que lloraba le había mentido, que no había comprado la chaqueta en Hahn & Förster, sino que aquella chaqueta de cuero negro era una Mason & Cooper auténtica, adquirida en Londres, en la casa Mason & Cooper, pero, en fin, se dijo el médico mientras ayudaba al lloroso Reiter a ponerse la chaqueta (tan peculiar al tacto, tan placentera, tan familiar), la vida es básicamente un misterio.

Durante los tres meses que siguieron Reiter se las arregló para pasar la mayor parte de su tiempo junto a Ingeborg. Consiguió frutas y verduras en el mercado negro. Consiguió libros para que ella leyera. Cocinó e hizo el aseo de la buhardilla que compartían. Leyó libros de medicina y buscó remedios de todo tipo. Una mañana aparecieron por la casa las dos hermanas y la madre de Ingeborg. La madre hablaba poco y tenía un trato correcto, pero las hermanas, una de dieciocho años y la otra de dieciséis, sólo pensaban en salir y en conocer los lugares más interesantes de la ciudad. Un día Reiter les dijo que el lugar más interesante de Colonia, precisamente, era su buhardilla y las hermanas de Ingeborg se rieron. Reiter, que sólo reía cuando estaba con Ingeborg, también se rió. Una noche se las llevó al trabajo. Hilde, la de dieciocho, miraba a las putas que recalaban en el bar con un aire de superioridad, pero aquella noche se marchó con dos jóvenes tenientes americanos y no volvió hasta bien entrado el día siguiente, ante la alarma de su madre que acusó a Reiter de trabajar de alcahuete.

La enfermedad, por otra parte, había agudizado la apetencia sexual de Ingeborg pero la buhardilla era pequeña y todos dormían en la misma habitación, lo que cohibía a Reiter cuando volvía de su trabajo a las cinco o las seis de la mañana e Ingeborg le exigía que le hiciera el amor. Cuando trataba de explicarle que con casi total seguridad su madre los oiría, pues no estaba sorda, Ingeborg se enfadaba y decía que ya no la deseaba. Una tarde la hermana menor, Grete, la de dieciséis, se llevó a Reiter a dar un paseo por las manzanas destruidas del barrio y le dijo que su hermana había sido visitada por varios psiquiatras y neurólogos en Berlín y que todos terminaron dando un diagnóstico de locura.

Reiter la miró: se parecía a Ingeborg pero estaba más rellenita y era más alta. De hecho, era tan alta y tenía una pinta tan atlética que parecía una lanzadora de jabalina.

—Nuestro padre fue nazi —le dijo la hermana—, e Ingeborg también, durante aquel tiempo, era nazi. Pregúntaselo. Estuvo con las Juventudes Hitlerianas.

—¿Así que, según tú, está loca? —dijo Reiter.

—Loca de atar —dijo la hermana.

Poco después, Hilde le dijo a Reiter que Grete estaba empezando a enamorarse de él.

—¿Así que, según tú, Grete está enamorada de mí?

—Enamorada hasta el delirio —dijo Hilde poniendo los ojos en blanco.

—Qué interesante —dijo Reiter.

Un amanecer, después de llegar silenciosamente a casa procurando no despertar a ninguna de las cuatro mujeres que dormían, Reiter se metió en la cama y se pegó al cuerpo caliente de Ingeborg y se dio cuenta en el acto de que Ingeborg tenía fiebre y los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que se mareaba, pero tan paulatinamente que la sensación no era del todo desagradable.

Luego notó que la mano de Ingeborg cogía su verga y lo masturbaba y con su mano levantó el camisón de Ingeborg hasta la cintura y buscó su clítoris y comenzó a su vez a masturbarla, pensando en otras cosas, en su novela, que avanzaba, en los mares de Prusia y en los ríos de Rusia y en los monstruos benéficos que moraban en las profundidades de la costa de Crimea, hasta que junto a su mano sintió la mano de Ingeborg que se introducía dos dedos en la vagina y luego untaba con esos dedos la entrada de su culo y le pedía, no, le ordenaba, que la penetrara, que la sodomizara, pero ya, en el acto, sin mayor dilación, cosa que Reiter hizo sin pensárselo dos veces ni medir las consecuencias de lo que hacía, pues bien sabía él cómo reaccionaba Ingeborg cuando la enculaba, pero aquella noche su voluntad funcionaba como la voluntad de un hombre dormido, incapaz de prever nada y sólo atento al instante, y así, mientras follaban e Ingeborg gemía, vio levantarse de un rincón no una sombra sino un par de ojos de gato, y los ojos se alzaron y quedaron flotando en la oscuridad, y luego otro par de ojos se alzó y se instaló en la penumbra, y escuchó que Ingeborg les ordenaba a los ojos, con la voz enronquecida, que se acostaran, y entonces Reiter notó que el cuerpo de su mujer se ponía a sudar y él también se puso a sudar y pensó que eso era bueno para la fiebre, y cerró los ojos y siguió acariciando con la mano izquierda el sexo de Ingeborg y cuando abrió los ojos vio cinco pares de ojos de gato flotando en la oscuridad, y aquello sí que le pareció una señal inequívoca de que estaba soñando, pues tres pares de ojos, los de las hermanas y los de la madre de Ingeborg, tenían cierta lógica, pero cinco pares de ojos escapaban de cualquier coherencia espacio temporal, a no ser que cada una de las hermanas hubiera invitado aquella noche a un respectivo amante, lo que tampoco entraba dentro de sus previsiones ni era factible o creíble.

Al día siguiente Ingeborg estaba malhumorada y todo lo que hacían o decían sus hermanas y su madre le parecía hecho o dicho contra ella. La situación, a partir de entonces, se volvió tan tensa que ni ella podía leer ni él podía escribir. A veces Reiter tenía la impresión de que Ingeborg estaba celosa de Hilde, cuando en buena lid de quien debía estar celosa era de Grete. A veces, antes de marcharse a trabajar, Reiter veía desde la ventana de la buhardilla a los dos oficiales con los que salía Hilde, que se ponían a gritar su nombre y a silbar desde la acera de enfrente. En más de una ocasión bajó con ella las escaleras y le aconsejó que tuviera cuidado. Despreocupada, Hilde le contestaba:

—¿Qué me pueden hacer?, ¿bombardearme?

Y luego se reía y Reiter también se reía con sus respuestas.

—A lo sumo me harán lo que tú le haces a Ingeborg —le dijo una vez, y Reiter estuvo durante mucho rato repitiéndose esa contestación.

Lo que yo le hago a Ingeborg. ¿Pero qué le hacía él a Ingeborg sino amarla?

Por fin, un día la madre y las hermanas decidieron volver al pueblo del Westerwald, en donde se había establecido la familia, y Reiter e Ingeborg volvieron a quedarse solos. Ahora podemos amarnos con tranquilidad, le dijo Ingeborg. Reiter la miró: Ingeborg se había levantado y estaba poniendo un poco de orden en la casa. El camisón era de color marfil y los pies de ella eran huesudos y alargados y casi del mismo color. A partir de ese día la salud de ella mejoró notablemente y cuando llegó la fecha fatídica anunciada por el médico inglés se encontraba mejor que nunca.

Poco después se puso a trabajar en un taller de costura que transformaba los vestidos antiguos en vestidos nuevos, los vestidos pasados de moda en vestidos a la moda. En el taller tenían tres máquinas de coser, pero gracias a la iniciativa de la dueña, una mujer emprendedora y pesimista que no tenía la menor duda de que la Tercera Guerra Mundial empezaría a más tardar en 1950, el negocio prosperó. Al principio el trabajo de Ingeborg estribaba en coser trozos de tela conforme a los patrones que preparaba la señora Raab, pero al poco tiempo y debido al trabajo ingente del pequeño negocio, su labor consistió en visitar tiendas de moda femenina y tomar pedidos que luego ella misma se encargaba de entregar.

Por aquellas fechas Reiter terminó de escribir su primera novela. La tituló

Lüdicke y tuvo que recorrer callejones perdidos de Colonia en busca de alguien que alquilara una máquina de escribir, pues decidió que no se la iba a pedir prestada ni a alquilar a ningún conocido, es decir a nadie que supiera que él se llamaba Hans Reiter. Finalmente encontró a un viejo que poseía una vieja máquina francesa y que, aunque no se dedicaba a alquilarla, hacía una excepción con los escritores.

La cifra que le pidió el viejo era alta y al principio Reiter pensó que lo mejor era seguir buscando, pero cuando vio la máquina, perfectamente conservada, sin una mota de polvo, con todas las letras dispuestas a dejar su impronta en el papel, decidió que bien podía darse el lujo de pagarle. El viejo pedía el dinero por adelantado y aquella misma noche, en el bar, Reiter pidió y obtuvo varios préstamos de las chicas. Al día siguiente volvió y le mostró el dinero, pero entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. Reiter dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Me llamo Benno von Archimboldi.

El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.

—Mi nombre es Benno von Archimboldi, señor —dijo Reiter—, y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio. Los ojos del viejo eran de color marrón oscuro, aunque bajo la débil luz de su estudio semejaban ser de color negro. Los ojos de Archimboldi eran azules y al viejo le parecieron los ojos de un joven poeta, unos ojos cansados, maltratados, enrojecidos, pero jóvenes y en cierto sentido puros, aunque el viejo hacía mucho que había dejado de creer en la pureza.

—Este país —le dijo a Reiter, que aquella tarde se convirtió, tal vez, en Archimboldi— ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo. Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo. Ahora lloramos y nos afligimos y decimos ¡no lo sabíamos!, ¡lo ignorábamos!, ¡fueron los nazis!, ¡nosotros hubiéramos actuado de otra manera! Sabemos gemir. Sabemos provocar lástima y pena. No nos importa que se burlen de nosotros, mientras nos compadezcan y nos perdonen. Ya habrá tiempo para que inauguremos un largo puente de amnesia. ¿Comprende usted lo que quiero decir?

—Lo comprendo —dijo Archimboldi.

—Yo fui escritor —dijo el viejo.

—Pero lo dejé. Esta máquina de escribir me la regaló mi padre. Un padre cariñoso y culto que llegó a vivir hasta los noventaitrés años de edad. Un hombre básicamente bueno. Un hombre que creía, de más está decirlo, en el progreso. Pobre mi padre. Creía en el progreso y por supuesto creía en la bondad intrínseca del ser humano. Yo también creo en la bondad intrínseca del ser humano, pero eso no significa nada. Un asesino, en el fondo, es bueno. Los alemanes eso lo sabemos bien. ¿Y qué? Puedo pasar una noche bebiendo con un asesino y tal vez, al contemplar ambos la aurora, nos pongamos a cantar o a tararear una pieza de Beethoven. ¿Y qué? Puede el asesino llorar en mi hombro. Normal. Ser asesino no es fácil. Eso lo sabemos bien usted y yo. No es nada fácil. Exige pureza y voluntad, voluntad y pureza. La pureza del cristal y una voluntad de hierro. E incluso puedo yo ponerme a llorar en el hombro del asesino y susurrarle palabras dulces como «hermano», «camarada», «compañero de infortunios». En ese momento el asesino es bueno, puesto que es intrínsecamente bueno, y yo soy un idiota, puesto que soy intrínsecamente un idiota, y ambos somos sentimentales, puesto que nuestra cultura tiende irrefrenablemente a la sentimentalidad. Pero cuando la obra se acaba y yo estoy solo, el asesino abrirá la ventana de mi cuarto y entrará con sus pasitos de enfermero y me degollará hasta que no quede una gota de mi sangre.

Ir a la siguiente página

Report Page