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WAHRAM Y CISNE

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WAHRAM Y CISNE

Wahram se hallaba de vuelta en Terminador, antes de que Cisne regresara de la Tierra. En ese punto, la ciudad se deslizaba sobre la inmensa llanura de Cráter Beethoven, y Wahram hizo acopio de coraje para pedir a Cisne si quería acompañarle a una instalación que había en la pared oeste de Beethoven, a escuchar un concierto y ponerse al día. No tuvo más remedio que admitir, al hacer la llamada, que estaba nervioso. Su trato no le reveló nada en particular; ni siquiera pudo predecir si iría a Beethoven con ella o con Pauline. Por otro lado, le gustaba Pauline, así que con un poco de suerte daría lo mismo. Y con suerte, Cisne no insistiría en averiguar todo lo que podía averiguarse acerca de los planes de Alex relativos a los qubos. La inspectora Genette había dejado muy claro que tenían que ocultarle ese detalle.

En cualquier caso, la oportunidad de escuchar algo de Beethoven bastó para animarlo. Hizo la llamada, y Cisne aceptó acompañarle.

Después, Wahram consultó el programa del concierto al que asistirían, emocionado al ver que se trataba de un triplete de transcripciones que no solían interpretarse en directo: en primer lugar, un conjunto de vientos interpretaría una transcripción de la sonata para piano Appassionata; seguiría el Opus 134 de Beethoven, que era en sí una transcripción para dos pianos de su Grosse Fugue para cuarteto de cuerda, Opus 133. Por último, un cuarteto de cuerda interpretaría una transcripción propia de la sonata Hammerklavier.

Un programa brillante, pensó Wahram. Se reunió con Cisne en la esclusa sur de Terminador con un ansia tan intensa que superó la inseguridad que sentía a su lado, y también la perspectiva de verse fuera de Terminador, en la superficie de Mercurio. Movimiento necesario hacia poniente, lo cual, en cierto modo, siempre era así, se dijo antes de concentrarse en el concierto. Tal vez no hubiera un motivo real de preocupación. Era interesante pensar que podía sentir un temor irracional hacia el sol.

Ya en el pequeño museo situado en la pared oeste de Beethoven le sorprendió ver que casi eran los únicos, aparte de los músicos que no tocaban. Se sentaron en las filas delanteras para escuchar. La instalación tenía una sala vacía con aforo para unos miles de personas, pero por suerte el concierto se celebraba en una sala lateral que tan sólo disponía de un par de centenares de butacas, dispuestas en semicírculo ante un pequeño teatro construido al estilo griego. La acústica era excelente.

El conjunto de vientos, que superaba en número a la audiencia, encaró el final de la Appasionata de un modo que la convirtió en una de las interpretaciones con instrumentos de viento más impresionantes que Wahram había escuchado jamás. La transcripción dotó a la pieza de un aire novedoso, tanto como hizo Ravel con Cuadros de una exposición, de Mussorgski.

Cuando hubieron terminado, se levantaron dos pianistas, que tomaron asiento ante los pianos de cola encajados uno sobre el otro como dos gatos dormidos. Interpretaron el Opus 134 de Beethoven, su transcripción de la Grosse Fugue. Tuvieron que aporrear los teclados como percusionistas. Wahram escuchó con más claridad que nunca la intrincada pauta de la gran fuga, además de la energía que destilaba la pieza, la visión maníaca de un aplastante mecanismo de relojería. El enconado ataque de las teclas del piano dotó a la pieza de una claridad y una violencia que unos intérpretes de instrumentos de cuerda no hubiesen alcanzado con toda la voluntad y técnica del mundo. Fue maravilloso.

Después el encargado de la transcripción había tomado la dirección contraria, arreglando la sonata para piano Hammerklavier para cuarteto de cuerda. En esta pieza, a pesar de ser cuatro los instrumentos que interpretaban una composición escrita para solista, constituyó un desafío trasladar la intensidad de Hammerklavier. Repartida entre dos violines, viola y cello, fluyó hermosa la melodía: la magnífica angustia del primer movimiento, uno de los mejores compuestos por Beethoven; y luego el final, otra fuga imponente. Todo sonó muy parecido a los cuartetos tardíos a oídos de Wahram, por Dios, la pieza parecía haberse transformado en un nuevo cuarteto tardío. Fue tremendo escucharla. Wahram miró a los demás asistentes y vio que los vientos y los pianistas se hallaban de pie tras las butacas, dejándose llevar por la melodía, los ojos cerrados, como en plena oración; a veces movían las manos ante sí, como dirigiendo o bailando con una pareja invisible. Cisne también se había retirado a ese espacio a bailar. Parecía transportada. A Wahram le complació mucho verlo; también él se sentía transportado al espacio de Beethoven, un espacio imponente sin duda; hubiera resultado sorprendente comprobar que Cisne se mostraba inmune, eso la hubiese mantenido al margen de su simpatía y comprensión.

Después, en un bis, los músicos anunciaron que querían probar un experimento. Separaron ambos pianos, y el cuarteto de cuerda se situó entre ellos, en semicírculo, mirando hacia el interior. Luego interpretaron las dos fugas, tocando sus respectivas piezas, que se solaparon con los instrumentos al revés, aumentando la confusión coral; y las partes tranquilas de ambas llegaron al mismo tiempo, en mitad de la tormenta, revelando la similitud estructural de los dos monstruos. Cuando ambas recuperaron las fugas principales, los seis instrumentos siguieron inmersos en su propio mundo, recorriendo seis melodías distintas en un cruce furioso de proporciones mesiánicas. Lograron terminar al mismo tiempo. Wahram no estaba seguro de cuál de ellas se había recortado para que pudiera darse ese fenómeno, pero en todo caso terminaron a una con gran estampido, y todos los presentes, que ya se habían puesto en pie, no dejaron de aplaudir, vitorear y silbar.

—Maravilloso —dijo después Wahram—. De verdad.

Cisne sacudió la cabeza, no muy convencida.

—Al final ha sido una locura, pero me ha gustado.

Se quedaron para sumarse a las felicitaciones y la conversación de los músicos, muy interesados en saber cómo había sonado para el público. Más de uno dijo que sólo había podido concentrarse en su parte. Alguien puso en marcha una grabación, y Cisne y Wahram escucharon junto a los demás, hasta que los músicos empezaron a pausar la grabación para comentar detalles concretos.

—Ha llegado la hora de volver a Terminador —dijo Cisne.

—De acuerdo. Muchas gracias por esto, ha sido estupendo.

—El placer es mío. Escucha, ¿quieres que nos acerquemos andando a la vía? Después de un concierto así es lo más adecuado. Aquí tienen trajes que podremos usar, y podrás estirar un poco las piernas.

—Pero… ¿tenemos tiempo?

—Sí, claro. Llegaremos al andén mucho antes que la ciudad. No es la primera vez que lo hago.

Ella no debió de reparar en su incomodidad ante la perspectiva de recorrer la superficie de Mercurio. Pero no tuvo más remedio que aceptar. Aunque el resto de los miembros de la audición, así como los músicos, tomaron el tren, a bordo del cual sin duda continuaron comentando el concierto, las transposiciones de Beethoven y demás.

Pero no. Un paseo por un mundo chamuscado. Cuando los trajes que tomaron prestados confirmaron su estanqueidad, salieron por la esclusa de aire y se dirigieron al norte, hacia la vía de Terminador.

Cráter Beethoven poseía la superficie más llana que había visto en Mercurio. Little Bello se hallaba al este, tras el horizonte. Wahram anduvo nervioso. Los frontales iluminaban largas elipses de desierto negro. La puntera de las botas levantaban nubecillas de polvo que flotaban atrás en el terreno calcinado. Las huellas sobrevivirían impresas mil millones de años, pero caminaban sobre una senda compuesta por huellas, de modo que hacía mucho tiempo que se había hecho daño a la superficie. Flanqueando la senda polvorienta, la roca nudosa y granulada era iluminada por la luz de los frontales y respondía al reflejo en forma de diminutas motas de luz diamantina que parecía helada, aunque seguramente se debía a la superficie cristalina. Pasaron por una roca que tenía pintado un Kokopelli; la figura parecía sostener un catalejo en lugar de una flauta, un catalejo que encaraba hacia el este. Wahram estuvo un rato silbando el motivo de la Grosse Fugue, a su ritmo, bajito.

—¿Silbas? —preguntó Cisne, que parecía sorprendida.

—Supongo que sí.

—¡Yo también!

Wahram, que no se consideraba alguien que silbase en público, no continuó haciéndolo.

Coronaron una pequeña elevación. Ante ambos se extendían las vías de Terminador. Aún no había ni rastro de la ciudad; era de suponer que se hallaba más allá del horizonte. La vía más próxima bloqueaba la visión de la mayoría de las que discurrían en paralelo al otro lado. Había oído en algún lado que estaban hechas de una especie concreta de acero, pues a la luz de las estrellas despedía una argéntea luz mortecina. Se alzaban unos metros sobre el terreno, y los gruesos pilones que las sostenían se repartían cada cincuenta metros, más o menos. Le alegró comprobar que al noroeste de su posición había un andén. El tranvía del concierto estaba a punto de llegar.

La luz del sol iluminó un punto elevado del muro occidental de Beethoven. Todo en el paisaje quedó bañado por esa luz incandescente. El alba estaba de camino, lento pero seguro. Cuando asomase por la parte oriental del horizonte, la visión de Terminador sería imponente. Posiblemente aquello era la cúpula del globo, visible ya como un fulgor curvo.

Un destello cegador bañó las vías donde había estado el andén. La roja imagen impresa en su retina se dividía en dos mitades, y mientras adquiría cierta uniformidad las rocas empezaron a llover a su alrededor, levantando nubes de polvo que se desplazaron como salpicaduras. Ambos gritaron, aunque Wahram no entendió lo que dijeron; entonces Cisne gritó: «¡Agáchate y protégete la cabeza!», mientras le tiraba del brazo. Wahram se arrodilló a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros. Ella, por su parte, parecía empeñada en cubrir con los brazos el casco de él, mientras pegaba el suyo al pecho de Wahram. Al echar un vistazo más allá de donde se encontraba ella, vio que las vías donde había desaparecido la plataforma estaban envueltas en una enorme bola de polvo que se había alzado tanto que a punto estaba de emborronar la luz del sol. El amarillo brillante que cubría la parte alta de la nube iluminaba el terreno a su alrededor como una hoguera. Al pie de la nube, la nube brillaba con luz propia; parecía un estanque de humeante lava.

—Un meteoro —dijo, embobado.

Cisne hablaba por el canal común. Unas cuantas rocas más cayeron alrededor de ambos, invisibles hasta que repararon en las explosiones de polvo. Era como si la tierra explotase, como si alguien acabara de detonar minas terrestres. A veces, las rocas que caían ardían de tal modo que dibujaban una estela entre las estrellas. Los alcanzarían o no, lo que constituía una sensación terrible. Cubrirse el casco no parecía que pudiera servir de gran cosa.

El polvo voló sobre ellos, y cayó en el terreno como un velo flotante. Tonos grises coronados de amarillo; cuando la parte superior de la nube de polvo se precipitó bajo los haces horizontales de la inminente luz solar, ambos se vieron sumidos de nuevo en la oscuridad de la noche mercuriana, iluminada tan sólo por el reflejo que proyectaba la lejana pared del cráter. La visión de Wahram aún estaba dominada por franjas rojas que poco a poco perdieron intensidad.

—Hay un grupo de caminantes solares al sur de aquí, en lo alto de la pared del cráter —dijo Cisne, hosca, antes de formular una pregunta por el canal común—. La lluvia ha lastimado a uno de ellos y necesitan ayuda. Acompáñame.

La siguió alejándose de las vías, cegado y confundido.

—¿Una lluvia de meteoritos?

—Eso parece. Aunque las vías poseen un sistema de detección y rechazo, así que no sé qué ha podido pasar. Vamos, ¡tenemos que darnos prisa! Quiero volver a la ciudad. Es… Ahhhh… —gruñó al darse cuenta de que la ciudad estaba condenada—. ¡No! —gritó mientras tiraba de él hacia el sur—. No, no, no, no, no, no. —Una y otra vez mientras caminaban con torpeza, antes de añadir—: Pero ¿cómo es posible?

Wahram no supo decir si se trataba de una pregunta retórica.

—No lo sé —dijo.

Cisne siguió tirando de él. Wahram no apartó la vista del suelo, con el propósito de evitar tropezar con una roca. Las rocas alfombraban el terreno. Quiso recordar lo que había visto, ¿fue un destello? ¿Del cielo? ¿Se había alzado? No, fue un movimiento descendente. Cerró los ojos, pero conservaba las franja roja y las nubes carmesí impresas en la periferia de los párpados. Abrió los ojos y volvió la vista hacia Cisne. Tal vez más adelante podrían repasar la grabación visual del qubo, siempre y cuando existiese una. Ella mascullaba con el tono irritado que reservaba para Pauline.

Lo llevó alrededor de un montículo, y cuando lo dejaron atrás vieron a un grupo formado por tres personas cubiertas con traje de vacío que iban a pie. La visión resultó reconfortante hasta cierto punto, porque una de ellas se dolía de un brazo y caminaba con torpeza. Las otras dos flanqueaban al herido, a quien ayudaban en la medida de lo posible.

—¡Eh! —llamó Cisne por el canal común.

Levantaron la vista y les observaron mientras se acercaban. Una de las personas levantó la mano a modo de saludo. Cisne y Wahram se reunieron con ellos al cabo de unos minutos.

—¡Cómo estáis? —preguntó Cisne.

—Pues contentos de seguir vivos —respondió el que estaba malherido—. ¡Me ha caído una roca en el brazo!

—Ya lo veo. Volvamos a la ciudad.

—¿Qué ha pasado?

—Parece ser que un meteoro ha alcanzado las vías.

—¿Cómo es posible?

—No lo sé. ¡Vamos!

Sin cruzar más palabras los cinco echaron a andar a paso vivo hacia las vías, adoptando una manera de andar a lo marciano que compensaba en la medida de lo posible la gravedad local. Wahram se desenvolvió bien gracias al tiempo que había pasado en Titán, cuya gravedad era la mitad que la local, pero bastante parecida. Juntos descendieron dando saltos por la pendiente, desplazándose en dirección este para cruzarse con la ciudad tan pronto como fuera posible. Había un quejido indistinto en el oído de Wahram, como el que hace un animal dolido. Al principio pensó que procedía del caminante solar malherido, pero no tardó en comprender que era cosa de Cisne. Era su ciudad, su hogar.

Coronaron una elevación desde donde disfrutaron de la visión de la mitad superior de la cúpula de la ciudad, que se imponía sobre el horizonte como la burbuja azul de un universo de bolsillo. Parecía que la ciudad seguía desplazándose.

—Delante tiene un buen tramo de vía dañado —dijo Wahram.

—¡Por supuesto!

—¿Hay algún modo de que supere un tramo así?

—¡No! ¿Cómo quieres que lo haga?

—Yo qué sé. Me preguntaba si era… posible. La mayoría de los sistemas de soporte intentan evitar fallos críticos.

—Claro, pero las vías están protegidas porque existe un sistema de protección contra meteoritos.

—No habrá funcionado.

—¡Eso parece! —gritó ella, de nuevo, con un tono que le horadó el oído, a pesar de modularlo el intercomunicador del traje.

Los caminantes solares hablaban entre ellos. Parecían preocupados.

—¿Qué haremos al llegar? —preguntó Wahram por el canal común.

Cisne dejó de gruñir y preguntó a su vez:

—¿A qué te refieres?

—¿Hay botes salvavidas? Me refiero a si hay transportes capaces de llevarnos al espaciopuerto más cercano.

—Sí, claro.

—¿Suficientes para todo el mundo?

—¡Sí!

—¿Y hay naves en el espaciopuerto más cercano? ¿Las necesarias para toda la población de Terminador?

—Todos los espaciopuertos incluyen alojamiento para mucha gente. Y vehículos para ir al oeste hasta los siguientes. Algunos de los vehículos están capacitados para funcionar adecuadamente en la cara solar.

Mientras se apresuraban por la negra llanura, Terminador se alzó lentamente sobre el horizonte. Podían ver la parte superior del interior de Muro del Alba, mucho más alto de lo que era en realidad, pared y árboles blancos. Una frondosa franja verde señalaba las copas de los árboles del parque. Al pie de los árboles se extendían los cultivos de la granja. Un globo níveo en las vías plateadas abocado hacia su final. No pudieron ver a ninguno de los habitantes de la ciudad, a pesar de tenerla prácticamente encima. No había nadie en las terrazas de Alba de Terminador. El lugar parecía desierto.

Y no había modo de encaramarse. El andén estaba en mitad de la zona de impacto. Todos los asistentes al concierto debían de haber muerto. Dentro de la ciudad vieron tres ciervos, macho, hembra y cervatillo. Los gritos de Cisne subieron una octava.

—¡No, No!

Era extraño encontrarse allí de pie, contemplando la calma mediterránea que reinaba en la ciudad vacía.

Cisne corrió bajo las vías hasta la parte norte de la ciudad, seguida por los demás. Desde ese lado distinguieron un pequeño convoy de vehículos terrestres que se alejaba de ellos a través de una grieta que había en la pared noroeste de Beethoven. Los coches se desplazaban a gran velocidad y pronto desaparecieron tras el horizonte.

—Han evacuado —dijo Wahram.

—Sí, sí. ¿Pauline?

—Supongo que podremos ir andando al espaciopuerto —dijo Wahram, preocupado.

Pero Cisne hablaba con el qubo, y Wahram fue incapaz de seguir la conversación. El tono de voz de ella era cáustico.

—Los coches no volverán —le dijo cuando dejó de discutir con Pauline—. La ciudad frenará automáticamente cuando alcance el tramo roto de vía. Tenemos que irnos. En cada décimo andén hay un ascensor que desciende a un refugio situado bajo la vía, no tenemos más remedio que ir allí.

—¿A qué distancia está el más cercano a poniente?

—A unos noventa kilómetros. La ciudad acaba de pasar uno al este.

—¡Noventa kilómetros!

—Sí, tenemos que ir al este. Sólo son nueve kilómetros. Nuestros trajes se encargarán de protegernos de la luz solar el tiempo que tardemos en llegar.

—O podríamos caminar esos noventa kilómetros.

—No, no podemos. ¿Qué quieres decir?

—Creo que podemos. Hay gente que lo ha hecho.

—Atletas que se han entrenado para ello. Yo camino bastante, y tal vez podría, pero tú no. No puedes hacerlo recurriendo sólo a tu fuerza de voluntad. Y este caminante solar está malherido. No, presta atención, nos dirigiremos hacia el sol. Sólo nos veremos expuestos a la corona, y no más de una hora, puede que un poco más. Lo he hecho a menudo.

—Yo preferiría no hacerlo.

—¡Es que no tienes elección! Vamos, cuánto más tiempo pasemos discutiendo, pasaremos más tiempo expuestos.

Lo cual no podía ser más cierto.

—Muy bien, de acuerdo —cedió él, al tiempo que el corazón empezaba a latirle con fuerza.

Ella se dio la vuelta, extendiendo los brazos hacia la ciudad y gruñendo como un animal.

—Ay, mi ciudad, mi ciudad. Ay… —se lamentó—. ¡Volveremos! ¡La reconstruiremos!

Tras el visor traslúcido del casco vio su rostro bañado en lágrimas. Ella reparó en que la estaba mirando y echó la mano hacia atrás, como para golpearle.

—Vámonos, ¡tenemos que irnos! —Hizo un gesto para abarcar a los tres caminantes solares—. ¡Vamos!

Echaron a correr hacia el este. Cisne aullaba por el canal común, su voz era como el sonido de una alarma que, a pesar de haber cumplido con su cometido, sigue sonando después de producirse el desastre. La figura que corría ante él no parecía capaz de generar semejante sonido, que le llegaba como alfilerazos en los oídos. Habían abandonado en la ciudad a un montón de animales, todo el terrario, una comunidad de plantas y animales. Y ella había diseñado esas cosas. Y aquél era su hogar. De pronto las muestras de dolor le dieron a entender que salvar a los seres humanos que habitaban aquel lugar no había sido suficiente. Muchas cosas se habían quedado atrás. Un mundo entero. Si un mundo muere, su gente deja de importar, eso parecía estar diciendo con esos aullidos.

El alba, como siempre, se mostraba inexorable.

En cierto modo todo aquello era muy interesante: ¿podía modular el miedo, servirse de él, utilizarlo para que le impulsara a adoptar el paso óptimo y llegar lo antes posible al andén situado al este, en pleno y descarnado amanecer? ¿Y ese paso coincidiría con el paso que iba a adoptar la persona a quien seguía? Cisne seguía lamentándose, lloraba y maldecía, acompasando las palabras y sollozos a la carrera que había adoptado. Se impulsaba hacia adelante tras el impacto de las pisadas, incapaz quizá de hacerlo con mayor lentitud, a pesar de lo cual él tuvo problemas para mantenerse a su altura. Tuvo que ceder terreno y mantener su propio paso, confiar en ser capaz al menos de mantener la distancia necesaria para no perderla de vista tras el horizonte. Sin embargo, su rastro lo habría llevado directamente al andén, así que perderla de vista no era tan importante. Los tres caminantes solares habían sacado a Cisne una ventaja considerable, incluso el que estaba malherido. Así que cabía la posibilidad de que sus muestras de infelicidad la estuviesen regazando.

El terreno se hundía y se alzaba de tal forma que alcanzaba a ver varios kilómetros al norte, en cuya dirección las tierras altas quedaban bañadas por la luz solar. Esa parte iluminada del paisaje proyectaba luz sobre el terreno en penumbra por donde corrían, y Wahram distinguía los accidentes del terreno con mayor claridad que nunca, no sólo en Mercurio, sino en cualquier otro lugar. Todo parecía cubierto por una capa de polvo desmenuzado, fruto sin duda del fuerte calor y el intenso frío al que se sometía a diario.

La luz del norte se volvió tan intensa que tuvo que apartar la vista para protegérsela, tuvo que concentrarse en la penumbra que había aún a sus pies. Al frente la quejumbrosa silueta se recortaba contra las estrellas. Se concentró para imprimir un buen ritmo a sus pies, atento al terreno que pisaba, volcada la atención en el paso rápido, eficaz. Un tercio de gravedad podía ser engañoso, puesto que no era ni pesado ni ligero. Tenía potencial para facilitar la carrera, pero una caída no era algo trivial, sobre todo en esa situación. Cisne pisaba terreno conocido y no parecía pensar en absoluto en él.

Siguió corriendo. Normalmente, la distancia que tenían que recorrer le hubiese supuesto unos cuarenta y cinco minutos de carrera, dependiendo del terreno. Incluso para un corredor era lo suficiente para no economizar fuerzas. ¿Iba ella demasiado rápido? No percibió indicios de que estuviese aflojando el ritmo.

Por otro lado, tampoco ampliaba la distancia que le había sacado. Por su parte, él había alcanzado un paso que se creía capaz de mantener. No era ni muy rápido ni muy lento. Resoplaba y aspiraba aire con fuerza, atento al trazado del terreno. Le bastaba con mirar fugazmente al frente para ver a Cisne a un paso de la línea del horizonte. Iban a lograrlo, pero entonces tropezó y para mantenerse en pie tuvo que hacer aspavientos con los brazos, después de lo cual agachó la cabeza y se mantuvo si cabe más pendiente del terreno.

Fue uno de esos momentos donde la conmoción de lo inesperado lo arroja a uno a un espacio distinto. Podía ver las huellas de las botas de Cisne superpuestas al palimpsesto de huellas anteriores. La zancada de ella era más corta que la suya. Él caminaba volando, a pesar de lo cual perdía terreno. Los caminantes solares se hallaban a mitad de distancia del horizonte. Los quejidos de Cisne llenaban sus oídos, pero se negó a bajar el volumen o apagar el intercomunicador.

Entonces el sol parpadeó sobre el horizonte, y de nuevo sintió que el corazón le latía con fuerza. Al principio se alzaron lenguas de fuego anaranjado para luego desaparecer. Creyó recordar que el calor que reina en la corona es más intenso que el de la superficie del sol, mucho más. Corrientes magnéticas, que adoptaban su característica forma de aros de fuego, se alzaron sobre el horizonte para quedar allí suspendidas antes de caer a un lado o a otro. Las llamas del sol alzaban el vuelo en espectaculares explosiones guiadas por los campos magnéticos que se formaban en aquel infierno. Siguió corriendo sin levantar la vista del suelo, y la siguiente vez que miró hacia arriba vio anaranjada la mayor parte del horizonte, el sol en persona, cuyo color naranja estaba remachado de gallardetes y burbujas amarillas. Para lograr que sus ojos pudiesen soportarlo, el visor tuvo que reducir el resto del cosmos al negro. El horizonte era lo único que podía distinguir, una línea no muy alta, ni llana, compuesta de diversas colinas emborronadas. Cisne era una mancha negra, el pictograma de un corredor, su silueta adelgazada por la luz blanca que la bañaba. El suelo bajo sus pies era un mosaico ajedrezado, imposible distinguir los pormenores, de un blanco intenso y un negro insondable, todo junto de tal modo que las partes blancas parpadeaban y le deslumbraban. Tuvo que confiar en que fuese lo bastante llano para seguir corriendo, a pesar de que no se lo parecía. Y entonces, después de otro rato, el blanco fue comiendo terreno al negro y adquirió el aspecto liso de una sábana recién planchada. Se hallaban a plena luz del día.

Empezó a sudar. Probablemente fuese cosa del miedo, aunque también se debía al hecho de que había apretado aún más el paso. El traje emitió un zumbido audible mientras se esforzaba por mantener su temperatura corporal, un ruido no muy audible pero preocupante. El sudor le resbalaba por los costados y las piernas, hasta acumularse en la costura que sellaba el traje sobre las botas. No creía posible que llegara a acumularse el suficiente para ahogarse en él, pero tampoco estaba seguro de que eso fuese imposible. El destello negro de Cisne recortado contra el sol se había convertido en una especie de imagen de cuento de hadas, constantemente explotaba al desaparecer para reaparecer con una nueva explosión de luz. Creyó ver que se volvía para mirarle, pero no se atrevió a saludarla con el brazo por miedo a perder el equilibrio y caer. Ella parecía haber perdido altura; es más, de pronto pensó que sólo la veía de rodillas para arriba. El horizonte estaba tan lejos como lo estaría en Titán. Eso suponía que probablemente se encontraba a cinco o diez minutos de ella.

Entonces la parte superior del andén asomó a su izquierda por el horizonte, junto a la vía más meridional, y Wahram apretó el paso una vez más. Es posible sacar fuerzas de flaqueza en cualquier esfuerzo cuando se divisa el final.

En esa ocasión, sin embargo, parecía haber estirado al máximo sus fuerzas. De pronto parecía inmerso en un intento desesperado por aferrarse a cualquiera que fuese la velocidad que llevaba. Jadeaba, y tuvo que concentrarse para adoptar un ritmo respiratorio coordinado con los pasos pesados que daba, aspiraba y exhalaba cada dos pasos. Le daba miedo levantar la vista y ver que la corona abarcaba la práctica totalidad del trecho visible del horizonte oriental; la curva parecía sugerir que con el tiempo llenaría casi todo el cielo, como si lo que se alzara ante ellos fuese una especie de sol universal. Mercurio parecía una bola que rodaba hacia esa luz.

El sudor le llegaba a la altura de los muslos, y se preguntó de nuevo si podría ahogarse en él. Claro que podría beberlo y salvarse. Por suerte le llegaba una corriente de aire fresco a la altura del rostro.

El visor ajustó la polarización, y la textura del sol a través del cristal negro articuló un millar de lenguas de fuego. Grandes campos tentaculares se movían al compás, regiones enteras ondulaban como las zarpas de un felino en el agua. Parecía un ser vivo, una criatura hecha de fuego.

El andén era un bloque negro en la negrura, y Cisne un fugaz movimiento oscuro. La alcanzó, se detuvo, jadeó unos instantes con las manos en las rodillas, de espaldas al sol. Ella había dejado de quejarse, aunque de vez en cuando emitía un gemido. Los caminantes solares habían descendido ya en ascensor, y ella estaba esperando a que subiera de nuevo.

—Lo siento —dijo Wahram cuando recuperó el habla—. Siento llegar tarde.

Ella miraba hacia el sol, cuatro dedos por encima del desigual horizonte oscuro.

—Dios mío —dijo ella—. Míralo, tú sólo míralo.

Wahram intentó hacerlo, pero era demasiado brillante. Demasiado grande.

Entonces un segmento de la corona se alzó inmenso, más alto que ningún otro antes, como si el sol intentara extender la mano y quemarlos con su tacto.

—¡No! —gritó Cisne, que empujó a Wahram hacia la puerta, protegiéndolo con su cuerpo al interponerse ante el sol, escudándolo mientras maldecía en voz alta y presionaba con fuerza los botones de llamada del ascensor.

—¡Vamos, deprisa! —gritó—. Eso es una llamarada, eso es malo. Para cuando las ves ya te han consumido.

Finalmente las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron deprisa. Las puertas se cerraron a continuación, vio que el rostro de Cisne tras el visor estaba bañado en lágrimas.

Cisne sorbió ruidosamente.

—Maldita sea, eso ha sido una llamarada en toda regla —dijo. Cuando el ascensor se detuvo y salieron, preguntó a los caminantes solares—: ¿Alguno de vosotros lleva encima un dosímetro?

—Si quieres saberlo es que no quieres saberlo —respondió uno de ellos como quien recita un refrán.

Cisne se volvió hacia Wahram, con mayor hosquedad en la expresión de la que le había visto.

—¿Pauline? —dijo—. Busca el dosímetro del traje. —Escuchó un rato, se llevó la mano al pecho, hincando una rodilla en el suelo—. Mierda —dijo con un hilo de voz—. Estoy muerta.

—¿Cuánto tienes? —quiso saber Wahram, asustado. Comprobó la lectura de los medidores que incluía el traje en la muñeca; mostraba una punta de radiación de 3,762 sievert. Maldijo entre dientes. Necesitarían una buena dosis de reparación de ADN la próxima vez que recibiesen tratamiento. Eso si llegaban a hacerlo. Repitió la pregunta—. ¿Cuánto tienes?

Ella se levantó sin mirarle.

—No quiero hablar de ello.

—Más sol de la cuenta —dijo Wahram.

—No se trata de eso, sino de la llamarada. Mala suerte.

Los caminantes solares asintieron al escuchar aquellas palabras, y Wahram experimentó una leve náusea.

Se hallaban ante una escotilla de acceso. Las puertas del ascensor se cerraron a su espalda, y se abrió la puerta situada en el extremo opuesto de la escotilla, a lo que siguió un leve estallido de aire en el ambiente. Accedieron a una amplia estancia de techo bajo, de la que partían varios corredores y en cuyas paredes había no menos puertas.

—¿Es un refugio? —preguntó Wahram—. ¿Tenemos que quedarnos aquí hasta que el sol deje de iluminar esta cara? ¿Podemos?

—Forma parte de todo un complejo —explicó Cisne—. Fue construido para ayudar en la construcción de las vías. Cada décimo andén tiene un complejo así, y hay un conducto que los conecta. Una especie de túnel de trabajo.

Los caminantes solares comprobaban ya algunas de las puertas que había en una de las paredes.

—¿Podemos desplazarnos por el túnel y alcanzar la cara oscura? ¿Obtener ayuda?

—Sí. Aunque me pregunto si podremos pasar por la zona donde ha impactado el meteorito. Supongo que podemos acercarnos a echar un vistazo.

—¿Cuenta con calefacción y aire?

—Sí. Después de que algunos muriesen al bajar a refugiarse, las estaciones cuentan con ciertas garantías mínimas para garantizar la supervivencia. Creo que hay que renovar el aire del túnel sección a sección a medida que avanzas por él. Es como encender la luz.

Uno de los caminantes solares alzó ambos pulgares, y Cisne se quitó el casco, gesto que imitó Wahram.

—¿Tenéis comunicación por radio? —preguntó uno—. La nuestra no funciona, y estamos pensando que quizá el sol la ha estropeado. El teléfono que hay aquí tampoco funciona. No podremos decir a nadie dónde estamos.

—Pauline, ¿estás bien? —preguntó Cisne en voz alta.

—¿Cómo está el qubo? —quiso saber Wahram al cabo de un rato, pues Cisne guardaba silencio.

—Está bien —dijo ella sin dar más detalles—. Dice que mi cabezota la ha mantenido aislada.

—¡Será posible!

Siguieron a los caminantes solares por el corredor, y bajaron una escalera que daba a un vestíbulo lleno de puertas.

La mayor estancia de todas contenía un montón de sofás y mesas bajas, además de la barra alargada de un autoservicio de comidas. Cisne se presentó y presentó a Wahram a los demás caminantes solares, personas de edad y sexo indefinidos. Inclinaron la cabeza educadamente tras las presentaciones, pero no se identificaron.

—¿Cómo tienes el brazo? —preguntó Cisne al malherido.

—Roto —se limitó a contestarle, alzándolo un poco—. He recibido un golpe seco, pero supongo que la roca era pequeña y caía con fuerza. Salió proyectada tras la caída del meteorito.

Wahram pensó que ése al menos era joven.

—La vendaremos —dijo uno de los otros, que también era joven—. Podemos intentar inmovilizarlo, y atarlo a algo que lo mantenga rígido.

—¿Alguno de vosotros pudo ver la caída del meteorito? —preguntó Cisne.

Los tres negaron con la cabeza. Wahram pensó que todos eran jóvenes, la clase de personas que caminan por Mercurio antes del amanecer, dejándose inundar por visiones solares. Claro que por lo visto Cisne también era una de esas personas. Un espíritu joven, supuso.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—Podemos seguir el túnel a poniente hasta llegar al siguiente espaciopuerto situado en la cara oculta —propuso uno de ellos.

—¿Creéis que podremos pasar por el trecho de túnel donde ha caído el meteorito? —preguntó Cisne.

—Ah, no, no había pensado en ello —respondió uno.

—Quizá sí —dijo el del antebrazo fracturado.

El tercero inspeccionaba los armarios que había en una pared.

—Nunca se sabe.

—Lo dudo —opinó Cisne—. Pero supongo que podemos acercarnos a ver. No está a más de quince kilómetros de aquí.

Quince sólo. Pensó Wahram sin decirlo en voz alta. Se quedaron mirándose unos a otros.

—Venga, vamos —dijo Cisne—. Echemos un vistazo. No quiero quedarme aquí de brazos cruzados.

Wahram contuvo un suspiro. No tenían muchas opciones. Y si podían llegar a poniente, y se daban prisa, alcanzarían la cara oscura y, con suerte, el espaciopuerto adonde había ido la gente de Terminador.

Así que se dirigieron a la puerta que daba al oeste, situada en el extremo de la sala, y salieron a un corredor débilmente iluminado por una serie de luces cenitales que formaban parte del techo. Las paredes del túnel eran de roca, en ciertos puntos resquebrajada, en otros surcada por marcas de taladro cuyo trazado ascendía a la izquierda y descendía a la derecha. Anduvieron hacia el oeste a buen paso. El que tenía el brazo fracturado era quien más corría de todos, aunque uno de los otros caminantes solares se mantuvo en todo momento a su altura. Nadie cruzó una palabra. Al cabo de una hora hicieron un breve descanso, sentados en salientes de roca. Otra hora.

—¿Ha obtenido Pauline una imagen del impacto? —preguntó Wahram a Cisne cuando echaron de nuevo a caminar. El túnel era lo bastante amplio para que tres o cuatro personas caminasen a la misma altura, tal como demostraban los caminantes solares que encabezaban la marcha.

—Lo he comprobado, pero no es más que un destello en la parte lateral de la grabación. Unos milisegundos de luz antes de una rápida explosión hacia arriba que se produce con una fuerte descarga de calor. Pero, ¿a qué viene ese calor? No hay atmósfera que combustionar, así que no tiene sentido. Es como si proviniera de otra parte, no sé, de algún otro lado. De otro universo.

—Habrá que buscar otra… explicación —no pudo evitar decir Wahram.

—Pues adelante —replicó ella con el tono que empleaba para regañar a su qubo.

—No se me ocurre nada —admitió Wahram con calma.

Caminaron en silencio. Era de suponer que, llegado cierto punto, se encontraran bajo la ciudad. Sobre ellos Terminador ardía bajo una lluvia de luz.

Entonces el túnel al frente pareció terminar. Todos se habían puesto de nuevo el casco, aunque sólo fuera por ser la manera más sencilla de transportarlo, así que encendieron la luz para poder ver. Una masa de roca llenaba el túnel desde el suelo hasta el techo. Allí hacía frío.

—Será mejor que presurizar los cascos —dijo Cisne al tiempo que su visor se cerraba.

Wahram la imitó.

Permanecieron de pie, contemplando el derrumbe.

—Muy bien —dijo Cisne, desanimada—. No podemos ir a poniente, así que supongo que tendremos que ir al este.

—Pero ¿cuánto tardaremos? —no pudo evitar preguntar Wahram.

Ella se encogió de hombros.

—Si nos quedamos aquí sentados, pasarán ochenta y ocho días hasta que salga el sol. Si caminamos será menos.

—¿Recorrer la mitad de Mercurio a pie?

—Menos de la mitad, porque caminaríamos mientras el planeta girase alrededor del sol. Ésa es la clave. Lo que quiero decir es… ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡No pienso quedarme aquí sentada tres meses!

Vio que estaba de nuevo al borde de las lágrimas.

—¿Y cuánto dices que es? —preguntó, pensando en aquello de «la mitad de Titán» que había mencionado antes. Se le hizo un nudo en el estómago.

—Unos dos mil kilómetros. Pero si caminamos al este y recorremos alrededor de treinta kilómetros diarios, acortaremos el tiempo de espera hasta unos cuarenta días, más o menos. Así que podríamos reducirlo a la mitad. A mí me parece que vale la pena hacerlo. Y no tenemos por qué caminar continuamente. Me refiero a que no es como si fuéramos caminantes solares. Caminamos un día, comemos, dormimos de noche, y luego caminamos otra vez. Establecemos una pauta diaria. Si caminamos doce horas de cada veinticuatro, que no es moco de pavo, nos ahorraremos aún más días. ¿Qué dices, Pauline?

—¿Podríamos escuchar la voz de Pauline? —solicitó Wahram.

—Ahora no. Acaba de decirme que doce horas de caminata a diario nos acortaría el total en torno a cuarenta y cinco días. A mí me basta.

—Bueno, eso es mucho caminar —dijo Wahram.

—Lo sé, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Quedarnos aquí sentados el doble de ese tiempo?

—No, supongo que no —admitió él.

Aunque no se haría necesariamente tan largo. Tiempo suficiente para releer a Proust y a O’Brian, además de repasar un par de vez la saga del Anillo. El ordenador que llevaba en la muñeca estaba muy bien surtido. Pero teniendo en cuenta cómo le miraba ella, no se sintió con ánimos de expresar aquellos pensamientos.

—Daré voz a Pauline —dijo Cisne, como quien hace una concesión para obtener algo a cambio.

Solitur ambulando —dijo Pauline—. Que en latín equivale a «El movimiento se demuestra andando», según Diógenes de Sinope.

—Así demuestras que el movimiento es algo real —aventuró Wahram.

—En efecto.

—Yo de eso ya estaba convencido. —Wahram exhaló un suspiro.

Una vez volvieron al andén del que provenían, hicieron acopio de provisiones. A los tres caminantes solares les encantaba la perspectiva de pasarse seis o siete semanas caminando; de hecho no se apartaba demasiado de su rutina habitual. Se llamaban Tron, Tor y Nar. Que Wahram pudiese apreciar no pertenecían a un sexo determinado, y se le antojaban muy jóvenes y sencillos; se pasaban la vida andando por Mercurio, y parecían ajenos a cualquier otra cosa, o tal vez no hablaban mucho con extraños. Pero lo poco que decían le parecía pueril y muy provinciano. Aunque por supuesto había terrarios enteros llenos de personas así, él se había acostumbrado a pensar en los mercuarianos como gente muy sofisticada, conocedora de la historia, el arte y la cultura. Poco a poco había ido descubriendo que eso no era así. Recordó que siempre había pensado que quienes veneraban el sol debían de ser seguidores de los diversos cultos solares del antiguo Egipto, de Persia, de la civilización Inca… pero no. Únicamente les gustaba el sol.

Por lo visto pasarían unas cuantas noches durmiendo en el suelo del túnel en los trechos que mediaban entre estaciones.

—Cada tres días —dijo Cisne—. Así podremos aprovisionarnos y nos obligará a mantener un buen ritmo.

—Es posible que podamos hacer más —se atrevió a intervenir Tron.

Tron era el del brazo fracturado, así que Wahram se mordió la lengua y no mencionó que en lo que a él concernía, treinta y tres kilómetros diarios podían ser más que suficiente, incluso más de la cuenta. La perspectiva de convertirse en un lastre para los demás era descorazonadora. Sea como fuere, Cisne supervisaba la carga de las mochilas que había encontrado en los armarios de emergencia: los cascos de los trajes de vacío, oxígeno de emergencia, botellines de agua, comida, colchones de aire, recipiente y hornillo. Un rollo de sábanas de aerogel, cuyo aspecto no hacía pensar que proporcionasen mucho calor. El túnel mantendría esa temperatura, aseguró Cisne, y lo cierto era que hacía bastante calor.

De modo que echaron a andar por el túnel, una empresa no muy distinta de las expediciones espeleológicas de larga duración. Incluyeron luces frontales en las mochilas, aunque por el momento no fuesen necesarias, ya que en el techo había luces cálidas cada veinte metros más o menos, que iluminaban de sobras la roca desnuda del túnel. Cisne dijo que se hallaban a unos quince metros bajo tierra. El túnel había sido excavado en el lecho de roca o regolito, con un acabado de calor que había causado frecuentes vetas de colores minerales que recordaban a la superficie cortada de ciertos meteoritos. En algunos trechos, las curvas de plata se extendían sobre peltre, seguido por negro azabache. El acabado del suelo permitía un buen agarre al pisar. La curva pronunciada de Mercurio hacía que las luces más distantes se fundieran en una única franja luminosa. Era como si pudiesen contemplar todo el arco del planeta, lo que para Wahram suponía un vago consuelo. La idea de cubrir treinta y tres kilómetros diarios durante más de cuarenta días seguidos le parecía una locura. Tenía que forzarse a recordar que se encontraban cerca de la latitud cuarenta y cinco, por tanto la distancia no era tanta como hubiese sido en el ecuador. Creyó recordar que a veces las vías de Terminador caían incluso más al sur. Es decir, podría haber sido peor.

En fin. Caminar durante una hora, en un túnel que apenas experimenta cambios, y únicamente de modo iterativo. Parar, sentarse en el suelo, descansar un poco; luego caminar una hora más. Al cabo de tres horas, parar y comer. Ese intervalo era muy largo, similar a una semana o más en tiempo humano, en el tiempo del pensamiento. Eso hacían tres veces antes de parar a preparase una comida más elaborada, y echarse a dormir durante ocho o nueve horas.

Hora, hora, hora; hora, hora, hora; hora, hora, hora.

La sensación de que el tiempo se estiraba caló hondo en Wahram. No supo decir por qué se le hacía tan largo; creía que la repetición de las rutinas diarias facilitaría y aceleraría el paso del tiempo, pero no fue así. En lugar de ello todo se alargó, un alargamiento muy, muy prolongado. Al final de cada jornada, cuando se sentaba con los pies doloridos, tan cansado que ni siquiera podía dormir, se tumbaba en el colchón hinchable y decía: «Uno menos, treinta y siete por delante», o «treinta y tres», y sentía una leve punzada de desesperación. Cada hora parecía una semana. ¿Cómo podían soportarlo?

Los caminantes solares solían ir algo adelantados, y para cuando Wahram y Cisne se reunían con ellos para descansar, siempre los encontraban preparando un té. Entonces, mucho antes de que Wahram estuviera listo para levantarse y volver a la carga, las jóvenes fieras ya se habían adelantado, casi disculpándose, con una inclinación de cabeza o un gesto. La mayor parte del tiempo la pasaba, por tanto, en compañía de Cisne.

A ésta no la hacía muy feliz la perspectiva de aquella caminata, a pesar de haber sido idea suya. Tan sólo la hacía porque la alternativa era mucho peor. Era algo por lo que había que pasar en mudo silencio. Algunos días se adelantaba, y otros se rezagaba. «Un día de estos voy a ponerme enferma», dijo en una ocasión. Wahram tuvo claro que a ella le gustaba menos la situación que a él, mucho menos, como ella misma llegó a confesarle. La odiaba, dijo; sufría de claustrofobia, no podía soportar pasar mucho tiempo encerrada; necesitaba una copiosa cantidad de luz solar, mucha variedad en sus rutinas cotidianas y en los estímulos sensoriales que recibía. Eran sus necesidades, dijo a Wahram de un modo que no fue precisamente equívoco.

—Esto es horrible —exclamaba a menudo, recalcando una a una las sílabas que componían el adjetivo—. Horrible, horrible, horrible. No lo lograré.

—Cambiemos de tema —sugería entonces Wahram.

—¿Cómo voy a cambiar de tema? Esto es ho-rri-ble.

La interminable repetición de este asunto ocupaba el primer trecho de la jornada de doce horas que se repartían entre caminar y descansar. Después de media hora así, Wahram solía juzgar apropiado señalar que tenían que cambiar de tema si querían evitar una innecesaria repetición que supondría una carga para ambos.

—¿Ya te has cansado de mí? —concluía Cisne de estas observaciones.

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