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WAHRAM Y CISNE

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—No, en absoluto. De hecho me entretiene mucho. Incluso diría que estoy interesado. Pero este tema, el del viaje que se hace por necesidad sumido en un estado de infelicidad, es muy limitado. Ya hemos visto hasta dónde puede llegar. Quiero una historia distinta.

—Qué suerte tienes, porque precisamente iba a cambiar de tema.

—Pues sí, qué suerte la mía.

Cisne echaba a andar al frente. No había motivo para apresurarse a decir lo siguiente porque disponían de todo el día. Wahram la observaba mientras caminaba delante de él; sus pasos eran elegantes, largos, estaba acostumbrada a esa gravedad por tratarse de su hogar y los ejecutaba con sinuosa eficacia.

Podía sacarle ventaja en un abrir y cerrar de ojos. No parecía enferma. A menudo, a su espalda, la oía mantener largas charlas con su qubo. Por el motivo que fuera, había ajustado la voz de Pauline para que se oyera desde fuera; quizá porque respetaba la promesa que había hecho a Wahram. Las conversaciones entre ambas sonaban siempre a discusión; la voz de Cisne era más audible y autoritaria, pero el tono agudo de Pauline, levemente enmudecido por la piel de Cisne, poseía también cierto peso. Dependiendo de cómo se los programase, los qubos podían ser feroces adversarios en una discusión, capaces de sacar punta a cualquier argumento. Hubo una vez que logró mantenerse a la altura lo bastante para escucharlas, y topó con una conversación que llevaba rato en marcha.

—Pobre Pauline, ¡yo en tu lugar me sentiría tan desdichada! —decía Cisne—. ¡Lo siento mucho por ti! ¡Debe de ser terrible no tener más que un conjunto de algoritmos!

—Se trata de un recurso retórico llamado anacoenosis, según el cual uno finge ponerse en el lugar de su oponente —dijo Pauline.

—No, en absoluto —aseguró Cisne—. Te prometo que lo siento de veras. No tener más que esa capacidad, no disponer de más de un puñado de algoritmos mal conjuntados… En fin, me refiero a que, teniendo eso en cuenta, te las apañas bastante bien.

—Y ahora el recurso retórico de la sincoresis, mediante el cual se hace una concesión antes de renovar el asalto.

—Puede que tengas razón. En realidad no sé por qué pensé que eras tonta, dado el inmenso poder que poseen tus argumentos. A pesar de todo…

—Y ahora juntas el sarcasmo con la aporía con la mala intención que he mencionado antes, la de una momentánea expresión de duda, a menudo fingida, antes de renovar el ataque.

—Y ésta es la defensa llamada sofisma, por la cual, cuando no tienes nada, recurres a la palabrería. Puede que tengas razón, puede que todo se divida en conciencia inteligente y conciencia estúpida. Eso explicaría muchas cosas.

Pero Pauline no parecía dispuesta a ceder terreno.

—Por mí puedes poner el registro de nuestra conversación en manos de un comité que juzgue a ciegas si existe diferencia entre tu conciencia y la mía.

—¿De verdad? —preguntó Cisne—. ¿Me estás diciendo que puedes aprobar el test de Turing?

—Depende de quién formule las preguntas.

Cisne rió, burlona, pero aquello la divirtió de verdad. Wahram lo notaba por su forma de reír. Así que al menos al qubo se le daba bien eso.

Ambos se alternaban a la cabeza de la marcha cada media hora, aunque sólo fuese para señalar el paso del tiempo y cambiar de vista, pues no había ningún otro motivo para ello. No siempre conversaban; eso habría sido imposible, pensó. En cualquier caso, caminaban en silencio durante muchos minutos. Sobre ellos, las luces del túnel parecían recular independientemente, como si caminaran en lo alto de una inmensa rueda de Ferris, y apenas lograsen mantener el ritmo respecto de la rotación. Al cabo de una hora a Wahram le dolían los pies, así que no le suponía un problema tener que sentarse. Utilizaban los colchones de aerogel como cojín. La comida provenía de envoltorios de aluminio que encontraban entre el equipamiento de emergencia de las estaciones, y en su mayor parte era blanda. Al cabo de un tiempo por lo general les bastaba con beber agua, aunque disponían de unos polvos que mezclar en ella, si así lo deseaban.

Por lo general hacían descansos de media hora. Si lo alargaban más, Wahram se enfriaba y Cisne se impacientaba. Por su parte los caminantes solares se habrían alejado más de la cuenta, así que Wahram se ponía en pie y echaba de nuevo a andar.

—¿Crees que encontraremos bastones para caminar en alguna de las estaciones?

—Lo dudo. Podemos buscarlos en la siguiente. Tal vez hallemos algo que podamos usar a modo de bastón.

—¡Bueno, cuéntame algo! ¡Háblame de ti! —le soltaba a veces, al cabo de uno de sus periodos de silencio—. ¿Qué es lo primero que recuerdas?

—No sé —decía Wahram, intentando recordarlo.

—Lo primero que recuerdo —dijo Cisne en una ocasión— se remonta a cuando, según mis padres, tenía tres años. Mis padres formaban parte de una casa que decidió trasladarse al otro extremo de la ciudad. Creo que nos cambiamos de asiento, con tal de contemplar la otra mitad del campo al pasar. O quizá no fuese cierto. El caso es que allí había un montón de carros, y ambas casas trasladaban sus cosas de un lado a otro. Todo lo que poseía mi familia cabía en un carro y dos carros de mano. Mi madre me llevó dentro cuando la casa quedó vacía y me asusté, creo que a eso se debe que lo recuerde. Mi cuarto parecía mucho más pequeño que el anterior, vacío incluso, y verlo así me asustó, como si todo hubiese dado un paso atrás, como si el mundo se hubiera encogido. Llenamos las habitaciones para hacerlas mayores. Luego salimos, y la otra imagen que conservo, además de la del cuarto vacío, consiste en todo lo que había en el suelo del carro, y el resto de la gente de pie junto a él en la cuneta, bajo una arboleda. Más allá de los árboles se alzaba el Muro del Alba.

Anduvo un rato en silencio, y Wahram sintió el gruñido del que se servía su estómago para anunciar la proximidad de otra cena.

—Pero a esta altura todo ha quedado consumido por el fuego —dijo ella.

Su voz había adoptado un tono inusualmente calmo. Por lo visto, ya no se lamentaba por lo sucedido de igual modo que antes.

—Todo habrá pasado muy rápido cuando el sol se haya alzado lo bastante para que la ciudad quede iluminada tras el Muro del Alba.

—Sé que las vías no se funden en la cara iluminada —señaló Wahram—. ¿Alguna otra cosa?

—La infraestructura de la ciudad estará bien —concedió ella—. La cáscara. Algunos metales, la cerámica, mezclas de ambos. Cristal metalizado. Acero, el inoxidable. El acero de austenita. Ya veremos. Supongo que será interesante comprobar qué aspecto tiene cuando caiga de nuevo la noche. Todo se habrá quemado excepto el marco, supongo. En cuanto el sol se abata sobre ello, las plantas empezarán a morir. A estas alturas ya se habrán muerto, todas las plantas y los animales, incluso las bacterias y demás. Tendremos que reconstruirla.

—Quizá —dijo él.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, creo que querrán averiguar qué le ha pasado a las vías, para verse capaces de evitar que suceda otra vez. O adoptar un diseño distinto. Tal vez, librar a la ciudad de las vías, y desplazarse por el paisaje sobre ruedas.

—Eso requeriría de locomoción —objetó ella—. Tal como están las cosas, las vías impulsan a la ciudad hacia adelante.

—Bueno, entonces será interesante ver qué sucede. —Wahram titubeó—. Sería inútil reconstruir para que con el tiempo sucediese lo mismo.

—Si se trata de un accidente poco probable, entonces también lo es que vuelva a producirse.

—Pensaba que se habrían contemplado todas las posibilidades.

—Yo también. ¿Sugieres que se trata de un ataque?

—Sí, bueno, al menos lo he estado pensando. Piensa en lo que nos pasó en Ío.

—Pero ¿quién querría atacar Terminador? —quiso saber Cisne—. Atacan la ciudad, pero fallan por un puñado de kilómetros, a pesar de lo cual acaban con ella, dejando con vida a sus habitantes.

—No lo sé —dijo Wahram, incómodo—. Corren rumores de un conflicto entre Marte y la Tierra, dicen que podría desembocar en una guerra.

—Sí —dijo ella—, pero al final siempre se tacha de imposible, porque todo el mundo es muy vulnerable. Destrucción mutua asegurada. Lo de siempre.

—Siempre me he preguntado por ello —admitió Wahram—. Pero ¿y si lograses que el primer golpe pareciese un accidente, y sale tan bien que nadie sabe quién es el responsable, y entretanto la víctima se ha evaporado? Esta posibilidad te lleva a pensar en que la destrucción mutua asegurada no es algo seguro.

—¿Quién pensaría tal cosa? —preguntó Cisne.

—Casi cualquier potencia de la Tierra podría efectuar los cálculos. Se encuentran más a salvo que cualquiera de nosotros. Y Marte no ve más allá de la nariz, y no hay forma de herirlo de muerte con una sola flecha. No, no estoy seguro de que no pueda haber una potencia ahí fuera que albergue un sentimiento de invulnerabilidad. O una ira tan fuerte que le haga ignorar las consecuencias.

—Pero ¿a qué atribuirlo? —preguntó Cisne—. ¿Qué causaría semejante ira?

—No lo sé… La comida, tal vez, el agua, la tierra, el poder… el prestigio… la ideología… las diferencias. La locura. Son los motivos habituales, ¿no?

—Supongo que sí —dijo, aterrada, tras aquel listado, como si todo aquello no formase parte del discurso mercuriano, aunque en realidad no fuera más que Maquiavelo o Aristóteles. Pauline podría citarlos de carrerilla.

—En fin, el caso es que me interesa mucho ver qué comenta la gente cuando salgamos de aquí —siguió Wahram.

—Sólo quedan treinta días —señaló ella, malhumorada.

—Paso a paso —dijo él.

—¡Vamos, por favor! Dicho así parece una eternidad.

—En absoluto. Pero no insistiré.

Y al cabo de un rato, añadió:

—Resulta interesante comprobar cómo llega el momento en que te sientes hambriento. No lo estabas y, de pronto, lo estás.

—Eso no es interesante.

—Me duelen los pies.

—Eso tampoco lo es.

—Me duele a cada paso, o cada dos pasos. Fascitis plantar, creo que se llama.

—¿Quieres parar a descansar?

—No. Sólo me duelen un poco, pero no es para tanto. Y al rato entran en calor, antes de cansarse.

—Odio esto.

—Pero aquí nos tienes.

Pasó la hora de caminata. Pasó el rato de descanso. La siguiente hora también pasó. El resto que siguió también lo hizo. EL túnel mantuvo su aspecto de siempre, sin cambiar un ápice. Cada tres noches llegaban a una estación igual que la anterior, excepto en algunos aspectos. Las inspeccionaban en busca de estas diferencias. En lo alto del túnel del ascensor de cada estación se encontraba la superficie, expuesta a pleno sol mercuriano y los cerca de 700 grados Kelvin de las superficies que alcanzaba, ya que al no haber atmósfera ésta no tenía temperatura. En ese punto se hallaban bajo el Cráter Tolstoi, más o menos; Pauline se encargaba de calcular la posición, pero lo hacía por cálculo de estima; allí abajo su pequeña radio no tenía cobertura. Los teléfonos de las estaciones no funcionaban. Cisne supuso que tan sólo cubrían la cabina del ascensor, o eso o todo el sistema se había interrumpido de resultas del impacto, y dada la situación a la que se veía sometida la población de Terminador, y al hecho de que la parte aplastada del túnel había quedado expuesta al sol, no había nadie dispuesto a arreglarlo.

Siguieron caminando hora tras hora. Era fácil olvidarse el paso del tiempo, sobre todo una vez decidieron dejar esa clase de cálculos en manos de Pauline. La seudoiteración era menos seudo que nunca. Se hallaban inmersos en una auténtica iteración. Cisne caminaba delante de Wahram, cabizbaja como un mimo que se muestra el rechazado. Los minutos se arrastraban hasta dar la impresión de multiplicarse por diez; era una expansión exponencial del tiempo, jarabe de la prolongación. Vivían por tanto diez veces más. Buscó algo que decir que pudiera no irritarla. Cisne mascullaba cosas a Pauline.

—De niño solía silbar —dijo, e intentó producir una solitaria nota. Notó que tenía los labios más gruesos que de pequeño. Ah, sí… La lengua en el paladar. Perfecto—. Silbaba las melodías de las sinfonías que me gustaban.

—Pues silba —dijo Cisne—. Yo también lo hago.

—¡De veras!

—Pero si ya te lo dije. Tú primero. ¿Podrías silbar a Beethoven, como lo que escuchamos durante el concierto?

—Sí, bueno, en cierto modo. Algunas de las melodías, al menos.

—Pues adelante.

Hubo un periodo de la juventud de Wahram en que cada mañana la empezaba silbando la Eroica de Beethoven, la innovadora tercera sinfonía que no sólo anunciaba una nueva era musical, sino también del espíritu humano, escrita por Beethoven después de enterarse de que se estaba quedando sordo. Wahram silbó las dos notas primeras que empezaban el primer movimiento, y luego silbó la frase principal, con un tempo al compás de sus pasos. No le costó tanto como creía en un principio. Mientras silbaba no estaba seguro de ser capaz de recordar que venía a continuación, pero cuando alcanzó el momento del cambio, la siguiente melodía surgía encadenada de forma inevitable, y fluía de sus labios de manera satisfactoria. En algún lugar de su interior permanecían aquellas cosas. La secuencia de largas y elaboradas melodías fluían unas junto a otras, con la lógica incontestable del pensamiento del propio compositor. Y esta secuencia estaba formada por una melodía inevitable tras otras. La mayor parte de los pasajes debían enlazarse por contrapuntos y polifonías, y saltó de una parte orquestal a la siguiente, dependiendo de cuál parecía ser la frase principal. Pero debía decirse que incluso como melodías solitarias, silbadas de manera inexperta, la magnificencia de la música de Beethoven era palpable en el túnel. Los tres caminantes solares se demoraron, o eso le pareció, para escucharle mejor. Cuando terminado el primer movimiento, Wahram descubrió que los siguientes tres movimientos acudían a él con la misma facilidad que el primero; así que para cuando hubo terminado, había tardado los mismos cuarenta minutos que le hubiese llevado a una orquesta completar la pieza. Las grandiosas variaciones finales eran tan intensas que casi hiperventiló al ejecutarlas.

—Maravilloso —alabó Cisne cuando hubo terminado—. Realmente bueno. Qué melodías. Dios mío. ¿Podrías silbar más?

Wahram no pudo evitar reírse. Lo meditó.

—Bueno, creo que podría hacer la cuarta, la Quinta, la Sexta, la Séptima y la Novena sinfonías. Puede también que algunas piezas sueltas de los cuartetos y sonatas, aunque me temo que perderé el hilo en muchas de ellas. Quizá no en los cuartetos tardíos, porque no sería la primera vez que silbara tan dulces composiciones. Tengo que intentarlo a ver qué tal sale.

—¿Cómo eres capaz de recordar tantas composiciones?

—Pasé mucho tiempo escuchando sólo esas piezas.

—Qué locura. Muy bien, pues inténtalo con la Cuarta. Puedes interpretarlas por orden.

—Más tarde, si no te importa. Debo descansar. Tengo los labios destrozados, siento como si hubieran doblado su tamaño. Ahora mismo son como un enorme tapón.

Ella rió y no insistió. Pero al cabo de una hora mencionó de nuevo el tema; a juzgar por su tono de voz, lamentaría mucho que no la complaciese.

—De acuerdo, pero únete a mí —propuso Wahram.

—Pero no me sé las melodías. No recuerdo lo que escucho tocar a los demás.

—Eso no importa —aseguró Wahram—. Tú silba. Dijiste que lo harías.

Silbó un rato: un glorioso murmullo musical, exactamente como una especie de canto de pájaro.

—Guau, suena como un pajarillo —aplaudió él—. Glissandos muy fluidos, y unos no-sé-qué, pero igual que un pajarillo.

—Sí, así es. Tengo algunos pólipos de alondra.

—¿Te refieres al… cerebro? ¿Cerebro de ave en tu organismo?

—Sí. Alauda arvensis. También de Sylvia Boren, la curruca mosquitera. ¿Sabías que los cerebros de las aves están organizados de forma totalmente distinta que los cerebros de mamífero?

—Pues no.

—Creía que todo el mundo estaba al corriente de eso. Parte de la arquitectura de los qubos se inspira en el cerebro de las aves, fue algo de lo que se habló largo y tendido.

—No lo sabía.

—Bueno, el pensamiento que elaboramos nosotros los mamíferos se distribuye por capas celulares a lo largo del córtex, mientras que las aves lo hacen en racimos de células, distribuidos como racimos de uva.

—No lo sabía.

—Así que puedes tomar algunas de tus propias células, inocular el nodo de ADN correspondiente al canto de la alondra, para después introducirlo en tu cerebro por vía nasal. Formará un pequeño racimo en el sistema límbico. Entonces, cuando silbes, el racimo enlaza directamente con las zonas preexistentes dedicadas a la música. Son partes muy antiguas. Son casi como las de las aves, de modo que las nuevas encajan con suma facilidad y ya está.

—¿Te hiciste eso?

—Sí.

—¿Cómo te sentiste?

Silbó por toda respuesta. En el túnel, un glissando líquido desembocó en otro: el alegre canto de un ave, allí, en el túnel, con ellos.

—Es asombroso —dijo Wahram—. No sabía que podías hacer eso. Tú tendrías que silbar, en lugar de hacerlo yo.

—¿No te importa?

—Todo lo contrario.

Así que Cisne se puso a silbar mientras caminaban, a veces durante toda la hora que mediaba entre descansos. Interpretaba toda clase de frases, y Wahram pensó que eran tan variadas que debían corresponder al canto de más de dos especies de ave. Pero no estaba seguro, así que se le ocurrió también que Cisne podía verse físicamente limitada en lo vocal como cualquier ave, por tanto aquello tal vez podía ser la variedad de cantos de que disponía un ave de verdad. ¡Hermosa música! A veces se parecía a Debussy, y por supuesto estaban las imitaciones de los pájaros obra de Messaien, pero el silbido de Cisne era extraño, más repetitivo, con infinitas permutaciones de pequeñas figuras, que a menudo repetían insistente trinos de ostinato que le atrapaban con fuerza, a veces hasta el punto de irritarlo.

Cuando dejó de silbar, fue capaz aún de recordar algunas de las melodías. Las ballenas tienen sus cantos, por supuesto, pero las aves deben de ser los músicos del mundo natural por excelencia. A menos que los dinosaurios también tuviesen música propia. Creyó recordar algo relativo a unos grandes agujeros enormes en determinados cráneos de hadrosaurio, inexplicables a menos que los hubiesen utilizado a modo de instrumento de viento. Le pareció interesante imaginar cómo pudieron sonar. Incluso canturreó un poco, probando qué sentía en su propio pecho de tonel.

—¿Eso proviene del ave o de ti? —preguntó Wahram cuando hicieron la siguiente pausa.

—Somos uno y lo mismo —respondió ella.

—Mozart tuvo un estornino de mascota que una vez revisó un pasaje que había compuesto. El ave lo cantó poco después de interpretarlo él al piano, pero cambió algunos de los bemoles. Mozart anotó lo sucedido al margen de la partitura. «¡Ha sido maravilloso!», escribió. Cuando el ave murió, el compositor cantó en su funeral y leyó un poema en voz alta. Su siguiente composición, que el editor tituló Una broma musical, tenía un aire a estornino.

—Qué bueno —dijo Wahram—. Es cierto que las aves siempre parecen inteligentes.

—Las palomas no —dijo ella. Entonces, con un tono más sombrío, añadió—: O bien tienes una inteligencia específica alta, o bien una inteligencia general alta, pero ambas no.

Wahram no supo qué responder a eso; aquella reflexión había cambiado el humor de Cisne.

—En fin —dijo—. Tendríamos que silbar juntos.

—¿Te refieres a que nosotros dos tenemos ambas?

—¿Cómo?

—Nada, nada. De acuerdo.

Wahram recuperó la Eroica, y en esa ocasión ella se sumó al silbido, aportando a las melodías el contrapunto aviario o de triple. Sus partes encajaron en las suyas a la manera de cadencias internas, o como improvisaciones jazzísticas, y en los pasajes más heroicos de Beethoven, los cuales sucedían con cierta frecuencia, sus aportaciones se alzaron al paso furioso de la invención, sonando como si el ave que había en su interior hubiese sido conducido a un ataque por la audacia del compositor.

Silbaron así varios dúos conmovedores. El tiempo transcurrió de un modo como no lo había hecho antes. Necesitas el don del tiempo, pensó, para explorar un placer así. Podía repasar todas las obras de Beethoven que conocía; y después, las cuatro sinfonías de Brahms, tan nobles y sentidas; sin olvidar las últimas tres sinfonías de Chaikovski. Todas las grandes partes de la banda sonora de su oh-muy-romántica juventud. Y entretanto, Cisne se apuntó a un bombardeo, y sus aumentos aportaron un tono improvisado y barroco, cuando no vanguardista, a las melodías, aportaciones que a menudo sorprendieron a Wahram. La aguda cualidad de su sonido debió de alcanzar una gran distancia, porque a veces los caminantes solares reducían el paso para limitarse a caminar al frente, atentos a la música, silbando en ocasiones, sin mucho tino pero con entusiasmo. La conclusión de la Séptima de Beethoven fue particularmente satisfactoria gracias a su aportación como banda acompañante; y cuando se levantaron después del descanso para reemprender la marcha, los caminantes solares a menudo pedían escuchar el lamento con que arrancaban las trompas de la Cuarta de Chaikovski, cuando su primer tema, presente la sensación de que existía un destino que los regía, un destino oscuro, imponente.

Al final de una de sus interpretaciones compartidas de la Novena de Beethoven todos sacudieron la cabeza maravillados, y Nar se volvió hacia ellos y dijo:

—Señores, desde luego silbáis como nadie. ¡Qué melodías!

—Bueno, el mérito es de Beethoven —puntualizó Wahram.

—¡Ah! Creía que lo llaman silbar.

—Pensamos que lo estabais improvisando —explicó Tron—. Estábamos impresionados.

Más adelante, cuando los tres jóvenes se habían adelantado, Wahram dijo:

—¿Todos los caminantes solares son así?

—¡No! —protestó Cisne, algo molesta—. Ya te dije que yo misma soy caminante solar.

Wahram no quería que se enfadase.

—Dime, ¿llevas en el cerebro alguna otra cosa interesante?

—Sí —dijo sin abandonar cierto tono amargo—. Hay una Inteligencia Artificial anterior, de cuando era niña, que me implantaron en el corpus callosum para tratar unos temblores que sufría. Y un pedazo de un antiguo amante. Pensamos que compartiríamos ciertas respuestas sexuales si compartíamos algo así, de modo que probamos a ver. Pero no nos llevó a ninguna parte, y supongo que ese pedazo sigue ahí. Hay otras cosas, pero no quiero hablar de ello.

—Ay, querida, ¿tan confuso resulta?

—No, en absoluto. —Cada vez sonaba más contrariada—. ¿Tú no llevas nada dentro?

—En cierto modo sí. Supongo que todos lo hacemos —respondió con un tono tranquilizador, dispuesto a quitar hierro al asunto, a pesar del hecho de que jamás había oído mencionar que alguien se hubiese sometido a tantas intervenciones como ella—. Me recetaron vasopresina y oxitocina.

—Ambas provienen de las vasotocina —dijo ella con autoridad—. Sólo existe un aminoácido de diferencia entre las tres, de modo que yo tomo la vasotocina.

Es muy antigua, tanto que controla el comportamiento sexual de las ranas.

—Dios mío.

—No, de veras, es lo único que necesitas.

—No sé qué decirte. Yo estoy contento con la oxitocina y la vasopresina.

—La oxitocina es para la memoria social —comentó ella—. Sin ella no repararías en la presencia de los demás. Yo necesito más. Supongo que también necesito más vasopresina.

—La hormona de la monogamia —dijo Wahram.

—La monogamia en el macho. Pero sólo un tres por ciento de mamíferos son monógamos. Creo que incluso los pájaros superan esa cifra.

—Los cisnes —sugirió Wahram.

—Sí. Y yo soy Cisne hija de una Cisne. Pero no soy monógama.

—¿No?

—No. Excepto en lo que respecta a mi fidelidad a las endorfinas.

Él arrugó el entrecejo, pero dio por sentado que ella bromeaba e intentó seguirle la corriente.

—¿Eso no es como tener un perro o algo parecido?

—Me gustan los perros. Los perros son lobos.

—Pero los lobos no son monógamos.

—No, pero las endorfinas sí lo son.

Él exhaló un suspiro, pensando que había perdido la discusión, o que tal vez era ella quien lo había hecho.

—Es el tacto del ser amado lo que estimula las endorfinas —dijo, zanjando así el asunto. No pudo silbar el final de la Sonata Claro de Luna.

Esa noche, durmiendo en el túnel con la manta sobre las sábanas de aerogel que los aislaban del frío del suelo, despertó al notar que Cisne se había arrimado a él y que dormía espalda contra espalda. El flujo resultante de oxitocina le alivió un poco las caderas doloridas; así podía interpretarlo uno. Por supuesto, el anhelo de dormir con alguien, el placer de dormir con alguien, no era exactamente sinónimo de sexo. Lo cual era reconfortante. En el extremo opuesto, las tres fieras yacían apretujadas entre sí como gatitos. Los túneles eran cálidos, a menudo demasiado, pero en el suelo hacía frío. Escuchó su respiración débil, una especie de ronroneo. Algunos opinaban que los genes felinos hacían que uno se sintiera bien, y aquello era como una especie de canturreo. Sentías placer, ronroneabas y te sentías mejor aún: una respuesta que llevaba a sentir mayor placer, y vuelta y vuelta y vuelta, todo ello al ritmo de la respiración, sonaba como cuando la escuchabas. Una especie de música distinta. Aunque sabía muy bien que a veces los gatos enfermos ronronean al experimentar un alivio momentáneo, o incluso cuando esperan sentirse mejor e intentan adelantarse al ciclo. Había vivido con un gato que hacía eso cuando se acercó el momento de su muerte. Un gato viejo de cincuenta años es un animal impresionante. La pérdida de aquel antiguo eunuco fue una de las primeras que experimentó Wahram en su vida, así que no había olvidado la pena que había experimentado ante aquel ronroneo próximo a la muerte, el sonido de una emoción tan intensa que costaba atribuirle un nombre. Un buen amigo suyo había muerto ronroneando. Por tanto, ese ronroneo de Cisne le provocó un escalofrío de preocupación.

Caminar aturdidos por el túnel después de haber dormido. Las primeras horas de la mañana. Silbar el lento movimiento de la Eroica, música fúnebre de Beethoven para su sentido del oído, escrita como si agonizara en su interior. «Vivimos una hora y siempre es lo mismo», recitó. Luego el lento movimiento del primero de los cuartetos tardíos, Opus 127, variaciones sobre un tema, tan hermoso y complejo; majestuoso como una marcha fúnebre, pero más esperanzado, más enamorado de la belleza. Y el tercer movimiento que seguía era tan intenso y alegre que podía haberse tratado de un cuarto movimiento.

Cisne le dirigió una mirada furiosa.

—Maldito seas, te lo estás pasando en grande —dijo.

Su risotada de bajo, similar al croar de un sapo, fue una sensación agradable en el pecho, tuvo incluso un aire hadrosáurico.

—«Para él el peligro era como un vino» —gruñó.

—¿Qué es eso?

—Diccionario Oxford de Inglés. O al menos fue ahí donde lo vi.

—Te gustan las citas.

—Hemos recorrido un largo camino, y tenemos un largo camino por recorrer, pero aquí en medio estamos en alguna parte.

—Vamos, ¿qué es eso? ¿El texto de una galleta de la fortuna?

—Creo que de Reinhold Messner.

Realmente Wahram tuvo que admitir que lo estaba disfrutando. Sólo quedaban unos 25 días más; no era una cifra como para arrugarse. Podía soportarlo. Era la seudoiteración más iterativa que viviría jamás; interesante por ser una especie de punto de máximo avance para él. Una reductio ad absurdam. Y el túnel no era tanto una cuestión de privación sensorial como una sobrecarga sensorial, pero en determinados elementos concretos: las paredes del túnel, las luces que discurrían a lo largo del techo, al frente y atrás hasta donde alcanzaba su mirada.

Pero Cisne no lo estaba disfrutando. De hecho, ese día concreto parecía peor que cualquier otro anterior. Incluso redujo el paso, algo que nunca había hecho hasta entonces, hasta el punto en que incluso él tuvo que reducir el ritmo para evitar pasar de largo por su lado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó después de esperarla.

—No. Me encuentro muy mal. Supongo que ya está pasando. ¿Tú sientes algo?

A Wahram le dolían las caderas, las rodillas y los pies. Tenía los tobillos en condiciones. Dejó de molestarle la espalda en cuanto echó a caminar.

—Algo dolorido —admitió.

—Me preocupa esa última llamarada solar que vimos. Para cuando la ves, la radiación ya te ha alcanzado. Me temo que estuvimos a punto de quemarnos vivos ahí. Estoy hecha mierda.

—Yo sólo estoy dolorido, claro que tú te interpusiste entre la llamarada y en el acceso del ascensor.

—Probablemente nos alcanzó de manera diferente. Eso espero. Vamos a preguntar a esas fieras cómo se encuentran.

Y así lo hicieron durante la siguiente parada, donde, a juzgar por la expresión de sus rostros, los caminantes solares habían estado esperando lo bastante para preocuparse.

—¿Cómo estáis? —preguntó Tron.

—No me encuentro bien —admitió Cisne—. ¿Y vosotros tres?

Se miraron entre ellos.

—Muy bien —dijo Tron.

—¿Ni náusea ni diarrea? ¿No os duele la cabeza ni los músculos? ¿Perdéis pelo?

Los tres caminantes solares volvieron a mirarse y se encogieron de hombros. Después de todo, habían sido los primeros en bajar en el ascensor.

—Yo no tengo mucho apetito —dijo Tron—, pero tampoco la comida apetece mucho.

—A mí sigue doliéndome el brazo —comentó Nar.

Cisne los miró, resentida. Eran caminantes solares, jóvenes y fuertes. Hacían lo que acostumbraban a hacer a diario, excepto que bajo tierra y de espaldas al sol. Se volvió hacia Wahram.

—¿Y tú?

—Yo estoy dolorido —respondió—. No puedo apretar el paso más de lo que lo hago, ni más rato, o se me romperá algo.

Cisne asintió.

—A mí me pasa lo mismo. Es más, quizá deba bajar el ritmo. Me encuentro mal. Así que me estaba preguntando si no sería mejor que vosotros tres apretéis el paso y os adelantéis, para que cuando alcancéis la cara oscura, o encontréis a alguien, podáis decirles dónde encontrarnos.

Los caminantes solares asintieron.

—¿Cómo sabremos cuándo hemos llegado? —quiso saber Tron.

—Dentro de un par de semanas, cuando lleguéis a las estaciones, podréis subir en ascensor a la superficie y echar un vistazo.

—De acuerdo. —Tron miró a Tor y Nar, quienes asintieron a su vez—. Nos adelantaremos en busca de ayuda.

—Muy bien. No corráis, no vaya a ser que os hagáis daño.

Después de aquello, Wahram y Cisne anduvieron a solas. Caminaban durante una hora, descansaban media, y así unas nueve veces; luego hacían una comida larga y dormían. Una hora era mucho tiempo; nueve, con sus respectivos descansos, eran como dos semanas. Silbaban de vez en cuando, pero Cisne no se encontraba bien, y Wahram no quería hacerlo solo, a menos que ella se lo pidiera. Cisne hacía un alto y se retrasaba de vez en cuando en el túnel para hacer sus necesidades; «tengo cagarrinas», dijo una vez, «debo vaciar el traje». A partir de entonces se limitó a decir: «Espera un momento», y luego, al cabo de cinco o diez minutos, lo alcanzaba de nuevo y seguían caminando. Estaba chupada. Se volvió irritable, y a menudo mantenía furiosas disputas con Pauline, y en ocasiones también con Wahram. Desagradable y quejumbrosa. A Wahram le molestaba que se mostrase tan injusta, y lo carente de sentido que era todo aquello que la irritaba y que parecía surgir de la nada, de modo que caminaba sin decir palabra, silbando en ocasiones algún que otro pasaje, de modo que sólo él pudiera oírlo. En esos instantes se esforzaba por recordar una lección que había aprendido en la guardería, y era que había que perdonar los puntos bajos de la gente cuyo humor era variable, porque de otra forma no habría manera de aguantarla. En su guardería había seis así, y el humor de uno de ellos era tan variable que se acercaba a la bipolaridad, lo que finalmente obligó a deshacer en parte el grupo, o eso creía Wahram. Él mismo fue uno de los que fueron incapaces en soportar a esa persona en toda su amplitud. Seis personas mantuvieron allí treinta relaciones, y la sabiduría del hex afirmaba que todas tenían los componentes tenían que ser buenos, a excepción de uno o dos, para que durase. Ni siquiera se habían acercado, pero más adelante, Wahram comprendió que la persona cuyo humor era más variable en la mitad superior del ciclo era precisamente a quien más echaba de menos de todo el grupo. Debía esforzarse por recordar ese hecho y actuar en consecuencia.

Una vez, Cisne se había demorado ya diez minutos y no volvía a reunirse con él; a Wahram le pareció oír un gruñido.

Desanduvo sus pasos y la encontró tendida en el suelo, apenas consciente, con el traje de vacío a la altura de los tobillos, en mitad del proceso de defecar. Y sí, gruñía.

—¡Ay, no! —exclamó Wahram, que se acuclilló a su lado. Ella llevaba puesta la camiseta de manga larga, pero bajo la tela la piel estaba azulada y fría en aquellos puntos en que había estado en contacto con el suelo—. Cisne, ¿me oyes? ¿Te duele?

Le sostuvo en alto la cabeza. Ella parpadeaba apenas.

—Maldita sea —dijo Wahram. No quiso levantarle el traje antes de que pudiera limpiarse—. Bueno, voy a limpiarte yo mismo —dijo. Como cualquier hijo de vecino, había cuidado de bebés y ancianos, y sabía lo que había que hacer. En uno de los bolsillos del traje guardaba papel higiénico; él mismo había tenido que tirar mano a toda prisa de ese recurso recientemente, lo que en ese momento le causó mayor preocupación de la que le había causado hasta el momento. Tenía agua, e incluso algunas toallitas húmedas cortesía de su traje. De modo que lo sacó todo, dio la vuelta a las piernas de Cisne y la limpió. Aunque apartó la vista no pudo evitar reparar que en la mata de vello púbico había un pequeño pene con sus testículos, más o menos donde tenía que haber estado el clítoris, puede que un poco más arriba. Ginandromorfismo; no le sorprendió. Terminó de asearla, intentando ser concienzudo y rápido a la vez, y luego le pasó el brazo por su hombro y la levantó —pesaba más de lo que esperaba—, antes de levantarle el traje de vacío hasta la cintura, momento en que volvió a sentarla en el suelo. Le pasó los brazos por las mangas. Por suerte, la Inteligencia Artificial de un traje se comporta como el perfecto mayordomo para acomodar a su ocupante. Pensó en la mochila que cargaba, que descansaba en el suelo; había que cogerla, y decidió ponerla a la espalda de Cisne. Una vez estuvo todo preparado, la levantó y la llevó unos pasos al frente. Al ver que Cisne echaba la cabeza atrás y no recuperaba la conciencia, se detuvo.

—¿Cisne, me oyes?

Ella gruñó, parpadeando. Le pasó el brazo por detrás del cuello y la cabeza, para levantarla.

—¿Cómo? —dijo ella, por fin.

—Te has desmayado —dijo—. Cuando estabas defecando.

—Ah. Irguió la cabeza y rodeó el cuello de Wahram con los brazos.

Él echó a andar de nuevo. Ahora que al menos se aferraba a él había dejado de parecerle tan pesada.

—Tenía la tensión por los suelos —dijo—. ¿Me ha vuelto la regla?

—No, no creo.

—Pues estoy como si la tuviera. Menudo dolor. Pero no me veo hinchada como suelo.

—Tal vez no.

De pronto se sacudió en sus brazos, apartándose de él lo bastante para poder mirarle a la cara.

—Ay, Dios. Mira… Te diré que los hay que no quieren ni ponerme la mano encima. Tengo que contártelo. ¿Sabes esa gente que ingiere algunos de los alienígenas de Encélado?

—¿Que ingieren qué?

—Sí. Una infusión que es una batería de bacterias. Ingieren algo de enceladanos, porque se supone que es beneficioso. Yo lo hice. Hace mucho. Pues los hay que no congenian con la idea. Ni siquiera quieren tocar a nadie que lo haya hecho.

Wahram tragó saliva ruidosamente, experimentando una repentina sensación de náusea. ¿Se debía al microbio alienígena, o al hecho de pensar en él? No había forma de saberlo. Lo hecho hecho está, no había forma de cambiarlo.

—Creo recordar que la batería de bacterias enceladanas no se considera especialmente infecciosa.

—No, eso es verdad. Pero se transmite por los fluidos corporales. Me refiero a que tiene que introducirse en la sangre, creo. Aunque yo los ingerí. Tal vez sólo deba llegar a las entrañas, eso es. Por eso la gente se preocupa. Pues…

—Estaré bien —aseguró Wahram. La llevó un rato, consciente de que ella estaba atenta a la expresión de su rostro. A juzgar por lo que había visto en el espejo al afeitarse, no creía que hubiese gran cosa que valiera la pena contemplarse.

—Te has hecho algunas cosas muy extrañas —dijo sin pretenderlo.

Ella torció el gesto y apartó la vista.

—La condena moral del prójimo se considera una grosería, ¿no te lo parece?

—Sí. Por supuesto. Aunque me he dado cuenta de que lo hacemos constantemente. Pero me refería a lo raro que me parece, no pretendía condenarlo moralmente.

—Ah, claro. Lo extraño es tan bueno…

—¿No? Todos somos extraños.

Ella volvió de nuevo el rostro hacia él.

—Lo soy, eso lo sé. En muchos aspectos. Y supongo que habrás reparado en otro de ellos —dijo, mirándose el regazo.

—Sí —dijo Wahram—. Aunque eso no es lo que te convierte en extraña.

Ella rió débilmente.

—¿Has tenido hijos? —preguntó Wahram.

—Sí. Imagino que eso también te parecerá extraño.

—Sí —dijo él, muy serio—. Aunque yo soy andrógino, y en una ocasión di luz a un hijo. Así que, ya sabes, me parece una experiencia de lo más chocante, sin importar cómo suceda.

Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró con atención, sorprendida.

—Vaya, no lo sabía.

—No se trata de algo que sea relevante para lo que nos concierne —dijo Wahram—. Forma parte del pasado, ya sabes. Además, he llegado a la conclusión de que la mayoría de los viajeros espaciales de cierta edad lo han intentado casi todo, ¿no crees?

—Supongo que sí. ¿Qué edad tienes?

—Ciento once años. ¿Y tú?

—Ciento treinta y cinco.

—Estupendo.

Ella rebulló en sus brazos, levantando un puño con gesto de burlona amenaza.

—¿Crees que podrías caminar por tu cuenta? —preguntó él a modo de respuesta.

—Puede. Déjame intentarlo.

Le puso los pies en el suelo sin soltarla. Ella se apoyó en él y dio unos pasos del brazo de él, irguió la espalda y avanzó lenta, muy lentamente, por su cuenta.

—No tenemos que caminar —le recordó—. Me refiero a que podríamos llegar al siguiente andén y esperar en el refugio.

—Veamos qué tal me va. Siempre podemos tomar la decisión cuando lleguemos.

—¿Crees que ha sido el sol lo que te ha hecho enfermar? —preguntó Wahram—. Porque debo decir que para tratarse de la gravedad de Mercurio, me duelen mucho las articulaciones.

Ella se encogió de hombros antes de responder.

—La llamarada bastó para freír las comunicaciones. Dice Pauline que yo encajé diez sievert.

—Guau. —El índice de Dosis Letal 50 estaba en torno a los treinta, pensó—. Mi consola de muñeca me hubiese avisado si llego a encajar tanto. Cuando comprobé la lectura sólo había subido tres. Claro que tú me cubriste cuando esperábamos a que subiese el ascensor.

—Bueno, no había motivo para que ambos encajásemos un impacto de lleno.

—Supongo que no. Pero podríamos habernos turnado.

—Tú no sabías lo de la llamarada. ¿Cuánto llevas en tu vida?

—Alrededor de los doscientos —respondió él. Todos dependían de la reparación de ADN del tratamiento de longevidad para permanecer en el espacio tanto como lo hacían.

—No está mal —dijo ella—. Yo en los quinientos. —Exhaló un suspiro—. Esto podría ser la puntilla. O puede que sólo haya matado la bacteria que llevo dentro. Creo que eso es lo que ha pasado. Espero. Aunque también se me está cayendo el cabello.

—A mí probablemente me duelan las articulaciones debido a la caminata —dijo Wahram.

—Podría ser. ¿Qué haces para mantenerte en forma?

—Ando.

—Eso no es que ponga a prueba tu aparato cardiovascular.

—Aspiro y expiro mientras camino y hablo. —Intentaba distraerla.

—¿Eso es otra cita?

—Creo que acabo de inventármela. Es uno de mis mantras de la rutina diaria.

—Rutina diaria.

—Me gusta la rutina.

—No me extraña que seas feliz aquí.

—Es cierto, está vida que llevamos se caracteriza por la rutina.

Avanzaron un buen rato en silencio por el túnel. Cuando llegaron a la siguiente estación dieron la jornada por terminada, y se acomodaron dispuestos a descansar unas horas más de la cuenta, además de dormir durante toda la noche. Cisne se alejó por el túnel para hacer algo, y después volvió y se quedó dormida. Pareció descansar bien, sin ronroneos. A la mañana siguiente quería reanudar la caminata, asegurando que se lo tomaría con calma, así que continuaron.

Las luces no dejaron de dibujarse al frente, en el terreno lejano, además de hacerlo en lo alto, en el largo arco cenital. Daba la impresión de que continuamente se disponían a emprender el descenso de una colina. Wahram procuraba clavar la mirada en una luz concreta, pero no podía tener la certeza de que un despiste lo llevase a confundirla por otra. Podía transformarlo en una especie de unidad de medida: la visión del horizonte; multiplicada tantas veces, no estaba seguro de cuántas.

—¿Puedes preguntar Pauline qué distancia nos separa del horizonte? —preguntó una vez.

—Yo lo sé —dijo Cisne, sucinta—. Tres kilómetros.

—Ya veo.

De pronto no le pareció que tuviese mucha importancia.

—¿Silbamos? —preguntó Wahram después de que hubieron caminado durante media hora.

—No. Estoy cansada de silbar. Cuéntame una historia. La tuya, quiero oír cosas que no sepa de ti.

—Ah, eso no será difícil. —De pronto no se le ocurrió por dónde empezar—. Bueno, nací hace ciento once años, en Titán. Mi madre era una mujer procedente originalmente de Calisto, joviana de tercera generación, y mi padre era un andrógino de Marte, que se exilió durante uno de sus conflictos políticos. Crecí principalmente en Titán, pero en aquella época todo estaba muy virgen, había algunas estaciones y unas pocas poblaciones pequeñas cubiertas por cúpula. También viví unos años en Herschel cuando fui a la escuela, y en Phoebe, y en una de las estaciones orbitales polares, y recientemente en Jápeto. Casi todo el mundo en el sistema de Saturno se traslada constantemente para hacerse una idea de conjunto, sobre todo si trabajas de funcionario.

—¿Hay mucha gente que se dedique a eso?

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