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WAHRAM Y CISNE

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—Todo el mundo tiene que pasar por la instrucción básica, y dedicar cierta cantidad de tiempo a Saturno, como lo llaman ellos, y también puede que salga su nombre seleccionado en la lotería para tomar parte en el gobierno. Los hay que, una vez escogidos al azar, llegan a aficionarse al puesto y luego continúan por propia voluntad. Eso es lo que me pasó a mí. Uno de mis últimos destinos fue en Hiperión, un lugar muy pequeño por el que acabé sintiendo mucho aprecio, fue muy extraño.

—Ya estamos otra vez con esa palabra.

—Bueno, es que la vida lo es, o eso me parece. —Canturreó—: La gente es extraña, cuando tú eres extraña. —Pero interrumpió la canción para reanudar su relato—. Hiperión es muy raro. Por lo visto se trata de una colisión entre dos lunas de más o menos el mismo tamaño. Lo que ha quedado parece el lateral de un panal, y el contorno de los agujeros es blanco, mientras que el polvo que llena los agujeros hasta la mitad de su altura es negro. De modo que cuando caminas por los bordes, o flotas sobre esa cara de la luna, recuerda mucho a una hermosa obra de arte.

—Un enorme goldsworthy —dijo ella.

—Algo así. Y es fácil que tu presencia perturbe el lugar, de modo que surgen dudas de cómo levantar una estación, incluso de si debe hacerse, y cómo debería de gestionarse si se instalase una con carácter permanente. Después de ayudar en ese proceso acabé con la sensación de ser el conservador de un museo, o algo parecido.

—Interesante.

—Eso me pareció. De modo que regresé a Jápeto, que también es un lugar increíble para vivir; es como descorrer una cortina y mirar desde otro ángulo para tener una mejor vista del conjunto del sistema, y del motivo de que te cause esa sensación. Allí estudié gobierno de la terraformación, y las artes de la diplomacia, tales como…

—¿El hombre honesto a quien su país envía para mentir en su nombre?

—Ah, desearía que no se ajustase como descripción del diplomático.

Al menos a mí no se me ajusta, y espero que a ti tampoco.

—No creo que podamos escoger lo que significan las palabras.

—¿No? Creo que sí.

—Sólo dentro de ciertos límites —dijo ella—. Pero continúa.

—Bueno, pues después de ese volví a Titán y trabajé allí en su terraformación. Fue durante esos años cuando tuve a mis hijos.

—¿Con parejas?

—Sí, mi guardería tuvo seis padres y ocho hijos. Los veo de vez en cuando. Casi siempre es un placer verlos. Procuro no preocuparme por ellos. Quiero a mis hijos; recuerdo partes de sus vidas que ni siquiera ellos recuerdan. Creo que eso me parece más interesante a mí que a ellos. No importa. La memoria es tramposa. Recuerdas épocas que te gustaron, y quieres recuperar una parte de ellas. Pero sólo obtienes cosas nuevas. Así que procuro contentarme con lo que tengo. Cómo lograrlo no es algo que sea evidente. Creo que cuando afrontas tu segundo siglo se vuelve difícil.

—Nunca dejó de serlo —opinó ella.

—Es verdad. Este mundo me parece muy misterioso. Me refiero a que escucho lo que dice la gente acerca del universo, pero no sé qué utilidad tiene. A mí me suena a sinsentido. Así que coincido con aquellos que dice que tenemos que darle nuestro propio significado. Encuentro útil el concepto de proyecto. Algo que hacer en el presente, y que poder recordar haber hecho en el pasado, algo que esperar a hacer en el futuro, con tal de crear algo. Una obra de arte que no necesite ser artística de por sí, sino algo humano que valga la pena hacerse.

—Eso es existencialismo, ¿verdad?

—Sí, creo que así es, no veo cómo puede evitarse.

—Hmm. —Ella lo meditó. La luz le hacía mechas blancas y brillantes en el cabello negro—. Háblame de eso que llamas guardería. ¿Cómo funcionaba?

—En Titán encontrarás grupos de personas más o menos de una misma edad que fueron educadas juntas y trabajaron juntas. De estos grupos surgirían pequeñas cohortes que se agruparían a su vez para educar niños. Por lo general los grupos consisten de seis personas o menos. Había formas distintas de estructurarlos. Dependía de las compatibilidades. Se creía en esa época que las parejas no bastaban para asegurar una continuidad a largo plazo, que de hecho duraban menos de la mitad que otros modelos, y que los niños necesitaban más. De modo que el número se hizo mayor. Casi todo el mundo lo consideraba un modelo educativo, y no un arreglo de por vida. Por eso se adoptó el nombre de guardería. Con el paso del tiempo se hirieron muchas sensibilidades. Pero si tenías suerte podía ser muy beneficioso una temporada, así que tenías que aprovechar ese periodo y, luego, seguir adelante cuando llegase el momento. Yo aún mantengo el contacto con ellos, aún somos, en cierto modo, parte de la guardería. Pero los niños han crecido, y rara vez nos vemos ya.

—Comprendo.

Pasaron largo rato en silencio, caminando, y Wahram se sentía a gusto en compañía de Cisne, y no estaba dolorido.

Fue entonces cuando Cisne dijo, con vehemencia:

—No puedo soportar más este lugar. Nada cambia. Es como una cárcel, o una escuela.

—Nuestra vida submercuriana —dijo él, un poco ofendido porque se lo había estado pasando bien. Claro que ella estaba enferma—. Pronto terminará.

—No tan pronto como desearía. —Ella sacudió la cabeza, malhumorada.

Siguieron andando, hora tras hora. Todo siguió siendo igual. Cisne caminaba mejor que antes de desmayarse, pero seguía siendo más lenta que al principio. A Wahram no le importaba; de hecho, disfrutaba del paso lento. Aún se sentía dolorido por las mañanas, pero no tenía la impresión de que aquello fuese a peor; tampoco sentía debilidad o náuseas, aunque estaba atento a los síntomas. Por ejemplo, a menudo se sentía algo mareado. Cisne se había arrancado casi todo el cabello.

—¿Y tú? —dijo Wahram una vez—. Háblame más de ti. ¿De veras te pasas horas tumbada y desnuda sobre bloques de hielo? ¿Te hacías cortes en la piel para dibujar en ella con tu sangre?

Ella caminaba por delante, y la vio titubear, antes de detenerse y cederle el puesto.

—Prefiero no tener que volver la cabeza —dijo cuando pasó por su lado—. Y sí —añadió cuando echaron de nuevo a andar—. Hice todas esas cosas, y otros muchos abramovics. Creo que el cuerpo constituye un material excelente para el arte. Aunque eso fue cuando estaba en la cincuentena.

—¿Y antes?

—Nací en Terminador, como ya te dije. En ese momento la estaban construyendo, y yo crecí en la granja cuando aún instalaban los sistemas de irrigación. Fue tremendo cuando llegó la tierra. Llegó en unos tubos enormes, como cemento húmedo, pero en negro. Estuve jugando allí con mi madre mientras cuidábamos de la primera cosecha y las plantas del parque empezaron a crecer. Un lugar estupendo para disfrutarlo de niño. Cuesta creer que todo habrá muerto cuando volvamos a la superficie. Tengo que verlo para creerlo. Pero bueno, allí fue donde crecí.

—El pasado siempre queda atrás —señaló Wahram—. Siga en pie allí el lugar o no.

—Tal vez para ti, oh, hombre sabio, pero yo nunca he sentido eso —dijo ella—. En fin, después estuve viviendo una temporada en Venus, trabajando para Shukra. Luego diseñé terrarios. Más tarde me trasladé para hacer obras de arte, sobre todo paisajes y arte corporal. Los Goldsworthies y abramovics que aún considero interesantes y siguen siendo mi principal fuente de ingresos. Así que voy y vuelvo, trabajando por encargo. Pero tengo mi hogar en Terminador. Mis padres fallecieron, así que mis abuelos, Alex y Mqaret, ocuparon su puesto. Te resultaría imposible criticar el modelo de pareja si los consideraras a ellos. Pobre Mqaret.

—No, lo sé —replicó él—. Yo me refería a educar niños, eso es lo que parece que requiere de más de dos personas. También tú tendrás experiencia en eso.

Ella levantó la vista del suelo para mirarle.

—Uno de ellos anda por ahí. La hija que tuve con Zasha falleció.

—Lo lamento.

—Sí, bueno, era mayor. No quiero hablar de eso ahora.

De hecho redujo el paso, y cuando se volvió para mirarla la vio algo encorvada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Estoy algo débil.

—¿Quieres que paremos a descansar?

—No.

Siguieron avanzando, en silencio.

La ayudó a pasar la hora, pasándole el brazo por la espalda y cargando con parte de su peso. Después de descansar, ella se levantó con dificultad y siguió caminando sin atender a razones. Cuando alcanzaron el siguiente andén, él rebuscó en todos los armarios del lugar, y en el último que registró, porque siempre que buscas algo está en el último lugar posible, encontró una especie de camilla con ruedas con el asidero en un extremo que se alzaba a la altura del pecho. Medía dos metros de largo por uno de ancho y la tabla apenas levantaba del suelo lo que las ruedas.

—Pongamos aquí las mochilas y lo empujaremos —sugirió.

—¿Ahora te ha dado por tirar de mí?

—Llegado el caso, sería más sencillo que llevarte a cuestas.

Ella dejó la mochila en el carro, y a la mañana siguiente echó a andar por delante de él. Al principio, Wahram tuvo que apretar el paso; luego la alcanzó; finalmente redujo la marcha para mantenerse a la altura de Cisne.

Hora tras hora. Sin decir una palabra, a veces ella se sentaba en el carro. Arriba en la superficie, sobre ellos, desfilaban los cráteres y los accidentes del terreno bautizados con los nombres de los grandes artistas de la Tierra; pasaron por debajo de Ts’ao Chan, Philoxenus, Rumi, Ives. Wahram silbó Columbia, the Gem of the Ocean, la cual Ives había incorporado a una de sus peculiares composiciones. Pensó en I Died As Mineral y deseó haberla memorizado mejor.

—Morí como mineral y crecí como una planta, morí como planta y nací animal; ¿cuándo perdí al morir? —citó.

—¿De quién es eso?

—De Rumi.

Más silencio. Caminaban por la larga curva del túnel. Las paredes estaban rotas, era como si les hubiesen dado un tratamiento de calor más intenso del habitual para impermeabilizarlas. Vetas de negro sobre negro. Todo un conjunto de grietas y resquebrajaduras que se extendía hacia el infinito.

Lanzó un gruñido y abandonó el carro para caminar en dirección contraria.

—Un momento, tengo que ir otra vez.

—Ay, buena suerte.

Al cabo de un buen rato oyó un gruñido lejano que quizá correspondía a una petición de ayuda ahogada. Recorrió el túnel, empujando el carro.

Había vuelto a desmayarse con el traje bajado. De nuevo tuvo que limpiarla. Esa vez estaba un poco más consciente, y se limitó a apartar la vista; hubo un momento en que incluso quiso apartarle las manos. En plena faena le miró con ojos llorosos y resentimiento en la mirada.

—Yo no estoy aquí —dijo—. En realidad no estoy aquí.

—Bueno, entonces yo tampoco lo estoy —dijo él, un poco ofendido.

Cayó de espaldas. Al cabo de un rato, dijo:

—Entonces aquí no hay nadie.

Cuando Wahram hubo terminado y ella volvió a estar vestida, la llevó al carro y lo empujó por el túnel. Cisne yacía tumbada sin decir una palabra.

En el siguiente alto que hicieron en el camino le ofreció un poco de agua enriquecida con nutrientes y electrolitos. El carro, como ella había aventurado cuando Wahram lo encontró, empezaba a convertirse en una camilla de hospital. De vez en cuando, Wahram silbaba un poco, a Brahms por lo general. Había una estoica resolución en la melancolía que impregnaba la obra de Brahms que le parecía muy apropiada en ese momento. Aún tenían por delante veintidós días.

Esa noche descansaron en silencio. La escena había dado paso al comportamiento animal que a menudo sigue a crisis como la vivida: mirar a otra parte, los preparativos del sueño efectuados mecánicamente; el dolor que se adentra en el sueño, refugio invisible. La comodidad requería el respeto de la seudoiteración. Lamerse las heridas. Todas esas cosas habían pasado antes y volverían a pasar.

Una mañana, Cisne se levantó e intentó caminar. Al cabo de veinte minutos volvió a sentarse en el carro.

—Esto es preocupante —dijo con un hilo de voz—. Si he perdido tantas células…

Wahram no hizo ningún comentario. Siguió empujando el carro. De pronto, se le ocurrió pensar que tal vez Cisne moriría en el túnel sin que él pudiese hacer nada para evitarlo, y experimentó náuseas, lo que le aflojó las piernas. Una estancia en el hospital hubiese sido beneficiosa.

Después de otro largo silencio, dijo Cisne en voz baja:

—Supongo que antes disfrutaba arriesgando la vida. El subidón del miedo, la adrenalina. La emoción de sobrevivir al peligro. Era una especie de decadencia.

—Eso opinaba mi madre.

—Como en esos cuentos de terror en que los personajes intentan despertar de una pesadilla. Pero todo eso es un error. Pongamos que acompañas a alguien que va a morir. Todas las imágenes que ves salen de los cuentos de terror. Ves que esas imágenes surgen de donde estás, a pesar de lo cual sigues ahí plantado. Y al cabo de un tiempo comprendes que es así como son las cosas. Todo el mundo pasa por eso. Ayudas, pero en realidad no puedes ayudar, tan sólo te sientas y esperas. Con el tiempo sostienes la mano de un muerto. Supuestamente se trata de una pesadilla. Las manos huesudas surgen del suelo para atraparte y arrastrarte, y demás, cuando en la realidad todo es natural. Todo ello es completamente natural.

—¿Sí? —preguntó Wahram, al ver que ella llevaba rato callada.

—El cuerpo intenta seguir con vida —continuó entonces ella—. No es tan… Es natural. Quizá lo comprendas si lo explico de otra manera. Primero muere el cerebro humano, luego el cerebro animal, luego el de lagarto. Como ese Rumi tuyo, sólo que al revés. El cerebro de lagarto intenta con su último soplo de energía mantenerlo todo en marcha. Lo he visto. Es una especie de anhelo. Es una fuerza real. La vida quiere vivir. Pero con el tiempo hay un nexo que se rompe. La energía deja de fluir al lugar donde debe hacerlo. La última batería se agota. Entonces morimos. Nuestros cuerpos regresan a la tierra, vuelven a ser suelo. Un ciclo natural. Y… —Volvió la vista para mirarle—. ¿Y qué? ¿A qué viene el terror? ¿Qué somos?

Wahram se encogió de hombros.

—Animales filósofos. Un extraño accidente. Una rareza.

—O tan comunes como quepa desear, pero…

No continuó.

—¿Dispersos? —aventuró Wahram—. ¿Temporales?

—Solos. Siempre solos. Incluso cuando tocamos a alguien.

—Bueno, eso nos daría que hablar —dijo él, titubeando—. Eso que dices también forma parte de la vida. No sólo se trata de todo ese rollo del lagarto. Salimos al mundo y a veces superamos el foso.

Ella sacudió la cabeza, entristecida.

—Yo siempre caigo en él.

—Hmm. Eso sería un problema —dijo sin mostrarse afectado—. Pero no veo cómo eso puede ser cierto. Teniendo en cuenta lo que me has contado. Y lo que he visto desde que nos conocemos.

—Cómo te sientas es lo que importa.

Pensó en ello un rato. Las luces desfilaron en lo alto, mientras la empujaba en el carro. ¿Sería cierto eso? ¿Lo que uno pensara respecto a lo que hacía lo convertía en bueno o malo, sin importar lo que fuera que hicieras, o lo que los demás percibieran? Después de todo había muchas cosas que dependían del pensamiento. La definición actual médica del término neurótico era sencillamente la tendencia de concebir pensamientos negativos. Si mostrabas esa tendencia, pensó, mirando la cabeza rala de Cisne, si eres neurótico, entonces el material con el que trabajas sería prácticamente infinito. ¿Eso era así? Aquí y allá había grupos de átomos que sentían en su interior que algo importaba, incluso contemplando las estrellas, incluso dentro de un túnel que parecía dar vueltas sobre sí mismo hasta el infinito. Los grupos de átomos se desunían y desmoronaban. Por tanto, enfrentados a eso: ¿buenos o malos pensamientos?

Silbó el principio de la Novena de Beethoven, planteándose arrastrarla por aquel tramo de negros pensamientos hasta la salida, llevada de la mano del viejo maestro y la tragedia descrita en el primer movimiento de la sinfonía. Saltó hasta la frase repetida próxima al final del movimiento, aquella que Berlioz había tomado por fe de locura. La repitió. Era una melodía sencilla que había usado para caminar cuesta arriba toda su vida. Ahora caminaban ladera abajo, pero encajaba perfectamente con su ánimo. Siguió silbando las ocho notas una y otra vez. Seis abajo, dos arriba. Claro y sencillo.

Finalmente, Cisne, sentada ante él en el carro, con la espalda apoyada en la barra de la que se servía él para empujar, habló de nuevo, arrastrando un poco las palabras; lo hizo como si se dirigiera a Pauline.

—Me pregunto si la gente sabe que estamos vivos. Nunca se sabe. Hubo un tiempo en que significó algo, pero luego el tiempo cambio y tú cambiaste y ellos cambiaron. Y entonces desapareció. Ella ya no tiene nada que decirme.

Hubo una larga pausa.

—¿Quién es el padre de tu hijo? Porque son de padres distintos, ¿verdad?

—Sí. No sé quién era el padre. Me quedé embarazada en Fassnacht, cuando todo el mundo se pone una máscara. Me gustó el aspecto de un hombre. Ella sabe quién es, ella lo buscó.

—¿Te gustó el aspecto de un enmascarado?

—Sí. El aspecto de lo que podrías llamar su comportamiento.

—Comprendo.

—No quería complicaciones. En esa época era una práctica convencional. Ahora no lo haría de ese modo. Aunque nunca lo sabes hasta que es demasiado tarde. Desarrollas un foile a deux durante algunos años, es muy intenso, pero es una locura, y cuando sales no puedes mirar atrás sin sentirte… No puedes evitar preguntarte si valió la pena o no. Lo echas de menos, pero también lo lamentas, es estúpido. No dejo de hacer cosas, pero aún no sé qué hacer.

—Vivir y dedicarte al arte —dijo él.

—¿Quién dice eso?

—Creía que tú misma.

—No lo recuerdo. Tal vez sí. Pero ¿qué pasa si resulta que no se me da muy bien el arte?

—Es un proyecto a largo plazo.

—Y hay personas que tardan en demostrar lo que valen, ¿te refieres a eso?

—Sí, supongo. Algo por el estilo. Tú sigues teniendo oportunidades.

—Puede, pero, ya sabes, estaría bien progresar de algún modo. No cometiendo los mismos errores una y otra vez.

—Espirales —sugirió él—. Espiral arriba, donde hacer las mismas cosas a mayor escala. Ahí reside el arte del asunto, sin importar a qué te dediques.

—Tal vez para ti.

—Pero no hay nada inusual en mí.

—Permíteme discrepar.

—No, nada inusual. Soy el príncipe de la mediocridad.

—¿Tan seguro estás de esa definición?

—Soy el ejemplar perfecto de ella. El camino del medio. La mitad del cosmos. Pero sólo en la medida en que la mayoría de la humanidad lo es. Extraño atributo del infinito. De algún modo todos estamos en el medio. En fin, es una manera de verlo que me parece útil. Solía hacer cosas. Para estructurar mi proyecto, por decirlo de algún modo. Parte de una filosofía.

—Filosofía.

—Bueno, sí.

Ella guardó silencio, pensativa.

—Tal vez lo hayamos pasado de largo —sugirió Cisne un día mientras caminaba detrás de él—. Puede que hayamos andado todo el camino bajo el sol y también bajo la cara oculta, y ahora estemos de nuevo bajo el sol. Puede que nos hayamos despistado, que hayamos perdido la noción del tiempo o de la distancia. Quizá nos has jodido bien jodidos con tu ineptitud, igual que Pauline.

—No —replicó él.

Cisne le ignoró, mascullando todas las cosas que podían haberse torcido mientras habían estado bajo tierra. La lista demostró ser asombrosamente larga, de una inventiva retorcida: podían haberse desorientado y caminaban en ese momento en dirección oeste; podían haberse colado en otro túnel que se dirigía hacia el polo norte; podían haber evacuado Mercurio y ellos eran las únicas personas que quedaban en el planeta; podían haber muerto víctimas de la radiación, y el primer ascensor que tomaron los había llevado al infierno. Wahram se preguntó si hablaría en serio, confiando en que no fuese así. Había tantas cosas que la hacían infeliz. Los ritmos circadianos; posiblemente estaba caminando cuando debía de estar durmiendo. Hacía muchos años había descubierto que no podías fiarte de nada que pensaras entre las dos y las cinco de la mañana; en esas horas oscuras el cerebro se ve privado de ciertos combustibles necesarios para funcionar adecuadamente. Se vuelven sombríos los pensamientos y el estado de ánimo hasta adoptar una negritud total. Es mejor dormir o, si eso falla, descartar por adelantado cualquier reflexión o estado de ánimo que se produzca en esas horas, y ver qué trae el nuevo día, visto desde una perspectiva nueva. Se preguntó si podría preguntarle al respecto sin ofenderla. Probablemente no. Ya se mostraba muy irritable, y parecía desdichada.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—Nunca llegaremos a ninguna parte.

—Imagina que no íbamos a ningún lado, incluso antes de llegar a este lugar. No importaría a donde nos moviésemos, porque nunca llegaríamos a ninguna parte.

—Pero eso es un error. Por Dios, cómo odio tus filosofadas. Pues claro que hubiésemos llegado a alguna parte.

—Hemos recorrido un largo camino, y tenemos un largo camino por recorrer.

—Por favor, qué te jodan a ti y a tus galletas de la fortuna. Ahora estamos aquí. Es demasiado largo. Demasiado largo…

—Considéralo un pasaje ostinato. Enconado en su repetición.

Pero ella guardó silencio, y después empezó a gemir. Al principio fue un canturreo, un sonido que ni ella sabía que pudiese hacer. Gruñidos cortos, muestras de pesar. Como quien llora.

—No quiero hablar —dijo cuando él insistió—. Cierra la boca y déjame en paz. No me sirves de nada. Cuando las cosas se tuercen, eres un inútil.

Esa noche llegaron a otra estación subterránea con ascensor. Comió como quien introduce pilas en una máquina. Después se puso a murmurar otra vez, yendo de un lado a otro. Posiblemente hablaba con su Pauline. Así continuó la cosa, con ese murmullo en el oído. Llevaron a cabo las abluciones en el túnel sin incidentes, y luego se tumbaron en las mantas dispuestos a dormir. El murmullo continuó. Al cabo de un rato de sollozar, se quedó dormida.

A la mañana siguiente no quiso comer, hablar o moverse. Siguió tumbada como en estado catatónico, o víctima de un síncope, o sencillamente paralizada.

—¿Puedes hablar, Pauline? —preguntó en voz baja Wahram, al ver que Cisne no decía nada.

Una voz ahogada que procedía del cuello de la mujer respondió que sí.

—¿Qué puedes decirme sobre las constantes vitales de Cisne?

—No —dijo la propia Cisne con la voz de quien habla en sueños.

—Las constantes vitales de que dispongo son prácticamente normales, exceptuando el dato correspondiente al nivel de azúcar en la sangre.

—Tienes que comer —dijo Wahram a Cisne.

Ella no respondió. Le dio con cuchara agua con electrolitos, como quien da de comer a un bebé. Y cuando ella dio unos sorbos sin babear, Wahram dijo:

—Ahí arriba es mediodía. En la superficie, me refiero. Mediodía. El sol está en el punto más alto. Habrá que llevarte arriba para que puedas echar un vistazo al sol.

Cisne abrió un párpado y levantó la vista hacia él.

—Tenemos que verlo —insistió él.

Ella levantó el torso del suelo.

—¿Eso crees?

—¿Es posible? —preguntó a su vez Wahram.

—Sí —respondió ella tras meditarlo unos instantes—. Lo es. Podemos ponernos a la sombra de las vías. A mediodía es menos perjudicial que por la mañana o la tarde, porque los fotones caen rectos y son menos los que alcanzan el traje. Pero no deberíamos quedarnos mucho rato.

—Está bien. Tienes que verlo, y es el momento adecuado. Mediodía en Mercurio. Vamos.

La ayudó a levantarse. Buscó los cascos y los llevó a la cabina del ascensor; volvió para recoger a Cisne, y la acompañó al acceso.

Mientras subían le puso el casco y lo cerró herméticamente, comprobó el nivel de oxígeno e hizo lo mismo con el suyo. Los trajes mostraron lecturas correctas. La cabina del ascensor se detuvo. Wahram sintió fuerte el pulso en las puntas de los dedos.

Las puertas del ascensor se abrieron en el andén superior, momento en que el mundo se volvió blanco. Los cascos ajustaron el paso de la luz, y entonces el mundo se dibujó ante sus miradas negro y blanco. A la izquierda y ligeramente abajo estaban las vías de la ciudad, de un blanco resplandeciente. A la derecha se extendía hasta el horizonte el paisaje mercuriano a mediodía. A falta de atmósfera, la tierra era lo único que encajaba la fuerza del sol; ardía como cubierta por un manto de fuego blanco. El negro del visor era tan profundo que no se distinguían las estrellas. Había una llanura blanca, coronada por un hemisferio negro. El blanco vibraba.

Cisne salió de la cabina al andén.

—¡Eh! —la llamó Wahram, yendo tras ella—. ¡Vuelve aquí!

—¿Cómo quieres que veamos el sol desde ahí? Vamos, no pasa nada si sólo estamos un rato.

—El anden debe de estar a 700 grados Kelvin, como el resto.

—Las suelas de las botas resisten sin problemas esa temperatura.

Asombrado, Wahram la dejó ir. Ella volvió la cabeza para mirar hacia el sol. Wahram no pudo evitar seguir el recorrido de esa mirada hasta recalar en la intensa explosión. Atemorizado, bajó los ojos. La imagen impresa en la retina se demoraba allí para que pudiera disfrutar de ella: un círculo que era rojo y blanco al mismo tiempo, gigantesco en su visión. El sol, real, por fin. El visor había adoptado un tinte totalmente negro, a pesar de lo cual el terreno era blanco, surcado por imperceptibles líneas negras. Cisne seguía mirando al cielo. Después de morirse de sed, se ahogaba en el torrente. Siguió su ejemplo, haciendo acopio de valor, y levantó la vista de nuevo. La superficie del sol era un amasijo de blancos tentáculos. Vibraba como sacudida por olas térmicas; entonces comprendió que era su corazón el que hacía que todo su cuerpo temblase, tanto que la visión vacilaba. Un círculo de fuego blanco en un cielo negro carbón sin estrellas. Gallardetes blancos que ondeaban unos sobre los otros inscritos en el círculo, el movimiento sugería la existencia de una inmensa inteligencia viva. Un dios, sí, ¿por qué no? Desde luego parecía un dios.

Wahram apartó la mirada y tomó a Cisne del brazo.

—Vamos, Cisne. Volvamos dentro. Ya has recibido la infusión.

—Dame un segundo.

—Cisne, no lo hagas.

—No, espera. Mira ahí, junto a la vía —dijo, señalando—. Se acerca algo.

Y ahí estaba. Procedente del este, en el terreno llano que había junto a la vía más exterior, se les acercaba un vehículo pequeño. Se detuvo al pie de la escalera de que daba al andén, y se abrió una puerta lateral. Salió del interior una figura vestida con traje de vacío que los saludaba con la mano.

—¿Es posible que nuestros caminantes solares hayan enviado a alguien a buscarnos? —preguntó Wahram.

—No lo sé —dijo Cisne—. ¿Ha pasado suficiente tiempo?

—No lo creo.

Bajaron la escalera. Wahram llevaba a Cisne del brazo, aunque parecía tener un paso más firme. Rejuvenecida, quizá, por la visión del sol a mediodía. O por la perspectiva del rescate. Entraron en la esclusa del coche, y, una vez presurizada la esclusa, accedieron al interior, un compartimento amplio donde se quitaron el casco para poder hablar. Sus salvadores no daban crédito. Cruzaban la cara solar a buena velocidad, y desde luego no habían contado con ver a nadie de pie en los andenes, ¡y además mirando el sol!

—¿Cómo coño habéis llegado aquí? ¿Qué estáis haciendo?

—Somos de Terminador —explicó Wahram—. Hay tres más ahí abajo, a cierta distancia de aquí hacia el este.

—Ah, pero… ¿cómo habéis…? En fin, pongámonos en marcha. Ya nos lo contaréis más adelante.

—Por supuesto.

—Mirad, sentaos junto a la ventana y echad un vistazo. El paisaje es asombroso.

El vehículo arrancó. Pasaron de largo la estación por la que habían asomado a la superficie. Los habían rescatado. Cisne y Wahram cruzaron la mirada.

—¡Ay, no! —protestó Cisne, débil, como quien acaba de presenciar un desastre inesperado, como si fuese a echar de menos la segunda mitad de la caminata.

Y eso a él le arrancó una sonrisa.

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