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17 de DICIEMBRE de 2012 » 29

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En los segundos que siguieron, Chel cayó en la cuenta de varias cosas inquietantes. La primera fue reconocer a uno de los hombres que iban con Victor, su amigo del Museo de Tecnología Jurásica, que en otro tiempo había sido asesor de los militares ladinos. Después vio a los dos hombres que seguían a Colton Shetter, vestidos igual que él, con camisa blanca, pantalones negros y botas. Entre ambos empujaban un carrito metálico de almacén.

Y habían venido para robarle el códice.

De modo que cuando Rolando preguntó, «¿Qué está pasando, Victor?», ella ya lo sabía.

Su mentor había dejado entrar a esas personas. Había descolgado el teléfono, llamado a seguridad, al pie de la colina, y conseguido que les permitieran la entrada.

Chel rodeó las mesas luminosas y se interpuso entre los hombres y el códice. A través de los tejanos sintió el frío borde de la mesa metálica apretado contra la parte posterior de los pantalones.

Shetter avanzó un paso y miró a Victor.

—Imagino que hemos venido a buscar esas cajas.

Victor asintió.

—¿Quién es esta gente? —preguntó Rolando. Stanton y él estaban inmóviles detrás de Chel, al otro lado de las mesas.

—Doctora Manu —dijo Shetter—, agradeceremos la colaboración de usted y sus colegas. Mark y David han de recoger las cajas. Sé que son muy frágiles, de modo que hemos de ser lo más cuidadosos posible. Necesito que vaya a reunirse con su equipo.

Se llevó la mano al cinturón, sacó una pistola y la sostuvo junto a su costado. Era tan pequeña que parecía de juguete.

Chel echó un vistazo al panel de intercomunicaciones. Había quince pasos entre ella y aquella pared, pero para acceder al panel tendría que dejar atrás a los hombres de Shetter. Empezaron a caminar hacia ella, empujando el carrito como niños con un trineo. Ella se quedó donde estaba. Nada la obligaría a moverse.

Moriría antes que moverse.

—¿Por qué haces esto, Victor? —preguntó Stanton desde detrás de ella—. ¿Qué demonios está pasando?

El viejo profesor no le hizo caso. Cuando habló por fin, se dirigió a su protegida.

—Escúchame, Chel. Puedes venir con nosotros. Vamos a la tierra de los antiguos. A tu verdadero hogar. Pero hemos de apoderarnos del libro. Lo único que podemos hacer ahora es huir.

Ella notó que resbalaban lágrimas por sus mejillas.

—Vas a conseguir que me maten, Victor.

Se estaba secando las lágrimas con la manga cuando Ronaldo se movió. No vio que cruzaba la sala como un rayo en dirección al intercomunicador. Sólo oyó el ruido que le derribó antes de llegar.

Y el silencio posterior.

Corrió hacia él. Tuvo la impresión de que tardaba una eternidad en cruzar la sala. Nadie intentó detenerla.

No vio la sangre hasta que sostuvo su cabeza sobre el regazo. Se aferraba el estómago con la mano. Chel la cubrió con la suya.

La pistola de Shetter estaba apuntada en su dirección. La expresión de su cara desmentía la firmeza de su brazo. Hasta él parecía sorprendido por lo que había hecho.

—Soy médico —dijo Stanton, y empezó a moverse—. ¡Déjeme ayudarle!

—Quédese donde está —ordenó Shetter.

—Cojan lo que quieran y váyanse —replicó Stanton—. Pero déjenme ayudarle.

Se puso a caminar muy lentamente y, como Shetter no se lo impidió, avanzó con más rapidez. El ex asesor militar continuaba apuntando a los tres con el arma.

Chel apretaba la herida de Rolando. La sangre continuaba manando. Le susurró palabras de consuelo. Intentaba mantenerle consciente.

Victor estaba petrificado detrás de Shetter. Mudo.

—Coged las cajas —ordenó el ex militar a sus hombres.

Tardaron menos de un minuto en cargar las cajas del códice y sacarlas de la sala. Los dos hombres silenciosos fueron los primeros en salir, y después lo hizo Shetter.

Se volvió al llegar a la puerta.

—¿Vienes, adivinador?

Estaba tan seguro de la respuesta que ni siquiera se quedó a esperarla.

Victor estaba mirando a Stanton que apretaba la herida de Rolando con una mano y le practicaba la compresión del pecho con la otra.

Chel sostenía la cabeza de su amigo sobre el regazo. Se había manchado el pelo con su sangre y procuraba no mirar el charco que se estaba formando bajo ellos.

—Chel… —dijo por fin Victor—. No sabía que tenía una pistola. Lo siento muchísimo. Yo…

—Tú eres el culpable, Victor. Tú lo hiciste. ¡Vete!

El hombre se volvió para salir de la sala. Se detuvo en la puerta para susurrarle: «

In Lak’ech». Después desapareció.

Un minuto más tarde, acurrucada al lado de Rolando, Chel vio el destello de los faros del camión que barrían las ventanas del laboratorio antes de desvanecerse en la noche.

Sabía que nunca más volvería a ver a Victor ni el códice. Y ésas serían las últimas palabras que oiría de los labios de su mentor.

Yo soy tú, y tú eres yo.

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