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17 de DICIEMBRE de 2012 » 30

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Nubes de ceniza procedentes de los incendios incontrolados de las Santa Monica Mountains, en la zona de Beverley Hills, cubrían la autopista. Un trío de F-15 en formación pasó rugiendo, dejando estelas en el cielo gris de la noche. La Pacific Coast Highway parecía un aparcamiento de coches usados: cientos de vehículos siniestrados, o sin gasolina y abandonados, apenas permitían abrirse paso.

Dos horas después de que Victor consiguiera que Shetter y sus hombres burlaran el servicio de seguridad del Getty, Chel miraba en silencio por la ventanilla del coche. Ni Stanton ni ella habían podido hacer nada por salvar la vida de Rolando. Los tres habían quedado cubiertos de sangre cuando Stanton por fin desistió de reanimarlo. Chel acunó la cabeza de su amigo durante casi veinte minutos mientras rezaba una oración en quiché en su oído para que llegara sano y salvo al otro mundo.

Stanton y ella no habían pronunciado ni una palabra sobre lo sucedido. Pero ambos sabían lo que debían hacer. Él salió de la autopista con el Audi en dirección a Santa Monica State Beach. La arena estaba desierta. Había un solo vehículo en el aparcamiento: había llamado a Davies para que se reuniera con ellos allí.

Se quedó sorprendido cuando vio a otro hombre bajar del coche con su socio.

—¿Qué pasa, doctor? —dijo Monstruo.

—Estaba preocupado por ti, amigo —dijo Stanton—. ¿Adónde fuiste?

—La policía nos echó a patadas del Show, así que la Pequeña Dama Eléctrica y yo encontramos un escondrijo en un túnel que hay bajo el muelle de Santa Monica. No tienes ni idea de lo útil que puede ser una mujer capaz de generar su propia luz ahí abajo.

Si Chel estaba sorprendida de ver al mejor ejemplar de

friki de Venice Beach, no lo demostró. Guardó silencio, con su mente en otra parte.

—¿Cómo os encontrasteis? —preguntó Stanton mientras empezaban a descargar el equipo del vehículo de Davies.

—Llamé a la puerta de tu casa en Venice —dijo Monstruo—. Nadie contestó, así que entré. Hermano, tu casa parece un experimento científico fracasado, con tantos ratones sueltos por ahí. Como no volvías, pensé en llamar a tu laboratorio para saber si estabas bien.

—Menos mal que fui yo quien descolgó el teléfono —dijo Davies—, y no uno de los lacayos de Cavanagh. Está controlando todo lo que hacemos en el Centro de Priones. Era imposible sacar ni una platina sin que te pillaran. Mucho menos un microscopio.

Stanton miró a Monstruo.

—¿Sacaste todo esto de mi casa?

—Electra me ayudó. Todavía está cuidando de aquellos ratones.

—Deberíais quedaros allí de momento. Hasta que no haya peligro.

—No sé cuándo será eso, pero aceptaremos la invitación. Gracias.

—¿De veras crees que puedes encontrar ese lugar sin el libro? —preguntó Davies, concentrándose en el problema de nuevo.

—Tenemos la copia digital, la traducción y un plano —dijo Chel. Eran las primeras palabras que pronunciaba.

—Yo diría que te has vuelto loco, pero eso ya lo sabes —dijo Davies a Stanton.

—¿Tienes una idea mejor? —repuso éste—. La radio dice que en Nueva York han cruzado la raya de los cinco mil.

Trasladaron los trajes herméticos, las herramientas de ensayo, un microscopio a pilas y otros materiales necesarios para montar un laboratorio móvil al Audi de Stanton. Por fin, Davies sacó la última bolsa del maletero.

—Veintitrés mil dólares en efectivo —dijo—. Todo el personal del laboratorio aportó lo que pudo. Y esto.

Abrió más la bolsa y reveló en el fondo la pistola escondida en la caja fuerte de Stanton.

—Gracias —dijo—. A los dos.

—¿Cómo vas a salir, hermano? —preguntó Monstruo—. Han enviado cincuenta mil soldados más a patrullar la frontera. Tienen hombres a cada kilómetro, y nunca encontrarás un avión privado o un helicóptero.

Stanton miró a Chel, y después desvió la mirada hacia el Pacífico.

El campus de la Universidad de Pepperdine apareció ante su vista en el tramo de la costa de Malibú situado al sur de Kanan Beach. Stanton se desvió a la izquierda por una larga carretera de tierra y la siguió hasta que desembocó en la nada. Fueron necesarios media docena de viajes a pie, subiendo y bajando el terraplén rocoso, para transportar todo hasta la playa. Después esperaron. Era uno de los terrenos marítimos más irregulares de Malibú, y navegar de noche resultaba peligroso, a menos que el patrón conociera cada afloramiento. Y sólo podían suponer que la guardia costera estaba patrullando todavía algunos sectores.

Por fin, vieron un rayo de luz a unos cientos de metros de distancia. Minutos después, Nina se acercó a la orilla en un pequeño bote neumático. Tenía el pelo alborotado y la piel cubierta de sal.

—Lo has conseguido —dijo Stanton cuando llegó a la playa.

Se abrazaron en la oscuridad.

—Por suerte para ti —dijo ella—, me he dedicado a esconderme de los capitanes de puerto toda mi vida.

Incluso teniendo en cuenta las circunstancias, era extraño estar en compañía de aquellas dos mujeres.

—Chel, te presento a Nina.

Sólo le había dicho a su ex mujer que un experto iba a acompañarle para guiarle en la selva. No había mencionado que era una mujer.

Pero dio la impresión de que Chel y Nina se cayeron bien de inmediato.

—Gracias por todo —dijo la lingüista.

Nina sonrió.

—No pude desperdiciar la oportunidad de que mi ex marido estuviera en deuda conmigo.

Cargaron el equipo en el bote y se dirigieron hacia el

Plan A, anclado a unos doscientos metros mar adentro. Cuando abordaron el barco, Stanton oyó un gemido consolador. Se agachó y abrazó contra su pecho el suave y húmedo pelaje de

Dogma. Su destino era Ensenada, México, a doscientas cuarenta millas [casi 400 km] al sur. Nina se había puesto en contacto con el capitán de un barco más grande, quien había accedido a reunirse con ellos en una parte solitaria de la ciudad turística. Desde allí viajarían más al sur, dejando atrás la península de Baja California, donde gozarían de más oportunidades de fletar un avión a Guatemala.

El McGray alcanzaba una velocidad máxima de cuarenta y dos nudos, con lo cual el viaje hasta Ensenada ocuparía unas ocho horas, repostando combustible. En la curva que los conducía hacia la zona de corrientes marinas del Pacífico Norte, Stanton escudriñó el horizonte en busca de la guardia costera. Durante su travesía para recogerlos, Nina había descifrado la pauta de las patrullas en toda la bahía, y se había desviado varias millas para seguir la ruta más segura. Lo único que oyó por la radio fue la cháchara de otras personas que intentaban huir, y que hablaban en clave. Ya en alta mar, Nina y Stanton se alternaron al timón, aunque ella se ocupaba de los tramos más difíciles. Chel se quedó abajo, durmiendo o contemplando el mar en silencio. Stanton se sentía preocupado por ella.

Justo antes del amanecer, se internaron en una ramificación de la Gran Mancha de Desperdicios del Pacífico, y varios fragmentos de plástico desechado se adhirieron al casco del barco, lo cual provocó que avanzara con dificultades y se sacudiera locamente. Sólo un capitán tan bueno como Nina podría haberlos salvado, y mientras Stanton la miraba manejar el timón hasta conducirlos a aguas más calmas, se maravilló de la maestría que había adquirido en el curso de tantos años en el mar.

Por a gusto que se sintiera en el mar, la situación habría sido muy rara para ella, sola en el mar durante la última semana. Una cosa era escapar del mundo, y otra muy diferente imaginar que tal vez no habría mundo cuando regresara.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó una vez que estuvieron al otro lado de la zona de corrientes marinas.

Nina sujetaba el timón, y le miró.

—Sólo estaba pensando.

—¿En qué?

—Estuvimos casados tres años. Lo cual significa que pasamos unas mil noches juntos, menos la tercera parte de ellas que pasaste en el laboratorio. Y la quinceava o así que pasaste en el sofá cuando me cabreabas.

—Un error de redondeo, prácticamente.

—Bien, estaba pensando —continuó ella sin hacerle caso—. Dormimos ocho horas cada noche, pero durante la semana sólo pasábamos unas cuantas horas al día juntos, ¿verdad? De modo que pasamos más tiempo juntos dormidos que despiertos.

—Supongo.

Escucharon los suaves ritmos del mar. Nina giró el timón y cambió un poco el curso. Stanton intuyó algo que todavía perduraba en su expresión.

—¿Qué pasa?

Nina cabeceó en dirección a la bodega, donde estaba Chel.

—Es muy extraño verte mirar a alguien de esa manera —susurró.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo sabes.

—No nos has visto intercambiar ni una docena de palabras.

—No hace falta. Conozco mejor que nadie tu expresión cuando deseas algo.

El se encogió de hombros.

—Apenas la conozco.

Justo cuando terminó de hablar, Chel salió. Era la primera vez que subía a cubierta desde hacía horas. Se movía poco a poco, sujeta a la barandilla. Perduraba la extrañeza de la conversación entre Stanton y Nina, y dio la impresión de que Chel intuía un leve cambio en el clima emocional.

—¿Todo va bien? —preguntó.

—Has de comer algo —dijo Nina para cambiar de tema—. Ahí abajo hay comida basura para un año.

—Lo haré. Gracias. —Se volvió hacia Stanton—. Deberíamos repasar los planos y las trayectorias juntos. He empezado a proyectar diferentes caminos desde Izabal, y a identificar posibles lugares donde habría podido alzarse la ciudad, basándome en lo que sabemos.

—Por supuesto. Bajo enseguida.

—Antes he de hacer una llamada. ¿Puedo utilizar el teléfono vía satélite?

Stanton se lo dio, y ella volvió abajo.

—Esa mujer acaba de perder a su amigo —susurró Nina—, su mentor acaba de traicionarla y unos tipos le robaron el libro. Si yo hubiera pasado por lo mismo que ella, tardaría años en recuperarme. Pero ella está ahí abajo, trabajando. Sólo he conocido a otra persona en el mundo capaz de hacer eso. De modo que no seas tan racional por una vez. Pon manos a la obra, por el amor de Dios.

La pantalla digital del teléfono reveló a Chel que pasaban de las ocho de la mañana del 18 de diciembre. Tres días para finalizar el ciclo de la Cuenta Larga. Tres días hasta que Victor y todos los demás se dieran cuenta de que habían asesinado a Rolando por un estúpido calendario. Nunca lograría comprender qué había movido a su mentor a hacer lo que hizo, y tampoco se perdonaría el haberle permitido mezclarse de nuevo en su vida. Había reproducido todos los detalles en su cabeza (desde el momento en que había aparecido en el MJT hasta que Victor se había marchado del laboratorio) en busca de respuestas, intentando descubrir alguna pista que hubiera pasado por alto acerca de lo que él era realmente capaz de hacer.

Marcó poco a poco el número que conocía mejor. Las estaciones base estaban saturadas, pero esta vez, después de tres timbrazos, obtuvo por fin respuesta. Oyó la voz de su madre entre la estática.

—¿Chel?

—¿Me oyes, mamá?

—¿Dónde estás? ¿Puedes venir a la iglesia?

—¿Te encuentras bien? ¿Estás a salvo?

—Estamos a salvo, pero me sentiré mejor cuando vengas.

—Escucha, mamá, no puedo hablar mucho rato, pero quería decirte que ya no estoy en Los Ángeles.

—¿Adónde vas?

—A Kiaqix. Desde allí, encontraremos la ciudad perdida.

Cuando Ha’ana habló, lo hizo con voz resignada.

—Nunca quise que corrieras los mismos riesgos que yo, Chel.

—¿Qué quieres decir, mamá? ¿Mamá?

El teléfono se cortó antes de que Ha’ana pudiera responder. Chel intentó conseguir comunicación de nuevo, pero estaban atravesando una zona cubierta de nubes, y no quiso gastar demasiada batería. Además, ¿qué más podía decir? Su madre estaba hablando otra vez de los peligros que había arrostrado para huir de Kiaqix. Pero Chel sabía que lo verdaderamente valiente hubiera sido quedarse allí. Stanton bajó la escalera. Presentía que la joven necesitaba distraerse.

—¿Quieres decirme qué debemos esperar de Kiaqix?

—Árboles de decenas de metros de altura, con flores rosa y musgo verde que parece lama de oro. Más animales por kilómetro cuadrado que en el mejor safari de África. Y no hablemos ya de la miel más dulce que hayas probado en tu vida.

—Parece Shangri-La.

Chel comprendió por primera vez que iba a volver. Stanton tocó su mano. Se quedó sorprendida pero feliz cuando él se inclinó y la besó en los labios con dulzura. Sabía a sal. A aire de mar.

Chel no apartó ni un momento los ojos de los de él. Pero en cuanto se separaron, levantó un plano.

—¿Nos ponemos a trabajar?

Ensenada se encontraba en la Bahía de Todos los Santos.

Plan A llegó poco antes de mediodía. Nina los condujo hacia un barco pesquero Hatteras de once metros de eslora que flotaba a cinco millas de la costa. Stanton había insistido en que no podían correr el riesgo de acercarse más, porque las autoridades mexicanas estaban al acecho de barcos estadounidenses que intentaran huir de la epidemia.

Amarraron y Nina dio instrucciones. El capitán del otro barco, Domínguez, era fornido y estaba arrugado de tanto tiempo pasado al sol. Años antes, Nina había escrito un perfil de él para una revista, porque era famoso en toda la Costa de Oro por su habilidad para encontrar caballa en los trechos más difíciles del mar. Hablaba poco inglés, pero dio la bienvenida a los norteamericanos a bordo de su barco con una tensa sonrisa.

Una vez trasladado todo el material y pagados los cuatro mil dólares en metálico acordados, estuvieron preparados para zarpar.

Chel gritó a Nina desde el barco de Domínguez.

—Gracias. Una vez más.

—Buena suerte —contestó la mujer. Señaló a Stanton con un cabeceo, a punto de llorar—. Cuídale.

Stanton saltó al

Plan A. Un viento frío sopló con fuerza mientras masajeaba la cabeza de

Dogma. Después se incorporó y abrazó a Nina.

—Supongo que es una pérdida de tiempo aconsejarte que no cometas estupideces —dijo.

—Demasiado tarde, me parece. Espero que sepas cuánto te quiero.

Se abrazaron otro largo minuto más.

—Pásate por casa, ¿vale?

El viaje a través de la parte mexicana de la corriente de California pasó como una exhalación, y justo después de que amaneciera al día siguiente, rodearon la península de Baja California y se dirigieron hacia el este a través del golfo. Con su capitán nativo, no encontraron problemas para dejar atrás las escasas patrullas costeras cercanas al Cabo San Lucas, y al final atracaron en Mazatlán. El aroma de masa frita procedente de los carros callejeros mestizos impregnaba el aire. Daba la impresión de que la vida proseguía como de costumbre en la ciudad, y si alguien estaba preocupado en particular por el VIF, no lo demostraba.

Después de amarrar, Domínguez pagó a un capitán de puerto y le dijo que necesitaban una camioneta o un todoterreno. Media hora después tenían un antiguo

jeep plateado por dos mil quinientos dólares. Una vez trasladado el material, Domínguez se despidió de ellos.

En Mazatlán International, hombres con metralletas custodiaban la entrada. La gente de dentro miró a Stanton y Chel con cautela. Era un centro comercial importante y, al contrario que en el puerto, estaba claro que ver la cara de gringo de Stanton ponía nervioso a algunos viajeros. En la terminal aérea privada, Chel y él recibieron la mala noticia: todos los aviones chárter estaban reservados, pues se llevaban a los mexicanos ricos lejos de la epidemia. Para complicar el asunto, necesitaban un avión lo bastante grande para transportar el

jeep que acababan de comprar.

Al cabo de media hora de esfuerzos infructuosos, ella oyó la conversación que un diminuto maya de unos veintitantos años estaba sosteniendo en chortí, un dialecto del maya que se hablaba en el sur de Guatemala y el norte de Honduras. Chel no hablaba el dialecto moderno, pero era descendiente directo del antiguo maya, y a juzgar por el contenido de la conversación, daba la impresión de que el tipo que hablaba era una especie de piloto de carga.

Wachïnim ri’ koj b’e pa kulew ri qatet qamam —dijo al hombre, al que sobrepasaba en estatura—.

Chakuyu’ chab’ana jun toq’ob’ chaqe. Chi ri maja’ kak’is uwi’ wa’ wach’olq’ij.

Ahora vamos a la tierra de los antiguos, has de ayudarnos, por favor. Antes de que lleguemos al fin del calendario.

El antiguo maya podían hablarlo con la fluidez de Chel menos de una docena de personas en todo el mundo (todas ellas especialistas en el tema), y el piloto, que se presentó como Uranam, era probable que jamás hubiera oído hablarlo a nadie, aparte de las pocas palabras que supiera su adivinador. Pero comprendió exactamente lo que estaba diciendo. Y como faltaban pocos días para el 21/12, Chel intentaba utilizar sus conocimientos para obrar el máximo efecto.

—¿Cómo es que conoces la lengua antigua? —preguntó el hombre, mirándola como si hubiera visto un fantasma.

—Soy descendiente de un escriba real —replicó Chel con voz autoritaria—. Y me ha contado en un sueño que si no llegamos al Petén, la cuarta raza de hombres será borrada de la faz de la Tierra.

Después de varias llamadas telefónicas, su nuevo amigo había conseguido un avión estadounidense decomisado llegado de Guadalajara para que los llevara al sur.

Dos días después de marchar de Los Ángeles, se dirigían a la selva.

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