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12 de DICIEMBRE de 2012 » 7

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Volcy sentía la boca, la garganta, incluso el estómago secos como si hubiera arado campos dos días seguidos. Como la sed que había experimentado Janotha cuando había dado a luz a Sama, una sed insaciable. Las luces se encendían y apagaban a medida que abría y cerraba los ojos, mientras intentaba comprender cómo había llegado a aquella cama.

Nunca volveré a ver a Sama. Moriré de sed, y ella no sabrá que cogí el libro de los antiguos para ella, sólo para ella.

Cuando llegó la sequía, el chamán cantó e hizo ofrendas a Chaak cada día, pero la lluvia no llegó. Las familias se separaron, enviaron a los niños con parientes de otras ciudades, los viejos murieron a causa del calor. Janotha estaba preocupada por si se le secaba la leche.

Pero tú, el halcón, nunca permitirás que eso suceda, nunca.

Cuando Volcy era pequeño, y su madre pasaba hambre para alimentar a los niños, gateaba a través del suelo de la cabaña mientras sus padres dormían, salía a hurtadillas de la casa y robaba maíz a una familia que tenía más del que necesitaba.

El halcón nunca tiene miedo.

Años después, Volcy había obedecido la llamada de su wayob cuando su familia tuvo necesidad de ayuda una vez más. Mientras ayunaba, el halcón oyó la llamada que le conduciría a las ruinas. Él y su socio, Malcin, viajaron tres días a través del bosque en su busca. Sólo Ix Chel, diosa de la Luna, les proporcionaba luz. Malcin tenía miedo de incurrir en la ira de los dioses, pero fragmentos de cerámica se vendían por miles a los hombres blancos debido a que el ciclo de la Cuenta Larga llegaba a su fin.

Los dioses los habían guiado hasta las ruinas y, entre altísimos árboles, encontraron el edificio de muros derruidos por el viento y la lluvia. Dentro de la tumba reinaba la gloria: hojas de obsidiana, calabazas y cristales pintados de estuco, cuentas y vasijas. Calaveras con máscaras y dientes de jade. Y el libro. El libro maldito. No tenían ni idea de qué significaban los dibujos o palabras que adornaban el papel amate, pero se quedaron fascinados.

Ahora, estaba solo en la oscuridad, pero ¿dónde? El hombre y la mujer quiché se habían ido. Volcy alargó la mano hacia el vaso de agua una vez más. Pero el vaso estaba vacío.

Apoyó las piernas en el suelo y caminó con paso vacilante. Le fallaban los miembros tanto como la visión. Pero tenía que beber. Arrastró el palo al que estaba sujeto hasta el cuarto de baño, llegó al lavabo, abrió los grifos y hundió la cabeza bajo el chorro, tragando toda el agua posible. Pero no era suficiente. El agua empapaba su nariz y la boca, resbalaba por su cara, pero necesitaba más. La maldición del libro le estaba dejando seco, resecaba cada centímetro de su piel. Había permitido que la obsesión del hombre blanco por la Cuenta Larga le impulsara a sacrificar el honor de sus antepasados.

El halcón se elevó de debajo del grifo y vio su cara en el espejo. Tenía la cabeza mojada, pero la sed no se había calmado.

Stanton paseaba de un lado a otro del patio que había delante del hospital mientras hablaba por teléfono con Davies. Luces rojas y azules destellaban por todas partes. Habían llamado a la policía para que mantuviera a raya a la prensa omnipresente. La filtración sobre Juan Nadie y su misterioso estado médico que había conducido a la prensa hasta Havermore Farms procedía, al parecer, de un camillero. Había oído a Thane cuando hablaba con un médico, y colgó algo en un chat sobre vacas locas. Ahora, todos los servicios informativos del país habían enviado reporteros al hospital.

—¿Y si Juan Nadie miente? —preguntó Davies.

—¿Por qué iba a mentir?

—No sé… Tal vez su esposa es una vegetariana furibunda, y no quiere que nadie se entere de que ha estado empapuzándose de Big Macs.

—Venga ya.

—Vale, pues tal vez enfermó antes de que dejara de comer carne.

—Ya viste las muestras. Enfermó hace muy poco.

Sólo contaban con el testimonio de un paciente contra décadas de investigación, y Stanton se sentía todavía escéptico sobre cualquier vector que no fuera carne. Pero tenían que explorarla posibilidad. Habían encontrado E. coli, listeria y salmonela en la leche de vaca, y temía desde hacía tiempo que los priones pudieran introducirse en los productos lácteos. El consumo per cápita de ganado vacuno en Estados Unidos era de unos dieciocho kilos al año; el de productos lácteos superaba los ciento treinta y cinco. Y con frecuencia se utilizaba la leche de una sola vaca en miles de productos diferentes a lo largo de su vida, de manera que encontrar la fuente era muchísimo más complicado.

—Diré a los guatemaltecos que comprueben su infraestructura de seguimiento de productos lácteos —dijo Davies—, pero estamos hablando de un servicio de salud del Tercer Mundo, encargado de investigar una enfermedad de la que no quieren airear que se inició dentro de sus fronteras. No es la receta ideal para un buen seguimiento epidemiológico.

—¿Cómo va la investigación del hospital?

—Todavía nada —dijo Davies—. El equipo llamó a todas las urgencias de Los Ángeles, y yo envié a Jiao a echar un vistazo a un par de pacientes sospechosos, pero resultaron ser falsas alarmas.

—Que los investiguen de nuevo. Cada veinticuatro horas.

Stanton colgó y rodeó corriendo el edificio. Los periodistas no eran los únicos que abarrotaban el aparcamiento. Un desfile de ambulancias se hallaba delante de urgencias con las luces encendidas. Había paramédicos por todas partes, y médicos y enfermeras bramaban órdenes, mientras descargaban pacientes en camillas. Se había producido un grave accidente de tráfico en la autovía 101, y habían transportado al hospital a docenas de pacientes en estado grave.

Stanton hizo otra veloz llamada mientras se encaminaba hacia la puerta principal del edificio.

—Soy yo —dijo en voz baja cuando le respondió de nuevo el correo de voz de Nina. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie le estaba escuchando—. Hazme un favor y tira también por la borda la leche y los quesos.

En el interior de urgencias, Stanton se aplastó contra la pared para dejar paso a las camillas de los accidentados. Un anciano, con el brazo envuelto en gasas y un torniquete, chillaba de dolor. Los cirujanos estaban operando en la sala de urgencias no esterilizada a los pacientes demasiado graves para trasladarlos a los quirófanos. Dio gracias en silencio a que el proceso de clasificar a heridos o enfermos graves privilegiando a los que tuvieran mayores posibilidades de supervivencia no fuera su especialidad.

De nuevo en la sexta planta, encontró a Chel Manu en la sala de espera. Era diminuta incluso con tacones, y descubrió de nuevo que sus ojos exploraban la nuca de la joven, sobre la cual caía su pelo negro. No cabía duda de que era muy inteligente. Ya había conseguido extraer información importante de Volcy, y por eso le había pedido que se quedara.

—¿Le apetece un café mientras esperamos a que terminen las enfermeras? —preguntó, e indicó la máquina dispensadora con un ademán.

—No, pero un cigarrillo me sentaría de maravilla.

Stanton introdujo monedas de veinticinco centavos en la ranura y llenó un vaso de porexpán. No era el mejor café de California, pero tendría que conformarse.

—No creo que encuentre mucho tabaco por aquí.

Chel se encogió de hombros.

—De todos modos, me prometí que lo dejaría a finales de año.

Stanton bebió el aguado café.

—Deduzco que no cree en la inminencia del apocalipsis maya.

—Pues no, la verdad.

—Yo tampoco. —Sonrió, convencido de que estaban bromeando, pero no dio la impresión de que ella estuviera por la labor. Tal vez se trataba de algo sobre lo que no quería bromear.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella de sopetón.

—En cuanto las enfermeras hayan terminado, intentaremos que Volcy nos hable de todos los productos lácteos que ha consumido durante el último mes o así.

—Haré lo que pueda, aunque no estoy segura de que confíe en mí por completo.

—Siga en la misma línea de antes.

Stanton se quedó sorprendido al ver que no había nadie de guardia delante de la habitación de Volcy. Mariano, el guardia de seguridad, no se veía por parte alguna, y no había llegado ningún sustituto. Supuso que habrían llamado a todos los guardias del edificio para controlar a la multitud congregada a causa del accidente de la autovía.

Dentro, Chel y él sólo encontraron una cama vacía.

—¿Le han trasladado? —preguntó ella.

Encendió las luces y examinó la habitación. Segundos después, oyeron un silbido detrás de la puerta del cuarto de baño. Stanton aplicó el oído a la superficie.

—¿Volcy? —El silbido era agudo y sonaba como un escape, pero no hubo respuesta.

Stanton giró el pomo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Entonces vio a Volcy. Estaba de bruces en el suelo, como si estuviera inconsciente. El cuarto de baño estaba destruido: cartón yeso por todas partes, la pileta del lavabo arrancada de la base, tuberías de cobre que sobresalían de la pared y agua en el suelo.

Masam… ahrana… Janotha… —murmuró Volcy.

Stanton se agachó y pasó el brazo alrededor del cuello del hombre para levantarle. Notó lo distendido que estaba su cuerpo. Daba la impresión de que los brazos, piernas y torso del paciente estaban demasiado llenos de aire. Como si ardieran en deseos de ser agujereados. Tenía la piel fría.

—¡Vaya a buscar al equipo de cuidados intensivos! —gritó Stanton a Chel.

La joven parecía paralizada.

—¡Vaya!

Chel salió corriendo del cuarto de baño, y Stanton se volvió hacia el paciente.

—Necesito que se aferre a mí, Volcy. —Intentó llevarle a la cama, donde podría conectarle a un respirador artificial—. Venga —gruñó—, quédese conmigo.

Cuando el resto del equipo médico llegó, Volcy apenas respiraba. Había ingerido tanta agua que su corazón estaba sobrecargado, y el paro cardíaco era inminente. Dos enfermeras y una anestesista colaboraron con Stanton al lado de la cama, y empezaron a inyectar medicamentos. Cubrieron la cara de Volcy con una mascarilla de oxígeno, pero era una batalla perdida. Tres minutos después, su corazón se paró.

La anestesista aplicó una serie de descargas eléctricas, cada una más fuerte que la anterior. Los electrodos del desfibrilador dejaron marcas de quemaduras cuando el cuerpo del paciente se arqueó. Stanton inició compresiones torácicas, algo que no había hecho desde sus tiempos de residente. Aplicó todo su peso desde los hombros y realizó una serie de descargas rápidas sobre el pecho de Volcy, justo encima del esternón. El cuerpo se alzaba y caía con cada «uno, dos, tres cuatro…».

Por fin, la anestesista asió el brazo de Stanton y le apremió a apartarse de la cama, mientras pronunciaba las palabras:

—Hora de la muerte, doce y veintiséis minutos del mediodía.

Más ambulancias llegaban con las sirenas bramando desde la autovía 101 hasta urgencias. Stanton intentó bloquear los sonidos, mientras Thane y él observaban al equipo de camilleros depositar el cuerpo de Volcy en una bolsa para cadáveres.

—Ha estado sudando una semana seguida, ¿verdad? —preguntó Thane—. Debía estar deshidratado.

—No ha sido obra de sus riñones —repuso Stanton, mientras contemplaba el cadáver azulado y moteado—, sino del cerebro.

La mujer le miró confusa.

—¿Se refiere a una polidipsia?

Stanton asintió. Los pacientes afectos de polidipsia psicogénica beben en exceso: llegan a desmontar los lavabos y vaciar los retretes. En los peores casos, como éste, el corazón fallaba debido a la sobrecarga de líquido. Él nunca había visto hacerlo a un paciente de IFF hasta entonces, pero estaba enfurecido consigo mismo por no haber previsto la posibilidad.

—Pensé que era un síntoma de esquizofrenia.

Thane estaba examinando la gráfica del paciente, intentando comprender lo que había sucedido.

—Después de una semana sin dormir, podría haberse vuelto esquizofrénico.

Mientras los camilleros cerraban con las cremalleras la bolsa para cadáveres, Stanton imaginó los últimos y horribles minutos de Volcy. La esquizofrenia provocaba anomalías en la percepción de la realidad. Los pacientes de IFF exhibían muchos de los mismos síntomas. Él se había preguntado con frecuencia si el sueño era lo único que mantenía alejada a la gente sana de los manicomios.

—¿Qué ha sido de la doctora Manu? —preguntó Thane.

—Estaba aquí hace un momento.

—Supongo que no podemos culparla por horrorizarse cuando vio esto.

—Fue la última persona que habló con él —dijo Stanton—. Necesitamos que anote todo cuanto dijo el paciente con la mayor fidelidad posible. Localícela.

Los camilleros depositaron el cadáver de Volcy sobre la camilla y se lo llevaron. Después de que prepararan el cuerpo, Stanton se reuniría con los patólogos en el depósito de cadáveres para proceder a la autopsia.

—Tendría que haberme quedado aquí —dijo Thane—. Tuve que bajar a urgencias. Están enviando demasiados pacientes en estado crítico de ese accidente. Esto ya parece una puta clínica de campaña afgana.

—No habría podido hacer nada —dijo Stanton, al tiempo que se quitaba las gafas.

—Un capullo se queda dormido en su todoterreno en la autovía y pagan las consecuencias nuestros pacientes —dijo Thane.

Stanton se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró hacia abajo. Sonó una sirena cuando otra ambulancia entró en urgencias.

—¿El conductor que provocó el accidente se durmió al volante? —preguntó.

Thane se encogió de hombros.

—Eso dijo la policía.

Stanton se concentró en las luces destellantes de abajo.

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