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12 de DICIEMBRE de 2012 » 8

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Era doloroso para Gutiérrez mentir a su esposa acerca de los problemas en que se encontraba, y todavía más doloroso pensar que, si le detenían, su hijo de corta edad ni siquiera le reconocería cuando su padre saliera de la cárcel. Héctor daba gracias a Dios por haber vaciado ya el cargamento antes de que la policía llevara a cabo la redada. Pero estaba seguro de que su casa sería la siguiente. Su fuente del Servicio de Inmigración que le había dado el soplo (y que había recibido una generosa recompensa por ello) dijo que llevaban meses recogiendo pruebas contra él. Si encontraban algo, podría enfrentarse a una condena de diez años.

Por lo tanto, deseaba pasar el máximo de tiempo posible con su hijo. El domingo le había llevado a Six Flags, donde los dos habían subido a una vieja montaña rusa. Estaba contento de que Ernesto se lo hubiera pasado en grande, pero estaba convencido de que alguien los seguía a través del parque. Había sombras en las colas de las churrerías y en los rostros repetidos de la galería comercial. Sudó de una manera angustiosa todo el día, pese al hecho de que el invierno había llegado por fin a Los Ángeles. Cuando volvieron a casa, tenía la camisa y los calcetines empapados.

Aquella noche conectó el aire acondicionado y vio una hora de telecomedias con María, desesperado por intentar imaginar cómo iba a decirle lo que estaba pasando. A las dos de la mañana, ella ya llevaba horas dormida, felizmente inconsciente, mientras él continuaba despierto delante del televisor y cubierto de sudor. No se sentía tan nervioso desde su relación amorosa adolescente con la cocaína. Le dolían los oídos con cada sonido: el zumbido del descodificador de la televisión por cable, el sonido que emitía Ernesto al dormir, que le obligaba a apretar los dientes, los coches en la calle Noventa y cuatro, cada uno de los cuales sonaba como si fueran a atropellado.

Pasadas las tres, Héctor se metió en la cama. Tenía la boca seca, apenas podía mantener los ojos abiertos. Pero no podía dormir, y cada movimiento del reloj era otro recordatorio de lo poco que quedaba de noche. Le esperaba un día muy movido. Por fin, despertó a su esposa, en un último esfuerzo por acabar de agotarse.

Después de las relaciones más electrizantes que habían practicado desde hacía meses, no pudo dormir. Yació desnudo al lado de María durante casi dos horas, las sábanas empapadas, piel y tela pegados a causa del sudor. Se golpeó la cabeza contra el colchón. Después, se levantó y navegó por Internet, donde descubrió píldoras de Canadá que prometían el sueño al cabo de diez minutos. Pero, por supuesto, tenías que llamar en horas de trabajo.

Pronto llegó el gorjeo de los pájaros, y tras las persianas Héctor vio los primeros destellos del nuevo día. Siguió acostado una hora más, despierto. Cuando se levantó, se hizo un corte al afeitarse. Le temblaban las manos a causa del agotamiento. Por suerte, después de tomar cereales y café en la cocina, experimentó una oleada de energía. Cuando salió a coger el autobús para ir al local que tenía alquilado, la brisa fue un bálsamo.

A las siete de la mañana, se encontraba en el garaje cercano al aeropuerto. Eligió el Ford Explorer verde con matrícula falsa que utilizaba cuando necesitaba transportar antigüedades en secreto. No quería que nadie del centro de almacenamiento donde había alquilado una unidad nueva pudiera identificarle. Cuando estuvo seguro de que María y Ernesto se habían marchado, volvió a casa para transportar los demás objetos que había escondido en casa al centro de West Hollywood.

Sudaba profusamente cuando llegó a Nuestra Señora de Los Ángeles, donde se había reunido con Chel Manu. Pero había conseguido disimular sus sufrimientos y convencerla de que aceptara el códice. O la joven encontraba una forma de pagar, o era la solución perfecta de su problema. Si le detenían, ella se convertiría en un pez más gordo para el ICE. Nadie mejor para dar ejemplo que una conservadora. Le proporcionarían inmunidad absoluta si testificaba contra ella.

Después de su visita a la iglesia, Héctor intentó concentrarse en el tráfico. Las vallas de neón de la 101 se le antojaron apagadas, como si alguien hubiera borrado los colores. Los ruidos habituales del coche y su motor martilleaban en sus tímpanos. Pasó el resto del día examinando lugares donde solía hacer negocios con compradores y vendedores. Pagando sobornos a empleados de motel, mecánicos de talleres de carrocerías y gorilas de clubes de striptease. Asegurándose de que no quedara ni rastro de pruebas que el Servicio de Inmigración pudiera utilizar contra él.

A mitad de camino de casa, ya de noche, fue presa del pánico cuando vio un Lincoln negro por su retrovisor. Cuando llegó a Inglewood, le había dado vueltas una docena de veces a la idea de si el coche le estaba siguiendo.

María le estaba observando desde la ventana cuando enfiló el camino de entrada. Empezó a recriminarle y no le dejó decir ni palabra. Habían transcurrido treinta y seis horas desde la última vez que había dormido. Se frotó los ojos enrojecidos. Ella le dio de inmediato una copa de vino tinto, puso en el estéreo música clásica y encendió velas. Su madre padecía insomnio, y había aprendido todos los trucos.

Pero a las dos de la mañana Héctor yacía despierto al lado de ella en la cama, reflexionando sobre su vida. Cada hora se convertía en un referéndum. A las tres se juzgó un buen padre; a las cuatro, un mal marido.

Por fin se acurrucó de nuevo contra María y le acarició los pechos, pero cuando ella le puso la mano en la entrepierna, él no pudo alcanzar la erección. Incluso cuando ella le montó, no sucedió nada. Todas las partes de su cuerpo le estaban traicionando, todas las cosas de las que nunca habría creído dudar. Pidió disculpas a María, y después, con las manos temblorosas, la vista borrosa y la respiración trabajosa, salió a sentarse solo en la fría noche. Cuando vio que los primeros aviones surcaban el cielo, indicando otro amanecer insomne, sintió algo que tampoco experimentaba desde hacía años: ganas de llorar.

Oyó una voz a su espalda. ¿Quién coño estaba en su casa a las cinco de la mañana? Héctor regresó como una exhalación a la cocina. Tardó un segundo en procesar quién coño era aquel hombre.

Era el hombre pájaro. El hombre pájaro estaba sentado a su mesa.

—¿Qué estás haciendo en mi casa? —preguntó Héctor—. ¡Largo de aquí!

El hombre pájaro se levantó, y antes de que pudiera reaccionar, Héctor le asestó un rápido golpe en la barbilla, y el tipo cayó al suelo.

María entró corriendo en la cocina.

—¿Qué has hecho? —chilló—. ¿Por qué le has pegado?

Cuando Héctor señaló al hombre pájaro para intentar explicarse, todo se le antojó absurdo. La persona acurrucada en el suelo era Ernesto, que le miraba estupefacto.

—Papá —lloró el niño.

Héctor tuvo ganas de vomitar. Hacía mucho tiempo que había jurado a María no descargar jamás su ira sobre ella o su hijo, como había hecho su padre con él. Ella empezó a agitar los brazos en su dirección. Ni siquiera pensó cuando la arrojó al suelo.

La última vez que María Gutiérrez vio a su marido, estaba dando marcha atrás al todoterreno en el camino de entrada.

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