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ALBERTO

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ALBERTO

1

Suena el teléfono móvil de Eva. Se despierta. Se había quedado dormida en la parte trasera del coche para poder tumbarse. Nuria aún sujeta el volante a pesar de que la aceleración magnética hace circular al coche por ellas. El teléfono sigue sonando y el tono de llamada no es precisamente agradable. Es similar al típico despertador que todo el mundo quiere estrellar contra el suelo, así que lo coge más por inaguantable que por urgencia. Es Alberto, el compañero con el que han quedado.

—¡Alberto! ¿Cómo estás? Nosotras en diez minutos salimos de la hiperautopista.

—Hola Eva. ¿Todavía funcionan? ¿Nosotras?

—Eso parece. En cuanto lleguemos te contamos todo y te presentaré a Nuria, la causante de toda esta locura.

—Está bien, te envío coordenadas para vernos. Hasta ahora, Eva.

—Ahora nos vemos.

Eva cuelga el teléfono. Le ha resultado una conversación muy fría con su viejo compañero. Siempre se ha caracterizado por mantener las distancias y las formas con sus compañeros de trabajo y colegas de profesión. Ha pasado demasiado tiempo desde que se vieron.

Alberto fue un compañero en la redacción de Eva. Un auténtico periodista de investigación de la vieja escuela. El hecho de no utilizar al cien por cien los medios digitales a su alcance y no formarse para piratear y hackear servidores gubernamentales, lo llevó a hacer mucho trabajo de campo. Tanto, que acabó por incordiar a las figuras de mayor poder. Sabía que eso podía pasar y por esa razón nunca mantuvo relaciones de amistad ni de pareja con nadie. Solamente sus padres eran sus seres queridos hasta que las amenazas se cumplieron. Alberto nunca quiso detenerse, en defensa de la verdad, y tras el asesinato de sus padres simplemente se desligó de cualquier empresa.

Fue el primero, entre todos sus compañeros, en investigar por su cuenta y vender noticias, sin asociarse con nadie. Poco a poco comenzaron a no saber mucho de él, salvo Eva, con quien ha colaborado todo este tiempo en la distancia.

Además de periodista, sabe pilotar cualquier vehículo y tiene licencias para ello. Seguramente las esté esperando con otro coche que podrán cambiar en cuanto lleguen.

Diez minutos más tarde, la pantalla digital del coche les indica que han finalizado su destino y el coche comienza a decelerar. Salen de la zona de seguridad de los paneles laterales. El proceso es exactamente el mismo, pero a la inversa. Ahora la pista de ascenso, desde su punto de vista, lógicamente de descenso, muestra una inmensa pendiente. Esta vez, Eva no está tan llena de júbilo. Nuria vuelve a agarrarse al volante. Un montón de sonidos se suceden y el coche comienza a descender lentamente.

A medida que bajan, Nuria vuelve a echar la vista atrás, esta vez para ver el descenso sin mirar el final de la pista sobre la que podrían estrellarse. Se detienen en seco. Eva abre los ojos. Nuria mira a los lados para saber qué pasa. Las barreras se cierran delante de ellas. Apenas quedan setenta metros para llegar al punto base. El sonido grave de las placas magnéticas comienza a desaparecer. Nuria ve por el retrovisor como las placas se apagan sucesivamente tras ellas antes de tiempo.

—Agárrate Eva.

Eva mira su tablet. Ya no tiene acceso al ordenador que controla la entrada y salida de la hiperautopista.

—Hijos de puta. Nos han cortado la red. Espero que sepas hacer un aterrizaje de emergencia.

Las placas se apagan debajo de ellas. No hay sonido grave y las ruedas del coche tocan el suelo. El coche comienza a rodar y en pocos segundos coge mucha velocidad. Tienen la suerte de que la curvatura de la pista no las haga chocar con el morro contra el suelo, pero tampoco pueden frenar porque podrían volcar. Atraviesan la barrera y Nuria tira del freno de mano. Gira el volante en el sentido contrario al que el coche está derrapando. La inercia es tan fuerte que el coche vuelca y da dos vueltas de campana en el aire. Eva está agarrada inútilmente a la puerta mientras un instante parece una eternidad. Nuria cierra los ojos. Agarra a Eva del brazo. Respira…

2

Eva se despierta de golpe. Respira fuertemente tras una bocanada fuerte de aire al recuperar la consciencia. Está tumbada en la parte de atrás de un coche. Delante están Nuria y Alberto, hablando. Nuria se gira. Eva no entiende la situación.

—Buenos días, dormilona. No hay quien te despierte cuando te quedas «en coma» —bromea Nuria, con una sonrisa.

Eva se reincorpora. Mira a Nuria y vuelve a mirar a Alberto. Tiene el pelo corto, rapado a los lados y perfectamente peinado hacia atrás. Es un clásico y para él, el estilo undercut no pasa nunca de moda. Por suerte, no lleva una barba abultada. Conduce con unas gafas de sol con forma de luna. Lleva una camisa con un chaleco de punto encima.

—Hola, yo también me alegro de verte otra vez, Eva. Nuria y yo ya nos hemos presentado.

—Hola, Alberto. Perdón. Es que… —Eva está tan confusa que por primera vez siente que no sabe articular palabra—. Creo que he tenido una pesadilla.

—Vuelta a las aventuras, amiga mía. —Alberto la mira por el retrovisor. Es el mismo coche en el que iban.

—Tengo ganas de volver al lío. Nuria ya me ha contado qué debemos buscar. No hay de qué preocuparse. Sabía de la existencia de ese búnker, pero nunca he descubierto la entrada. Me vendrá bien vuestra ayuda.

—Primero iremos al refugio de Alberto, Eva. Las dos necesitamos comer bien antes. —Nuria vuelve a girarse para mirar de frente.

Eva sigue confundida. El sueño había sido tan real para ella que aún siente su cuerpo flotar en el aire mientras daba vueltas en el coche. Pero no tiene ningún rasguño, ninguna herida. Está confusa, es cómo si no se hubiera despertado con tanto ajetreo en su cerebro.

—¿Cuándo has llegado, Alberto? —pregunta Eva, con sospecha.

—Os estaba esperando al final de la hiperautopista. Por raro que te parezca voy a todos los sitios a pie o en bicicleta. Hay bastantes zonas de No-Humanos y es mejor no atraerlos con el ruido. Trabajo en un fotorreportaje sobre ellos y sus formas de comportamiento. Nos han engañado todo este tiempo Eva, son como nosotros, pero están enfermos, muy enfermos.

Nuria se gira de nuevo y mira sonriente a Eva, que tiene una pequeña risa y comienza a mirar por la ventana. Están por una carretera serpenteante que cruza la sierra y a lo lejos se ve la ciudad. No puede creer que vuelva a estar en su tierra. Esta vez, descubre que el paisaje sigue exactamente igual.

—¿Aquí el cambio climático no ha pasado o qué? —pregunta Eva.

—Claro, pero volvemos a lo mismo, Eva. Todos estos años que he estado trabajando por mi cuenta he visto la gran mentira con la que han engañado al mundo entero. No sé por qué ni cómo ni quién empezó toda esta masacre, porque no tiene otro nombre. Hace tiempo que no veo nevar aquí, en la sierra de Guadarrama. Nos levantamos, a finales de diciembre con 8º de mínima y llegamos hasta 23º. El panorama no ha cambiado mucho antes de todo lo que pasó como ves… a grandes rasgos, que ya de por sí eran malos. Pero si pruebas a bajar a Andalucía… fácilmente llegan a los 27º en este mes del año.

Alberto claramente ha tenido bastante tiempo para investigar. Al ser una persona solitaria, pero con tanta ambición, no ha tenido tiempo de aburrirse en ningún momento. Desprovisto de cualquier bien material que lo haya podido distraer, se ha dedicado los últimos cinco años a estudiar la península y los efectos del cambio climático.

—En fin, ya hemos llegado.

El refugio es una vieja casa de piedra totalmente blanca. Alberto ha tratado de llevar una vida normal todo este tiempo; sin grandes lujos. La colada está todavía sin terminar en una zona para tender, junto a un cubo donde parece que lava la ropa a mano. Pegado a la casa tiene una pequeña barbacoa, seguramente no haya otra forma de cocinar. La ceniza de leña es reciente por su olor y algunas brasas aún están encendidas.

Nuria está más pendiente de toda la naturaleza que rodea el refugio. Inmensos pinos que llegan a cubrir las cumbres de las montañas que hay alrededor. Al fondo, hay una fuente con un cartel que especifica que es agua de la montaña, pero la fuente está seca y llena de telarañas.

Entran al refugio, que resulta ser bastante luminoso. Su interior también es blanco, permitiendo a la luz rebotar en todas direcciones para iluminar la estancia. Hay varios bidones de agua, fácilmente de veinte litros cada uno. Están completamente llenos.

—Cuando llueve tengo que llenarlos todos al completo —les dice Alberto a Nuria y Eva—. La mayoría es para consumo propio; tengo otros tantos en el sótano que debo depurar con el paso del tiempo. La energía la saco de baterías de coche que encuentro sin dueños o de placas solares que aún funcionan. —Hace una pausa y mira el entorno—. Supongo que tendréis hambre. Seguidme.

Eva y Nuria siguen a Alberto. El refugio por dentro parece más grande de lo que es. No se detienen a observar por dónde pasan, el hambre apremia. Bajan por unas escaleras hacia el sótano, que está formado por un pasillo con tres puertas. Caminan hacia la más cercana, Alberto la abre. Es una habitación de piedra, la temperatura es fría y de ella cuelgan dos cerdos. La imagen es algo impactante para las dos, pero se acostumbran rápidamente.

—Sé que a priori no es lo más apetecible, pero sabéis que podemos aprovechar cualquier parte. Así que ¿preferís chuletas o hamburguesas? —Alberto ha mostrado por primera vez un peculiar sentido del humor.

—Lo que vayas a preparar está bien. —Sonríe Eva—. ¿Nuria?

Nuria ha salido de la habitación y observa la puerta del final del pasillo. Se ha acercado sin hacer el menor ruido y sin ser vista. Le parece escuchar una respiración profunda al otro lado. No hay pomo de puerta, solamente una cerradura. Va a pegar la cabeza a la puerta para escuchar mejor.

—Nuria.

Nuria se gira rápidamente y ve a Eva, y a Alberto detrás, mirándola muy serio.

—Hamburguesas estaría bien. —Sonríe y se aleja de la puerta.

Pasados cuarenta minutos, Alberto está terminando de cocinar las hamburguesas que ha hecho con la carne de la pata del cerdo que ha picado. Con una vieja sartén fríe algo de cebolla. Tan solo llevan un día fuera, pero la sensación de normalidad, tranquilidad y el olor a carne fresca de la barbacoa les ha abierto el apetito más de lo que ya lo tenían.

Están sentadas en un banco de granito. Hay varios situados alrededor del refugio. Alberto llega con las hamburguesas en dos platos.

—Lo siento, pero no tengo queso ni kétchup.

—Tío —dice Eva—, ¿desde cuándo te has vuelto tan simpático?

Alberto se ríe.

—Pasar tanto tiempo solo te permite conocerte a ti mismo en profundidad y tener menos miedo a mostrarte como eres.

Eva sonríe ampliamente. Le gusta esta nueva versión de Alberto.

—Bien. Pues a comer. Pronto anochecerá y es mejor quedarse dentro del refugio. —advierte Alberto.

No se habían percatado, pero al ver Eva la hora en su teléfono descubre que son las cinco y media de la tarde.

Durante la comida, Alberto les explica que ha llenado algunos bidones de gasolina por si dentro hubiera algún generador. La ha recuperado de viejas gasolineras donde los depósitos seguían llenos y de algunos coches cercanos a la zona que no habían cambiado el motor.

Eva y Alberto comienzan a ponerse al día de todos los compañeros de trabajo. Eva ha mantenido mucho más el contacto con ellos. Alberto se ha centrado mucho en mantener la cabeza fría ante la soledad. Ha estado ocupado desde que todo el mundo se marchó. Además, él mismo es la prueba viva de que el resto de la península es aún habitable.

—¿Y qué más has averiguado de los No-Humanos? —pregunta Eva. Nuria en ese momento se levanta, recoge los platos de los demás y se mete adentro—. Vaya, gracias Nuria.

—Gracias. —Sonríe Alberto tímidamente a Nuria—. Son nómadas. Se reúnen en grandes núcleos y nunca se quedan fijos. Siempre van en busca de comida fácil. Algunos de ellos están menos afectados por los virus y suelen ser los líderes de los grupos. Es como si hubieran vuelto a las cavernas, Eva. Viven en cuevas y solo salen de noche, el sol los ciega y les quema la piel. Debe ser otro síntoma del virus. Algunos grupos tienen miembros tan peligrosos que los llevan atados con cuerdas en el cuello, porque se han vuelto caníbales entre ellos.

—¿Nunca los has visto comerse a un hu… una persona?

—Sí… lo he visto.

—¿Y no hiciste nada?

—¿Para qué me comieran a mí? Pillaron a un pobre chaval, no debía de llegar a los treinta años. Eva, ahí arriba, aunque no te lo parezca, vivís como aquí hace diez años. Pero ahora, aquí en Madrid y más al sur, es la ley de la selva. Con suerte, cada tres días tengo que salir a cazar, ¿no has visto los arcos que tengo en la entrada?

—No me he fijado.

—Cuando estuve en la ciudad entré en una tienda deportiva y me llevé unos cuantos. Las flechas pueden reutilizarse, pero a veces se rompen y tengo que ir a por más. Las ciudades son un auténtico suicidio, porque los No-Humanos se reproducen como conejos y pasan el virus a sus bebés. He visto a madres y padres dar de comer a sus hijos con sus propios miembros —dice Alberto horrorizado. Esas palabras han provocado una imagen terrible en la cabeza de Eva—. Tengo documentación gráfica sobre ello. Pero mejor no te la enseño.

—¿Y aquí por dónde suelen moverse? —pregunta Eva, cambiando el rumbo de la conversación rápidamente.

—¿Tienes un mapa?

Eva saca la tablet de su mochila. Tiene poca batería. Mañana tendrá que volver a cargarla. Abre la aplicación de mapas y amplía hasta Madrid. Le deja la tablet a Alberto y él selecciona un color para hacer marcas por toda la región.

—No suelen moverse a grandes altitudes, están más centrados en los núcleos urbanos antiguos y los que viven en el campo viven en cuevas, casas abandonadas, refugios como este… Es más fácil cazar, básicamente es por eso.

—Es decir, que estamos rodeados de ellos.

—Completamente, por eso saldremos por la mañana, en cuanto salga el sol. Así que, yo me voy a acostar ya.

El sol cae entre las montañas. Las copas de los pinos dejan percibir la anaranjada puesta de sol que está teniendo lugar. Eva y Alberto se levantan. Él se dirige a la barbacoa y con una botella de plástico termina de apagar las brasas. Eva entra en el refugio directamente.

Nuria está sentada en un viejo sofá que Alberto ha colocado. Lee un libro con el título de Breve historia de la humanidad. A su lado, hay una estantería inmensa con lectura para toda una vida. Alberto entra detrás de ella.

—Si os parece, os enseño vuestras habitaciones. He lavado las sábanas que había guardadas así que podréis dormir sin frío. No podemos encender la chimenea, si necesitáis más capas de abrigo pedírmelo. Tengo varios edredones guardados.

—¿Puedo llevarme este libro? —pregunta Nuria. Parece que le ha dado exactamente igual todo lo que les acaba de decir Alberto.

—Sí, claro. Por supuesto, coge los que quieras.

Eva y Nuria siguen a Alberto, que le muestra a cada una su habitación individual. Hay siete en total. Tienen literas, pero él ha pensado que preferirían algo de intimidad. Las ha colocado una frente a la otra. Él duerme en otra, dos puertas más adelante. Se dan las buenas noches y cada una entra en su habitación.

Eva se tira en la cama y enseguida se arropa con las sábanas. Aún siente la hamburguesa en sus tripas, pero le ha sentado de maravilla. Su puerta se abre, es Nuria. Se acerca hasta su cama y Eva se reincorpora, algo preocupada por la prisa con la que ha entrado Nuria.

—No me fío de él, Eva.

—¿Por qué? Te aseguro que no planea nada malo. Me habría dado cuenta.

—Es demasiado amable. Llevas sin verlo tanto tiempo… a mí no me conoce de nada. Toda esta hospitalidad…

—Eh, eh. Tranquila. Nuria, aunque no lo creas, aún existen las buenas personas en este mundo, y Alberto es una de ellas. Yo también estoy sorprendida, solía ser una persona mucho menos comunicativa. —Nuria la escucha. Necesita más argumentos para ser convencida—. De verdad, puedes irte a dormir tranquila y mañana nos iremos a ese búnker. Me tiene intrigada saber lo que hay ahí.

—Tendré que creerte. —Nuria aún desconfía. Se levanta y Eva le coge de la mano.

—Dame un abrazo, anda.

Nuria no entiende muy bien esa reacción de Eva, pero obedece y le da un abrazo. Hacía tiempo que no sentía tal sensación de calor en su pecho. Lo cierto es que el abrazo de Eva la calma y destensa. Le gusta tanto que Eva tiene que darle palmaditas en la espalda para que se dé cuenta de que ese momento ha llegado a su final. Nuria se separa.

—Gracias.

—De nada, Nuria. Que descanses.

—Igualmente. —Nuria se levanta de nuevo y se marcha.

Eva se acomoda de nuevo en la cama, adopta una postura fetal entre las sábanas y cierra los ojos a la par que suspira.

3

La Bola del Mundo se ve en lo alto del cielo estrellado. Los furgones militares se desplazan cuidadosamente por el camino de piedra que asciende desde el puerto de Navacerrada. Es una calzada estrecha, por lo que circulan con paciencia. Al llegar aparcan a escasos metros.

Luca abre las puertas y sale el primero del furgón principal, seguido de los demás soldados que bajan rápidamente a trabajar. Luca observa el edificio, bastante antiguo y sorprendido de que en su interior haya un búnker. Parece bastante pequeño. Camina un poco más y rebasa el búnker, dejándolo a su izquierda.

Luca se queda fascinado con el paisaje. Sus ojos contemplan una inmensa explanada a pocos metros por debajo de él. A su izquierda, se extienden las cadenas montañosas de la sierra, y a su derecha, un camino de descenso seguido de una inmensa cresta llena de vegetación, con las estrellas de fondo. El aire es puro, libre de contaminación y siente cómo se llenan sus pulmones hasta tal punto que le produce una sensación de irritación por dentro muy placentera.

Siempre ha sido un gran aficionado a la fotografía analógica. En Italia siempre tuvo tiempo de hacer varias escapadas por los paisajes de la toscana. Cuando conoció a su mujer, muchas veces pasaban días al aire libre. Se acuerda de diferentes momentos con ella, todos pasan a una velocidad vertiginosa por su cabeza y lo hacen estremecerse, tanto como cuando ella le cogía de su mano en todos los momentos que han compartido. La extraña tanto que le encantaría poder enviarle imágenes de donde se encuentra ahora.

—Señor. —Luca se gira. Es el teniente Díaz—. El acceso es imposible, se necesita una huella genética. No hay forma de piratear el sistema.

—Está bien. Coloquen cámaras por todas partes y preparen el escáner biométrico adhesivo. Después nos largamos y esperamos a que lleguen.

—De acuerdo, señor.

El teniente Díaz se retira. Luca vuelve a contemplar por última vez el paisaje y a disfrutar unos segundos más hasta su retirada.

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