1984

1984

George Orwell

—Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesione

«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O’Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo:
—Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
—Sí —dijo Winston.

O’Brien sonrió levemente y prosiguió:

—Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarle a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertirnos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es:

«Eres».

Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya inocencia creíste un día —Jones, Aaronson y Rutherford— los conquistamos al final. Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.

La voz de O’Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo —pensó Winston—; no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de visión. O’Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola. La mente de aquel hombre

contenía
a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco O’Brien? El loco tenía que ser él, Winston. O’Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser dura:

—No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro… Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de… nosotros.

Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás de él le acercaban un aparato grande. O’Brien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
—Tres mil —le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.

Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O’Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi con amabilidad.
—Esta vez no te dolerá —le dijo—. No apartes tus ojos de los míos.

En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.

—Esto no durará mucho —dijo O’Brien—. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que hubiera guerra ninguna.
—No recuerdo.
—Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
—Sí.

—Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el principio del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma guerra. ¿Lo recuerdas?
—Sí.

—Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte por traición. Pretendías que habías visto un pedazo de lo que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste, ¿te acuerdas?
—Sí.
—Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Vieste cinco dedos. ¿Recuerdas?
—Sí.
O’Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.

—Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos?
—Sí.

Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes —quizá no más de treinta segundos— había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O’Brien habían venido a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O’Brien hubiera dejado caer la mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido una persona distinta.

—Ya has visto que es posible —le dijo O’Brien. —Sí —dijo Winston.
O’Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O’Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.

—¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.
—¿La pregunta que quiera?

—Sí. Cualquiera. —Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada——. Ahora no funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?
—¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.
O’Brien volvió a sonreír.

—Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad mental… Todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.
—¿La habéis torturado?
O’Brien no contestó.
—A ver, la pregunta siguiente.
—¿Existe el Gran Hermano?

—Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
—¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
—Tú no existes —dijo O’Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a él que no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?

—Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
—Eso no tiene importancia. Existe.
—¿Morirá el Gran Hermano?
—Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
—¿Existe la Hermandad?

—Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.

Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras. O’Brien parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a preguntar». Y entonces le fue fácil decir:
—¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O’Brien no cambió. Respondió:

—Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación 101. —Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca Evidentemente, la sesión había terminado. Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediata mente, se hundió en un profundo sueño.
CAPITULO III

—Hay tres etapas en tu reintegración —dijo O’Brien—; primero aprender, luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.

Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O’Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un tiempo largo, indefinido —quizás varias semanas— y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios días y otras veces sólo de una o dos horas.

—Mientras te hallas ahí tumbado —le dijo O’Brien—, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el
cómo;
no comprendo el
porqué»?

Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
—¿Lo has leído tú? —dijo Winston.
—Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.
—¿Es cierto lo que dice?

—Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el
libro.

Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la razón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones, debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.
O’Brien se acercó más al lecho.

—¡Para siempre! —repitió—. Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferrarnos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deseamos el poder? Habla —añadió al ver que Winston no le respondía.

Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio. El rostro de O’Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba a decirle O’Brien: que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible era que cuando O’Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O’Brien lo sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo persiste en su locura?

—Nos gobernáis por nuestro propio bien —dijo débilmente—. Creéis que los seres humanos no están capacitados para gobernarse, y en vista de ello…
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O’Brien había presionado la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
—Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:

—Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?

A Winston le asombraba el cansancio del rostro de O’Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O’Brien se inclinó sobre él para acercarle más la cara, para que pudiera verla mejor.

—Estás pensando —le dijo— que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo. ¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.

—Somos los sacerdotes del poder —dijo—. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que

él
es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia…, la realidad externa, como tú la llamarías…, carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo consiguió causarse dolor.


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