1984

1984

George Orwell

Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva… Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar su

También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad. Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic—tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.

Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera entró seguido por dos guardias.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera miró a Winston; se limitaba a observar los discos.

Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, O’Brien, Julia, el señor Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.

Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber oído la voz de O’Brien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberío llegado a ver, había tenido la constante sensación de que O’Brien estaba allí cerca, detrás de él. Era O’Brien quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y una vez —Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el sueño normal o en un momento en que estaba despierto— una voz le había murmurado al oído: «No te preocupes, Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O’Brien; pero desde luego era la misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».

Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O’Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.

—Te dije —murmuró O’Brien— que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
—Sí —dijo Winston.

Sin advertencia previa excepto un leve movimiento de la mano de O’Brien— le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado lo más posible.

—Tienes miedo —dijo O’Brien observando su cara— de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras saltándose y el líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O’Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como había llegado.

—Eso era cuarenta —dijo O’Brien——. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante nuestra conversación, que está en mi mano infligirle dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
—Sí —dijo Winston.

O’Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.

—Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el pequerio esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?

—Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
—Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos del disco numerado.
—La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.

—Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro años. Y antes de eso…
O’Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.

—Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que habían sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford —unos individuos que fueron ejecutados por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delito—. creíste, repito, que no eran culpables de los delitos de que sé les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.

Entre los dedos de O’Brien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en seguida. Y ahora había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más tiempo.

—¡Existe! —gritó.
—No —dijo O’Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama. O’Brien volvió junto a Winston.
—Cenizas —dijo—. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
—¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
—Yo no lo recuerdo —dijo O’Brien.

Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de que O’Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O’Brien hubiera olvidado de verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco? Quizás aquella demencial dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo que más desanimaba a Winston.

O’Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
—Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
—El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado —repitió Winston, obediente.

—El que controla el presente controla el pasado —dijo O’Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación—. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.
O’Brien sonrió débilmente:

—No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
—No.
—Entonces, ¿dónde existe el pasado?
—En los documentos. Está escrito.
—En los documentos… Y, ¿dónde más?
—En la mente. En la memoria de los hombres.

—En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?.
—Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? —exclamó Winston olvidando del nuevo el martirizador eléctrico—. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O’Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.

—Al contrario —dijo por fin—, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.

Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
—Sí —dijo Winston.
O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
—¿Cuántos dedos hay aquí, Winston? —Cuatro.
—¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
—Cuatro.

La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!

La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
—¿Cuántos dedos, Winston? —¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
—No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?

—¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.

Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O’Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O’Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que O’Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra fuente, y que O’Brien le evitaría sufrir.

—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O’Brien con suavidad.
—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
—Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.

Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O’Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de reconocimiento. Luego, mirando a O’Brien, movió la cabeza afirmativamente.

—Otra vez —dijo O’Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O’Brien había vuelto a bajar la palanca.
—¿Cuántos dedos, Winston?

—¡¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.
—¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
—Verlos de verdad.
—Otra vez —dijo O’Brien.

Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.

—¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
—No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis… Te aseguro que no lo sé.
—Esto va mejor —dijo O’Brien.

Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O’Brien. Le conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O’Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O’Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O’Brien lo había torturado casi hasta enloquecerle y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.

—¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.
—No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor. —¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí? —No sé. Días, semanas, meses… creo que meses. —¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
—Para hacerles confesar.
—No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
—Para castigarlos.

—¡No! exclamó O’Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que O’Brien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:


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