1984

1984

George Orwell

sentía

amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese momento. En cambio pensaba con más frecuencia en O’Brien con cierta esperanza. O’Brien tenía que saber que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos momentos se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de vida aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.

A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente convencido de que era noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había oscuridad: y ahora sabía por qué O’Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.

Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial, con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo pálido y severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir para ordenar a los guardias que esperaban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth entró dando tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.

Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos miraban la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba le daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.

Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido de la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
—Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mirada se concentró unos momentos sobre Winston.
—¡Ah, Smith! —dijo—. ¡También tú!
—¿De qué te acusan?
—Para decirte la verdad… —sentóse embarazosamente— en el banco de enfrente a Winston—. Sólo hay un delito, ¿verdad?

—¿Y tú lo has cometido?
—Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar algo.

—Estas cosas suelen ocurrir empezó vagamente . A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera ser… fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! —añadió casi con indignación, levantando la cara para mirar a Winston—. Era imposible cambiar ese verso.
God
(Dios) tenía que rimar con
rod.
¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para
rod

en nuestro idioma? Durante muchos días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció satisfecho. Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato inútil.
—¿Has pensado alguna vez —dijo— que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?

No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aqullas circunstancias fuera un asunto muy interesante.
—¿Sabes si es ahora de día o de noche? —le preguntó.
Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
—No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. —Su mirada recorrió las paredes como si esperase encontrar una ventana—. Aquí no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la hora.

Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la telepantalla los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso. Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora… Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto, muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le había llegado su turno.

Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló a Ampleforth.
—Habitación uno—cero—uno —dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas, pero sin comprender.

A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y los gritos; O’Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a sudor frío.
Parsons entró en la celda. Vestía sus
shorts
caquis y una camisa de
sport.

Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
—¡Tú aquí! —exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
—¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.

—Crimental —dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a Winston y le preguntó con angustia. ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procurado servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forzados. Creo que no me fusilarán por una pequeña y única equivocación.

—¿Eres culpable de algo? —dijo Winston.

—¡Claro que soy culpable! —exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla—. ¿No creerás que el Partido puede detener a un hombre inocente? —Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica—. El crimen del pensamiento es una cosa horrible —dijo sentenciosamente— . Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo que me oyeron decir?

Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
—¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias —les diré—, «gracias por haberme salvado antes de que fuera demasiado tarde».
—¿Quién te denunció? —dijo Winston.

—Fue mi niña —dijo Parsons con cierto orgullo dolido—. Estaba escuchando por el agujero de la cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.

Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete. Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
—Perdona, chico —dijo—. No puedo evitarlo. Es por la espera; ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las manos.
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—. ¡6O79 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse la cara.

Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente durante varias horas.

Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la «habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.

Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelético. Su delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.

El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera continuamente frente a sus ojos. De pronto comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.

La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un brinco. El esquelético se había llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había negado a aceptar el ofrecimiento.
—¡Bumstead! —gritó la voz de un modo ensordecedor—. ¡2713 Bumstead! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
—Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.

El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y entró el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros. Se colocó frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después, gimiendo débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de la boca las dos mitades de una dentadura postiza.

Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar una masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más culpable que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humillación.

Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre esquelético.
—Habitación 101 —dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y rogaba con las manos juntas:
—¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré! Pero no me lleves a la habitación 101.

—Habitación 101 —dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era —no había lugar a dudas— de un tono verde.

—¡Haz algo por mi —chilló—. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la habitación 101.

—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y temblorosa.

—A ése es al que debíais llevar, no a mí —gritó—. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo.— Los guardias avanzaron dos pasos. La voz del hombre se elevó histéricarnente . ¡No lo habéis oído! —repitió—. La telepantalla no funcionaba bien. Ése es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!

Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una de las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos. Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente. Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.

—Habitación 101 —dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano partida. Había perdido por completo los ánimos.

Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias horas. Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a levantarse de cuando en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo, en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los huesos, se levantaba, pero volvía a sentarse en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en O’Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que llegaban a darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando mi dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión intelectual, tomada porque sabía que su deber era ese; pero, en verdad, no lo se

Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la telepantalla.
—¡También a ti te han cogido! —exclamó.
—Hace mucho tiempo que me han cogido —repuso O’Brien con una ironía suave y como si lo lamentara.
Se apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.

—Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo O’Brien—. No te engañes a ti mismo. Lo sabías… Siempre lo has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo…

¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo. Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo menos, ya sabía una cosa, jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.

CAPITULO II

Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O’Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmico.

Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.

La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestar nada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, p


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