1984

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Parte segunda » Capítulo IX

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Todos los miembros del Partido Interior creen en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia en su antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana.

Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la terapéutica del

shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto australiano o en las islas perdidas del Atlántico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.

Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores en las cuales morían en pocas semanas centenares de miles —e incluso millones de hombres— no han vuelto a repetirse.

Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota. Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados —o que pretenden seguir— es la misma. Su plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio —seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado— de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes —tarea de gran dificultad física— o asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolutamente imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental —aparte de los prisioneros— y se le prohíbe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran el miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.

Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres potencias saben y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.

En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física. Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada o perdida.

Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas, etc… Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que se les antoje.

Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a conservar la atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días no luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo —respetándolo— de vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de la angustiosa influencia del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido:

la guerra es la paz.

Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana… El libro le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo I cuando oyó los pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.

—Tengo el

libro —dijo Winston en cuanto se apartaron.

—¿Ah, sí? Muy bien —dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para hacer café.

No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.

—Tenemos que leerlo —dijo—. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.

—Léelo tú —dijo Julia con los ojos cerrados—. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los puntos difíciles.

El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:

CAPÍTULO PRIMERO

La ignorancia es la fuerza

Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines del período neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.

—Julia, ¿estás despierta? —dijo Winston.

—Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.

Winston continuó leyendo:

Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen —porque su principal característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana—, consiste en abolir todas las distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente la misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros en su poder, pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de sus amos.

A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc. Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo, teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos en la antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías. Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.

Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento del sentido histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa principal y subyacente era que ya a principios del siglo XX era técnicamente posible la igualdad humana. Seguía siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización. Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos realizaran diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos. Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo una cierta importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico. Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las corrientes de pensamiento político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente cuando podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo XX volvieron a ponerse en práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo de los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la regimentación.

Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones en todas partes del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales como teorías políticas inconmovibles. Pero ya las habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.

Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.

Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a agruparse como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores, no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la propiedad privada», que ocurrió a mediados de este siglo, quería decir que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, ningún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colectivamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución, pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de colectivización. Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se impondría, y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y que había heredado su fraseología, realizó los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado previsto y deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.

Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados. Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas, y por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor que decide en última instancia es la actitud mental de la propia clase gobernante.

Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una derrota infligida por una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide el mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios demográficos, que un Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de que el descontento se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en nuestra sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase el capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla inmediatamente debajo de él. En cambio, la consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.

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