1984

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Parte segunda » Capítulo IX

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Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla. Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones de personas, o sea, menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior, tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85 por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son los Bajos. Las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuatoriales, que pasan constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo), no forman parte de la población propiamente dicha.

En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de ese área. En ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población colonial regida desde una capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal

lingua franca y que la neolengua es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos —una división muy rígida en estratos— ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles sean excluidos del Partido Interior y que los miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al subir de categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos, que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados. Pero semejante estado de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos como tales descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en los puestos de mando a los individuos más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrar a sus sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.

Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible en nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en peligrosos si el progreso de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina continuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio, a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideológica.

Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad para decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama

piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas

paracrimen,

negroblanco y

doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier tema.

Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega ante el Poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua

paracrimen.

Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios a los principios del Ingsoc, de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado en una dirección herética.

Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez. Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica se apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible. Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere una incesante flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es

negroblanco. Como tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de

creer que lo negro es blanco, más aún, de

saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo demás y que se conoce con el nombre de

doblepensar.

La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para «reformar» el pasado es la necesidad de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el Ministerio del Amor.

La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que el pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser cambiado, nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las exigencias del momento, esta nueva versión es

ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto sigue siendo así incluso cuando —como ocurre a menudo— el mismo acontecimiento tenga que ser alterado, hasta hacerse irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido en posesión de la verdad absoluta y, naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria. La seguridad de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias, no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso

recordar que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es necesario

olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama

doblepensar, aunque también es verdad que

doblepensar comprende muchas cosas.

Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del

doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El

doblepensar está arraigado en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez. Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega… todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra

doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia.

Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse reblandecido excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y eran vencidas, o bien se volvían liberales y cobardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.

No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron y que saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad, aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los territorios disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero sometidos a nuevos amos que los tratarán igual que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido, sobre todo en las del Partido Interior, hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos —conocimiento con ignorancia, cinismo con fanatismo— es una de las características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vilifica todos los principios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que nunca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar. Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas contradicciones no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado mental predominante sea la locura controlada.

Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí claramente descrita, debemos preguntamos ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la historia en un determinado momento?

Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo central, el instinto nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que se han hecho necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste realmente en…

Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado completamente inmóvil desde hacia un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.

—Julia.

No hubo respuesta.

—Julia, ¿estás despierta?

Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha sobre los dos.

Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el

cómo; no entendía el

porqué. El capítulo I, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta observación contenía una sabiduría profunda.

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