1983

1983


Cuarta parte » Capítulo 41

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Estás en el aparcamiento de la Biblioteca de Balne Lane por última vez.

Es sábado, 4 de junio de 1983:

Con las puertas del coche cerradas, miras por el retrovisor central y el lateral; por el central y el lateral; por el central y el lateral…

El ruido incansable de la lluvia en el techo, la radio a todo volumen: 200 detenidos en la base aérea estadounidense de Upper Heyford, en Oxfordshire; la viuda del viceministro de Economía tacha a Healey de despreciable por sus declaraciones sobre la señora Thatcher y las Malvinas; el doctor Owen asegura que los conservadores necesitan un ejército de choque para frenar a la señora Thatcher y a Norman Tebbit y afirma que los votantes tienen miedo de la Gran Hermana…

No hay Hermana Pequeña.

Por el retrovisor central y por el lateral; por el central; por el lateral: Hoy no.

D-5.

Abres la puerta, subes las escaleras de dos en dos y coges la última caja del estante.

Julio de 1969.

Pones la cinta y rebobinas.

STOP.

Lunes, 14 de julio de 1969.

Desaparece una niña de la localidad: Jack Whitehead, cronista de sucesos.

Los padres de la niña desaparecida, Jeanette Garland, de ocho años, hicieron anoche un emotivo llamamiento a la colaboración ciudadana, en busca de cualquier información que pueda conducir a la policía hasta el paradero de su hija. Jeanette fue vista por última vez el sábado, cuando salió a comprar golosinas a una tienda del barrio.

Martes, 15 de julio de 1969:

Niña desaparecida, cuarto día, intensa búsqueda policial: Jack Whitehead, cronista de sucesos.

STOP.

Sábado, 19 de julio de 1969:

Una vidente se pone en contacto con la policía: Jack Whitehead, cronista de sucesos.

STOP.

Vuelves a la estantería, a 1972.

Viernes, 24 de marzo de 1972:

Una vidente relaciona a Susan y Jeanette: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

La policía declinó anoche hacer ningún comentario o especulación sobre las informaciones que aseguran que la vidente Mandy Wymer, famosa por sus frecuentes apariciones televisivas, ha descubierto una relación entre Susan Ridyard, la niña desaparecida en Rochdale, y Jeanette Garland, conocida como La niña que nunca volvió a casa, que tenía ocho años cuando desapareció en Castleford en 1969, en la misma calle donde vivía.

STOP.

STOP.

STOP.

En los lavabos de la biblioteca, con arcadas secas.

El estómago ardiendo y sangrando otra vez.

Una arcada. Vomitas. Escupes.

Sabes que pronto todo habrá terminado, que pronto…

Pero tienes que volver:

A la sala (a todas sus salas).

Al estante (y a repasar todos los archivos otra vez): A rebobinar cintas.

STOP.

OTRA VEZ.

Sábado, 21 de diciembre de 1974:

A la caza del asesino: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

Hoy se ha emprendido una nueva búsqueda del asesino en Wakefield, a raíz del descubrimiento del cadáver…

STOP.

OTRA VEZ Y OTRA VEZ.

Lunes, 23 de diciembre de 1974:

Asesinada la hermana de la estrella de la Liga de Rugby: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.

La policía halló el cuerpo sin vida de la señora Paula Garland en su casa de Castleford a primera hora de la mañana del domingo, después de que los vecinos oyeran gritos.

STOP.

OTRA VEZ Y OTRA VEZ Y OTRA VEZ.

Una arcada. Vomitas. Escupes.

Sangre en la boca, sangre en la camisa, sangre en las manos.

OTRA VEZ Y OTRA VEZ Y OTRA VEZ.

Hasta que termine.

Cruzas Wakefield, subes por Barnsley Road, sales de Wakefield, sigues por Doncaster Road, pasas el Redbeck y entras en Castleford.

Aparcas junto a una cabina de teléfono roja. Oyes el ruido incansable de la lluvia en el techo. Ves pasar los coches silenciosos con sus asesinos al volante, los ves acelerar y frenar, los ves señalarte y reírse de ti, y ves a las niñas desaparecidas con las manitas apoyadas en las ventanillas traseras.

Descuelgas y escuchas.

Nadie responde.

El mundo exterior tan sórdido y lleno de dolor.

Ya has estado aquí.

El coche apesta a vómito. Bajas la ventanilla y te quedas mirando el número 11.

La puerta roja se abre. Una mujer sale debajo de un paraguas de flores. Cierra la puerta. Pasa por delante del coche por la acera mojada.

Por Brunt Street.

El eco de sus pasos.

—Terrible —dice la anciana por tercera vez, protegiéndose de la lluvia y de los recuerdos con los brazos cruzados, del hombre gordo, herido y vendado en el umbral de su puerta.

Asientes.

—No paran de pasar cosas malas —dice, moviendo la cabeza—. Y todo empezó con esa niña.

Asientes de nuevo.

—Y luego el marido se quita la vida. Después su Johnnie empieza a meterse en líos y echa a perder todo su talento. Después…

La miras.

Está mirando la calle.

—Después matan a la madre. Ahí mismo.

Sigues con la mirada el dedo huesudo que señala hacia el número 11.

—Ahí mismo, en nuestra maldita puerta —vuelve a suspirar—. No sé.

—Es terrible —dices.

—Terrible —dice la anciana que vive enfrente—. La madre nunca volvió a ser la misma.

Mueves la cabeza.

—A cualquiera le pasaría lo mismo, ¿verdad?

Vuelves a mover la cabeza.

—Una niña encantadora —suspira, con un paño de cocina entre las manos—. Siempre tan alegre, siempre sonriente.

Y vuelves a mover la cabeza.

—Bueno, es lo que tienen los mongólicos. ¿Verdad que siempre están contentos? Yo no creo que se den cuenta…

La miras.

Está mirando la acera de enfrente.

—En eso tienen suerte.

Vuelves la cabeza y miras la puerta roja.

—A plena luz del día —dice la mujer—. A plena luz del día, como si nada.

—Terrible —dices.

—Terrible —dice el señor Dixon, el tendero de la esquina—. En esa época no abría hasta las tres de la tarde, y a esa hora siempre había una cola de chiquillos, y ella con todos. Había que decirle que tuviera cuidado con el dinero, por como era.

Asientes.

—Ese sábado no vino —suspira—. Lo recuerdo bien.

Vuelves a asentir y miras los caramelos y los paquetes de aperitivos, los cigarrillos y el alcohol, la comida de mascotas y los periódicos locales.

—¿Se enteró usted de que el marido se quitó la vida?

—Sí —dice el señor Dixon—. Creo que un par de años después.

Señalas hacia la puerta.

—¿En esa casa?

El señor Dixon niega con la cabeza.

—Su mujer lo habría visto. No fue aquí.

—¿La madre? —preguntas—. Eso sí fue aquí, ¿no?

—Sí. Eso fue aquí.

—Una familia con mala suerte —dices.

—Esta calle está maldita —susurra el señor Dixon, y la calle maldita escucha desde la puerta—. ¿Sabe usted quién más vivía aquí?

Dices que no.

—Los Morrison —dice—. ¿Clare y Grace?

Tragas saliva. Lo miras fijamente. Esperas.

—Grace era una de las chicas que murió en el tiroteo del Strafford, en el centro de Wakey.

—¿Y Clare?

—Dijeron que la había matado el Destripador, en Preston —sonríe—. Pero él siempre lo negó, el Destripador.

—Clare Strachan —dices.

—Sí, ese debía de ser su apellido de casada.

—¿Y este hombre? ¿Lo ha visto alguna vez por aquí?

El señor Dixon coge la foto que le tiendes. Se queda mirando la cara de Michael Myshkin a los veintidós años.

Redonda y sonriente.

Niega con la cabeza.

—No —dice—. Lo recordaría.

Entras en Leeds y aparcas debajo de los arcos.

Los arcos oscuros.

Dos cuervos negros se pelean con una rata gorda por una bolsa de basura.

En la pared húmeda y verdosa, escrito con spray blanco, el título de una película de punks y skinheads: UK DK.

Cierras el coche. Echas a andar por debajo de los arcos y sales a la noche.

Es sábado, 4 de junio de 1983.

—No tendría que seguir viniendo por aquí —dice Kathryn Williams—. La gente empezará a hablar.

—Ojalá hablaran de una puñetera vez.

—¿Qué quiere decir?

—Dígame qué sabe de Jeanette Garland.

—Yo…

—¿De su padre?

—John, yo…

—¿De su madre?

—Por favor, John, yo…

—¿De su tío?

Kathryn Williams se retuerce las manos en el regazo, con los ojos cerrados.

—¿De su vecina?

Abre los ojos.

—¿Quién?

—Clare Strachan —dices.

Se levanta.

—Aquí no —dice.

La agarras del brazo.

Se mira el brazo.

—Me está haciendo daño —dice.

—¿De verdad?

—Por favor, John, yo…

—Quiero saber si cree que Michael Myshkin mató a Jeanette Garland.

—John, yo…

—¿A Susan Ridyard?

—Yo…

—¿A Clare Kemplay?

Te mira. Cierra los ojos y dice que no con la cabeza.

El Club de Prensa.

Custodiado por dos leones de piedra.

En el centro de Leeds:

Casi las diez.

Esperas en la puerta, bajo la lluvia.

Se acercan debajo de dos paraguas.

—John Piggott —dice Kathryn Williams—. Éste es Paul Kelly.

Paul Kelly hace malabarismos con el paraguas y el maletín para darte la mano.

—Gracias por venir —dices.

Te mira. Las vendas y las heridas.

—Ha tenido una semana mala —explica Kathryn.

Paul Kelly se encoge de hombros y abre la puerta del Club de Prensa: Sólo para miembros.

—Usted primero —le dices a Kathryn.

Sonríe.

La sigues por las escaleras.

El salón está mal iluminado y medio vacío.

Os sentáis a una mesa, en la pared del fondo.

—¿Qué puedo pedirles? —preguntas.

—Nada —dice Paul Kelly.

—Parece muy seguro —dices.

—No es usted miembro —sonríe—. No le servirán.

Kathryn Williams se levanta.

—Iré yo.

Le das un billete de cinco libras.

—Al menos déjenme pagar.

No lo acepta.

—¿Qué quieren?

—Cerveza amarga —dice Paul.

—Agua —dices—. Si tienen.

Kathryn Williams te mira y sonríe. Se acerca a la barra.

Te quedas sentado con Paul Kelly, de espaldas a la barra y a la puerta.

En la esquina hay una mesa de billar con una partida en curso.

—Antes había ahí un escenario —dice Paul Kelly.

—¿Sí?

—Hace mucho tiempo.

Miras las paredes, las paredes oscuras con fotos borrosas de muertos y famosos. Vuelves la cabeza.

Paul Kelly te está mirando.

Sonríes.

—¿Reconoce a alguien? —pregunta.

—John Charles, Fred Trueman y Harvey Smith.

—Todos eran miembros del club.

—¿Y sir Geoffrey no? —preguntas.

Sonríe y niega con la cabeza.

—Una lástima —dice.

Kathryn trae las bebidas en una bandeja y la deja en la mesa.

Te pasa el agua.

—¿Qué tal?

—Estamos charlando —dices.

Enciende un cigarrillo.

—¿De qué? —pregunta.

—De Yorkshire —miras a Paul Kelly—. Y del pasado.

Paul Kelly mira su reloj.

En la máquina de discos está sonando Let’s Dance.

La rodilla de Kathryn te roza la rodilla por debajo de la mesa.

(You say run).

Acercas la rodilla a la suya. No se aparta.

(You say hide). —Adelante— dice Kathryn. —Pregúntele.

Paul Kelly te mira y espera.

Ya se ha bebido la pinta.

Carraspeas y te mueves en la silla.

—Quería preguntarle por su prima Paula. Y por su hija Jeanette.

Kathryn separa la pierna de la tuya.

(For fear tonight). Paul Kelly vuelve a mirarte y levanta el vaso.

—¿Quiere otra? —preguntas.

—¿Mi prima asesinada y mi sobrina desaparecida? —dice. Y niega con la cabeza—. No, gracias.

Kathryn apaga el cigarrillo.

—¿Lo mismo? —pregunta.

La miráis los dos, pero ya está en la barra.

Te vuelves a Paul Kelly.

Te está mirando.

—Perdone —dices—. Represento a un hombre llamado Michael Myshkin y…

—Lo sé.

—Le agradecería…

Señala con la cabeza a Kathryn.

—He venido porque ella me lo ha pedido.

—Se lo agradezco —dices—. Ha sido muy amable.

Niega con la cabeza y vuelve a mirar el reloj.

—No tiene importancia. Ella ha sufrido tanto como todos.

Coges un cigarrillo del paquete que Kathryn ha dejado encima de la mesa y lo enciendes.

—Supongo que habrá oído hablar de Eddie y de Jack Whitehead —dice.

—Sí.

Kathryn trae la segunda ronda en una bandeja y la deja en la mesa.

—¿Siguen pasándolo bien? —se ríe. Te acerca otro vaso de agua.

Le enseñas el cigarrillo.

—He cogido uno.

—No pasa nada —dice—. Todo el mundo hace lo mismo.

Kelly da un trago largo de cerveza.

—Esto tiene mucha gracia —dice.

Let’s Dance ha terminado.

—Perdone —repites.

—Mire, señor Piggott. Pregunte lo que quiera, aunque creo que verá que no soy el Kelly que busca.

Bajo los arcos oscuros, bajo las vías del tren.

Te acerca la boca a la suya mientras estás tumbado en el asiento trasero.

Una guapa damisela se cruzó en mi camino.

Te aprieta la lengua con la lengua, con fuerza.

Bajo los arcos oscuros, bajo las vías del tren…

La boca le sabe a su propio coño.

Cantando Vilikens & His Dinah[9], la mar de alegre y contento.

Le quitas las bragas.

Me acerco entonces a ella, despreocupado y risueño.

Te guía la polla con la mano derecha.

¿Quieres ser mi novia, guapa?

Te sujetas la polla con la mano derecha y le frotas los labios del coño en el sentido de las agujas del reloj.

Ay, no, alegre jovenzuelo, eso no puede ser.

Te clava las uñas en el culo para que se la metas.

Ese señor de azul me está mirando.

Se la metes con fuerza, mareado, el estómago gordo.

¿Qué diría si me viera?

La besas con furia en la boca, en la barbilla, en el cuello.

Bajo los arcos oscuros, bajo las vías del tren.

—Eddie —susurra.

Y el granuja se aleja.

Sales de su coño y te apartas de ella.

Bajo los arcos oscuros.

—Lo siento —dice.

Quieres volver a casa, beber vino blanco, fumar un poco de libanés rojo, ver la tele con Pete y Norm, quedarte dormido en su sofá, despertarte pasadas las cinco, bajar y hacerte una paja antes de volver a dormir, levantarte tarde, desayunar tortitas, oír discos, hacer crucigramas en el váter, quedar con Gareth y comer un pudin con salsa de cebolla en el Springs, sentarte luego en bares medio vacíos con la máquina de discos y el billar, terminar en una disco bailando al son de Culture Club con chicas feas que calzan botas del 40, invitarlas a comida india o china, echar un polvo y planear una escapada de un día, con ganas de estar muy lejos.

Pero no:

Estás aquí.

Donde todo el mundo lo sabe.

Rómpeme el corazón.

En el corazón negro y roto de la noche negra y rota, aparcas detrás del Redbeck.

El Viva ha vuelto.

Un hombre está al volante.

Los faros encendidos.

Se reflejan en una puerta.

La puerta está dando golpes, sacudida por el viento y la lluvia: Habitación 27.

Una luz dentro.

Una foto pegada en la pared.

Una foto de papel, recortada de un periódico sucio.

Una luz dentro.

No paras, no paras, no paras ni de coña.

Porque esta noche todo es miedo.

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