1983

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Cuarta parte » Capítulo 38

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No puedes dormir; no puedes dormir; no puedes dormir.

Te duele la cabeza, te duele la boca, te duelen los ojos.

Pero coges el coche y te pasas la noche dando vueltas en círculos; Círculos del infierno; infiernos locales:

La madre de Hazel Atkins, la niña desaparecida en Morley, hizo ayer un nuevo llamamiento para solicitar información sobre el paradero de su hija de diez años.

«Sé que Hazel está viva y que alguien la retiene en alguna parte. Quiero pedirle a esa persona, por favor, que deje volver a Hazel con su familia, y la ayudaremos en todo lo posible. Pero necesitamos que vuelva a casa hoy mismo porque la echamos muchísimo de menos».

Ayer se cumplieron tres semanas de la desaparición de Hazel a la salida del colegio Morley Grange. La policía ha efectuado varias detenciones desde ese día, aunque por el momento no hay ningún acusado y nadie ha vuelto a ver a la niña desde el 12 de mayo.

Es viernes, 3 de junio de 1983.

El dolor no te deja dormir; por eso coges el coche y das vueltas en círculos.

Círculos de lágrimas; lágrimas locales:

D-6.

Shangrila.

Un chalet blanco, enorme y solitario sobre una colina negra y lluviosa.

Subes por la avenida y pasas por delante del estanque de peces y el Rover nuevo, con la lluvia en las vendas y en las heridas.

Llamas al timbre. Oyes las campanillas.

Son las seis y media y ya han dejado la leche en la puerta.

La puerta se abre.

Es él, con su batín de seda y su mejor pijama. Parpadea y dice:

—¿John?

—Hola, Clive.

—Parece que vienes de la guerra —dice.

—De allí vengo —contestas—. De una guerra muy larga que aún no ha terminado.

—Y que no nos mata…

—Vete a la mierda, Clive.

—¿Qué te trae por mi casa un viernes a las seis y media de la mañana, John?

—Respuestas, Clive. Quieron unas cuantas respuestas, ¡joder!

—¿Y no puedes coger el teléfono y pedir cita, como todo el mundo?

—No.

—John, John —suspira—. Era culpable. Se ahorcó. Y ahí termina la puta historia.

No dices nada.

—Deja el caso, amigo.

Esperas.

—¿Vale? —dice.

Carraspeas, das media vuelta y escupes.

—¿Eso es un sí? —pregunta—. Ahora, John, si no te importa, tengo que vestirme y desayunar. Algunos tenemos un despacho al que ir a trabajar.

Pones un pie en la puerta.

—Michael Myshkin —dices.

—¿Qué?

—He venido por Michael Myshkin, Clive.

—¿Qué pasa con él?

—Va a recurrir y soy su abogado.

Te mira.

—¿Qué? ¿No te lo ha dicho Maurice Jobson?

Parpadea.

—¿No os habréis peleado, el jefe y tú?

—¿Qué quieres, John?

—Ya te lo he dicho: respuestas.

Traga saliva:

—Aún no me has hecho ninguna pregunta —dice.

Sonríes.

—Muy bien —dices—. He oído muchas cosas de ti, Clive.

—¿Relacionadas con Michael Myshkin?

Asientes.

—¿Qué coño me estás contando? Fue él. Confesó.

—Igual que Jimmy.

—Sí —dice—. Igual que Jimmy.

—Pero Michael dice que no fue él. Que confesó bajo coacción. Y que te lo dijo. Pero tú le aconsejaste que se ciñera a la confesión. Le dijiste que lo ayudarías. Que pasaría sólo unos meses en prisión.

—Fue él, John.

—Tú eras su abogado, Clive. Era tu obligación explicarle sus derechos legales. Era tu obligación defenderlo.

—Fue…

—Protegerlo.

—Oye —grita—. Fue él. ¡Joder!

Niegas con la cabeza.

—Había pruebas forenses, John. Testigos.

Niegas con la cabeza.

—¿Sabes lo que es el hipogonadismo, John? Significa que los huevos no se desarrollan. Eso es lo que tenía Myshkin. Los médicos lo atiborraron a hormonas y se pasaron de rosca. El pobre cabrón no podía controlarse. Una semana antes de que le hiciera lo que le hizo a esa pobre niña, se exhibió delante de dos adolescentes en el cementerio que está cerca del colegio de Morley. Eso hizo. Quizá no pudiera evitarlo, John, pero fue él. Fue él, ¡joder!

Te quedas en la puerta, bajo la lluvia, con tus vendas y tus heridas.

—¿Cómo se llamaban, Clive?

—¿Quiénes?

—Las niñas del cementerio.

—No me acuerdo, John —suspira—. Pero estará en el expediente judicial.

—Se declaró culpable, Clive. Esas niñas no tuvieron que declarar. ¿Lo recuerdas?

—Por mucho que quisiera, John, después de tantos años no podría decírtelo.

Le miras a los ojos, llenos de mentiras.

De mentiras y de codicia.

Las manchas de las horas delante del espejo: Las mentiras, la codicia y la culpa.

—John, John. No hace falta ponerse así.

—¿Así cómo?

—Mira en qué estado estás, tío.

Lo miras fijamente.

—Deja el caso, John —dice—. Deja el caso.

Lo miras fijamente, con su batín de seda y su mejor pijama.

—Aquí sólo hay dolor, John. Sólo dolor.

—Tú sí que vas a sentir dolor, Clive.

—Espero que eso no sea una amenaza, John.

—Llámalo predicción.

—¿Ahora te has metido a adivino?

—¿Y tú en qué andas metido, Clive?

Empieza a decir algo.

Lo interrumpes:

—¿Te dedicas al negocio de pervertir la acción de la justicia?

Se encoge de hombros.

—¿Te gustan las causas perdidas, John?

Le das la espalda:

—Nos veremos en los tribunales, Clive.

—No te quepa duda, John —dice—. No te quepa duda.

Bajas por la avenida y pasas por delante del Rover nuevo y del estanque de peces, con la lluvia en las vendas y las heridas.

—Maurice me habló de tu padre, John —grita McGuinness—. Por lo visto sois una familia de hombres valientes.

Te paras, das media vuelta y subes otra vez.

Ves que va a cerrar la puerta y echas a correr.

—¡Que te den por culo, John!

Lo embistes.

—Que te den por culo.

Lo agarras con fuerza del batín de seda y su mejor pijama.

—Que te den.

Cierras los puños, los levantas y lo miras.

Está en el suelo, forcejeando, retorciéndose.

Forcejando y retorciéndose con su batín de seda y su mejor pijama.

—John, John —te suplica…

Lo incorporas de cintura para arriba y lo miras.

—John…

Le escupes en la cara y lo sueltas.

Cae al suelo.

Te largas.

Aparcas en el área de descanso, apagas el motor, esperas y vigilas.

Veinte minutos más tarde, el Rover sale del final de la carretera.

Esperas un momento. Lo ves tomar la curva.

Arancas el motor y lo sigues:

Methley.

East Ardsley.

Tingley.

Bruntcliffe Road, Victoria Road, a la izquierda por Springfield Avenue…

Morley.

Subes por Victoria Road y das la vuelta. Aparcas enfrente del colegio, a la sombra del campanario negro.

Del cementerio.

El coche está mirando a Springfield Avenue. Sales, cierras las puertas y cruzas la calle. Echas a correr por Victoria Road y tuerces en Springfield Avenue. Ves el Rover aparcado delante de un adosado, a mano derecha. Vuelves al coche. Subes y esperas. Vigilas.

Al cabo de cuarenta minutos el Rover sale de Springfield Avenue. Gira a la izquierda y se acerca.

Te agazapas en el asiento.

McGuinness va solo en el coche. Pasa de largo.

Sales, cierras el coche y cruzas la calle. Echas a correr por Victoria Road y tuerces en Springfield Avenue. Entras en el jardín de la casa que está a mano derecha. Llamas a la puerta.

—Donde están los afters —dice mientras abre la puerta. Lleva una camiseta negra de tirantes y unas bragas amarillas. Se queda boquiabierta.

—Hola, Tessa.

Intenta darte con la puerta en las narices.

Pones el pie. Empujas la puerta, entras por la fuerza y cierras de un portazo.

—¿Qué coño haces? —grita. Y coge el teléfono—. Voy a llamar a…

—¿A quién? —te ríes—. ¿A tu abogado?

Le quitas del télefono de las manos y arrancas el cable de la pared.

—¿Qué quieres?

La sujetas del pelo y le doblas el cuello hacia atrás.

—¡Me estás haciendo daño!

—Le tendiste una trampa a Michael. Y a Jimmy.

—¡No!

—Sí.

—¡No!

Le pasas el cable del teléfono por encima de los brazos.

—Por favor…

Lo tensas.

—No es lo que parece —dice—. No es lo que crees.

Atas el cable y la empujas hasta el cuarto de estar. La tiras al suelo. Cierras las cortinas. Apagas la tele y enciendes un cigarrillo.

—John. Escúchame, por favor.

Estás de pie, a su lado.

—Sé lo que estás pensando —murmura—, pero te equivocas.

Niegas con la cabeza.

—Llamaste a Jimmy.

—No.

—Me dijiste que sí.

—No.

—Vino a verte.

—No.

—La policía lo estaba esperando.

—No.

—Lo planeaste con McGuinness.

—No.

—Le tendiste una trampa.

—No.

—Le tendiste la misma trampa que a Michael Myshkin.

—No.

—Tuviste que hacerlo, porque fuiste tú quién le habló a la policía de Michael. Lo acusaste de exhibicionismo. Dijiste que se exhibió en el cementerio.

—Eso…

—Tú eras una de las chicas a las que iban a citar a declarar.

—Yo…

La miras.

Asiente con la cabeza.

Tú niegas.

Mira a otro lado.

—¿Cómo has podido? ¿Cómo cojones has podido?

Te mira.

Miras a otro lado.

—Fue en verano, cuando estaba de vacaciones. Jimmy trabajaba en las obras de las casas nuevas. Michael pasaba a recogerlo con la furgoneta todas las tardes. Los veíamos hacer el tonto en el cementerio. Y empezamos a hablar con ellos; las chicas y yo. Michael nos compraba alcohol y tabaco. A nadie le caía bien. Siempre estaba haciendo el payaso. Yo empecé a salir con Jimmy, pero Michael siempre venía con él, porque la furgo era suya y porque era él quien conseguía el alcohol y lo demás. Jimmy decía que Michael nunca había tenido novia. Que nunca se había besado con una chica. Jimmy lo trataba como si fuera una mierda. Lo utilizaba. Se burlaba de él. Lo acosaba. Intentó que Michael se acostara con algunas de las chicas o pagó a algunas de las chicas para que se acostaran con Michael. Era muy cruel, lo sé. Pero a Michael le daba igual. No le interesaba. Sólo tenía ojos…

La miras fijamente.

—Sólo tenía ojos para una chica.

—No —dices.

—La perseguía a todas horas.

—No.

—Como si pudiera salvarla.

—No.

—Tenía una foto.

—¿Cómo?

—La consiguió en su trabajo.

—No.

—A todas horas.

—No.

—Siempre la estaba mirando.

—No.

—Se pasaba horas mirándola.

—No.

—Hablaba con ella.

—¡Cállate!

—Es verdad.

—No te creo.

—¡Es verdad, John!

—¡No me jodas! ¿Los viste juntos alguna vez?

Te mira y niega con la cabeza.

—Rumores. Insinuaciones. Pruebas circunstanciales.

—No era Clare —murmura.

La miras.

—Era Jeanette.

Cierras la puerta y sales del jardín. Vuelves por Springfield Road y tuerces en Victoria Road. Pasas por delante del cementerio, la iglesia y el colegio. Cruzas la calle y sacas las llaves del coche. Abres la puerta.

—Ayúdame —dice.

Una niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y un chaleco guateado de color rojo, que llevaba una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón…

—Estamos en…

Caes de espaldas en mitad de la calle.

Una furgoneta electoral frena en seco.

Una mujer suelta de golpe las bolsas de la compra.

Estás tirado en mitad de la calle, hecho un ovillo.

La lluvia cae entre los árboles oscuros y callados.

La lluvia en tus vendas, la lluvia en tus heridas.

Un hombre grita:

—¡Que alguien llame a la policía!

Aparcas detrás del Café y Motel Redbeck.

El Viva se ha ido.

Hazel también.

Aparcas, esperas y vigilas.

Te quedas mirando la hilera de habitaciones vacías.

Las ventanas tapiadas con tablones y las puertas cerradas con candado.

Bajas del coche y cierras las puertas. Cruzas el aparcamiento.

Ese aparcamiento destartalado y deprimente.

Con charcos de lluvia y aceite de motor.

Cruzas el solar hasta los váteres, en un costado.

Están encharcados. El suelo de baldosas cubierto de meados viejos y negros. El espejo roto y la bombilla reventada. El lavabo manchado de agua marrón que cae de un grifo roto. Uno de los cubículos no tiene puerta y el váter no tiene asiento. Las paredes cubiertas con mil tintas distintas de palabras de…

Odio.

Siempre odio, siempre…

Miedo.

Miedo y odio, odio y miedo.

Has estado allí antes.

Y vuelves a por más.

Siempre vuelves allí.

A ese lugar.

El lugar del que nunca te fuiste:

Nunca te fuiste de la habitación del motel de un café olvidado en una calle tediosa de una ciudad yerma, donde has pasado los últimos seis años.

Vino robado/tiempo robado.

Con pis en las vendas y en los bajos de los pantalones sales de los baños y recorres la fachada del motel con las ventanas rotas y pintadas en las paredes, entre montones de basura, pájaros y ratas que celebran allí su festín, vas hacia a la puerta…

La puerta de una habitación de una hilera de habitaciones de un motel cerrado.

La puerta que da golpes, sacudida por el viento y la lluvia.

Te paras delante.

Habitación 27.

Donde has pasado los últimos seis años.

Empujas la puerta.

La habitación está oscura y fría.

Entras.

Los restos de un colchón destripado contra la ventana.

No hay luz.

Ni palabras en las paredes, ni fotos…

Sólo hay dolor.

Pisas muebles rotos y astillas.

Cruzas la habitación y te detienes delante de la pared.

Sacas la foto que llevas en el bolsillo.

Una foto de papel, recortada de un periódico sucio.

La pegas en la pared.

Te sientas en el somier de la cama.

El ruido incansable de la lluvia en la ventana y en la puerta.

La puerta que da golpes, sacudida por el viento y la lluvia.

Cierras los ojos.

Tienes miedo.

El lugar del que nunca te fuiste.

Ladridos de perros.

El Lobo está en la puerta.

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