1977

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Quinta parte » Capítulo 21

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21

Miro el reloj, son las 7.07.

Estoy en los Moors, cruzo los páramos, y llego a una silla, una silla de cuero con el respaldo alto, y hay una mujer vestida de blanco de rodillas delante de la silla, las manos entrelazadas en gesto de oración, el pelo por la cara.

Me inclino para retirarle el pelo y es Carol, luego Ka Su Peng. Se pone de pie y se señala al centro del largo vestido blanco y allí se lee una palabra escrita en letras de molde de sangre:

livE.

Y en los Moors, entre el viento y la lluvia, se quita el vestido blanco por encima de la cabeza, el vientre amarillo hinchado, y luego se pone otra vez el vestido del revés, y entonces en las letras de sangre se lee:

Evil.

Y un niño pequeño en pijama azul sale de detrás de la silla de cuero con respaldo alto y se la lleva por el pasillo, por la alfombra desgastada, las paredes sucias, el olor.

Llegamos a una puerta y nos detenemos.

Habitación 77.

Me desperté sobresaltado en el coche con una opresión en el pecho y la respiración agitada.

Miré el reloj del salpicadero.

7.07.

Joder.

Me encontraba en Durkar Lane, Durkar, al final del camino de entrada de la casa de Rudkin.

Miré por el espejo retrovisor.

Nada.

Esperé.

Al cabo de veinte minutos una mujer en bata de casa abrió la puerta principal y cogió las dos botellas de leche que había en el quicio de la puerta.

Esperé a que cerrara la puerta, luego puse en marcha el coche, encendí la radio y me marché.

Crucé Wakefield, seguí por Dewsbury Road, Shawcross, Hanging Heaton y llegué a Batley con la radio encendida:

«La policía sigue la pista de dos enmascarados que irrumpieron en una sucursal de correos de Shadwell, agredieron al encargado y a su mujer, y huyeron con 750 libras. Se cree que uno de los hombres es “muy violento”.

»El señor Eric Gowers, de sesenta y cinco años, y su mujer May, de sesenta y cuatro, fueron asistidos en el hospital, donde se les dejó volver a casa poco después».

Pasé por el centro y aparqué en las afueras de Batley, justo detrás del restaurante chino a domicilio de Bradford Road.

Al lado de RD News.

Justo detrás del Datsun 260 bronce.

Marqué el número de su piso.

Nadie respondió.

Colgué.

Volví a entrar en la cabina de teléfono roja sin dejar de observar la ventana de encima de la tienda de periódicos.

—¿Está Eric?

—¿Quién le llama?

—Un amigo.

John Rudkin se asomó a la ventana con una mano apoyada en el marco, la otra en el cristal, con las palmas abiertas, sin sonreír.

—Soy Eric Hall.

—¿Tienes el dinero?

—Sí.

—En el aparcamiento del George a mediodía.

Colgué, la mirada clavada en John Rudkin.

Volví al coche y esperé.

Treinta minutos después, Rudkin salió de la tienda con un niño en brazos, seguido de una mujer con gafas de sol.

El niño llevaba un pijama azul, la mujer iba de negro.

Subieron al Datsun y partieron.

Yo me quedé allí.

Cinco minutos más tarde, salí del coche y me dirigí a la parte de atrás de las tiendas, por el callejón, entre los cubos de basura, las bolsas de plástico apiladas, las cajas de cartón medio deshechas, mientras contaba las ventanas.

Eché las cuentas y me fijé en dos ventanas y dos pares de cortinas viejas que asomaban por encima del muro de atrás, un muro coronado con trozos de botellas rotas pegadas con cemento.

Probé la puerta de madera roja y la abrí muy despacio.

Cerré la puerta que daba al patio trasero después de entrar, me abrí camino entre las cajas de botellas y las bombonas de gas butano y llegué a la puerta de la cocina.

Mientras me preguntaba qué coño iba a decir, abrí la puerta.

Había un pasillo que conducía a la parte principal de la tienda, atestado de cajas de patatas fritas Walker y revistas viejas. A mi derecha salían las escaleras.

Metido ya hasta el cuello, decidí correr el riesgo y empecé a subirlas.

Al final de las escaleras había una puerta blanca con un cristal.

Al otro lado estaba a oscuras.

Me quedé parado y escuché.

Nada.

Metido hasta la coronilla, empujé la puerta.

Cerrada con llave.

Joder.

La empujé otra vez convencido de que iba a ceder.

Saqué la navaja de bolsillo y la metí entre la pared y la puerta.

No tenía nada que perder, así que empujé.

Nada.

Perdí, y volví a intentarlo.

La navaja se rompió por la bisagra, el marco de la puerta se astilló, me corté la mano y volví a sangrar, pero estaba dentro.

Me paré a escuchar.

Nada.

Otro pasillo oscuro.

Me vendé la mano con el pañuelo y recorrí el pasillo con mucho sigilo hasta la habitación del fondo, dejando tres puertas cerradas a los lados.

El piso apestaba, el techo era tan bajo y opresivo como el olor.

En la sala de estar había un sofá, una silla, una mesa, un televisor y un teléfono encima de una caja. Botellas de refresco y bolsas de patatas fritas vacías se amontonaban en el suelo.

No había alfombra.

Sólo una mancha grande y oscura en la tarima del suelo.

Volví por el pasillo e intenté abrir la primera puerta de la derecha.

Era una pequeña cocina, desnuda.

Probé en la puerta de la izquierda.

Era un dormitorio, una de las habitaciones con cortinas viejas, gruesas, negras y echadas.

Encendí la luz.

Tenía una cama doble enorme, sin sábanas, con otra gran mancha oscura en la tapicería de flores naranjas del colchón.

En una pared había un armario empotrado.

Lo abrí.

Focos, focos de fotógrafo.

Cerré las puertas del armario y apagué las luces.

Al otro lado del pasillo se encontraba la última puerta.

Era un cuarto de baño con las otras cortinas viejas, echadas y negras.

Allí había toallas y alfombrillas, periódicos y pinturas, el baño estaba impoluto.

Dejé que me corriera agua fría por la mano y me la sequé.

Cerré la puerta y volví a salir al pasillo.

Me detuve en lo alto de las escaleras y quité las astillas de la puerta blanca.

Intenté volver a encajar la cerradura en su sitio, pero no pude.

Dejé la puerta como estaba y bajé las escaleras.

Me paré en el escalón inferior y escuché.

Nada.

Hice el camino al revés, salí al patio, atravesé la puerta de madera roja y salí fuera.

Desanduve el callejón entre los cubos de basura, las bolsas de plástico apiladas, las cajas de cartón medio deshechas, un perrillo pajizo me observó mientras me iba.

Regresé a la fachada principal de las tiendas, pasé por delante del chino y volví a mi coche.

Acababan de dar las once.

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Pasé en el coche por delante del George, en Denholme, maniobré en la entrada de una casa y di la vuelta.

Tenía un mal presentimiento, pero no podía irme, no podía dejarlo así.

Volví por la carretera muy despacio y torcí por un lateral del pub para entrar en el aparcamiento de atrás.

Era casi mediodía.

Había cuatro o cinco coches aparcados, tres de cara al seto y los campos, dos con las narices pegadas a la pared trasera del pub.

Ninguno de ellos era un Granada azul.

Aparqué en un rincón, todavía con el mal presentimiento presente, de cara al seto y los campos.

Me puse a esperar, mirando por el retrovisor.

Había dos hombres sentados en un Volvo gris, que esperaban mirando por el retrovisor.

Joder.

Dos coches más allá, Eric Hall salió de un Peugeot 304.

Le vi acercarse con las manos bien metidas en su chaquetón de piel de cordero.

Pasó por detrás del coche y dio unos golpecitos en mi ventanilla.

La bajé.

Se inclinó y me preguntó:

—¿Qué esperas? ¿Que lleguen las navidades?

—¿Tienes el dinero?

—Sí —dijo, y se incorporó.

Yo no dejaba de mirar por el retrovisor las dos cabezas del Volvo.

—¿Dónde está?

—En el coche.

—¿Qué le ha pasado al Granada?

—He tenido que venderlo, joder. Para pagarte.

—Sube —dije.

—Pero el dinero está en el coche.

—Tú sube —ordené poniendo en marcha el coche.

Dio la vuelta por detrás y subió por el otro lado.

Salí marcha atrás y pasé por el lateral del George.

—¿Y el dinero?

—Que le den.

—Pero…

Sin quitar los ojos de la carretera, miraba al retrovisor cada dos por tres.

—Allí había dos fulanos en un Volvo gris. Los habrás visto, ¿no?

—No.

Pisé el freno y me eché a un lado de la carretera, al arcén.

—Ésos —dije señalando al Volvo gris que nos adelantó a toda velocidad.

—Joder.

—¿No tienes nada que ver con ellos?

—No.

—No habrías pensado en quitarme de en medio, o pegarme un tiro o alguna otra cosa así de inteligente, ¿verdad?

—No —dijo él sudoroso.

Maniobré en el arcén y volví a salir a la carretera en la dirección de la que veníamos.

Con el acelerador a fondo, dije:

—¿Quién coño eran ésos?

—No lo sé. De verdad.

—Eric, eres un poli corrupto de la mierda. Un pobre gacetillero como yo se presenta en su casa y te pide cinco de los grandes y ¿tú vas a pagar sin decir ni pío? No me lo creo.

Eric Hall no dijo nada.

Pasamos otra vez por delante del George; el Volvo ya no estaba.

—¿A quién se lo dijiste? —insistí.

—Oye —suspiró—, para, por favor.

Seguí un poco más adelante y luego aparqué cerca de una iglesia en Halifax Road.

Estuvimos un rato callados, sin sol, sin lluvia, nada.

Por fin dijo:

—Ya estoy metido hasta el cuello en este lío tal y como están las cosas.

No dije nada; sólo asentí.

—No se puede decir precisamente que haya jugado limpio, ¿sabes lo que quiero decir? He hecho la vista gorda más de una vez.

—Y no ha sido gratis, ¿eh?

Suspiró otra vez y dijo:

—¿Y quién coño no lo ha hecho o no lo haría de vez en cuando?

No dije nada.

—Te iba a pagar, en serio. Y todavía pienso hacerlo si es lo que quieres. No cinco de los grandes. No los tengo. Pero he sacado dos y medio por el coche y son tuyos.

—No quiero tu cochino dinero, Eric. Lo único que quiero es saber qué cojones está pasando.

—Esos dos tíos del aparcamiento, no tengo ni puta idea de quiénes eran, pero apostaría a que tienen algo que ver con ese cabrón de Peter Hunter y su investigación.

—¿Por qué te han suspendido?

—Sobornos.

—¿Nada más?

—Es suficiente.

—¿Y Janice Ryan?

—Un lío del que ahora podría prescindir.

—¿Cuándo la viste por última vez?

Suspiró, se secó las palmas de las manos en los muslos y movió la cabeza:

—No me acuerdo.

—Eric —dije—. Olvídate del dinero y cuéntamelo. Cuando Hunter te meta mano vas a necesitar hasta el último penique que puedas arramblar con tus sucias manitas. Así que empieza por contarme la puta verdad y ahórrate tus dos mil quinientas libras.

Miró por el parabrisas el campanario negro que se recortaba contra el cielo, luego apoyó la cabeza en el asiento y dijo suavemente:

—Yo no la maté, joder.

—¿He dicho yo que lo hicieras?

—Hace dos semanas —dijo—. Me llamó, me dijo que necesitaba dinero para largarse, me dijo que tenía cierta información que quería vender.

—¿Quedaste con ella?

—No.

—¿Sabes qué clase de información era ésa?

—Sobre unos robos.

—¿Qué robos?

—No me lo dijo.

—¿Pasados o futuros?

—No me lo dijo.

Contemplé su grueso rostro asustado, le vi sudar en el asiento del copiloto de mi coche.

—¿Se lo contaste a alguien?

Tragó saliva y asintió con la cabeza.

—¿A quién?

—A un sargento de Leeds. Se llama Fraser, Bob Fraser.

—¿Cuándo se lo dijiste?

—Poco después.

—¿Y por qué se lo contaste?

Eric Hall volvió la cara hacia mí y, señalándose los ojos, dijo:

—Porque me lo sacó a hostias.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Era su chulo, ¿no sabías?

—Creía que lo eras tú.

—Hace mucho tiempo.

—Esa revista, esas fotos. ¿Qué sabes de ellas?

—Nada. En serio. Nunca me lo contó.

Ante el volante me sentía perdido.

Al cabo de unos instantes, Eric Hall dijo:

—¿Hay algo más que quieras saber?

—Sí —dije—. ¿Quién cojones la mató?

Eric Hall adoptó un aire de superioridad y dijo:

—Yo tengo mi propia teoría.

Me volví para mirarle, a aquel tío que era como una babosa, un hombre que se alegraba de salvar sus dos mil libras aunque su alma estuviera atormentada por las mentiras, aunque sólo le esperara el fuego del infierno.

—Cuéntamelo, Sherlock.

Encogió los hombros como si no tuviera la menor importancia, como si apareciera en las primeras planas de todos los periódicos, como si a aquella babosa gorda aún le quedaran fuerzas para seguir dando guerra, y dijo:

—Fraser.

—¿No ha sido el Destripador?

Se rio.

—¿El Destripador? ¿Quién coño es ése?

Miré la cruz que flotaba por encima de nuestras cabezas y dije:

—Una última cosa.

—Dispara —contestó sin perder la sonrisa.

El gilipollas.

—¿Y Ka Su Peng?

—¿Quién? —preguntó demasiado rápido y dejando de sonreír.

—La chica china. Ka Su Peng.

Negó con la cabeza.

—Eric, eres de antivicio de Bradford, ¿verdad?

—Lo era.

—Perdón, eras. Pero estoy seguro de que todavía recuerdas a tus chicas. Sobre todo a las que el Destripador asaltó justo en medio de tu territorio, joder. ¿O no?

No dijo nada.

—Fue el Destripador, ¿no? —repetí.

—Eso es lo que dicen.

—¿Y tú? ¿Tú qué dices?

—Yo digo que es mejor no revolver la mierda.

Arranqué el coche y volví por donde habíamos venido, conduciendo en un rápido silencio.

Aparqué delante del George.

Abrió la puerta y se apeó.

—Mátate —murmuré.

—¿Qué? —preguntó él dándose la vuelta.

—Cierra la puerta, Eric —dije, y pisé el pedal.

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Volví a Bradford, salí de Bradford, entré en Leeds, siempre con el acelerador a fondo: Killinghall Road, Leeds Road, la circunvalación de Stanningley, Armley.

Bajo los soportales oscuros, tentado por la última copa de la tarde, sucumbo en el Scarborough, un whisky rápido dentro de una pinta de cerveza, de un solo trago entre las sombras del Griffin.

Hacia el final de la tarde, la brisa soplaba por todo el centro, bolsas de plástico y periódicos viejos revoloteaban alrededor de mis pantorrillas, buscando un teléfono que funcionara, uno nada más.

—¿Samuel?

—Jack.

—¿Alguna novedad?

—Han dejado libre a Fraser.

—Ya lo sé.

—Vaya, entonces no te quiero entretener.

—Lo siento.

—No sabrás dónde está, ¿verdad?

—¿Qué?

—Tenía que presentarse en la comisaría de Wood Street esta mañana, pero no lo ha hecho.

—¿No ha aparecido?

—No.

—¿Algo más?

—Un cadáver negro.

—¿El Destripador?

—No, a no ser que haya empezado también con tíos.

—No, ¿algo del Destripador?

—Nada.

—¿Está Bob Craven?

—¿Estás seguro?

—Ponme con él, Samuel.

Dos chasquidos y una señal.

—Antivicio.

—Con el inspector Craven, por favor.

—¿De parte de quién?

—De Jack Whitehead.

—Espere.

Dos dedos sobre el micro y un grito en la sala.

—¿Jack?

—Hace tiempo que no nos vemos, Bob.

—Cierto. ¿Qué tal estás?

—Bien, ¿y tú?

—Liado.

—¿Tienes tiempo para tomar una cerveza?

—Siempre tengo tiempo para una cerveza, Jack. Ya me conoces.

—¿Cuándo te viene bien?

—¿Alrededor de las ocho?

—Sí, muy bien. ¿Dónde te apetece?

—¿El Duck and Drake?

—Pues entonces, allí a las ocho.

—Adiós.

Por las sucias calles vespertinas, la brisa se vuelve viento, pájaros de bolsa de plástico, serpientes de periódico.

Entré en un callejón adoquinado al abrigo del vendaval, buscando las paredes, las palabras.

Pero las palabras habían desaparecido, era otro callejón, las únicas palabras eran mentiras.

Subí Park Row y por Cookridge Street llegué hasta St. Anne.

La catedral estaba desierta, el viento calmado, y yo recorrí un lateral y me arrodillé delante de la Pietà, y recé, un millar de ojos sobre mí.

Levanté la cabeza, la garganta seca, la respiración lenta.

Una anciana llevaba a un niño de la mano por el pasillo, y cuando se cruzaron conmigo, el niño me dio una Biblia abierta y yo la cogí y les vi alejarse.

Miré para abajo y leí las palabras que encontré:

En aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la encontrarán; desearán morir, pero la muerte huirá de ellos.

Y salí de la catedral cruzando las puertas dobles, en plena tarde, entre las bolsas de plástico y las serpientes, me abrí camino en medio de todo aquello.

Todo había desaparecido, todo iba mal, sólo mentiras.

La oficina estaba muerta.

Recorrí el pasillo y entré en el archivo.

Busqué 1974.

Ensarté el microfilm en los carretes, por encima de la luz.

Viernes, 20 de diciembre de 1974.

Primera plana:

UN SENTIDO HOMENAJE

Una fotografía…

Tres amplias sonrisas:

El jefe de policía Angus felicita al sargento Bob Craven y al agente Douglas por el trabajo bien hecho.

«Son miembros destacados de la policía que cuentan con nuestro más profundo agradecimiento.»

Di al botón de imprimir y observé cómo salían aquellas tres amplias sonrisas, aquellos destacados agentes de policía.

POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO

Llamé a la puerta de Hadden y entré.

Seguía sentado en su escritorio, siempre de espaldas a Leeds.

Me senté.

—Jack —dijo.

—Bill —sonreí.

—¿Y bien?

—Fraser ha salido por piernas.

—¿Sabes dónde está?

—Tal vez.

—¿Tal vez?

—Tengo que comprobarlo.

Levantó la nariz y ordenó los bolígrafos que tenía encima del escritorio.

—¿Tienes algo nuevo? —pregunté.

—Jack —contestó sin mirarme—. La última vez que estuviste aquí dijiste algo de Paula Garland.

—Sí.

Me miró.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿Dijiste algo de una conexión, de un vínculo?

—¿Sí?

—No me jodas, Jack. ¿Qué has descubierto?

—Como te dije, Clare Strachan…

—¿La víctima de Preston del Destripador?

—Sí. Se hacía llamar Morrison y bajo ese nombre había prestado declaración como testigo en la investigación del asesinato de Paula Garland.

—¿Y ya está?

—Sí. Fraser dijo que Rudkin y puede que algunos otros policías lo supieran, pero nunca se ha reflejado oficialmente en el interrogatorio de Preston. Ni en ningún otro sitio.

—¿Y no hay nada más?

—No.

—¿No me estás ocultando nada?

—No. Por supuesto que no.

—¿Y eso te lo ha contado el sargento Fraser?

—Sí. ¿Por qué?

—Sólo quiero tener las ideas claras, Jack. Sólo quiero tener las ideas claras.

—¿Ya lo tienes claro?

—Sí —dijo clavando sus ojos en los míos.

Me levanté.

—Siéntate un momento, Jack —ordenó.

Me senté.

Hadden abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre grande de papel manila.

—Esto ha llegado esta mañana —anunció tirándolo sobre la mesa—. Échale un vistazo.

Saqué una revista.

Una revista guarra, porno.

Pornografía barata.

Aficionados:

Spunk.

Una de las páginas tenía doblada una esquina.

—Página siete —dijo Bill Hadden.

Fui a la página marcada y allí estaba:

Cabello blanco decolorado y carne flácida rosa, húmedos orificios rojos y ojos azules secos, las piernas separadas, tocándose el clítoris:

Clare Strachan.

Me empalmé otra vez.

—¿Esta mañana? —pregunté con la garganta enronquecida.

—Sí, con matasellos de Preston.

Di la vuelta al sobre mientras asentía.

—¿Algo más?

—No, sólo eso.

—¿Sólo este ejemplar?

—Sí, nada más.

Le miré con la revista en la mano.

—¿No sabías que hacía este tipo de cosas? —preguntó Hadden.

—¿Tienes alguna idea de quién lo puede haber mandado?

—No.

—Tú no crees que el sargento Fraser haya estirado la pata, ¿verdad?

—Ya, ya —dijo Hadden asintiendo con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer con eso? —pregunté.

—Quiero que hagas algunas llamadas, que te enteres de qué cojones está pasando por ahí.

Me puse de pie.

Estaba levantando un teléfono cuando dijo:

—Y, Jack…

—¿Sí? —dije con una mano en el picaporte.

—Ten cuidado, ¿vale?

—Siempre lo tengo —dije—. Siempre lo tengo.

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Miré el reloj:

Las seis pasadas.

Ligero cambio de planes.

Por el pasillo y al archivo.

Vuelta a 1974.

Volví a colocar el microfilm, en los carretes y por encima de la luz.

Al martes, 24 de diciembre de 1974.

Evening Post, primera plana:

TRES MUERTOS EN EL TIROTEO NAVIDEÑO DE WAKEFIELD

Subtitulado:

POLICÍA HEROICO FRUSTRA ROBO EN PUB

Una fotografía:

El Strafford, en el Bullring de Wakefield.

Anoche se produjo un escalofriante tiroteo en el centro de Wakefield que dejó tres muertos y tres heridos graves en lo que la policía ha calificado de «atraco malogrado».

Según el portavoz de la policía, las fuerzas del orden fueron requeridas al oírse tiros en el pub Strafford, situado en el Bullring de Wakefield, alrededor de la medianoche de ayer. Los primeros en llegar al lugar de los hechos fueron el sargento Robert Craven y el agente Bob Douglas, los dos policías de los que se habló la semana pasada por su participación en la detención del sospechoso del asesinato de la estudiante de Morley Clare Kemplay.

Cuando los dos agentes entraron en el Strafford, vieron que se estaba produciendo un atraco y fueron tiroteados y golpeados por hombres armados sin identificar, que acto seguido huyeron.

Cuando, unos minutos más tarde, llegaron los miembros de la brigada especial de policía metropolitana de West Yorkshire, encontraron a los dos heroicos policías y a otro hombre heridos de bala y a otras tres personas muertas.

Se establecieron controles de carretera de inmediato en la M1 y la M62 en todas las direcciones y registros en todos los puertos y aeropuertos pero, por el momento, no se ha practicado ninguna detención.

Nos informan de que tanto el sargento Craven como el agente Douglas se encuentran en estado grave, pero estable, en el hospital Pinderfields de Wakefield.

La policía no quiere hacer públicos los nombres de los fallecidos hasta que se haya notificado a los parientes más cercanos.

Se ha constituido un centro de investigaciones en la comisaría de policía de Wood Street y el jefe Maurice Jobson apela públicamente a todos los ciudadanos que puedan disponer de información para que se pongan urgentemente en contacto con él de manera confidencial. El número es Wakefield 3838.

Le di al botón de imprimir y observé cómo salían aquellas mentiras, aquellas destacadas mentiras.

Y me fijé en la firma:

POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO

El Duck and Drake, en los aledaños del mercado de Kirkgate.

Un pub de gitanos a la sombra de la comisaría de Millgarth.

Ocho en punto.

Me llevé la pinta de cerveza y el whisky a una mesa al lado de la puerta y esperé, dejando la bolsa de plástico en otra silla.

Volqué el whisky en la pinta y me la bebí.

Había pasado mucho tiempo, tal vez demasiado, tal vez demasiado poco.

—¿Lo mismo?

Levanté la cabeza y vi a Bob Craven.

Al inspector de policía Bob Craven.

—Bob —saludé levantándome para darle la mano—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Los puñeteros zulús se volvieron un poco locos en Chapeltown hace un par de semanas.

—¿Estás bien?

—Lo estaré cuando me den una cerveza. —Sonrió y se acercó a la barra.

Me puse la bolsa de plástico encima de las piernas y le observé en la barra.

Trajo las dos pintas y luego volvió a por los whiskies.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Tres años.

—¿Sólo?

—Sí. Parece toda una vida —dije.

—Ha llovido mucho desde entonces. Un montón, puñetas.

—La última vez debió de ser antes de lo del Strafford.

—Seguramente. Justo después de aquello debió de ser cuando te ocupaste del asunto aquel de El Exorcista, ¿no?

Asentí.

Suspiró.

—La hostia, ¿eh? Las cosas que hemos visto.

—¿Cómo está el otro Bob?

—¿Dougie?

—Sí.

—Pues totalmente al margen, ¿sabes?

—¿No te tentó la idea?

—¿De retirarme?

Asentí con un gesto.

—¿Y qué cojones iba a hacer? ¿Y tú?

Asentí de nuevo:

—Pero háblame de Bob. ¿A qué se dedica?

—Está bien. Invirtió el dinero de la indemnización en una papelería. Le va bien. Cuando le veo no te diré que no haya ocasiones en que pienso que ojalá me hubiera alcanzado a mí la bala. ¿No sé si me explico?

Afirmé con la cabeza y cogí la pinta.

—Una tiendecita, una mujercita. ¿Sabes?

—No —hice un gesto de indiferencia—. Pero dile que he preguntado por él, ¿lo harás?

—Sí, claro. Todavía tiene tu artículo en la pared. Un sentido homenaje, ése.

Suspiré.

—Sólo tres años, ¿eh?

—Eran otros tiempos, ¿eh? —dijo, y levantó la cerveza—. Brindo por ellos: por aquellos tiempos.

Chocamos los vasos y nos los acabamos.

—Me toca a mí —dije, e hice otro viaje a la barra.

Desde allí me di la vuelta y le observé, le vi frotarse la barba y sacudirse el polvo de los pantalones, le vi levantar el vaso vacío de la pinta y volver a dejarlo en la mesa, le observé.

Llevé las bebidas y volví a sentarme.

—Bueno —dijo—. Basta ya de recuerdos nostálgicos. ¿En qué andas metido en este momento?

—El Destripador —respondí.

Hizo una pausa y luego dijo:

—Sí, claro.

Guardamos silencio, escuchando el ruido del pub: los vasos, las sillas, la música, la charla, la caja.

Luego dije:

—En realidad, por eso te he llamado.

—¿Sí?

—Sí, por el Destripador.

—¿Qué pasa con ese cabrón?

Le pasé la bolsa de plástico.

—Esto le ha llegado a Bill Hadden en el correo de la mañana.

Cogió la bolsa y echó un vistazo dentro.

No dije nada.

Me miró.

Yo le miré.

—Vamos a dar una vuelta —dijo.

Le seguí al interior del mercado negro, entre las sombras que envolvían los puestos, el viento de la noche arrastraba con nosotros la basura y el hedor.

En lo más profundo de su corazón oscuro, Craven se paró al lado de un puesto y sacó la revista.

—La página está marcada —dije.

Pasó las páginas.

Esperé…

El corazón quebrado, las costillas rotas.

—¿Quién sabe esto? —preguntó con la espalda vuelta hacia mí.

—Sólo Bill Hadden y yo.

—Sabes quién es, ¿verdad?

Asentí.

Se dio la vuelta con la página abierta y colgándole de la mano, la cara negra y perdida entre las sombras y la barba.

—Es Clare Strachan —dije.

—¿Sabes quién lo ha mandado?

—No.

—¿No llevaba ninguna carta?

—No. Sólo eso que tienes en las manos.

—Pero ¿venía con la página marcada?

—Sí.

—¿Conservas todavía el sobre?

—Lo tiene Hadden.

—¿Recuerdas cuándo y dónde se puso en el correo?

Tragué saliva y dije:

—Hace dos días en Preston.

—¿Preston?

Confirmé con un gesto y añadí:

—Es de él, ¿verdad?

Sus ojos escrutaron mi cara:

—¿De quién?

—Del Destripador.

Vi en su rostro una sonrisa abierta, sólo por un instante, una sonrisa enorme detrás de su barba.

Luego dijo suavemente:

—¿Por qué me has llamado, Jack? ¿Por qué no has ido directamente a George?

—Eres de antivicio, ¿no? Es tu territorio.

Dio un paso adelante, saliendo de las sombras del puesto, y me puso una mano en el hombro.

—Has hecho lo que tenías que hacer al traerme esto a mí.

—Eso pensé.

—¿Vas a publicar algo?

—Si tú no quieres, no.

—Yo no quiero.

—Entonces, no lo publicaré.

—Todavía no.

—Vale.

—Gracias, Jack.

Me liberé de su contacto y dije:

—Y ahora, ¿qué?

—¿Otra pinta?

Miré el reloj y dije:

—Creo que no.

—Entonces, otro día.

—Otro día —repetí.

En los alrededores del mercado, fuera ya del centro, todavía presente la mierda y el hedor, el inspector Bob Craven dijo:

—Llámame, Jack.

Dije que sí con la cabeza.

—Estoy en deuda contigo —dijo.

Asentí otra vez… Interminable, todo este puto infierno interminable.

Las notas a pie de página y en los márgenes, las tangentes y los desvíos, la tabla sucia y los expedientes rotos.

Jack Whitehead, Yorkshire, 1977.

Los cuerpos y los cadáveres, los callejones y los descampados, los hombres sucios, las mujeres rotas.

Jack el Destripador, Yorkshire, 1977.

Las mentiras y las medias verdades, las verdades y las medias mentiras, las manos sucias, las espaldas rotas.

Dos Jacks, un Yorkshire, 1977.

Por el pasillo otra vez al archivo.

A 1975.

Encajé el microfilm por última vez, por los carretes, encima de las mentiras.

Lunes, 27 de enero de 1975.

Evening Post, primera plana.

UN HOMBRE MATA A SU MUJER EN UN EXORCISMO

Subtitulado:

Sacerdote local detenido

Pero no lo pude leer, no podía leer otra…

Marqué el número de teléfono de su piso.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué y volví a marcar.

Nadie respondió.

Colgué.

Entré en el aparcamiento del Redbeck y aparqué entre los camiones oscuros y los coches vacíos, y apagué la radio al mismo tiempo que el motor.

Esperé sentado en la noche, pensativo, preocupado.

Me apeé y crucé el aparcamiento, entre agujeros y cráteres, bajo la luna negra.

Delante de la habitación 27 me detuve, escuché, llamé a la puerta.

Nada.

Llamé, escuché, esperé.

Nada.

Abrí la puerta.

El sargento Fraser estaba hecho un ovillo en el suelo, la mesa y la silla destrozadas, las paredes desnudas, hecho un ovillo en el suelo debajo de toda la mierda que había cubierto las paredes, hecho un ovillo de madera astillada, un ovillo de infierno astillado, en el suelo.

No me moví del umbral, la luna negra sobre mi hombro, la noche por encima de los dos.

Abrió los ojos.

—Soy yo —dije—. Jack.

Levantó la cabeza y miró hacia la puerta.

—¿Puedo pasar?

Abrió la boca muy despacio y la volvió a cerrar.

Me acerqué a él y me agaché a su lado.

Agarraba con fuerza una fotografía…

Una mujer y un niño.

La mujer con gafas de sol, el niño con pijama azul.

Tenía los ojos abiertos y me miraba.

—Siéntate —dije.

Se agarró a mi antebrazo.

—Venga —le animé.

—No puedo encontrarlos —musitó.

—No pasa nada —asentí.

—Pero no puedo encontrarlos por ninguna parte.

—Están bien.

Me apretó más fuerte y se apoyó en mi brazo para levantarse.

—Estás mintiendo —dijo—. Están muertos, lo sé.

—No están muertos.

—Muertos, como todo el mundo.

—No, están bien.

—Mientes.

—Los he visto.

—¿Dónde?

—Con John Rudkin.

—¿Rudkin?

—Sí, creo que están con él.

Se levantó y me miró desde arriba.

—Lo siento —dije.

—Están muertos —insistió él.

—No.

—Todos muertos —dijo, y cogió una pata de la mesa.

Intenté levantarme, pero no fui lo bastante rápido.

Fui demasiado lento.

Oyente: Y ahora todos esos polis de los huevos se niegan a hacer horas extras. Los delincuentes tienen que estar partiéndose de risa.

John Shark: Entonces, ¿tú no crees que los chicos de azul se merezcan un aumento de sueldo, Bob?

Oyente: ¿Aumento de sueldo? No me hagas reír, John. No les pagaría a esos cabrones ni un puto chavo hasta que atraparan a alguien, joder. Y a alguien que, para empezar, hubiera hecho algo.

John Shark: Han vuelto a detener a Arthur Scargill.

Oyente: Es que sólo sirven para eso, ¿no te parece? Para meter en el trullo a Arthur y para delatarse unos a otros.

The John Shark Show

Radio Leeds

Viernes, 17 de junio de 1977

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