1977

1977


Primera parte » Capítulo 4

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La entrada da a un estrecho patio de seis casas, enjalbegado hasta el primer piso; en los marcos de las ventanas se ven restos de pintura verde. Se accede por un pasaje con arco, como un túnel que se abre entre los números 26 y 27 de Dosset Street, ambos propiedad de un tal señor John McCarthy, un hombre de treinta y siete años nacido en Francia y nacionalizado británico. En el número 27, a la derecha del pasaje, se encuentra la cerería del señor McCarthy, pero la parte de arriba de la casa cumple otro cometido: es una casa de huéspedes. El número 26 también es una casa de huéspedes y el fondo de la planta baja se ha dividido para construir una habitación más. Ésa es su habitación, la número 13.

Es pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, y se entra en ella por una puerta a la derecha del pasaje en el lado más alejado de la calle. Aparte de la cama, hay dos mesas, y otra más pequeña, y dos sillas de tipo comedor, una de las cuales tiene el respaldo roto. Un fuego devastador ha ardido en el brasero y entre las cenizas se adivinan restos de alguna prenda de vestir. Encima de la chimenea, enfrente de la puerta, cuelga una lámina titulada La viuda del pescador. En una pequeña alacena colgada al lado de la lámina hay algunas piezas de vajilla, unas cuantas botellas vacías de ginger-ale y un trozo de pan rancio. Un chaquetón marinero de hombre hace las veces de cortina encima de la ventana, una de las dos que dan al patio, en ángulo recto con la puerta.

Me desperté antes de que amaneciera, la lluvia redoblaba contra la ventana, tacones femeninos por un callejón oscuro.

Me senté en las sábanas para verlos encaramados en los muebles, seis ángeles blancos, con agujeros en los pies, agujeros en las manos, agujeros en las cabezas, se acariciaban los cabellos y las alas.

—Llegas tarde —dijo la más alta acercándose a mi cama.

Se tumbó a mi lado, me cogió de la mano y la presionó con fuerza contra la pared de su estómago, por encima de la tela de algodón de su túnica.

—Estás sangrando —dije.

—No —susurró ella—. Eres tú.

Me llevé los dedos a la cara y se mancharon de sangre.

Me limpié la nariz con un pañuelo viejo y sucio y pregunté:

—¿Carol?

—Te has acordado —respondió ella.

—Gracias por recibirme sin previo aviso.

—Bienvenido —dijo el subdirector George Oldman.

Estábamos sentados en su flamante despacho nuevo de Wakefield, moderno hasta el último detalle.

Era el miércoles, 1 de junio de 1977.

—Escucha eso —dijo George Oldman señalando con un gesto de la cabeza la ventana abierta, por la que se colaban los gritos y las pisadas de los alumnos que salían de la Academia de Policía—. En los próximos cinco años perderemos casi al cincuenta por ciento.

—¿Tantos?

Miró los papeles que cubrían su escritorio y suspiró:

—Probablemente más.

Recorrí el despacho con la mirada sin saber qué quería que dijera, al tiempo que me preguntaba por qué le había pedido a Hadden que organizara aquella entrevista.

—Tú también parece que volvieras de la guerra, Jack.

—Ya me conoces —dije tocándome la herida que tenía debajo del ojo.

—¿Qué tal estás? Ahora en serio.

Sorprendido por la auténtica preocupación de su voz, sonreí.

—Bien, de veras. Gracias.

—Ha pasado mucho tiempo.

—No tanto. Tres años.

Volvió a mirar el escritorio.

—¿Nada más?

Tenía razón: 100 años.

Me daban ganas de suspirar, de tirarme boca abajo en el suelo, de que me llevaran a la cama otra vez.

George hizo un gesto con la mano por encima de su escritorio y preguntó con tristeza:

—Pero ¿has continuado metido en todo esto?

—Sí —mentí.

—¿Y Bill quiere que sigas?

—Sí.

—¿Y tú?

Pienso en alternativas y promesas, en deudas y culpabilidades, asiento y sigo mintiendo.

—Sí —digo.

—Bueno, en cierta manera nos viene bien, porque necesitamos toda la publicidad posible.

—No es tu estilo.

—No. Pero tampoco esto y…

—Y sólo puede ir a peor.

George me entregó un grueso dossier encuadernado en blanco y dijo:

—Sí.

Leí:

Asesinatos y agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra.

Abrí en la primera página, el sangriento índice:

Joyce Jobson, agredida en Halifax en julio de 1974.

Anita Bird, agredida en Cleckheaton en agosto de 1974.

Theresa Campbell, asesinada en Leeds en junio de 1975.

Clare Strachan, asesinada en Preston en noviembre de 1975.

Joan Richards, asesinada en Leeds en febrero de 1976.

Ka Su Peng, agredida en Bradford en octubre de 1976.

Marie Watts, asesinada en Leeds en mayo de 1977.

—Es información confidencial.

Asentí.

—Por supuesto.

—Lo hemos hecho llegar a todas las fuerzas de seguridad del país.

—¿Y crees que todas estas mujeres fueron agredidas por el mismo hombre?

—Las tres que hemos relacionados públicamente, sin lugar a dudas. A las demás no las podemos descartar sencillamente porque no hay pruebas en ninguna dirección.

—Joder.

—Clare Strachan parece cada vez más probable y, si podemos incluirla en el grupo, sería de gran ayuda.

—¿Pruebas?

—Más de las que tenemos aquí.

Pasé las páginas cazando al vuelo algunas palabras:

Destornillador de estrella, abdomen, pesadas botas Wellington, vagina, martillo de bola, cráneo.

Sobresalen unas fotos en blanco y negro:

Callejones, calles traseras de casas adosadas, solares vacíos, vertederos, garajes, campos de juego.

—¿Qué quieres que haga con esto?

—Leerlo.

—Me gustaría entrevistar a las supervivientes.

—Adelante.

—Gracias.

Miró el reloj y se puso de pie.

—¿Una comida tempranera?

—Estaría bien —mentí otra vez; otro ángel que moría.

George Oldman se detuvo al llegar a la puerta.

—He sido yo el que ha tenido que decirlo todo, y fuiste tú quien solicitó la entrevista.

—Como en los viejos tiempos —sonreí.

—¿Qué habías pensado?

—Nosotros lo cubrimos. Me preguntaba si la policía lo conectaba con otras agresiones o asesinatos.

—¿Y?

Estábamos en el quicio de la puerta, ni dentro ni fuera, mujeres con guardapolvos azules sacaban brillo a los suelos y las paredes.

—Y si se había puesto en contacto con la policía.

Oldman miró hacia su escritorio.

—No.

Oldman trajo las pintas a la mesa.

—La comida estará dentro de cinco minutos.

El College estaba tranquilo; un par de polis más se acabaron las bebidas cuando nos vieron, todos los demás eran o abogados o ejecutivos.

George los conocía a todos.

—¿Qué tal en Wakefield? —le pregunté.

—Bien, tirando.

—¿Echas de menos Leeds?

—Claro que sí. Pero voy por allí cada dos días.

—Lillian y las chicas, ¿siguen bien?

—Sí, gracias.

El muro seguía en su sitio, tan alto como siempre:

Un accidente de coche, cuatro o cinco años antes. Su único hijo murió, una hija paralítica, rumores de toda clase.

—Aquí está —dijo George poniendo dos grandes platos de hígado delante de nosotros.

Comimos en silencio, robando miradas, dando forma a preguntas, abandonándolas bajo el peso de mil malas evasivas, peores recuerdos, atolladeros y trampas. Y entonces, por un instante, sólo por un instante, entre el hígado y las cebollas, la diana de los dardos y el bar, sentí lástima por el hombretón que tenía sentado enfrente, como si no se mereciera las cosas por las que había tenido que pasar, las lecciones que le había dado la vida, como si ninguno de nosotros se mereciera las ciudades crueles y los curas sin fe, las mujeres estériles y las leyes injustas. Pero entonces recordé todo lo que habíamos hecho, todo lo que nos habíamos llevado, las vidas robadas y perdidas, y entonces supe que estaba en lo cierto cuando había dicho que las cosas sólo podían empeorar, mucho, muchísimo peor, las lecciones que todavía teníamos que aprender.

Dejó el cuchillo y el tenedor en el plato vacío y dijo:

—¿Por qué has preguntado si habíamos tenido algún contacto?

—Porque tenía una corazonada, un presentimiento.

—¿Sí?

Tragué el último bocado de mi comida, la primera en mucho tiempo.

—Si es el mismo fulano, querrá que se sepa.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Tú no querrías que se supiera?

Regresé a Leeds en el coche por el camino más largo, parando a tomar una tercera pinta en la Halfway House.

«En absoluto. Los secretos tienen que ser secretos siempre.»

Y otra.

La radio puesta:

La princesa Ana recibida con una ruidosa manifestación de protesta en la inauguración la Junta Municipal de Kensington y Chelsea. Se insta a la policía a que no colabore con los nuevos procedimientos de protesta. Un hombre asiático condenado a tres años por matar a un hombre blanco.

Tres años, ése era el tiempo que había pasado.

Era miércoles, 1 de junio de 1977.

La oficina enloquecida con el Derby.

Gaz gritaba:

—¿Cuál es el tuyo, Jack?

—No lo he mirado.

—¿Que no lo has mirado? Venga, Jack. Es el Derby. Y el Derby de los 25 Años, por si fuera poco.

—La carrera de la gente corriente —añadió George Greaves—. Aquí no encontraréis a los de la Royal Ascot.

—Se calcula que asistirá más de un cuarto de millón de personas —dijo Stephen—. Va a ser genial.

Abrí el periódico para esconder el expediente.

Bill Hadden se asomó por encima de mi hombro y susurró:

—Minstrel cinco a uno.

—Será el octavo Derby de Lester si lo consigue —señaló Gaz.

Quería doblar el periódico, pero no quería volver a ver el expediente.

—No se le puede pasar por alto, ¿o sí?

—Venga, Jack. Apoya a Baudelaire —sonrió Bill.

Hice un esfuerzo.

—¿A ti qué te gusta, George?

—Una bien grande.

—Dale un bofetón, Steph —gritó Gaz—. No puedes permitir que hable de ti de esa manera.

—Dáselo tú, Jack —rio Steph.

—Royal Plume —dijo George.

—¿Quién lo monta?

—Joe Mercer —dijo Gaz.

George Graves hablaba para sí:

—Royal Plume en la celebración de los 25 Años, es el destino.

—Venga, Jack. Quiero llegar antes de que estén en los cajones de salida.

—Tranquilo, Gaz. Tranquilo.

—¿Milliondollarman? —rió Steph.

—Pero a Jack no se le puede reconstruir, ¿eh? —señaló Gaz.

—Hot Grove —dije.

—Que sean Carson y Hot Grove —dijo Gaz desde el otro lado de la puerta.

Una hora después Piggott había ganado su octavo Derby y todos habíamos perdido.

Nos hallábamos en el Club de Prensa, ahogando nuestras penas.

George estaba diciendo:

—El problema de las carreras es que son como el sexo, los preliminares son geniales pero acaba todo en dos minutos, treinta y seis segundos y cuarenta y cuatro décimas.

—Habla por ti —dijo Gaz.

—A no ser que seas francés —Steph guiñó un ojo.

—Sí, ellos ni siquiera son especialmente buenos con los preliminares.

—¿Qué sabrás tú, George Greaves? —exclamó Steph—. Llevas diez años sin hacerlo, y apostaría cualquier cosa a que entonces no te quitabas los calcetines.

—Tú me decías que no me los quitara; decías que te ponían cachonda.

Cogí el expediente y les dejé que siguieran con lo suyo.

—Tenías que haberle puesto en los primeros puestos, Jack —gritó Gaz.

Cielo vespertino gris, todavía caliente por la lluvia que está a punto de caer; hojas verdes olorosas repican contra mi ventana un TE QUIERO.

La luna desciende; abro el expediente.

Asesinatos y agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra.

El azúcar derramado, la leche cortada.

La mente en blanco, los ojos vacíos.

Estrellas sin suerte caían a la tierra y se reían de mí con sus frases idiotas, me hacían burla con sus rimas infantiles:

Jack Sprat who ate no fat.

Jack be nimble, Jack be quick.

Little Jack Horner, sat in his corner.

Jack and Jill went up the hill.[14]

Sin Jill, las Jills han desaparecido, sólo Jacks.

Jack el saltarín, Jack el chavalín.

Jack, Jack, Jack.

Sí, soy Jack.

Union Jack.[15]

La misma habitación, siempre la misma habitación:

La cerveza de jengibre, el pan rancio, las cenizas en el brasero.

Ella va de blanco, que se vuelve negro al bajar a sus uñas; arrastra un aguamanil con encimera de mármol para atrancar la puerta y, demasiado cansada para seguir de pie, se derrumba en una silla con el respaldo roto, todo le da vueltas, no entiende nada, las palabras de su boca, las imágenes de su cabeza, no las entiende, perdida en su propio cuarto, como si hubiera caído de muy arriba, se hubiera roto y nadie pudiera repararla, los mensajes: nadie los recibe, los decodifica, los traduce.

—¿Qué vamos a hacer con el alquiler? —canturrea.

No son más que mensajes de su cuarto, atrapada entre los vivos y los muertos, el aguamanil con encimera de mármol apoyado contra la puerta.

Pero no durará mucho, ya no.

Tan sólo una habitación y una chica vestida de blanco que se transforma en negro al llegar a las uñas y los agujeros de la cabeza, sólo una chica, que oye pasos en los adoquines de la calle.

Sólo una chica.

Desperté jadeando, ardiendo, convencido de que estaban esperando.

Sonrieron y me agarraron de las manos y de los pies.

Cerré los ojos y dejé que me arrastraran hasta aquella habitación, la misma habitación, siempre la misma habitación…

Diferentes momentos, lugares distintos, distintas ciudades, casas distintas, siempre la misma habitación.

Siempre la misma habitación de los cojones.

El cadáver yace desnudo en medio de la cama, con los hombros caídos, el eje del cuerpo orientado hacia la parte izquierda de la cama. El brazo izquierdo está cerca del cuerpo con el antebrazo flexionado en ángulo recto, apoyado sobre el abdomen. El brazo derecho está ligeramente separado del cuerpo y descansa encima del colchón, el codo doblado y el antebrazo en posición supina con los dedos engarfiados. Tiene las piernas abiertas, el muslo izquierdo en ángulo recto con el tronco, el derecho formando un ángulo obtuso con el pubis.

Toda la superficie del abdomen y los muslos ha sido eliminada y de la cavidad abdominal se han extraído todas las vísceras. Los pechos amputados, los brazos mutilados con diversos cortes irregulares y la cara desfigurada hasta que las facciones se han vuelto irreconocibles. Los tejidos del cuello han sido cercenados en todo su perímetro y hasta el hueso.

Las vísceras están repartidas por varios lugares, a saber: el útero y los riñones con un pecho, debajo de la cama; el otro pecho, al lado del pie derecho; el hígado, entre los pies; los intestinos, a la derecha y el bazo, a la izquierda del cuerpo. Los trozos de carne que se han arrancado del abdomen y los muslos están encima de la mesa.

Las sábanas, a la derecha, están empapadas de sangre y, debajo, hay un charco de sangre en el suelo que cubre unos sesenta centímetros cuadrados. La pared de la derecha, y en línea con el cuello, está salpicada de sangre que la ha alcanzado en una serie de chorros diferenciados.

La cara ha sufrido cortes en todas direcciones; se han eliminado parcialmente la nariz, las mejillas, las cejas y las orejas. Los labios están cortados y machacados por varias incisiones que llegan en diagonal hasta la barbilla. También hay numerosos cortes que cruzan de forma irregular todos los rasgos.

El cuello ha sido segado a través de la piel y todos los demás tejidos hasta las vértebras; hay unas marcas visibles en la quinta y la sexta. Los cortes sobre la piel de la parte delantera del cuello muestran claras equimosis.

El conducto respiratorio ha sido seccionado en la base de la laringe por el cartílago cricoides.

Ambos pechos han sido extirpados por medio de incisiones más o menos circulares: los músculos que llegan hasta las costillas están unidos a los pechos. Los espacios intercostales entre la cuarta, quinta y sexta costilla están abiertos y el contenido del tórax puede verse por los boquetes.

La piel y los tejidos del abdomen desde el arco costal hasta el pubis han sido retirados en tres grandes piezas. El muslo derecho está desgajado por delante hasta el hueso, y la pieza arrancada incluye los órganos reproductores externos y parte de la nalga derecha. El muslo izquierdo ha sido despojado de piel, fascia y músculos hasta la rodilla.

La pantorrilla izquierda muestra un corte en la piel y los tejidos hasta los músculos más profundos; va desde la rodilla hasta quince centímetros por encima del tobillo.

Ambos brazos y antebrazos tienen largas heridas incisas.

En el pulgar derecho se ve una pequeña incisión superficial de unos tres centímetros de largo, con derrame de sangre en la piel; hay varias abrasiones en el dorso de la mano en las mismas condiciones.

Al abrir el tórax se comprueba que el pulmón derecho está mínimamente sujeto por antiguas adherencias firmes. La parte inferior del órgano está abierta y desgarrada.

El pulmón izquierdo está intacto: adherente en el ápex y con algunas adherencias en el lateral. En la substancia del pulmón existen varios nódulos de consolidación.

Debajo, el pericardio está abierto.

En la cavidad abdominal hay algunos alimentos a medio digerir y en los restos del estómago pegados a los intestinos se encontró pescado, patatas y comida por el estilo.

Spitafields, 1888.

El corazón ha desaparecido y la puerta está cerrada por dentro.

Me desperté y los encontré todavía encaramados en el sofá.

Salté de la cama y, apartándolos, abrí apresuradamente el dossier de Oldman:

Asesinatos y agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra.

Leí y leí hasta que los ojos se me pusieron rojos como la sangre y sangraron de todo lo que había leído.

Y luego me puse a escribir a máquina, me puse a escribir mientras ellos parloteaban, dando vueltas por la habitación con una espantosa disonancia, y Carol se burlaba de mí, me regañaba:

«Llegas tarde. Llegas tarde. Siempre llegas demasiado tarde».

Un dedo mordisqueado en la oreja, sin dejar de escribir, textos reescritos en un rojo sangre fresco, atractivo, a juego.

En el momento más oscuro de la noche, antes de que llegaran el alba y la luz, había terminado, sólo me quedaba una cosa por hacer:

Cogí el teléfono y marqué los números con el disco; el estómago me daba vueltas con cada dígito.

—Soy yo, Jack.

—Ya creía que no ibas a llamar nunca.

—No ha sido sencillo.

—Como siempre.

—Necesito verte.

—Más vale tarde que nunca.

Me volví a despertar con el amanecer y la lluvia floja. Ellos dormían, desmoronados por encima de los muebles.

Me quedé tumbado, con la mirada clavada en las grietas del techo, los desconchones de la pintura, pensando en ella, pensando en él, esperando a St. Anne.

Me levanté y pasé de puntillas entre ellos, yendo hacia mi mesa.

Saqué el papel de la máquina de escribir.

Con las palabras en mi mano sentí que me sangraba el vientre.

Yorkshire, 1977.

El corazón ha desaparecido, la puerta todavía cerrada desde dentro.

Ella se me acercó por detrás, se apoyó en el hombro, cálida junto a mi oreja, y miró las palabras que había escrito:

Las noticias de ayer, los titulares de mañana:

El Destripador de Yorkshire.

Oyente: Me gustaría hacerle una pregunta al doctor Rabonwick…

John Shark: Raazinowicz.

Oyente: Sí, exacto. Me gustaría preguntarle, a ver, él dice que se han cometido todos esos crímenes y nadie sabe nada de ellos…

Doctor Raazinowicz: Algo más del ochenta y cinco por ciento, sí.

Oyente: Vale. Lo que yo digo, entonces, es que ¿dónde están todas las víctimas?

Doctor Raazinowicz: ¿Las víctimas? Las víctimas están por todas partes.

The John Shark Show

Radio Leeds

Jueves, 2 de junio de 1977

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