1977

1977


Primera parte » Capítulo 5

Página 9 de 36

5

Trabajo de campo:

Veinticuatro horas seguidas de dura excavación.

Sin dormir desde que salimos de Preston…

El miércoles por la mañana, en el camino de vuelta, Rudkin y Ellis, con una resaca de cojones, se quedaron fritos en el asiento de atrás.

En Millgarth siguen el caos y los cadáveres, pistas que llegan a cada minuto, y que no hay hijo de vecino que pueda verificar. Yo pienso: su nombre podría estar ahora mismo en esta habitación; aquí mismo, escrito en un papel; aquí mismo, esperándome.

Reviso papeles, localizo llamadas.

3.30 de la tarde y contesto a la última llamada que me gustaría recibir: otra oficina de correos, otro funcionario de correos.

Rudkin le da por culo a Noble:

—¿Qué cojones tiene esto que ver con el puñetero Bob?

—No tenemos a nadie más.

—Yo tampoco.

Al entrar en vigor la denegación de las horas extraordinarias, los agentes de uniforme votaron seguir adelante con la prohibición mientras nosotros estábamos de excursión en Preston. Rudkin con su discurso de «Joder, no se les puede culpar por ello».

—John, te estás convirtiendo en un quejica de mierda. Es sólo un par de días.

—Chorradas. No tenemos un par de días. Se supone que estamos investigando los crímenes de las prostitutas.

Pero Noble se ha ido y yo tengo que volver al trabajo con las putas oficinas de correos:

Hanging Heaton, Skipton, Doncaster y, ahora, Selby.

Una cagada detrás de otra.

Le correspondería a la brigada de hurtos y un máximo de cinco años si los muy gilipollas hubieran dejado los putos dedos quietecitos en Skipton, sin tocar los puñeteros gatillos, y no se hubieran empeñado en vapulear a todos aquellos capullos hasta casi matarlos.

Asesinato: una vida por otra.

Bien hecho, chicos:

Se cree que los sospechosos son cuatro, con guantes y máscaras, con acento de la zona.

Podrían ser gitanos: sorpresa, sorpresa.

Podrían ser negros: no hay sorpresa.

El nivel de violencia sugiere que eran blancos, entre diecinueve y veintidós años, con antecedentes y demasiada Naranja mecánica.

Hablo por teléfono con Selby:

El señor Ronald Prendergast, de sesenta y ocho años, está cerrando su tiendecita de la sucursal de correos que regenta en New Park Road cuando se enfrentan a él tres intrusos, enmascarados y armados.

A continuación se produce una pelea, durante la cual el señor Prendergast resulta golpeado repetidas veces con un objeto contundente que le deja inconsciente y con graves heridas en la cabeza.

Me planto allí antes de las cinco y media y paso la tarde entre el lugar de los hechos y el hospital, esperando a que el abuelo Prendergast recupere la consciencia.

Su mujer, qué buena suerte, la jodida, estaba en la iglesia ocupándose de los centros de flores.

A las ocho en punto sigo merodeando por los pasillos del hospital haciendo una llamada tras otra:

Llamo a Janice.

Cero

Sé que estará trabajando y me muero de ganas de recorrer las calles, de verla, de sacarla de allí.

Llamo a casa:

Cero. Louise y Bobby están en un hospital y yo en otro, en el que no tendría que estar.

Llamo a Millgarth.

Menos que cero

Craven contesta al teléfono, no hay rastro ni de Noble ni de Rudkin, y mientras tanto todos esos papeles llenos de pistas y sin nadie que las verifique. Craven cuelga y me lo imagino regresando con su cojera a la brigada antivicio mientras pienso que fue creada para él y para su sonrisa cínica.

Las nueve y no parece que el señor Ronald Prendergast vaya a decir mucho; no hace más que barbotar con toda la pinta de estar más muerto que vivo, y rezo sin parar para que aguante y esto no se convierta en un doble asesinato y ahora me doy cuenta de lo mucho que deseo esto:

La brigada de crímenes de prostitutas.

Y ahora sé, ahora sé por qué:

Janice.

Dos horas después mis plegarias obtienen su repuesta, son atendidas:

—Sargento Fraser, sargento Fraser, por favor, acuda a recepción.

Recorro el pasillo, salgo de Cuidados Intensivos, entro en Infierno Intensivo. Desde Leeds, Rudkin me reclama para que vuelva:

—Hemos encontrado a Barton.

Entro en la ciudad pisando a fondo, todo Millgarth zumba, ruge, arde. Informe de medianoche:

ENCERRADLO.

La radio cobra vida. «Ahora mismo», crepita la voz de Noble en la noche: jueves, 2 de junio de 1977.

Ellis aúlla:

—Hostia puta, gracias a Dios.

Salimos del coche y cruzamos Marigold Street, Chapeltown, Leeds.

Rudkin, Ellis y yo:

Una escopeta, una maza y un hacha.

Veo a algunos de los chicos de Craven que vienen del último tramo de casas adosadas, los demás van por detrás.

Nosotros nos ocupamos de la puerta principal.

Ellis levanta la maza.

Rudkin mira el reloj.

Esperamos.

4.00 de la mañana.

El gran John le hace una señal a Ellis.

Toc, toc, no te molestes en llamar.

Lo levanta por encima de la cabeza y grita: «Levántate de la puta cama, pedazo de cabrón negro», y lo estrella estrepitosamente contra la puerta verde y saltan astillas por todas partes, y luego lo saca y lo estrella de nuevo y entonces Rudkin mete la bota por el agujero y entramos, yo, cagado de que la escopeta pueda dispararse, pero casi nos tronchamos de risa cuando vemos a uno de los chicos de Prentice con su culo gordo atascado en la ventana de la cocina, sin poder entrar ni salir, y subimos a saltos las escaleras, donde nos encontramos a Steve Barton, el mismísimo señor Dormilón, en sus más negros cueros, frotándose las trenzas negras y rascándose las pelotas y cagándose vivo, todo ello en los cinco segundos que tarda en verme a mí con mi puta hacha mientras subo las escaleras chillándole a la cara al capullo de mierda, Rudkin y Ellis y los dos cañones de la escopeta justo detrás de mí, dando rienda suelta a las cuatro horas que llevábamos sentados en el coche, sentados en ese lugar perdido del infierno, sin teléfono, sin Janice, sin nada, esperando la maldita señal, y atizo a Barton directamente, él se dobla y cae por las escaleras sobre Rudkin y Ellis, que le ayudan a seguir su camino con una patada y un puñetazo y luego bajan rápidamente detrás de él porque no quieren que Prentice o Craven se les adelanten, y yo iría detrás de ellos pero la prima de Barton o su tía o su madre o la parte que sea de su interminable tribu de mierda que le haya acogido en su casa va y saca la cabeza por la puerta de uno de los dormitorios y yo le doy un apretón rápido en una teta y le sobo un poco el coño y la empujo otra vez dentro de la habitación donde ha empezado a llorar un bebé y la mujer tiene demasiado miedo para ir a por él porque está demasiado ocupada pensando en dónde esconderse, porque cree que la voy a violar, que es lo que yo quiero que crea para que no salga de la habitación y nos deje en paz, pero también quiero que haga callar a ese maldito niño, que deje de llorar como Bobby y entonces le odio, y a ella también, y a Bobby y a Louise y odio a todas las personas de este puto mundo menos a Janice, pero, sobre todo, me odio a mí.

Cierro la puerta de golpe.

Cuando bajo a la primera planta ya han sacado a Barton a la calle, desnudo en medio de la calzada, las luces se encienden y apagan por toda la calle, las puertas se abren y allí está Noble, el inspector jefe Peter Noble, plantado en medio de la calle como si fuera de su propiedad, con las manos en las caderas como si le importara una mierda quién vea aquello, y se dirige a Barton, que intenta encogerse y convertirse en el bulto más pequeño posible, gimiendo como el perrillo insignificante que es, y Noble levanta los ojos sólo para comprobar que todo el mundo les mira y para asegurarse de que todos saben que él sabe que todo el mundo está mirando y se inclina y susurra algo al oído de Barton y luego le saca de la calzada tirándole de las rastas después de enrollárselas con fuerza alrededor del puño, le levanta sobre las puntas de los pies, la polla y los huevos del hombre reducidos a nada a la luz del alba y Noble mira las ventanas y las cortinas que se mueven en Marigold Street y dice con calma:

—¿Qué cojones pasa con vosotros? A una mujer le arrancan las entrañas y se las ponen de pendientes y no movéis un puto dedo. ¿No os pedimos educadamente que nos dijerais dónde estaba este pedazo de mierda? ¿Sí, verdad? ¿Acaso vinimos y os pusimos patas arriba esas asquerosas casitas vuestras? ¿Os llevamos a todos al trullo? No, joder, no hicimos nada de eso. Pero todo este tiempo lo teníais escondido debajo de la puta cama, delante de nuestras propias narices.

Llega una furgoneta por la calle y se detiene.

Agentes abren la puerta.

Noble gira a Barton contra un lado de la furgoneta y le obliga, ensangrentado y tambaleándose, a entrar en la parte de atrás.

El inspector jefe Peter Noble se vuelve y mira otra vez Marigold Street, las ventanas vacías, las cortinas quietas.

—Escondeos, venga —dice—. La próxima vez no preguntaremos. —Y, después de escupir, entra en la furgoneta y se marcha.

Nosotros nos dirigimos a los coches.

Para cuando llegamos a Millgarth ya se han llevado a Barton a la Barriga: una enorme celda que es un puto agujero en medio de las entrañas, con bombillas peladas y suelos desnudos.

Hay unos doce o quince fulanos que le rodean.

Steve Barton está en el suelo, todavía completamente desnudo, tiritando, temblando y cagado de miedo.

Y nosotros fumamos, tiramos la ceniza por todas partes. Craven enseña sus cortes y sus moretones, lleno de odio negro; los demás, con aire aburrido, esperamos el espectáculo.

Y, justo cuando estoy pensando en Kenny D y en si seré capaz de soportar otra paliza a un negro, Noble se abre camino entre los presentes y todos formamos un círculo, dejando a Barton y a Noble en el centro, el cristiano y el león.

Noble lleva en la mano un vaso de plástico blanco, de la máquina de café de arriba.

Mira dentro del vaso, mira a Barton, luego lo tira al suelo delante de él y dice:

—Córrete ahí dentro.

Barton le mira con los ojos veteados de líneas rojas.

—Ya me has oído —dice el inspector jefe Peter Noble—. Echa tu jugo de la selva ahí dentro, joder.

Barton no sabe qué hacer, recorre la estancia con la mirada en busca de alguna cara amigable, algún tipo de ayuda, y durante un breve segundo sus ojos se clavan en los míos, pero, al no encontrar nada en ellos, siguen su recorrido hasta que terminan en el vaso de plástico blanco en medio de la sala.

—Joder —susurra al percibir que el horror de la situación impregna sus densos huesos negros.

—Póntela dura —sisea Noble.

Y entonces empiezan las palmadas lentas y yo me uno a ellas, me pongo a llevar el ritmo, marcando el tiempo mientras Barton se desplaza en el círculo más pequeño que le permite su cuerpo, de un lado a otro, girando y retorciéndose, de acá para allá, sin escapatoria posible, de acá para allá, sin escapatoria.

Noble hace un gesto con la cabeza y las palmadas cesan.

Se agacha y cojo la cabeza de Barton entre las manos.

—Déjame que te ayude, muchacho. Imaginemos que esa mujer a la que mataste no está muerta y que todo ha sido un sueño desagradable. ¿De acuerdo? Imaginémosla completamente desnuda y cachonda, húmeda, vale. Estoy seguro de que la podías poner muy húmeda, Steve, ¿verdad? Estoy seguro de que puedes tener una polla enorme cuando quieres, ¿verdad que sí, Steve? Venga, enséñanos ese pollón negro que tienes. Enséñanos cómo se te puso con Marie. Venga, chico, no seas tímido. Estamos entre amigos, todos somos colegas. No querrás que te encerremos con uno de esos asesinos de niños gordos y grandes de Armley, ¿verdad? No hace falta llegar a eso. Vamos a quedarnos con la querida Marie, caliente y desnuda, esperando esa enorme polla que tienes, acaricia su enorme felpudo, que crece y se enrojece y se asoma como una gorda cereza jugosa, esperándote sólo a ti. Uh. Uh. ¿Qué es eso? Una gota de esa cosa rica que sale y chorrea. Venga, Steve, no está muerta, no la mataste, está aquí y está toda cachonda y deseando que le metas dentro esa enorme polla tuya y le des un buen repaso, le hagas pasar un buen rato. Vamos, que se te ponga dura. Venga, está húmeda y te espera, lo está pidiendo a gritos, se da la vuelta boca abajo, con los deditos regordetes metidos en el tobogán jugoso, y se pregunta dónde cojones estás cuando más te necesita. ¿Dónde está Stevie?, piensa, y entonces se abre la puerta y entra una gran polla negra, pero no es la tuya, ¿verdad, Stevie? No es tu gran polla negra, ¿verdad? Vaya, vaya, pero si es tu viejo compadre Kenny D que la mira cómo está de caliente y desnuda y tumbada con los dedos en el coño y a ti no se te ve por ninguna parte, así que se la saca y se la mete, dentro y fuera, dentro y fuera, dentro y fuera, hasta que le baja por las piernas y entonces tú entras y los pillas a los dos, a tu hembra y a tu colega haciendo el animal de dos espaldas y te cabreas un montón, ¿no es así, Steve? ¿Quién no se cabrearía? Le ha metido su enorme polla negra a tu mujer blanca, la mujer blanca que tendría que estar en la calle ganando dinero para ti, no follando alegremente con tu colega y regalándolo a cambio de nada. Te da asco, te da un asco de la hostia, ¿eh? Tu colega y tu mujer. Es jodido, ¿eh? Eso fue lo que pasó, ¿no es cierto, Steve? Y tenías que devolvérsela, tenías que vengarte con creces, ¿verdad, Steve? ¿Verdad?

—No, no, no —gimotea él.

Noble se levanta y Barton solloza entre sus piernas.

—Córrete y te vas.

Steve Barton coge el vaso y se lo pone encima del marchito miembro.

Quince caras blancas observan al hombre negro que sigue en el suelo delante de nosotros, sujetando el vaso de plástico blanco a la polla que se menea con la otra mano, impidiendo que siga encogiéndose.

Noto un empujón en la espalda y veo a Oldman.

Contempla la escena, al hombre negro en el suelo, a sus pies, el vaso de plástico blanco en la polla, meneándosela con la otra.

Oldman mira a Noble.

Noble levanta los ojos.

Oldman parece cabreado.

—Dadle a este capullo negro una revista porno y llevad esa puñetera lefa al laboratorio.

—Ya habéis oído —grita Noble al hombre más cercano a la puerta, yo.

Craven inicia un movimiento, pero Noble me señala a mí.

Salgo al pasillo, subo tres tramos de escalera y entro en antivicio, la guarida de Craven.

Está vacío, la mayoría de ellos están en la Barriga.

Abro un armario: sobres.

En el cajón siguiente lo mismo.

Y en el siguiente, lo mismo.

Pienso: esto es antivicio, joder, tendría que haber algo.

Y entonces se me ocurre una idea y vuelvo a mirar a la puerta con un pensamiento delante de los ojos: JANICE.

Vuelvo a abrir los archivadores sin dejar de mirar a la puerta cada segundo, con los oídos doloridos por el esfuerzo de escuchar hasta el más ligero paso.

Ryan, Ryan, Ryan…

Nada.

Nulo.

Cero.

Casi he salido por la puerta cuando me acuerdo del puto porno.

Me acerco a los escritorios y abro un cajón: dos revistas, baratas y guarras, una mujer rubia y gorda con una visera y el coño abierto de par en par.

Spunk.[16]

Las pillo y me voy.

Cuando regreso a la Barriga los presentes me abren paso, Barton sigue en el suelo hecho una bola, todavía llorando, joder, con una manta al lado.

Tiro las revistas al suelo, a su lado.

Vuelve la cara y se acerca la manta gris lentamente, arrastrándola sobre el cemento gris.

—Tenía una tía que se llamaba Margaret —dice Rudkin—. La llamaban Mag. Pero todos la llamábamos Nuddy para abreviar.[17]

Risitas tontas y flojas.

—Deberíamos traer a una de las mujeres para que se lo haga —dice otro.

—Y que nos lo haga a todos ya que está aquí.

—Mientras me lo haga a mí antes que a Sambo.

Noble le acerca las revistas con el pie.

—Ponte a ello.

Barton se tumba de costado debajo de la manta con la revista a un lado.

Ellis se agacha y la abre.

Todos se ríen.

—Venga, Mike —grita Rudkin—. Échale una mano.

Risas de barriga dentro de la Barriga.

Barton empezó a moverse debajo de la manta.

Más risas.

—Toma, no te olvides del puto vaso —dice Oldman—. No queremos que se quede desparramado por la manta.

Steve Barton sigue moviéndose, ojos cerrados, lágrimas abiertas, dientes apretados, las maldiciones quemándole el cerebro.

Las palmadas comienzan de nuevo y yo vuelvo a sumarme a ellas pero pienso en Bobby y en que Steve Barton debió de ser un niño como él hace no tanto tiempo, con sus trenes y sus coches y sus esperanzas y sus sueños y sus comidas favoritas y las comidas que no le gustarían pero ahora se ha convertido en un matón, un chulo y un adicto a las drogas, cascándosela en un vaso de plástico blanco de la máquina de café delante de quince polis blancos.

Y entonces, en el preciso momento en que coge velocidad, Rudkin se agacha y le quita la manta, en el preciso momento en que la polla de Barton escupe su semen, en el preciso momento en que Craven dispara una Polaroid y las palmadas se convierten en una salva de aplausos.

—Detective Ellis —dice Oldman—. Lleve el semen del señor Barton al doctor Farley.

Todos ríen.

—Y ni se te ocurra dar un trago, joder —añado yo, y todos aplauden. Ellis me dedica su mejor cara de «ya te daré lo tuyo luego».

Y Barton, Barton sigue hecho un ovillo, sin dejar de temblar, exhalando secamente grandes sollozos contenidos, una vez terminada la fiesta.

Y mientras se empieza a disolver la reunión, me agacho, recojo las revistas y se las doy a Craven.

—Creo que son tuyas —le digo.

Craven las coge con mirada fría, oscura y lejana hasta que ve las portadas y se para:

—¿De dónde coño has sacado esto?

—De tu mujer, ¿por qué?

La sala se llena de sonrisas silenciosas, todos remolonean para ver qué pasa a continuación.

—Muy gracioso, Fraser. Muy gracioso. —Y Craven regresa cojeando a antivicio.

Estoy en la cantina, molido.

Rudkin ha ido a por los cafés.

Nos han dicho que esperemos mientras Prentice y Alderman interrogan a Barton, que esperemos a que lleguen los análisis, lo que no es más que una enorme chorrada ya que todos sabemos que no ha sido él, que ojalá lo fuera, pero no lo es.

—Se le podía haber hecho un análisis de sangre, joder —dice Rudkin, jodido porque no está presente en el interrogatorio, la mirada perdida para hacerse una idea mejor de lo que estará ocurriendo, esas dos palabras: TRABAJO PRELIMINAR.

—¿Qué? ¿Te vas a sacar la mugre de debajo de las uñas?

—Es verdad que eres muy divertido —dice riendo mientras nos echamos azúcar en los cafés, cantidad de azúcar.

Quiero dormir pero, si me dejaran irme, tengo muchas cosas que arreglar.

—¿Qué hora es? —pregunta Rudkin, demasiado cansado para mirar su propio reloj.

—¿Qué te crees que soy? ¿Un puto reloj parlante?

—Más bien un mamón parlante.

Y así seguimos un par de minutos hasta que volvemos a sumirnos poco a poco en otro de esos incómodos silencios densos en los que nos escondemos.

—Le vamos a dejar que se vaya.

Las palabras del inspector jefe Peter Noble surgen del silencio y entran en las luces brillantes de la cantina de la comisaría.

Quelle surprise —murmura Rudkin.

—¿No es del grupo B? —pregunto.

—Cero —dice Noble.

—¿Se le ha sacado algo más? —insisto.

—Poca cosa. Era su chulo. No la había visto desde esa tarde.

—Tendrían que habernos dejado a nosotros —dice Rudkin con rabia.

—Bueno, ahora tenéis vuestra oportunidad. Os espera abajo con el detective Ellis.

—No nos necesita. Ellis puede llevarle a casa.

Noble saca un puñado de billetes de cinco de la chaqueta, alarga la mano y se los mete a Rudkin en el bolsillo del pecho.

—El jefe quiere que os llevéis al señor Barton a dar una vuelta y le emborrachéis, que le hagáis pasar un buen rato. Sin rencores, etcétera…

—Joder —dice Rudkin—. Estamos hasta las cejas de trabajo, Pete. Tenemos todo el asunto ese de Preston, y encima metes a Bob en los robos esos. Y ahora, esto. No tenemos tiempo.

No quito los ojos de la superficie de la mesa, las luces reflejadas en la formica.

Noble se inclina y le da unos golpecitos a Rudkin en el bolsillo.

—John, deja de lloriquear y hazlo.

Rudkin espera hasta que Noble sale por la puerta y entonces explota:

—Gilipollas. Gilipollas de mierda.

Nos levantamos, tiesos como un par de marionetas de madera.

Ellis está esperando en el Rover, sentado al volante.

Barton está en la parte de atrás con unos pantalones demasiado grandes y una chaqueta diminuta, los mechones rastas pegados a la ventana.

Rudkin se sienta a su lado.

—¿Adónde vamos?

Yo me subo delante.

Barton se limita a mirar por la ventanilla.

—Venga, Steve. ¿Adónde vamos?

—A casa —murmura.

—¿A casa? No puedes irte a casa ahora. No son más que las tres. Vamos a tomar una copa.

Barton sabe que no tiene otra alternativa.

Ellis arranca el coche y pregunta:

—Entonces, ¿adónde?

—Bradford. Manningham —dice Rudkin.

—A Bradford, pues —sonríe Ellis saliendo de Millgarth Street.

Cierro los ojos mientras él enciende la radio.

Me despierto cuando estamos entrando en Manningham, los Wings suenan en la radio, Barton callado en el asiento de atrás como una especie de fantasma negro.

Ellis aparca fuera del New Adelphi.

—¿Qué te parece, Steve? —dice Rudkin.

Steve no dice ni pío.

—He oído que está bien —dice Ellis, y salimos del coche.

En los escalones de acceso hay vómitos de un día de antigüedad y dentro el New Adelfi es un espacioso salón de baile antiguo, con techos altos y papel pintado con relieve, un público mixto, mezclado, más bien agitado y todavía no son ni las cuatro de la tarde.

Estoy hecho polvo, los hombros me pesan, la cabeza me está matando, la bailarina de striptease no vuelve a actuar hasta las seis y suena una mierda de reggae:

«Your mother is wondering where you are…»

Rudkin se vuelve hacia Steve y le dice:

—Has visto, en tu rollo.

Steve se limita a asentir con la cabeza y le sentamos en el rincón de debajo de la escalera que sube al piso superior, yo a un lado, Rudkin en el otro, Ellis en la barra.

Los tres allí sentados, sin decir nada, oteamos la sala de baile, las caras negras y las caras blancas.

—¿Conoces a alguien? —pregunta Rudkin.

Barton niega con la cabeza.

—Bien. No queremos que tu gente piense ahora que eres un puto soplón, ¿verdad?

Ellis vuelve con una bandeja de pintas y copas.

Le da a Barton un ron con Coca-cola grande.

—Métete eso en el cuerpo.

—Oye, Steve —ríe Rudkin—. ¿Vienes mucho por aquí?

Nos reímos todos menos Steve.

Va a pasar bastante tiempo antes de que vuelta a reír.

Ellis vuelve al bar y trae más bebidas, más ron con Coca-cola y nosotros nos las bebemos y él vuelve a ir.

Y allí seguimos los cuatro, sentados, hablando de esto y de aquello, el interminable reggae, los taxistas paquistaníes entran y salen, las fulanas se tronchan en la pista de baile, los viejos con sus dominós, los blancos con cara de rata y sus jerséis de cuello de pico sin camisa, los negros de cara gorda que llevan el ritmo de la música con las cabezas…

«What do you see at night when you’re under the stars…»

Rudkin y Ellis juntan las cabezas y se ríen de una de las mujeres del bar, que les hace un gesto obsceno con dos dedos.

«Stay at home, sister, stay at home…»

Y de repente Barton se inclina hacia mí, la mano en mi brazo, los ojos amarillentos, el aliento cargado, y me dice:

—Esa mierda sobre Kenny y Marie, ¿es verdad?

Le miro, la chaqueta apretada y los pantalones colgantes, y vuelvo a verle en la Barriga debajo de la manta gris, las manos moviéndose, las revistas a su lado.

—Tienes que decírmelo. Sé que eres amigo de Kenny y de Joe Ro. No voy a hacer nada, pero tengo que saberlo.

Le quito la mano de mi brazo y la aparto mientras le suelto en la cara:

—Me importa una mierda lo que te pase. Te han informado mal, chico.

Se vuelve a sentar en su silla y Rudkin le lanza otro cigarrillo y Ellis vuelve a la barra y trae más bebida, más ron con Coca-cola, y el reggae sigue sonando:

«Baby keep on running but you won’t get far…»

Y la siguiente vez que miro el reloj son casi las seis y tengo ganas de marcharme, de desaparecer como Steve, que ya está borracho, la cabeza apoyada en la mesa, los mechones de rasta metidos en el cenicero.

La música cesa, el micrófono suelta un pitido que inunda la sala y un foco ilumina las tupidas cortinas rojas del fondo del escenario.

Empieza a sonar Dancing Queen, las cortinas se abren y aparece una morena flácida de pie con un biquini de lentejuelas, los ojos vidriosos, los miembros descolgados.

—Este puto mamarracho se va a perder la actuación —cecea Ellis señalando a Barton con un gesto de cabeza mientras la mujer adquiere algo de vida.

—Mike, eres un auténtico coñazo —sisea Rudkin, se levanta y desaparece por las escaleras que suben al anfiteatro.

—¿Qué cojones le ha pasado?

—Tienes que aprender a comprender a la gente —digo.

Mike empieza otra vez a quejarse, a gimotear, ofendido.

—No pierdas de vista a la Bella Durmiente —le digo antes de seguir a Rudkin escaleras arriba.

Está asomado a la barandilla, contemplando a la desvaída bailarina de striptease.

—Buena vista —digo apoyando los codos al lado de los suyos.

Todos los hombres de la planta baja miran hacia el escenario, las mujeres que les acompañan matan el tiempo, una de ellas lanza cacahuetes al aire y los recoge entre las tetas.

Rudkin le da vueltas al whisky en el fondo de su vaso y dice:

—Sabes cómo van a ser las cosas a partir de ahora, ¿verdad?

Pienso, joder, allá vamos, y digo:

—No. ¿Cómo van a ser las cosas?

Rudkin sigue mirando al fondo de su vaso.

—Va a seguir matándolas y nosotros vamos a seguir encontrándolas. Siempre por detrás de él, nunca por delante.

—Le atraparemos —digo.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Currando de cojones, paciencia, acabará cagándola. Como siempre.

—¿Como siempre? Aquí no hay un «como siempre».

—Tú ya me entiendes.

—No, no te entiendo. ¿Has visto antes algo así?

Pienso en niñas pequeñas y en años perdidos y digo:

—Parecido.

—No me lo creo.

No quiero entrar al trapo:

—Le atraparemos.

—Eres un buen hombre, Bob —dice, y yo pienso que ojalá no lo hubiera dicho porque me lo han dicho otras veces y no era cierto entonces y lo es todavía menos ahora, no es más que condescendencia.

Por eso digo:

—¿Qué coño quieres decir con eso?

—Quiero decir lo que he dicho: que eres un buen tipo, pero ni todos los buenos tipos ni todo el curro del mundo va a conseguir atrapar a ese cabrón.

—¿Y qué te hace estar tan seguro, joder?

—¿Has leído la mierda esa de Asesinatos y agresiones a mujeres en el norte de Inglaterra?

—Sí.

—¿Y?

—Le atraparemos, John.

—Y una mierda. No tenemos ni una pista, ni una sola. Este cabrón nos mira desde el otro lado del espejo y se ríe de nosotros. Nos está observando y se descojona de risa.

—No jodas. Tienes algo que demostrar, demuéstralo.

Rudkin aparta la mirada de su vaso, el rostro cruzado de sombras densas, grandes lágrimas negras en grandes ojos negros, un hombre que tiene un bate de críquet al lado de la puerta de entrada de su casa, por si acaso, y este hombre me agarra del brazo y me dice:

—Esa mierda de Preston, esa chorrada, no tiene nada que ver con lo que tenemos aquí.

El corazón me late deprisa, el estómago se me encoge, el hombre sigue mirándome fijamente, sigue agarrándome, asustándome.

—Los grupos sanguíneos —digo—. Son el mismo.

—Eso son chorradas, Bob. Algo está pasando y no sé qué coño es, ni quiero saber qué coño es, pero estamos metidos en lo que sea hasta el cuello y te voy a decir una cosa: te va a joder la vida si se lo permites.

Yo pienso, qué cojones le pasa, pero le dejo seguir adelante.

—Tú no les conoces, Bob —dice—. Yo sí. Yo conozco muy bien el tipo de cosas que son capaces de hacer. Sobre todo en su propio beneficio.

Miro el escenario, las piruetas de las flácidas tetas blancas de la bailarina de striptease, los hombres de la barra ya aburridos.

—Primero me dices que no tenga miedo y ahora me sueltas que lo mismo nos daría abandonar. ¿Cuál es la verdad, John?

Rudkin me mira y mueve la cabeza, con una media sonrisa, luego se dirige a las escaleras y las baja, dejándome con las ganas de pegarle un puñetazo a ese gilipollas arrogante.

Vuelvo a mirar las tetas de la bailarina, miro el reloj y decido irme a tomar por culo de allí.

Abajo, Rudkin ha pensado lo mismo, despierta a Barton a patadas mientras pasa de Ellis y sus disculpas.

Barton se pone de pie tambaleándose y Rudkin coge los billetes de cinco que han sobrado y se los mete a Barton en la chaqueta que le queda demasiado ajustada.

Contemplo cómo la bailarina recoge el biquini del suelo, el culo gordo lleno de manchas y miro la barra y las caras de los muertos, y me pregunto si él está aquí, aquí con nosotros ahora, y regreso a la mesa, sin otro sitio donde mirar.

Y Barton se pone de pie, recupera algo la conciencia, todavía lleno de ron hasta los topes, y se saca los billetes de la chaqueta y los tira encima de la mesa.

—Quédatelos —dice—. Guárdalos para el siguiente. —Luego se da la vuelta y se marcha.

—Creía que teníamos que lograr que le chuparan la polla —ríe Ellis.

Cojo una de las copas y me la termino.

Ellis, repentinamente preocupado porque la noche que tenía planeada se le venga abajo y le dejemos solo, suspira:

—Y ahora ¿qué coño hacemos?

—Tú haz lo que te salga de los cojones —dice Rudkin mientras se va al bar chocando con la gente, a ver si provoca una pelea que le haga sentirse mejor.

—¿Adónde vas? —grita Ellis cuando yo me dirijo a la puerta.

—A casa —digo.

—Ya, claro —dice mientras atravieso las puertas dobles y huyo.

Estoy en el asiento trasero de un taxi, saliendo de Bradford con las ventanillas bajadas, los ojos se me cierran, el corazón me pesa, el cerebro arde:

Tengo que ver a Janice, tengo que ver a Bobby, tengo que ver a Louise y tengo que ver a su padre.

Cuatro putas asesinadas, tal vez más.

Tiros de escopeta en Hanging Heaton, tiros de escopeta en Skipton, tiros de escopeta en Dancaster, tiros de escopeta en los alrededores de Selby.

Cuatro putas asesinadas, tal vez más.

Mi hijo y mi mujer, su padre con los días contados.

Janice, mi amante, mi torturadora, mi puta particular en mis días también contados.

—¿Está bien aquí?

—Gracias. —Y le pago.

Subo las escaleras pensando de repente, ayúdame, me muero aquí mismo.

En su descansillo pienso, si no respondes a la puerta, estoy muerto.

Llamo una vez pensando, ayúdame, no quiero morirme aquí, en tu escalera.

Abre la puerta con el pelo mojado, sonríe, la piel más morena que antes.

Dentro se oye la radio.

—¿Puedo entrar?

Su sonrisa se ensancha.

—Eres policía. Puedes hacer lo que quieras.

—Eso espero —digo, y nos besamos con fuerza: besos fuertes para perdonar y olvidar todo lo que fue y lo que está por venir.

Caemos en la cama, mis manos por todo su cuerpo, intento ahondar más y más en su interior, sus uñas en mi espalda, ahondando más en mi interior.

Le arranco los vaqueros, le quito los zapatos, la muerte desaparece.

Y follamos, y volvemos a follar, y ella me besa y me chupa hasta que la follo una última vez y nos quedamos dormidos con Rod en la radio.

Cuando me despierto ella está saliendo del cuarto de baño, vestida sólo con una camiseta y braguitas.

—¿Vas a salir? —le pregunto.

—Tengo que irme —dice ella.

—No te vayas.

—Ya te lo he dicho, tengo que irme.

Me levanto de la cama y empiezo a vestirme.

Ella empieza a maquillarse enfrente del espejo.

—¿No te preocupa lo más mínimo? —pregunto.

—¿Qué?

—Esos asesinatos de los cojones.

—¿Qué? Ah, ¿porque soy prostituta?

—Sí.

—O sea ¿que tu mujer no necesita preocuparse?

—Ella no patea las calles de Chapeltown a las dos de la madrugada, ¿verdad?

—Qué suerte tiene la cabrona. Probablemente se ha echado un marido estupendo que la ha retirado de las calles con su enorme sueldazo…

He abierto la cartera.

—Si quieres dinero, ya te doy yo el puto dinero.

—No se trata de dinero, Bob. No se trata del dinero de los huevos. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

Está en medio de la habitación, bajo la pantalla de papel, con el cepillo del pelo en la mano.

—Lo siento —digo.

Va hasta un cajón y se pone una especie de top de PVC negro y una falda corta de tela vaquera, de esas que se abotonan por delante.

Los ojos me empiezan a escocer, se anegan.

Está tan acojonantemente bella y no sé cómo llegó a pasar esto, dónde empezó todo.

—No tienes por qué hacerlo —le digo.

—Claro que sí.

—¿Por qué?

—Por favor. No empieces.

—¿Que no empiece? Esto no se acaba nunca.

—Puede acabar en cuanto tú quieras.

—No, de eso nada.

—Basta con que no vengas más.

—Voy a dejarla.

—¿Vas a dejar a tu mujer y tu hijo por una fulana, por una puta? No me lo creo.

—No eres una puta.

—Sí, lo soy. Soy una putilla de tres al cuarto, una mujer que folla con hombres por dinero, que la chupa por dinero de rodillas en los parques y en los coches, que esta noche se lo hará con diez hombres por lo menos con un poco de suerte, así que no finjas que no lo soy.

—La voy a dejar.

—Cállate, Bob. Cállate. —Y se marcha, el ruido de la puerta queda flotando en la habitación.

Y yo me siento en el borde de la cama y lloro.

Voy andando por las calles hasta St. James.

La hora de visita casi ha terminado, la gente sale ya, con el deber cumplido.

Cojo el ascensor hasta la planta y recorro el pasillo por delante de las habitaciones excesivamente iluminadas de los casi muertos con sus cabezas rapadas y sus caras demacradas, su piel amarillenta y su manos muy, muy frías.

No hay aire, sólo calor.

No hay oscuridad, sólo luz.

Otra noche en Dachau.

Y pienso, no dormir nunca, no dormir nunca.

Louise se ha ido ya y su padre casi también, los ojos cerrados y solo. Entra una enfermera y sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.

—Acaban de irse —me dice.

—Gracias —asiento con la cabeza.

—Tiene los ojos clavados a los de su padre, el niño —ríe ella.

Asiento y me vuelvo hacia el padre de mi mujer.

Me siento al lado de su cama, al lado de las cajas de fármacos, los goteros y los tubos, y pienso en Janice, allí, al lado del cuerpo medio muerto del padre de mi mujer, cachondo cuando pienso en otra mujer, en una puta de Chapeltown, y, mientras él yace moribundo, ella está de rodillas chupándola, desangrándome.

Levanto la cabeza.

Bill me está mirando, los ojos inyectados en sangre y acuosos, intenta reconocerme, busca respuestas y verdad.

Una mano sale entre los barrotes laterales de la cama y abre la boca, reseca y agrietada, e intenta acercarse.

—No quiero morir —dice en un susurro—. No quiero morir.

Me alejo, me alejo de su pijama de rayas y de su horrible aliento, de sus previsibles amenazas y divagaciones.

Intenta incorporarse, pero las correas hacen su trabajo y sólo puede levantar la cabeza.

—¡Robert! ¡Robert! ¡No me dejes aquí, llévame a casa!

Me levanto y busco a la enfermera.

—¡Se lo diré! ¡Se lo diré! —exclama.

Pero no hay nadie. Estoy solo.

Abro la puerta, la casa a oscuras.

Recojo el periódico de la tarde del felpudo.

El pequeño anorak azul de Bobby cuelga de una percha.

Enciendo la luz de la cocina y me siento delante de la mesa.

Tengo ganas de subir a verle, pero me da miedo que ella esté despierta, esperando.

Así que me quedo sentado bajo la luz de la cocina, solo, pensando.

Bajo la luz de la cocina, a última hora de la noche, recorro pabellones de cáncer, acuno a Bobby, en un coche aparcado; ésos son los lugares a los que voy con el pensamiento, al lado de los platos sucios y de mi suegro, contemplo los garabatos de mi hijo pegados en la puerta de la nevera y las migas debajo de la tostadora y pienso, contemplando los garabatos de mi hijo pegados a la puerta del frigorífico, pienso.

Miro el reloj, casi medianoche.

Con la cabeza entre las manos, mientras ellos duermen arriba, un tazón de los 25 Años roto en el escurreplatos, en medio de mi familia, pienso en ELLA.

Pienso, así fue como todo empezó:

Había oído hablar de ella, había oído a los demás hablar de ella, sabía que daba soplos de vez en cuando a un policía de Bradford llamado Hall a cambio de que hiciera la vista gorda, pero nunca la había visto, hasta el 4 de noviembre del año pasado.

Mischief Night.[18]

La había detenido por ejercer la prostitución cerca del Gaiety, borracha y armando jaleo, mientras intentaba parar los camiones, la llevé a Millgarth sólo para acercarla a su casa a los cinco minutos, su risa resonaba alta y persistente en mis oídos, y pensé, que les den.

Yo llevaba casado cinco años y tenía un hijo, que entonces tenía casi un año, y quería tener otro.

Pero lo que conseguí fue echar el polvo de mi vida en el asiento de atrás de un coche de la policía secreta y el primer sabor de ella, le lamí los labios, los pezones, le lamí el coño, el culo, los párpados, las puntas de los cabellos.

Y aquella noche volví a casa con Louise y Bobby y les contemplé dormidos, la cuna arrimada muy cerca de nuestra cama.

Me di un baño para quitarme su rastro, pero acabé bebiendo el agua sólo para volver a sentir su sabor.

Y aquella misma noche me desperté gritando que Bobby estaba muerto, y corrí a su cuna para comprobar que seguía respirando, el hedor del sudor llenaba el cuarto, y volví a meterme en la bañera, cachondo, para cascármela.

Y ya no paró:

A partir de aquella noche pensaba en ella cada segundo, mientras revisaba formularios de detenciones, hacía preguntas que no debía, peinaba las calles, miraba expedientes, consciente de que una palabra equivocada podía hacer que todo se viniera abajo.

Así que aprendí a guardar secretos, a llevar dos vidas, a besar a mi hijo con los mismos labios con los que la había besado a ella, aprendí a llorar a solas en habitaciones iluminadas mientras los tres dormían, aprendí a controlarme, a racionar, sabiendo que llegaría la hambruna y la sequía, y plagas peores que éstas, aprendí a besar tres pares de labios.

Bajo la luz de la cocina, entre la nevera y la lavadora, pienso:

Ella tiene veintidós años, yo treinta y dos.

Ella es una prostituta mulata y yo un detective blanco. Sargento, casado con la hija de uno de los mejores polis que haya existido en Yorkshire.

Tengo un hijo de dieciocho meses que se llama Bobby.

Como yo.

Y luego, cuando ya no puedo pensar más, subo arriba.

Ella está tumbada de lado, pensando que ojalá estuviera muerto.

Bobby está en la cuna y más tarde también pensará que ojalá yo estuviera muerto.

Ella jura en sueños y se da la vuelta.

Bobby abre los ojos y me mira.

Le acaricio el pelo y me agacho sobre la cuna para darle un beso.

Se vuelve a quedar dormido y, después, bajo otra vez las escaleras.

Ando por la casa a oscuras, recuerdo el día que nos mudamos aquí, las primeras navidades, el día en que nació Bobby, el día en que vino a casa, los tiempos en que toda la casa estaba iluminada.

Me paro en el salón y miro pasar los coches, los asientos vacíos y los faros amarillos, los conductores y los maleteros, hasta que cada uno de ellos se convierte en un cliente más que vuelve de las luces rojas, de Janice, cada coche no es más que un medio como otro cualquiera de transportar al asesino del punto A al punto B, un medio más de llevar la muerte de un sitio a otro, otro medio más de alejarla de mí.

Y trago saliva.

Vuelvo a la cocina, las piernas flojas, el estómago vacío.

Vuelvo a sentarme, lágrimas en el periódico de la tarde y lágrimas en el libro de Bobby y abro su librito y me quedo mirando el dibujo de una rana con chanclos pero no me sirve de gran ayuda, porque yo no vivo en una casita húmeda entre los ranúnculos al borde de la charca, vivo aquí:

Yorkshire, 1977.

Y me seco los ojos pero no se secan porque las lágrimas no cesan de brotar y sé que nunca pararán hasta que le atrape.

Hasta que le atrape.

Antes de que él la atrape a ella.

Hasta que vea su cara.

Ir a la siguiente página

Report Page