1977

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Segunda parte » Capítulo 6

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Jubela…[19]

—Dos veces. Me pegó dos veces en la cabeza.

La señora Jobson se acercó mientras se separaba el pelo gris para enseñarme las erosiones de su cráneo.

—Venga, tóquelas —me animó su marido.

Crucé la sala para tocarle la parte superior de la cabeza, las raíces de su pelo grasientas bajo mis dedos, las grandes escoriaciones y los cráteres profundos.

El señor Jobson observó mi cara.

—Menudo agujero, ¿eh?

—Sí —reconocí.

Era viernes, casi las once, y estábamos en la acogedora sala de estar de los señores Jobson en un extremo de Halifax, tomando café y pasándonos fotos mientras charlábamos del día en que un hombre golpeó a la señora Jobson dos veces en la cabeza con un martillo, le levantó la falda y el sujetador, le arañó el estómago una vez con un destornillador y se masturbó encima de sus pechos.

Y entre las fotos, entre los adornos, entre las postales y los jarrones vacíos, al lado de los retratos de la realeza, había frascos y más frascos de pastillas porque la señora Jobson no había salido de la casa desde aquella noche, hacía tres años, cuando tuvo el encuentro con el hombre del martillo y el destornillador al volver, como fue el caso, de su salida nocturna semanal con las chicas, chicas que también habían dejado de salir, chicas que fueron vapuleadas por sus maridos cuando la policía sugirió que a la señora Jobson le gustaba hacerse con un dinerillo extra chupándoles la pilila a los hombres negros en la estación de autobuses cuando volvía a casa después de la salida nocturna semanal con las chicas, una señora Jobson que no había salido de casa desde la última salida nocturna con las chicas en 1974, ni siquiera para fregar las pintadas de la puerta principal, las pintadas que decían que le gustaba chupar pililas de hombres negros en la estación de autobuses, pintadas que su marido, con la espalda mala o como fuera, pintadas que el señor Jobson pintó por encima y tuvo que volver a repintar por segunda vez, las mismas pintadas que hicieron que su Lesley no volviera a ir al colegio por culpa de todas las cosas que se estaban diciendo de su madre y los hombres negros en la estación de autobuses, y llegó hasta tal punto que Lesley no pudo más y fue a preguntarle a su madre si había estado en la estación de autobuses con un negro, así, en camisón al pie de las escaleras después de haberse hecho pis en la cama por tercera vez aquella semana, y como la señora Jobson dijo aquella noche y había dicho muchas veces antes:

—Hay momentos, momentos como aquél, en los que pienso que ojalá hubiera acabado conmigo.

El señor Jobson asentía con la cabeza.

Yo dejé la taza en la mesita de centro baja al lado de la Philips Pocket Memo, que no dejaba de grabar.

—Y ¿cómo se encuentra ahora?

—Mejor. A ver, cada vez que se descubre otro caso y que se trata de una prostituta sé que la gente va a empezar a hablar de nuevo. Ojalá se dieran prisa y atraparan a ese cabrón.

—¿Ha conocido ya a Anita? —preguntó el señor Jobson.

—La veré esta tarde.

—Dígale que Donald y Joyce le mandan saludos.

—Por supuesto.

Ya en la puerta, el señor Jobson dijo:

—Siento lo de las fotografías, pero es que nosotros…

—Lo sé, no se preocupe. Han sido muy amables sólo con dejarme entrar.

—Bueno, si ayuda a que se atrape al… —El señor Jobson extravió la mirada por la calle, luego dijo en voz baja—: Diez minutos con ese hijo de puta es lo único que pido. Y no necesitaría ni martillo ni destornillador, joder.

En los escalones de su entrada principal, asentí.

Nos estrechamos la mano.

—Gracias otra vez —dije.

—De nada. No dude en llamarnos si necesita algo.

—Por supuesto.

Entré en el Rover y me alejé de allí.

Jubelo…

Anita Bird vivía en Cleckheaton en una hilera de casas adosadas exactamente igual que la de los Jobson, ambas casas en la parte alta de una empinada cuesta.

Llamé a la puerta y esperé.

Una mujer con el pelo teñido de rubio platino y un espeso maquillaje abrió la puerta.

—Jack Whitehead. Hemos hablado por teléfono.

—Pase —dijo—. Tendrá que disculparme por el desorden.

Recogió una pila de ropa para planchar de un extremo del sofá y me senté en su oscura sala de estar.

—¿Una taza de té?

—Acabo de tomar una, gracias. Donald y Joyce Jobson le mandan saludos.

—Ya, claro. ¿Cómo se encuentra ella?

—No la conocía de antes, así que me resulta un poco difícil decírselo. Pero no sale de casa.

—A mí me pasó lo mismo. Pero luego pensé, que se joda. Perdone mi forma de hablar, pero por qué me iba a quedar yo en casa después de que él me hiciera una cosa así, como si fuera yo la que estuviera en la cárcel mientras él anda por las calles libre como un pájaro, joder. No, gracias. Así que un día me dije a mí misma, Anita, no te vas a quedar aquí encerrada como una idiota o te daría lo mismo matarte y acabar con esto, para lo que le sirves a nadie en estas condiciones.

Yo asentí con la cabeza a sus palabras mientras colocaba la grabadora en el brazo del sofá.

—A veces parece que pasó en otra vida, otras parece que fue ayer mismo.

—Tengo entendido que usted no vivía aquí.

—No, estaba viviendo con Clive, el fulano con el que salía en aquel momento. En Cumberland Avenue. Eso fue la mitad del problema, que él fuera negro y eso.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, todos pensaron que tuvo que ser él, ¿no?

—¿Porque era negro?

—Por eso y porque me había pegado un par de veces y la policía había tenido que venir a casa.

—¿Le puso alguna denuncia en firme?

—No, siempre me convencía, ¿no? Es muy zalamero, ese Clive.

—¿Dónde está ahora?

—¿Clive? Lo último que supe es que estaba en Armley. Por un delito de lesiones graves.

—¿Lesiones graves?

—Le pegó a un tipo en el International. La policía le odia. Siempre le han odiado. El muy capullo se lo puso en bandeja de plata.

—¿Cuándo cumple la condena?

—Por lo que a mí respecta, el día del juicio final. ¿Está seguro de que no quiere una taza de té?

—De acuerdo. Ya que insiste…

Ella se rió y fue a la cocina.

En un rincón estaba la televisión encendida sin sonido, las noticias de mediodía con imágenes que cambiaban del Ulster a Wedgwood-Benn.[20]

—¿Azúcar? —Anita Bird me pasó una taza de té.

—Por favor.

Trajo de la cocina un paquete de azúcar.

—Perdón —dijo.

—Gracias.

Nos concentramos en beber el té mientras contemplábamos el críquet mudo desde Old Trafford.

La segunda prueba.

—¿Le importaría volver a contarme lo que pasó? —le dije.

Ella dejó la taza y el platillo.

—No.

—¿Fue en agosto del 74?

—Sí, el 5. Había bajado a Bibby’s a buscar a Clive, pero…

—¿Bibby’s?

—Era un club. Ya ha cerrado. Y Clive no estaba. Típico de él. Así que me tomé una copa, bueno, en realidad, más de una y tuve que irme porque uno de sus amigos, Joe, se había emborrachado y no dejaba de intentar que me fuera a su casa con él y sabía que si Clive aparecía por allí se iba a armar un lío, así que pensé que lo mejor era volver a Cumberland Avenue a esperarle. Así que volví, cuando me vi allí sentada, me sentí como una verdadera gilipollas, así que decidí volver a Bibby’s y fue entonces cuando ocurrió.

La sala se había quedado a oscuras, el sol se había puesto.

—¿Le vio usted?

—Bueno, creen que sí. Unos minutos antes de que ocurriera aquello, un fulano pasó por mi lado y dijo algo como: «El tiempo no nos está acompañando», y siguió adelante sin más. La policía cree que pudo ser el mismo porque nunca se presentó para que lo identificaran.

—¿Usted le contestó algo?

—No, me limité a seguir mi camino.

—Pero ¿usted le vio la cara?

—Sí, le vi la cara.

Había cerrado los ojos, las manos entrelazadas sobre las rodillas.

Estaba sentado en su sala de estar, cayó otro

wicket, como si él estuviera a mi lado en el sofá, con una gran sonrisa, una mano encima de mi rodilla, una última carcajada entre los muebles.

Abrió los ojos de par en par y me miró sin verme.

—¿Se encuentra bien?

—Iba bien vestido y olía a jabón. Llevaba una barba y un bigote cuidados. Parecía italiano o griego, ya sabe, como uno de esos camareros guapos.

Acariciaba su barba, sonriendo.

—¿Tenía algún acento?

—De aquí.

—¿Alto?

—No demasiado. Puede que incluso llevara botas y todo, de esas con tacón cubano.

Movía la cabeza.

—Y entonces pasó por su lado y…

Ella volvió a cerrar los ojos y dijo lentamente:

—Y luego, un par de minutos después, me dio un golpe y ya está.

Guiñó el ojo una sola vez y desapareció sin más.

Se inclinó hacia delante y se aplastó el pelo rubio en la parte superior de la cabeza.

—Venga, tóquela —dijo.

Crucé otra salita para palpar la coronilla de otra cabeza, por encima de otro montón de negras raíces maltratadas, otro inmenso y profundo cráter.

Tracé el contorno de la escoriación, su suavidad debajo del pelo.

—¿Quiere ver las cicatrices?

—Vale.

Se puso de pie y se levantó el suéter delgado, mostrando unas anchas líneas rojas que le cruzaban el estómago pálido y blando.

Parecían gigantescas sanguijuelas primitivas que le chuparan la sangre.

—Puede tocarlas si quiere —dijo ella acercándose a mí y tomándome de la mano.

Pasó uno de mis dedos por la cicatriz más profunda, la garganta seca y la polla dura.

Detuvo mi dedo en el punto más profundo.

Al cabo de un minuto dijo:

—Si quieres podemos subir.

Tosí y di un paso atrás.

—No creo…

—¿Casado?

—No. No es…

Se bajó el suéter.

—Sencillamente no te gusto, ¿verdad?

—No es eso.

—No te preocupes, cariño. No hay muchos a los que les guste hoy en día. La que atacó el maníaco de los cojones y conocida por sus amiguitos negros, en eso me he convertido. Ya sólo consigo tirarme a morenos y raritos.

—¿Por eso me lo has ofrecido a mí?

—No —sonrió—. Me gustas, ¿sabes?

Derrumbado en mi coche, pellizco el pescado con patatas fritas,

de las que ya no hay.

Miré el reloj.

Era hora de marcharse.

Bajo los soportales, esos soportales tan, tan oscuros: Swinegate.

Había quedado en encontrarnos a las cinco, a las cinco mientras todavía teníamos luz.

Aparqué en la parte de abajo pero ya podía verle en el otro extremo, cerca del hotel Scarborough, con el mismo sombrero y la misma gabardina, a pesar del tiempo que hacía, y con su maletín en la mano, como la última vez:

Domingo, 26 de enero de 1975.

—Reverendo Laws —dije sin sacar la mano del bolsillo.

—Jack —sonrió él—. Ha pasado mucho tiempo.

—No suficiente.

—Jack, Jack. Siempre el mismo, siempre tan triste.

Pensé,

aquí no, en la calle no.

—¿Podemos ir a algún sitio? ¿A un sitio tranquilo? —dije.

Señaló con un gesto de la cabeza el edificio grande y negro que se elevaba por encima del Scarborough.

—¿Al Griffin?

—¿Por qué no?

El reverendo Martin Laws iba delante, con el cuerpo encorvado, un gigante demasiado grande para este mundo y para el otro, el pelo gris asomando por debajo del sombrero, lamiendo el cuello de su abrigo. Se dio la vuelta para pedirme que me diera prisa, entre los viandantes, por delante de las tiendas, entre los coches, por debajo de los andamios, hasta el interior poco iluminado del hotel Griffin.

Hizo un gesto con la mano señalando unos asientos en un rincón alejado, dos sillas de respaldo alto situadas debajo de una lámpara apagada, y yo asentí.

Nos sentamos, se quitó el sombrero, lo colocó sobre el regazo y dejó el maletín junto a las pantorrillas.

Me sonrió otra vez desde la barba mal afeitada gris y su piel de un amarillo sucio, de periódico viejo, como la mía.

Olía a pescado.

Se nos acercó un camarero turco.

—Mehmet —saludó el reverendo Laws—. ¿Qué tal estás?

—Padre, me alegro de volver a verle. Nosotros estamos todos bien. Gracias.

—¿Y el colegio? ¿El pequeño se ha adaptado?

—Sí, padre. Gracias. Fue exactamente como usted dijo.

—Bueno, si hay cualquier otra cosa que yo pueda hacer, por favor…

—Ha sido muy amable, de verdad.

—No ha sido nada. Un placer para mí.

Tosí jugueteando con la chaqueta.

—¿Sabe lo que va a tomar, padre?

El reverendo Laws me sonrió.

—Sí, creo que sí, ¿verdad, Jack?

—Coñac, por favor. Y una jarra de café.

—Muy bien, señor. ¿Padre?

—Una jarra de té.

—¿El de siempre?

—Gracias, Mehmet.

Hizo una pequeña reverencia y se fue.

—Un hombre verdaderamente encantador. No lleva tanto tiempo aquí, sólo desde que la situación se puso difícil.

—Buen inglés.

—Sí, excepcional. Tendrías que decírselo; se haría tu amigo para toda la vida.

—Eso no se lo desearía nunca.

El reverendo Laws sonrió una vez más, la misma sonrisa de duda burlona, de vago escepticismo, que o te derretía o te congelaba.

—Venga ya —dijo—. Estás juzgándote con demasiada dureza. A mí me gusta ser tu amigo.

—No es exactamente recíproco.

—Palabras, Jack. Nada más que palabras.

—Ella ha vuelto —digo.

Miró el sombrero que tenía en las manos.

—Lo sé.

—¿Cómo es posible?

—Tu llamada de la otra noche. Pude sentir…

—¿Sentir qué? ¿Sentir mi dolor? Y una mierda.

—¿Para esto querías verme? ¿Para insultarme? Muy bien, Jack.

—Fíjate en ti, pedazo de cabrón hipócrita, con tu aire pomposo y papista, la gabardina sucia, el sombrero encima de la polla y tu miserable paquetito de secretos, tus cruces y tus oraciones, tu martillo y tus clavos, bendiciendo a los putos negros, convirtiendo el té en vino. Soy yo, Martin, soy Jack, no una viejecita solitaria que no ha echado un polvo en cincuenta años. Yo estaba allí, ¿recuerdas? La noche en que la cagaste.

Paré y él seguía sin moverse.

La noche en que Michael Williams acunó en sus brazos a Carol por última vez.

Sin moverse, dándole vueltas al sombrero entre los dedos.

La noche en que Michael Williams

Levantó la mirada y sonrió.

Aquella noche

Abrí la boca para volver a empezar, pero era al camarero a quien sonreía.

Mehmet dejó las bebidas en la mesa y luego sacó un pequeño sobre del bolsillo y se lo puso al reverendo en las manos.

—Mehmet, no puedo. No hace falta.

—Padre, insisto —dijo antes de irse.

Recorrí con la mirada el salón del Griffin y seguí al camarero en su huida de regreso a su cubil de abajo; una anciana con bastón intentaba levantarse de otra de las sillas de respaldo alto, un niño que leía un cómic, la luz amarilla del mostrador de recepción, los viejos folletos, los cuadros y las luces casi descoloridas, y no resultaba tan misterioso por qué el reverendo Laws se sentía atraído como se sentía por el hotel Griffin, con aquel aspecto que todo el mundo reconocía de vieja iglesia que necesitaba arreglos urgentemente.

Se acercó a mí, con el sombrero todavía entre los dedos, y dijo:

—Yo puedo ayudarte.

—¿Como ayudaste a Michael Williams?

—Puedo hacer que se vaya.

—Sí, desde luego te libraste de Carol.

—Puedo hacer que pare.

Miré su sombrero, los largos dedos con las yemas blancas.

—¿Jack?

—Quiero que pare. Que se acabe —dije.

—Ya lo sé. Y así será, créeme.

—¿Sólo existe ese método? Es la única manera.

—Tengo una habitación. Podemos subir ahora mismo y se acabará.

Estaba observando a la anciana del bastón, al niño del rincón, los folletos y los cuadros, las luces mortecinas.

Jubela, Jubelo

—Hoy no —dije.

—Te estaré esperando.

—Lo sé.

Volví andando por City Square, la luna casi llena en el cielo azul de la noche, con los chicos y las chicas de viernes por la noche y el principio del fin de semana de los 25 Años, la amenaza de lluvia y la promesa de un polvo, por City Square y de vuelta a la oficina, sabiendo lo que habría pasado en la habitación de arriba, de vuelta a lo que sería esperar en otra, allí, en mi escritorio, entre la lluvia y los polvos.

Estaba empezando a chispear un poco.

Bajo la tapa del retrete y saco la carta del bolsillo.

Pensaba en las huellas digitales y en lo que diría la policía, por otro lado, cómo esperaban que lo supiera y además sabía que no habría ninguna.

Una vez más, observé cuidadosamente el matasellos:

Preston.

Enviado ayer.

Urgente.

Empleé la punta de la pluma para abrir el sobre.

También utilicé la pluma para sacar el papel.

Estaba doblado por la mitad, la tinta roja había empapado la parte inferior, un bulto entre los papeles.

La abrí e intenté leer lo que había escrito.

Estaba temblando, vinagre en los ojos, sal en la boca.

No iba a acabar así.

—Voy a llamar a George Oldman —dijo Hadden sin dejar de mirar la gruesa hoja de papel de carta que tenía encima de su mesa, sin mirar el paquetito adjunto.

—Bien.

Tragó saliva, levantó el auricular y marcó.

Esperé, la luna desaparecida, la lluvia aquí y la noche fuera.

Era por la noche tarde, cien años demasiado tarde.

Un policía de uniforme llegó en seguida al edificio del

Yorkshire Post, metió el sobre y su contenido en una bolsa de plástico y nos llevó a Hadden y a mí directamente aquí, a Millgarth, al despacho del inspector jefe Noble, el antiguo despacho de Oldman, donde estaban los dos esperándonos.

—Siéntense —dijo Oldman.

El agente de uniforme puso la bolsa de plástico transparente encima de la mesa y se esfumó.

Noble cogió unas pinzas y sacó el sobre y la carta.

—¿La habéis tocado los dos? —preguntó.

—Sólo yo.

—No te preocupes por eso. Luego te cogeremos las huellas —dijo Oldman.

Sonreí.

—Ya las tenéis.

—Preston —leyó Noble.

—¿Enviada?

—Parece que ayer.

Ambos tenían el aspecto de encontrarse en algún lugar profundo.

Hadden estaba sentado en el borde de la silla.

Noble volvió a meter la carta en la bolsa de plástico trasparente y la empujó hacia George Oldman, seguida del sobre y del paquete más pequeño.

Éste leyó:

Desde el infierno.

Señor Whitehead:

Señor, le envio piel que le quite a una mujer y que guarde para usted. Algunos otros trozos los frei y me los comi y estavan muy vuenos. Puede que le mande el cuchiyo con el que la corte si espera un poco más.

Se que eso le gustaría.

Atrapeme si puede.

Lewis

Nadie dijo nada.

Al cabo de un rato, Noble habló:

—¿Lewis?

—¿No será su nombre real? —preguntó Hadden.

Oldman me miró desde el otro lado del escritorio.

—¿Tú qué crees, Jack? ¿Es auténtica?

—Está escrita utilizando como modelo una carta que le fue enviada a un hombre llamado George Lusk mientras se cometían los asesinatos del Destripador, en Londres.

Noble meneó la cabeza.

—Tú escribiste el artículo sobre el Destripador de Yorkshire, ¿verdad?

—Sí —confirmé suavemente—. Fui yo.

—Maravilloso. Eso fue maravilloso de la hostia.

Oldman:

—Déjalo, Pete.

—No, gracias.

Hadden:

—Jack…

—Pero nos van a empezar a mandar cartas todos los putos chiflados desde aquí a Tombuctú. Hay que joderse.

Oldman:

—Pete…

—No es ningún chiflado. Es él.

—¿No es un chiflado? Fíjate en la carta. ¿Cómo cojones puedes decir eso y quedarte tan pancho?

Señalé el pequeño paquete al lado de su codo, la fina lámina de piel que había cortado a la señora Marie Watts:

—¿Qué más pruebas necesitas?

En los escalones de la calle, envuelto en la noche, encendí un cigarrillo.

—¿Qué te pasa con Noble? —preguntó Hadden.

—No me interesa.

—¿No te interesa?

—Ni a él le intereso yo.

—Pareces estar muy seguro de que la carta es auténtica.

—¿Qué? ¿Tú crees que no?

—No lo sé, Jack. ¿Quién demonios sabe cómo debe ser la carta de un asesino en serie?

Abrí la puerta y allí estaban, las seis espaldas blancas vueltas hacia mí.

Me quité la chaqueta y me serví un vaso de Escocia, me senté y cogí el

Edwin Drood.

Seguían dándome la espalda, mirando a la luna.

Sonreí para mí y me puse a silbar:

The man I love is up in the gallery

Como un torbellino, Carol cruzó volando la habitación, enseñando los dientes y con las uñas dispuestas, a por mis ojos, a por mis orejas, a por mi lengua, y me tiró del sillón al suelo.

Gritó:

—¿Crees que esto tiene gracia? ¿Te hacen gracia a ti estas cosas?

—No, no, no.

Riendo:

—¿Te hacen gracia?

—Descansar, sólo quiero descansar.

Graznando:

—Se desata el infierno y tú quieres descansar. Tendríamos que llevarte al paredón.

Los otros corean:

—Al paredón. Al paredón con él…

—Por favor, por favor. Dejadme en paz.

Burlándose:

—¿Dejadme en paz? ¿Dejadme en paz? ¿Y quién nos deja en paz a nosotros, Jack?

—Lo siento, por favor.

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