1977

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Segunda parte » Capítulo 7

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Despierto solo de un sueño vacío, solo entre las sábanas vacías de Janice, solo en su cama vacía, en su cuarto vacío.

Es sábado por la mañana, 4 de junio, y he dormido dos horas intermitentemente, mientras el sol abrasador entra por la ventana.

Me estiro y enciendo la radio.

Tres policías abatidos a tiros en el Ulster, un hombre acusado del asesinato de Nairac, la ITV sigue en huelga, los aficionados de Escocia llegan a Londres, Keegan firma con el Hamburg por medio millón, se espera que las temperaturas alcancen los veintiún grados.

O más.

Me siento en el borde de la cama, la cabeza va despertando:

Luces rojas, disparos de escopeta, pabellones de cáncer, campos de exterminio, cadáveres cubiertos por gabardinas marrones, habitaciones horribles pobladas de muertos.

Me pongo las botas, cruzo el pasillo y llamo a la puerta de Karen Burns.

Dragar las aguas, tragar sorbos del río negro:

Keith Lee, otro de los chulos de Spencer Place, con el pecho desnudo y en vaqueros:

—¿Qué coño quieres?

—¿Habéis visto a Janice?

Karen, tumbada boca abajo en la cama, Keith la mira:

—¿Es un tema de negocios o personal?

Le empujo hacia dentro de la habitación.

—Eso no es una respuesta, Keith. Es una pregunta.

Karen levanta la cabeza:

—Joder.

—Sé lo que le hiciste a Kenny, tío. Hace falta mucha fuerza de voluntad.

Le doy un cachete y digo:

—Kenny se la estaba metiendo a Marie Watts a espaldas de Barton. Si te follas a la mujer de otro hombre, te mereces lo que te pase.

Karen se sube la sucia sábana gris por encima de la cabeza y me muestra su culo blando.

Keith se frota la cara y señala con un dedo.

—Sí, claro, lo recordaré la próxima vez que Eric Hall o Craven llamen a la puerta.

Le miro de arriba abajo.

Él pasea la vista por la habitación, asintiendo para sí.

Algo le pasa a nuestro Keith, algo más que el simple hecho de que Kenny haya recibido unos azotes.

Pero

que le den.

Le quito la sábana a Karen Burns, blanca, veintitrés años, prostituta convicta, adicta a las drogas, madre de dos hijos, y le doy un cachete en el culo:

—Janice. ¿Dónde coño está?

Ella se da la vuelta, las tetas planas, una mano sobre el coño, la otra alargada a por la sábana:

—Vete a tomar por culo, Fraser. No la he visto desde el jueves por la noche.

—¿No salió a trabajar anoche?

—Ni puta idea. Yo sólo digo que no la he visto.

Dejo caer la sábana encima de su cuerpo y vuelvo con Keith:

—¿Y Joe?

—¿Qué pasa con él?

—Está muy discreto.

—No ha salido de su cuarto en una semana.

—¿Por lo de la mierda esa de Kenny?

—No jodas. Los dos sietes, tío.

—¿Tú crees en esas chorradas?

—Creo en lo que veo.

—Y ¿qué es lo que ves, Keith?

—Un millón de pequeños apocalipsis y un montón de juicios finales.

Me reí:

—Coge una bandera, Keith. Son los 25 Años.

—Vete a tomar por culo.

—Muy patriótico —dije, y les cerré la puerta a aquellos mierdecillas y su mundo de mierda.

Una llave gira en la cerradura, luego el picaporte.

Y por fin aparece, cansada y repleta: cansada de follar y repleta de follar.

—¿Qué haces tú aquí?

—Ya te lo dije, la he dejado.

—Ahora no, Bob. Ahora no. —Y entra en el cuarto de baño dando un portazo.

La sigo.

Está sentada en la taza, con la tapa bajada, llorando.

—¿Qué pasa?

—Déjalo, Bob.

—Cuéntame.

Ella traga saliva intentando detener los sollozos.

Yo, en el suelo del baño, le levanto la barbilla y pregunto:

—¿Qué ha pasado?

En el asiento de atrás de coches caros, guantes de cuero le agarran de la nuca, pollas por el culo, botellas por el coño

—¡Cuéntamelo!

Ella tiembla.

La abrazo, le beso las lágrimas.

—Por favor…

Se levanta, me separa de ella, se acerca al espejo y se seca las lágrimas.

—Que le den.

—Janice, necesito saberlo…

Se vuelve muy tiesa, las manos en las caderas:

—Muy bien. Me han detenido…

—¿Quién?

—¿Quién coño crees?

—¿Antivicio?

—Sí, antivicio.

—¿Quién?

—Ni puta.

—¿Viste sus credenciales?

—Ay, por el amor de Dios, Bob.

—¿Les dijiste que llamaran a Eric?

—Sí.

—¿Y?

—Y Eric les dijo que te llamaran a ti.

Siento como si unas cuerdas me rodearan el pecho, cuerdas gruesas y pesadas, que me aprietan más y más cada segundo, con cada frase.

—¿Qué te dijeron?

—Se rieron y llamaron a la comisaría. Y a tu casa.

—¿A mi casa?

—Sí. A tu casa.

—¿Y qué pasó?

—No dieron contigo, Bob. No estabas.

—Y entonces…

—No estabas, Bob.

Las cuerdas me queman el pecho, rompen las costillas.

—Janice…

—¿Quieres saber lo que pasó entonces? ¿Sabes lo que hicieron a continuación?

—Janice…

—Me follaron.

Bilis en la boca, los ojos cerrados.

Ella grita:

—¡Mírame!

Levanto la tapa y tengo una arcada; ella está detrás de mí.

—¡Mírame!

Me doy la vuelta y la veo:

Desnuda y mordida, marcas rojas le cruzan los pechos, el culo.

—¿Quién?

—¿Quién qué?

—¿Quién ha sido?

Se desliza por la pared hasta sentarse en el suelo del baño, llorando.

—¿Quién?

—No lo sé. Cuatro de ellos.

—¿De uniforme?

—No.

—¿Dónde?

—En una furgoneta.

—¿Dónde?

—En Manningham.

—¿Qué coño hacías en Bradford?

—Tú dijiste que aquí no era seguro.

La tengo entre mis brazos y la acuno, la mezo, la beso.

—¿Quieres que llame a un médico?

Niega con la cabeza y, luego, me mira.

—Me hicieron fotos.

Joder, Craven.

—¿Uno de ellos tenía barba y era cojo?

—No.

—Estás segura.

Retira la mirada y traga saliva.

La brillante luz del sol entra por la ventana, se arrastra por la alfombrilla del baño, se acerca poco a poco.

—Están muertos —digo con rabia—. Todos.

Y de repente se oyen puertas de coches que se cierran en la calle, botas en las escaleras, golpes en las puertas, golpes en nuestra puerta.

Salgo de la habitación.

—¿Quién es?

—¿Fraser?

Abro la puerta y me encuentro a Rudkin, Ellis detrás.

Rudkin:

—¿Qué cojones estás haciendo aquí? Te hemos estado buscando por todas partes.

Visiones de Bobby, huevos rotos y sangre roja sobre las blancas mejillas infantiles, coches que frenan demasiado tarde.

Demasiado tarde.

—¿Qué pasa? ¿De qué se trata?

Pero Rudkin está mirando por encima de mi hombro, al baño, a Janice tirada en el suelo:

Desnuda y mordida, marcas rojas le cruzan los pechos, el culo.

Ellis tiene la boca abierta, la lengua fuera.

—¿De qué se trata?

—Ha habido otro.

Me doy la vuelta y les cierro la puerta en las narices.

En el baño digo:

—Tengo que irme.

Ella no dice nada.

—¿Janice?

Nada.

—Amor, tengo que irme.

Nada.

Quito una manta de la cama y la llevo al cuarto de baño para echársela por encima.

Me agacho y la beso en la frente.

Y luego vuelvo a la puerta y cuando la abro ellos siguen allí mirando detrás de mí.

Cierro la puerta y paso entre ellos, bajo las escaleras y entro en el coche.

Estoy en el asiento de atrás, con un sol de justicia dándome en la cara.

Rudkin conduce.

Ellis no para de volverse, sonriente, desesperado por ponerse en marcha, pero es el coche de Rudkin y él ocupa el asiento del conductor y dice que no.

Así que miro Chapeltown, los árboles y el cielo, las tiendas y la gente, y me siento aburrido.

Si es Chapeltown, parece diferente.

En blanco, la mente en blanco:

Los árboles son verdes, no negros.

El cielo azul, no color sangre.

Las tiendas abiertas, no arrasadas.

La gente está en la calle, viva, no muerta.

Mediodía en un mundo diferente.

Y entonces pienso en Janice:

Los árboles negros.

El cielo color sangre.

Las tiendas han desaparecido.

La gente muerta.

Y ya estamos de vuelta:

Millgarth, Leeds.

Sábado, 4 de junio de 1977.

Mediodía.

Estamos toda la pandilla:

Oldman, Noble, Alderman, Prentice, Gaskins, Evans y todas sus patrullas.

Y Craven.

Le miro a los ojos.

Sonríe y me guiña un ojo.

Podría matarle ahora mismo, aquí, en la sala de información, antes del almuerzo.

Se agacha para decirle a Alderman algo al oído mientras se da unos golpecitos en el bolsillo del pecho, y los dos se ríen.

Tres segundos después, Alderman me mira.

Yo le aguanto la mirada.

Él la retira con una leve sonrisa.

Joder.

Todos susurran, me estoy cabreando:

Un descampado, un vestido largo de terciopelo negro en un descampado.

Oldman empieza a hablar:

—A las siete menos cuarto de esta mañana un repartidor de periódicos oyó gritos de auxilio en un descampado al lado del templo sij de Bowling Back Lane en la zona de Bowling de Bradford. Allí encontró tirada a Linda Clark, de treinta y seis años, con graves lesiones, fractura de cráneo y heridas de arma blanca en el abdomen y la espalda. Una investigación preliminar sugiere que las heridas de la cabeza fueron causadas a golpes de martillo. Fue conducida rápidamente a un centro y ahora se encuentra en el Hospital Pinderfields de Wakefield, bajo custodia las veinticuatro horas. A pesar de la gravedad de sus lesiones, la señora Clark ha podido facilitarnos alguna información. Pete.

Boca abajo en el descampado, el sujetador subido y las bragas bajadas, como los pantalones.

Noble se pone de pie:

—La señora Clark pasó la noche del viernes en el bar Mecca, en el centro de Bradford. Al salir de allí, la señora Clark fue a buscar un taxi a la parada para ir a su casa en Bierley. Como había demasiada gente haciendo cola, la señora Clark decidió ponerse a andar y parar un taxi por el camino. Al cabo de un rato, un coche se le acercó y se ofreció a llevarla, ofrecimiento que ella aceptó.

Noble hace una pausa, como una sombra de George.

Se corre en su mano y luego la hiere.

—Caballeros, buscamos un Ford Cortina Mark II berlina, blanco o amarillo, con el techo negro.

Estamos de pie, prácticamente saliendo por la puerta.

Un triángulo de piel, de carne.

—El conductor es blanco, de unos treinta y cinco años, de constitución grande, casi un metro ochenta de altura, con el cabello castaño claro hasta los hombros, cejas gruesas y mejillas llenas. Las manos muy grandes.

Para más tarde.

Toda la sala estalla:

YA LE TENEMOS, JODER, YA LE TENEMOS.

Miro a Rudkin, en vilo, impertérrito, a kilómetros, años de distancia.

Pero no es lo mismo.

—Los investigadores de la escena del crimen están cotejando las marcas de neumáticos en este mismo instante, recorriendo Bradford puerta por puerta.

Los golpes en la puerta, las mil llamadas a las mil puertas, mil esposas que miran de reojo a sus mil maridos pálidos como el papel, como mil papeles.

Otra vez Noble:

—Los forenses volverán dentro de una hora, pero Farley ya está seguro de que se trata de nuestro hombre. Nuestro

Destripador —dice escupiendo las últimas palabras.

Interminable.

Oldman vuelve a ponerse de pie y se planta ante sus tropas, su pequeño ejército personal:

—Está jodido, chicos. Vamos a por ese capullo.

Nos hemos levantados todos, acelerados.

Noble grita por encima de la electricidad:

—Cada uno a sus posiciones: Alderman y Prentice a Bradford; Rudkin, arriba; antivicio y administración aquí.

Me vuelvo y veo al jefe Jobson en la puerta,

el Búho, con pinta de agotado y viejo, los ojos enrojecidos, las gafas gruesas.

Le saludo con la cabeza y él se abre paso a contracorriente entre la gente que sale por la puerta.

—¿Qué tal está Bill? —pregunta por encima del ruido.

—No muy bien —contesto.

Nos echamos a un lado.

Maurice Jobson me pone una mano en el brazo.

—¿Y Louise y el pequeño?

—Bien, ya sabes.

—Quería pasarme a verles, pero con todo esto… —Recorre la sala con la mirada, las brigadas van saliendo, los de antivicio y administración siguen por ahí, Craven nos observa.

—Ya, ya lo sé.

Me mira.

—Para ti tiene que ser duro.

—Peor para Louise, todos los días con Bobby y teniendo que ir al hospital.

—Por lo menos es de familia de policías. Ya conoce el percal.

—Sí —digo.

—Dales un beso de mi parte, ¿vale? E intentaré ir a ver a Bill en algún momento de esta semana. Si puedo —añade.

—Gracias.

Luego me vuelve a mirar y dice:

—Si necesitas algo, me lo dices, ¿de acuerdo?

—Gracias. —Y nos separamos; él en dirección a George, yo escaleras arriba, pensando:

Tío Maurice, el Búho

, mi ángel de la guarda.

Rudkin y Ellis me esperan sentados en el despacho de Noble, en silencio.

Ellis empieza a hablar en cuanto entro:

—¿Crees que tendremos que volver a Preston?

—Ni puta idea —contesto mientras tomo asiento.

Él insiste:

—¿Qué crees tú, jefe?

Rudkin se encoge de hombros y bosteza.

Ellis:

—Supongo que lo habremos atrapado para mañana.

Ni Rudkin ni yo decimos nada.

Ellis sigue hablando solo:

—Puede que nos manden al Mecca. Eso estaría bien, tomar una copa y ligarse unas chavalas…

La puerta se abre y entra Noble con un expediente.

Se sienta detrás de su escritorio y lo abre:

—Bueno. Donny Fairclough, blanco, treinta y seis años, vive en Pudsey con su anciana mamá. Taxista. Conduce un Ford Cortina blanco con el techo negro.

—Joder —dice Ellis.

Noble asiente con un gesto.

—Exacto. Su nombre se barajó el año pasado en relación con el caso de Joan Richards.

—Le gusta morder —añadí pensando,

desnuda y mordida, marcas rojas le cruzan los pechos, el culo.

—Sí, bien —dice Noble con aire satisfecho—. Le hemos detenidos un par de veces…

Rudkin le mira.

—¿Grupo sanguíneo?

—B.

Nos acercamos a Montreal Avenue, a unos cien metros de la parada de taxis.

Alguien da un golpe en la ventanilla.

Rudkin baja el cristal.

Uno de antivicio se asoma, todo sonrisas.

Le he pillado follándose a Janice en el suelo de la furgoneta, haciéndole fotos, chupándole las tetas

—Acaba de llegar.

Me acerco por detrás, le tiro del pelo y le corto el cuello con una botella rota

—¿Algo más? —pregunta Rudkin.

—Sí.

Le saco a rastras de la furgoneta, los pantalones por las rodillas y saco la cámara

Ellis dice:

—Habría que trincar a ese capullo sin más. Y sacarle la verdad a patada limpia.

—¿Estás con nosotros? —pregunta Rudkin dirigiéndose a mí.

El tipo de antivicio me echa una mirada y lanza las llaves al asiento de atrás.

—Es el Datsun marrón a la vuelta de Calgary.

—Al menos no podrá alcanzarnos nunca —ríe Ellis.

—Pues ya puedes irte —sonríe Rudkin.

—¿Yo? —pregunta Ellis.

—Dale las llaves —me dice Rudkin.

Se las doy; el tipo de antivicio no ha dejado de mirarme.

—Joder, ¿es que te gusto o qué?

Sonríe:

—Eres Bob Fraser, ¿verdad?

Pongo la mano en la manilla de la puerta.

—Sí, ¿por qué?

Rudkin dice:

—Déjalo, Bob.

El gilipollas de antivicio se separa del coche con el habitual discurso de «¿qué coño le pasa a éste?».

Rudkin sale a hablar con él, mirando para atrás.

Ellis se da la vuelta, dice «Joder» con un suspiro y sale del coche.

Me quedo sentado en el asiento de atrás del Rover y les observo.

El poli de antivicio se aleja con Ellis.

Rudkin vuelve a subirse al coche.

—¿Cómo se llama? —pregunto.

Rudkin me mira por el espejo retrovisor.

—Dime su nombre.

—Pregúntaselo a Craven —dice—. Joder, siéntate delante. Ya se ha ido.

Me siento delante, el coche arranca y nos vamos.

Cojo la radio y llamo a Ellis.

Nada.

—El muy gilipollas sigue de cháchara —dice Rudkin enfadado.

—Teníais que haberme dejado ir solo —digo.

—Chorradas —responde él mirándome—. Ya has hecho bastante tú solo.

Estamos en el cruce con Harehills.

El Cortina blanco con el techo negro de Fairclough gira a la izquierda en dirección a Leeds.

Intento hablar con Ellis otra vez.

Él contesta.

—Despierta de una vez, cojones —le grito—. Está entrando en Leeds.

Le corto la comunicación antes de que pueda cabrear todavía más a Rudkin.

Fairclough tuerce a la derecha hacia Roundhay Road.

Escribo:

4/6/77. 16.18. Harehills Lane, a la derecha por Roundhay Road.

A toda velocidad, escribo:

Bayswater Crescent.

Bayswater Terrace.

Bayswater Row.

Bayswater Grove.

Bayswater Mount.

Bayswater Place.

Bayswater Avenue.

Bayswater Road.

Entonces entra por la derecha en Barrack Road y seguimos todo recto.

—Por la derecha a Barrack Road —me grita Rudkin a mí y yo por la radio a Ellis.

Veo a Ellis detrás de nosotros, marcando a la derecha.

—Ya lo tiene —digo.

La voz de Ellis retumba en el coche:

—Está aparcando delante de la clínica.

Torcemos a la derecha y paramos pasado el cruce con Chapeltown Road.

—No es más que una puta gorda paquistaní con una tonelada de compra —dice Ellis—. Voy a buscaros.

Vemos el Cortina pasar por delante de nosotros y volver a tomar Roundhay Road.

—Adelante —digo a la radio, y Rudkin arranca.

—Dile a Ellis que le vuelva a coger en el siguiente semáforo —dice Rudkin.

Así lo hago.

Y Rudkin se echa a un lado.

Estamos en la entrada de Spencer Place, la de Janice.

Le miro.

—Tienes que arreglar algunas cosas —dice, y se inclina por delante de mí para abrirme la puerta.

—¿Qué vas a decir?

—Nada. Pero a las siete aquí.

—¿Y qué pasa con Fairclough?

—Nos las arreglaremos.

—Gracias, Skip —digo antes de salir.

Él tira de la puerta y veo cómo se aleja por Roundhay Road con la radio en la mano.

Miro el reloj.

Las cuatro y media.

Dos horas y media.

Llamo a la puerta y espero.

Nada.

Giro el picaporte.

Se abre.

Entro.

La ventana abierta, los cajones fuera de su sitio, la cama deshecha, la radio puesta:

Hot Chocolate:

So You Win Again

Los armarios vacíos.

Cojo una carta de la cómoda.

Para Bob.

La leo.

Se ha ido.

Oyente: Y la cuestión es que la mayoría de esas banderas del Reino Unido están puestas del revés.

John Shark: Qué desagradable.

Oyente: No, John, te puedes reír, pero imagina que hubiera montones de cruces colgadas boca abajo por todas partes.

John Shark: Una bandera puesta del revés y una cruz boca abajo no son exactamente lo mismo.

Oyente: Por supuesto que lo son, pobre desgraciado. En la bandera hay una cruz, ¿no?

The John Shark Show

Radio Leeds

Domingo, 5 de junio de 1977

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