1977

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Tercera parte » Capítulo 14

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Él vertió su Escocia en la pinta.

—Dice usted que ella debió de hacer lo mismo. ¿Por qué? —dije—. ¿Qué le hace pensar eso?

Me miró por encima de su cerveza, espuma en sus labios, y sonrió.

—Está muerta, ¿no?

Desde la embocadura del escenario un hombre con chaqueta de esmoquin de terciopelo gritó por un micrófono estridente.

—Damas y caballeros, chicas y chicos, dicen que nos estamos muriendo, dicen que estamos muertos y enterrados, bueno pues lo mismo dijeron de estos muchachos pero aquí estamos para demostrar que se equivocaban, de entre los muertos, del otro lado de la tumba, los mismísimos muertos vivientes, por favor, den una calurosa bienvenida de Yorkshire a ¡los New Zombies!

El telón azul se levantó, la batería sonó, y empezó a oírse la canción.

She’s Not There —dijo el rapado mirando al escenario.

—Si usted lo dice —dije.

Se volvió hacia mí.

—Un poquito de lectura para la noche —dijo mientras me pasaba la bolsa por debajo de la mesa.

La cogí y empecé a abrirla.

—Aquí no —se apresuró a decir haciendo un gesto con la cabeza—. En los retretes.

Me levanté y sorteé las mesas vacías volviéndome para mirar al joven pálido del traje negro que seguía con la cabeza el ritmo de los teclados del escenario.

—Le echo una mano si lo necesita —gritó detrás de mí.

Cerré la puerta del cubículo y bajé la tapa del retrete, me senté y abrí la bolsa de plástico.

Dentro había otra bolsa, una bolsa de papel marrón.

Abrí la bolsa marrón y saqué una revista.

Una revista guarra, pornográfica.

Pornografía barata.

Casera:

Spunk.

Una de las páginas tenía una esquina doblada.

Fui a la página marcada y me la encontré:

Pelo blanco y piel rosa, orificios húmedos rojos y ojos azules secos, las piernas abiertas y tocándose el clítoris.

Clare Strachan.

Se me puso dura.

A mí se me puso dura y ella estaba muerta.

Salí de los baños y regresé a la sala; la mujer flaca del vestido largo rosa bailaba sola delante del escenario, cien rostros albinos inexpresivos vueltos hacia la barra donde cuatro polis hablaban con la camarera y señalaban nuestra mesa vacía.

Dos de los policías salieron corriendo de repente.

Los otros dos me miraban.

Yo tenía la bolsa en la mano.

Tenía miedo, estaba la hostia de asustado, y sabía por qué.

Los policías se dirigieron hacia mí entre las mesas, acercándose cada vez más.

Yo retrocedí en dirección contraria, hacia mi mesa.

Noté una mano en el brazo.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté.

—El caballero que estaba en su mesa, ¿sabe usted adónde puede haber ido?

—Lo siento pero no. ¿Por qué?

—¿Le importaría salir fuera un momento, señor?

—No —accedí dejando que me condujera entre las mesas mientras la banda seguía tocando, la señora de rosa bailando, los fantasmas observándome.

Fuera llovía otra vez y los tres nos paramos debajo de las copas de los árboles.

Los dos policías eran jóvenes y nerviosos, inseguros.

—¿Puede decirme su nombre, por favor?

—Jack Whitehead.

Uno miró al otro.

—¿El periodista?

—Sí. ¿Les importa que les pregunte a qué se debe todo esto?

—Creemos que el hombre que estaba sentado en su mesa puede haber robado aquel Austin Allegro de allí.

—Lo siento mucho, agente, pero no tengo la menor idea de eso. Ni siquiera sé cómo se llama.

—Anderson. Barry James Anderson.

Los recuerdos afloran, retroceden los años.

Los otros dos policías regresaban por el aparcamiento, mojados y jadeantes.

—Joder —dijo el mayor de los dos con la cabeza gacha y las manos en las rodillas.

—¿A quién tenemos aquí? —preguntó el otro.

—Dice que es Jack Whitehead, del

Post.

El poli gordo y mayor me miró.

—No me jodas que eres tú. Hablando del rey de Roma…

—Don —saludé.

—Ha pasado mucho tiempo —asintió él.

Joder, pensé, ni por asomo el suficiente, un día completito; menudo día aciago de visiones turbias y recuerdos espantosos, en el que no quedaba piedra sin remover, ni un hueso en descanso, los muertos en libertad, encarnados en los vivos.

—Éste es Jack Whitehead —dijo el sargento Donald Humphries mientras la lluvia jarreaba sobre las copas de los árboles que nos cubrían—. Fuimos él y yo los que encontramos aquel trabajo de

El Exorcista del que os he hablado.

Sí, pensé, como si alguna vez hablara de algo que no fuera esa noche, como si por un momento hubiera entendido las cosas que vimos esa noche, aquella noche que nos plantamos ante las colinas y las fábricas, ante los huesos y las piedras, ante los vivos y los muertos, aquella noche en la que encontramos a Michael Williams desnudo bajo la lluvia en el césped de su casa y acunando a Carol en sus brazos y acariciando su cabello ensangrentado por última vez.

Pero tal vez fuera ahora injusto con él, porque la sonrisa se nubló detrás de una expresión sombría y movió la cabeza y dijo:

—¿Qué tal te va, Jack?

—De maravilla. ¿Y a ti?

—No me puedo quejar —dijo—. ¿Qué te trae por estos andurriales?

—He venido a cenar algo —dije.

Señaló la bolsa que llevaba en la mano y sonrió.

—¿Y has estado de compras?

—Quedan menos de doscientos días para Navidad, Don.

Volví a casi ciento treinta por hora.

Subí los escalones en un suspiro, abrí la puerta, me quité las botas y me tiré en la cama; abrí la revista con las gafas puestas y miré a Clare:

Spunk.

Número 3. Enero de 1975.

Le di la vuelta: nada.

Abrí las páginas interiores: algo:

Spunk es una publicación de MJM Publishing Ltd. Impresa y distribuida por MJM Printing Ltd. Oldham Street 270, Manchester, Inglaterra.

Fui al teléfono y llamé a Millgarth.

—Con el sargento Fraser, por favor.

—Me temo que el sargento Fraser ha salido a…

Cuelgo el teléfono y vuelvo a la cama, vuelvo a… Carol en la pose de Clare.

—¿Esto es lo que te gusta?

—No.

—¿Esto es lo que hace la guarra de tu putita china?

—No.

—Venga, Jack. Fóllame.

Corrí a la cocina, abrí un cajón y saqué un cuchillo de trinchar.

Ella se había metido los dedos en el coño.

—Venga, Jack.

—Déjame en paz —grité.

—Vas a usar eso, ¿verdad? —me guiñó el ojo.

—Déjame en paz.

—Tendrías que llevártelo a Bradford —rio—. Y acabar lo que empezaste.

Crucé la habitación corriendo con el cuchillo y una bota en las manos, salté a la cama, le golpeé la cabeza, la piel blanca rayada de rojo, su pelo claro oscurecido, todo pegajoso y negro, carcajadas y gritos hasta que no quedaba nada más que un cuchillo sucio en mi mano, cabellos grises pegados al tacón de la bota, gotas de sangre salpicando la colcha arrugada y colorida de la querida Clare Strachan, dedos húmedos y coño rojo.

Los dedos se me quedaban fríos, goteando sangre.

Me había cortado la mano con el cuchillo de trinchar.

Solté el cuchillo y la bota y me palpé el cráneo con el pulgar y sentí la marca que me había hecho:

Sufro tus terrores; estoy desesperado.

Me giré y la vi.

—Lo siento —gemí.

Carol dijo:

—Te quiero, Jack. Te quiero.

John Shark: O sea que tú no tienes una gran opinión de la flotilla real, ¿verdad, Bob?

Oyente: El puñetero tiempo que nos falló.

John Shark: Pero los fuegos artificiales. Han sido algo especial…

Oyente: Ah, sí, pero lo que yo digo es que cuántos recuerdan hoy los 25 Años del rey Jorge.

John Shark: ¿Y cuándo fue eso, Bob?

Oyente: ¿Ves lo que quiero decir? Fue en 1935, John, en 1935, joder.

The John Shark Show

Radio Leeds

Domingo, 12 de junio de 1977

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