1977

1977


Tercera parte » Capítulo 15

Página 29 de 46

1

5

En el sueño estaba otra vez sentado en el sofá, en un descampado, el sofá empapado de sangre, la sangre impregnaba mi ropa y mi piel y a mi lado estaba el periodista ese, Jack Whitehead, la sangre le corría por la cara, y al mirar para abajo Bobby estaba sentado en mis rodillas con su pijama azul y sujetando un enorme libro negro y empezaba a llorar y yo me volvía hacia Jack Whitehead y decía: «No he sido yo».

Está dormida en la silla grande de madera junto a la mías; Bobby, en casa de los vecinos. Me levanto para marcharme, consciente de que se va a morir, consciente de que ocurrirá en el mismo momento en que me vaya, pero consciente de que no me puedo quedar, no me puedo quedar consciente de que:

Tengo que encontrar esos expedientes, encontrar esos expedientes para encontrarle a él, encontrarle a él para detenerle, detenerle para salvarla, salvarla para acabar con estos pensamientos.

Tengo que dejar de pensar en Janice.

Tengo que dejar de pensar en Janice, dejar de pensar en Janice para dejarlo todo, dejarlo todo para empezar de nuevo AQUÍ.

Aquí con mi mujer, aquí con mi hijo, aquí con su padre moribundo.

Mi nuevo trato, mi nueva oración:

Detenerle para salvarla.

Salvarla para empezar de nuevo.

Para empezar de nuevo.

AQUÍ.

Ella abre los ojos.

Le doy los buenos días y me disculpo con un gesto de cabeza.

—¿A qué hora llegaste? —susurra.

—Cuando acabé de currar, sobre las once.

—Gracias —dice.

—¿Bobby está con Tina?

—Sí.

—¿No le importa?

—Si le importara, me lo diría.

—Tengo que irme —digo mirando al reloj.

Se aparta para dejarme pasar, luego me agarra de la manga y dice:

—Gracias otra vez, Bob.

Me inclino y la beso en la coronilla.

—Hasta luego —digo.

—Hasta luego —sonríe ella.

Voy en coche de Leeds a Wakefield, la M1 con la tranquilidad del domingo por la mañana, la radio alta:

Ochenta y cuatro detenidos delante de los laboratorios Grunwick Processing en Willesden. La policía urbana acusada de violencia innecesaria y tácticas agresivas y provocadoras.

Aparco en Wood Street, empieza a caer otro chaparrón, no se ve ni un alma.

—Bob Fraser, de Millgarth.

—¿Y qué puedo hacer por ti, Bob Fraser de Millgarth? —pregunta el sargento de guardia al tiempo que me devuelve mi tarjeta.

—Me gustaría ver al jefe Jobson, ¿está disponible?

Coge el teléfono, pregunta por Maurice, le dice que soy yo y me manda para arriba.

Llamo a la puerta dos veces.

—Bob —dice Maurice de pie y con la mano extendida.

—Perdón por presentarme así, sin llamar.

—No pasa nada. Me alegro de verte, Bob. ¿Cómo está Bill?

—Lo cierto es que vengo precisamente del hospital. Pero no hay muchas novedades.

Mueve la cabeza.

—¿Y Louise?

—Aguantando como siempre. No sé cómo lo hace.

Nos sumimos en un repentino silencio, yo visualizo ese cuerpo seco y huesudo con su pijama de rayas engullendo fruta envasada de una cuchara de plástico, y les veo a él y a Maurice

el Búho, con sus gafas gruesas de monturas anchas, los dos dedicados a capturar ladrones, a detener villanos, a partir cabezas, a resolver los tiroteos de la A1, haciéndose famosos, Bill el Tejón y Maurice

el Búho, como si hubieran salido de uno de los libros de Bobby.

—¿En qué piensas, Bob?

—En Clare Strachan.

—Adelante —dice.

—¿Conoces a Jack Whitehead? Me entregó estas referencias, que se las había dado Alf Hill de Preston. —Y le paso las referencias de los expedientes de Wakefield.

Maurice las lee, me mira y pregunta:

—¿Morrison?

—El otro nombre de Clare Strachan.

—Ya, ya. Su nombre de soltera, creo.

—¿Lo sabías?

Se empuja las gafas sobre el puente de la nariz y asiente.

—¿Los has sacado?

Menos seguro, titubeo antes de decir:

—Bueno, ésa es en parte la razón por la que estoy aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Los han sacado.

—¿Y?

Trago saliva, me muevo inquieto y digo:

—¿Esto quedará entre nosotros?

Él asiente con la cabeza.

—Los cogió John Rudkin.

—¿Y?

—No están en la carpeta de Clare Strachan de Millgarth. Y él ni siquiera los ha mencionado nunca.

—¿Has hablado con él?

—No he tenido ocasión. Pero hay una cosa más.

—Continúa.

Vuelvo a respirar profundamente.

—Fui con él a Preston hace un par de semanas y repasamos todos los expedientes.

—¿Los de Clare Strachan?

—Sí, y teníamos que llevarnos copias, de cualquier cosa que no tuviéramos, de cualquier cosa que se nos hubiera pasado por alto. Y, en fin, que vi los expedientes que se llevaba y eran los originales, no las copias.

—¿No podría haber sido un error?

—Tal vez, pero era la causa de la muerte.

—¿El informe del forense?

—Sí, y el grupo sanguíneo tenía una pinta rara. Como si se hubiera escrito después.

—¿Cuál era?

—B.

—¿Y crees que Rudkin la había alterado?

—Puede, no lo…

—¿Cuando fuisteis allí la última vez?

—No, no. Él fue después de la muerte a Joan Richards.

—Pero ¿por qué iba a querer cambiarlo? ¿Qué sentido tendría?

—No lo sé.

—Entonces, ¿qué es lo que estás diciendo?

—Lo único que digo es que tenía una pinta rara. Y de una forma u otra, él sabe que es raro.

Maurice se quita las gafas, se frota los ojos y dice.

—Esto es grave, Bob.

—Lo sé.

—Grave de verdad.

Levanta el teléfono:

—Sí. Quiero que se comprueben dos expedientes, los dos de Morrison, inicial C. El primero es del 23 de agosto de 1974, advertencia por prostitución 1.ª. El segundo es del 22 de diciembre de 1974, declaración de testigo 27C, asesinato de GRD, inicial P.

Cuelga el teléfono y esperamos, él se limpia las gafas, yo me muerdo una uña.

Suena el teléfono, él lo coge, escucha y pregunta:

—Vale. ¿Por quién?

El Búho me observa mientras habla, sin parpadear;

—¿Cuándo fue eso?

Escribe en la parte superior del periódico dominical.

—Gracias.

Cuelga.

Pregunto:

—¿Qué han dicho?

—Un tal Rudkin firmó la salida.

—¿Cuándo?

—En abril de 1975.

Me pongo de pie:

—¿Abril de 1975? Joder, si ni siquiera estaba muerta.

Maurice se pone a mirar su periódico, luego me mira a mí con los ojos más redondos, abiertos y grandes que nunca:

—GRD —dice—. ¿Sabes quién es?

Vuelvo a dejarme caer en mi silla y simplemente asiento.

—Paula Garland —dice para sí, con el pensamiento, por debajo de las gafas, perdido por los pasillos que bajan a sus pequeños infiernos personales.

Oigo las campanas de la catedral.

Levanto las manos y pregunto:

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Nosotros? ¿Nada?

Me dispongo a decir algo, pero él levanta una mano y me guiña un ojo:

—Déjaselo a tu tío Maurice.

Por segunda vez en una semana, aparco entre los camiones del aparcamiento del Redbeck, aunque no puedo recordar gran cosa de la última vez que estuve aquí.

Sólo el dolor.

Ahora sólo tengo hambre, me muero de hambre.

Eso es lo que me digo que es.

Entro en el café, pido un sándwich de salchicha y patatas fritas y dos tazas de té caliente y dulce.

Me los llevo a la habitación 27.

Abro la puerta y entro en ella.

El aire está rancio y frío, huele a sudor y miedo, hay muerte por todas partes:

Me paro en el oscuro centro de la habitación y me dan ganas de arrancar las sábanas sucias y grises, de quitar el colchón de la ventana, de quemar las fotos y los nombres de las paredes, pero no lo hago.

Me siento a los pies de la cama y pienso en los muertos y en los desaparecidos, los desaparecidos y los muertos:

En los muertos desaparecidos.

Vuelvo a Leeds en el coche con un dolor de cabeza insoportable, el sándwich frío y sin comer en el asiento del copiloto.

Enciendo la radio.

Yes Sir I Can Boogie.

Pienso en lo que le quiero decir a Rudkin, pienso en todas las mierdas raras que ha dicho y que ahora cobran sentido, pienso en toda la mierda que creo que ha hecho, toda la mierda que sé que ha hecho.

Aparco y entro en Millgarth… y me encuentro gente corriendo, gritos y pisadas de bota, chaquetas que se ponen y se quitan, y pienso:

Han encontrado a otra:

JANICE.

—¡Fraser! Gracias a Dios, joder —exclama Noble.

—¿Qué?

—Vete a Morley, a Gledhill Road.

—¿Qué?

—Ha habido otra.

—¿Quién?

—Otra puta oficina de correos.

—Mierda.

Y, pumba, de repente vuelvo a estar metido en los robos.

Al señor Godfrey Hurst parece que le han metido naranjas debajo de la piel y tiene todos los orificios de la cara inmovilizados por la hinchazón.

—Oí llamar —está intentando explicar—. Bajé las escaleras y abrí la puerta de atrás y ¡zas! Creo que debieron darme con la puerta en la cara. Luego ya sólo sé que estaba en el suelo y ¡zas! Creo que debieron darme una patada en la cabeza.

—Entonces fue cuando bajé yo —dice la señora Doris Hurst, flaca como un pajarito, blanca como el papel, oliendo todavía a pis—. Grité y entonces uno de ellos me dio una bofetada bien fuerte en la cara y luego me puso una bolsa en la cabeza y me ató.

Alrededor de nosotros hay padres que traen a sus niños con miembros rotos y la piel sangrante, enfermeras que llevan heridos y enfermos a urgencias, llanto por todas partes.

—Lo crean o no —les digo mientras tomo nota de lo que me están contando—, han tenido los dos mucha suerte.

El señor Hurst aprieta la mano de su mujer e intenta sonreír, pero no puede, no puede por culpa de los puntos, treinta y cinco en total.

—¿Cuánto se han llevado? —pregunto.

—Unas setecientas cincuenta libras.

—¿No es mucho para ustedes?

—Antes no solíamos tener nada el fin de semana, pero el servicio de correos ha dejado de hacer la recogida del sábado.

—¿Y por qué?

—Recortes, supongo.

Me vuelvo hacia la señora Hurst.

—¿Pudo echarles un vistazo?

—La verdad es que no, llevaban máscaras.

—¿Cuántos eran?

Ella mueve la cabeza y dice:

—Yo sólo vi dos, pero tengo la impresión de que eran más.

—¿Por qué lo cree?

—Por las voces, por la luz.

—¿A qué hora fue, más o menos?

La señora Hurst dice:

—A las siete y media. Estábamos arreglándonos para ir a la iglesia.

—¿Y qué dice usted de la luz, señora Hurst?

—Sólo que la cocina estaba a oscuras, por eso pensé que podían ser más de dos.

—¿Y recuerda algo de lo que dijeron?

—Uno de ellos le decía al otro que subiera arriba.

—¿Oyó algún nombre o algo por el estilo?

—No, pero después de ponerme la bolsa en la cabeza y atarme, parecían estar enfadados, enfadados porque no hubiera más dinero, enfadados con alguien.

—¿Recuerda exactamente lo que dijeron?

—Pues que… —frunce los labios—. ¿Exactamente?

—Lo siento. Es importante.

—Uno de ellos dijo que alguien les había, en fin,

jodido. —La señora Hurst se ruboriza y luego añade—. Con perdón.

—¿Y qué le dijo el otro?

—Bueno, a eso me refiero. Creo que había una tercera voz y dijo que tendría que ocuparse de eso después.

—¿Una voz distinta?

—Sí, más grave, más mayor. Ya sabe, como si fuera el jefe.

Miro al señor Hurst, pero él se encoge de hombros.

—Yo estaba tieso. Lo siento.

Vuelvo con la señora Hurst y le pregunto:

—Esas voces, ¿de dónde le parece a usted que eran?

—De aquí, con toda seguridad.

—¿Algo más?

Mira a su marido y luego, muy despacio, moviendo la cabeza, añade:

—Creo que eran negros, ¿sabe?

—¿Negros?

—Mmm, eso creo.

—¿Y eso por qué?

—Por el tamaño. Eran grandes, y sus voces sonaban como las voces de los negros.

Sigo escribiendo, dándole vueltas a la cabeza.

Entonces ella dice:

—O eso o eran gitanos.

Dejo de escribir, la cabeza frena en seco.

Se nos acerca una enfermera, sencilla pero guapa.

—El doctor dice que ya se pueden ir a casa los dos si quieren.

El señor y la señora Hurst se miran y asienten con la cabeza.

Yo cierro el cuaderno y digo:

—Les llevo en mi coche.

Giramos en Glenhill Road, Morley, mi antiguo territorio, y pienso en Victoria Road, no lejos de aquí, mientras me pregunto si todavía se acordarán de Barry Gannon, convencido de que recuerdan a aquella Clare Kemplay que vivía en Winterbourne Avenue, me gustaría saber si salieron aquella noche a buscarla, y luego pienso que tengo que acordarme de llamar a Louise para decirle que probablemente llegaré tarde, pienso que tal vez podamos arreglar las cosas, y en eso estoy pensando cuando veo los coches patrulla aparcados delante de la sucursal de correos, sigo pensando cuando veo a Noble y a Rudkin salir del primer coche, en eso estoy pensando cuando me vuelvo hacia la señora Hurst y le digo: «Yo no he sido», en eso estoy pensando cuando la cosa se pone realmente jodida, para siempre, y…

Ir a la siguiente página

Report Page