1969

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La Tercia

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La Tercia

Llegaron al pueblo de la Tercia a eso de la una y media de la tarde. Ésa población había surgido de la unión de varios pequeños núcleos: Lo Gea, La Tercia y el Caracolero; de ahí su denominación compuesta, derivada del nombre de uno de los caseríos de por allí, Lo Gea, y el apellido de una conocida familia de la zona de origen aragonés, Truyols.

Aquélla parte era árida, muy árida, y surgía de la falda de la sierra que protegía a la ciudad de Murcia por el sur. Desde allí hasta el Mar Menor se extendía una planicie que la gente llamaba el campo de Cartagena, aunque Gea y Truyols pertenecía al llamado campo de Murcia, ya que ni siquiera tenía ayuntamiento propio y tributaba al de la capital de la provincia.

Daba la sensación de ser un lugar dejado de la mano de Dios.

Apenas quedaban quinientos habitantes de los dos mil que había llegado a tener en 1964, pues el despegue económico del país, debido a la buena gestión de los tecnócratas del Opus, había provocado un éxodo rural hacia las grandes capitales. Los jóvenes se fueron a trabajar a Madrid, a Barcelona y, los más, a Alemania, donde se decía que ataban a los perros con longanizas. Aquéllas tierras estuvieron siempre despobladas, eran muy secas y estaban abandonadas a un viento sempiterno y a la mala suerte. Cuando Alfonso X las había intentado repoblar con cierto ahínco, se produjo una nueva invasión musulmana, y luego, con la reconquista por parte de Jaime I, se trajo a nuevos pobladores aragoneses que sufrían las continuas razias de los musulmanes granadinos y los piratas berberiscos. En suma, un lugar poco protegido, expuesto, árido y sin agua, nada propicio para que surgieran poblaciones de cierta envergadura. Era una zona de explotaciones agrícolas ligadas a grandes fincas donde se cultivaban árboles de secano, como el almendro, el olivo o el algarrobo para engordar el ganado.

A Alsina le pareció un lugar solitario y, en cierta medida, triste. Había mucha luz y el viento parecía hacer de las suyas, volviendo locos a los cuerdos y provocando desagradables dolores de cabeza. Aparcaron el coche en la calle principal, frente a un bar con un letrero redondo de Pepsi. Al bajar del vehículo se dieron de bruces con una procesión que paseaba una imagen sagrada, encabezada por el cura, un hombre joven que cantaba algo referente a san Antonio Abad, coreado y seguido por un centenar de feligreses con palmatorias.

—¿Estarán en fiestas? —se preguntó el policía.

—Más bien parece una rogativa —concretó Rosa, mucho más versada en aquellas lides.

Entraron en el bar atravesando una cortinilla de cuentas de plástico. Allí hallaron sólo a cuatro parroquianos que jugaban al dominó. Saludaron y tomaron asiento en una mesa. Aquél establecimiento parecía el único del pueblo y era conocido como el Teleclub, pues hacía a la vez las funciones de centro social y consultorio médico. El coche de línea que comunicaba el pueblo con la capital o bien con la costa paraba en la misa puerta, en una pequeña plaza.

Al momento salió un tipo menudo detrás de la barra.

—¿Quieren comer? —preguntó.

Asintieron, así que el otro trajo un mantel de papel y lo colocó sobre la mesa.

—Tenemos migas o arroz con conejo.

—¿Y de tapa? —preguntó Alsina.

—Almendras, hueva, mojama, calamares plancha, mejillones y magra con tomate.

—Ponga usted una ensalada —ordenó el policía buscando la mirada de su acompañante, que con un gesto de asentimiento aprobó su elección—, una de calamares y un par de platos de arroz.

—Marchando. ¿Y de beber?

—Yo, una Coca-Cola, ¿y tú, Rosa? ¿Te apetece vino y Casera?

—Vale.

Alsina detectó una mirada de respeto en el camarero al advertir la camisa azul de la joven.

Cuando quedaron a solas, Rosa dijo:

—No parece un sitio muy animado.

—Es un lugar muy pequeño. Apenas una calle principal y cuatro casas.

—No me imagino fiestas de postín por aquí, la verdad. Ya sabes, con prostitutas de lujo.

—Debe de haber fincas en los alrededores.

El camarero llegó con la ensalada, el pan y las bebidas.

—En seguida marcha el resto —anunció.

—¿Están de fiestas? —se atrevió a preguntar Rosa Gil.

El hombre la miró y repuso:

—¿Lo dice por la procesión?

—En efecto.

El otro se rio y contestó:

—No, no, las fiestas son en agosto; están haciendo una rogativa.

—¿Para que llueva, quizá? —aventuró Alsina—. Ésta zona es realmente seca.

—No es eso, no.

—Se hacen rogativas a san Antonio Abad para que reaparezcan los animales perdidos —apuntó Rosa Gil al instante.

—Sí, sí —asintió el hombre sin aclarar mucho el asunto. Parecía nervioso.

En ese momento, el tintineo de la cortinilla de cuentas les hizo volver la cabeza.

—Miren, ahí tienen al pedáneo —informó el camarero.

El hombre se quitó de en medio al ver llegar al alcalde, un tipo delgado, de aspecto miserable, con corbata negra, camisa blanca, chaleco gris de punto y traje azul muy desgastado que les dijo:

—Buenas, que aproveche.

—Gracias —contestaron al unísono.

El otro, al reparar en la camisa azul de la joven, exclamó muy marcial:

—¡Arriba España! Edelmiro García, camarada. Alcalde pedáneo y jefe local del Movimiento.

—Rosa Gil. Estoy al frente de los Coros y Danzas de la Sección Femenina en Murcia y dirijo un centro de Auxilio Social en San Benito.

El alcalde se cuadró dando un taconazo y dijo:

—Vaya, ¡qué honor! Encantado, y usted —se refirió a Alsina con una sonrisa servil en los labios—, ¿también es camarada?

—No, yo soy policía, inspector Alsina.

—Vaya, vaya, y qué, ¿de turismo?

—Sí, más o menos —asintió el detective—. Parece agradable este pueblo.

—Sí, sí, mucho.

A Alsina le pareció que aquel tipo tenía cierto aire de miserable, era un débil mental. Se propuso sonsacarlo.

—Supongo que los jóvenes habrán emigrado a la ciudad, ¿no?

—Sobre todo a Alemania, sí.

—Qué pena, eso empobrece mucho, ya sabe, la falta de brazos jóvenes.

—Sí, sí, un poco.

—Echarán ustedes en falta gente de dinero, inversiones —añadió el policía tendiendo el anzuelo.

—No, no crea, tenemos gente importante por aquí; don Raúl, por ejemplo.

—¿Don Raúl? —repitió Alsina sin poder disimular su interés.

—Sí, vive aquí desde hace más de quince años. Tiene una finca inmensa y, claro, trae invitados de postín.

Rosa y el detective se miraron, cómplices.

—¿Y esa finca?

—Hacia el norte. Empieza a poco de acabar el pueblo y llega hasta las estribaciones de la montaña. Linda justo con las sierras de Columbares y Los Villares.

—Habrá buena caza.

—Ni le cuento: conejos, liebres, perdices… Hay hasta águilas perdiceras, culebreras y cernícalos. Y cochinos, claro está.

—Y vendrán hasta estrellas de cine a pegar unos tiros…

—Sí, sí, gente importante, de Madrid —precisó el pedáneo, que se adornaba sin darse cuenta de que le estaban sonsacando—. Y extranjeros. Como míster Thomas.

—¿Míster Thomas?

—Sí, vive en una casona que restauró a la salida del pueblo en la carretera de Sucina. Vino de visita a la finca de don Raúl y acabó quedándose. Gracias a él vinieron también los americanos. Abrieron una empresa de fertilizantes más allá de la finca de don Raúl, en la sierra.

—Ah. Los americanos —repitió Alsina—. ¿Y cómo es que no estaba usted en la procesión? Siendo usted la máxima autoridad local…

—No, no, no era algo oficial. Ése párroco, don Críspulo, es un alarmista y empujó a la gente a…, pero ya saben, uno no puede participar en según qué tonterías, que, encima, dañan la imagen del pueblo.

En aquel momento comenzaron a entrar parroquianos al bar. Había concluido la procesión.

—Perdonen —se excusó el pedáneo viendo la oportunidad de zafarse de aquella conversación que, obviamente, no le agradaba—, pero tengo partida de tute y…

El camarero se dirigía ya hacia ellos con los dos platos de arroz, que tenían una pinta excelente.

Salieron del bar tras comer y tomar sendos cafés, pues ninguno de los dos había pedido postre. Se cruzaron con un joven de unos veintitantos años, extraño, con los pantalones subidos hasta las axilas, que parecía el tonto del pueblo.

—Los ángeles blancos vendrán a por ti —dijo señalando a Alsina antes de desaparecer en el interior del bar.

Se detuvieron por un momento. Rosa miró al policía y, riendo, siguieron calle abajo. El pueblo era pequeño y las viviendas, humildes, todas de planta baja, algunas encaladas y con tejados de color ocre. Volvieron sobre sus propios pasos y al llegar de nuevo a la pequeña plaza giraron a la izquierda y llegaron a la iglesia, pues Julio quería hablar con el cura. El templo apenas era una nave con una gran puerta metálica y un pequeño campanario.

Llamaron a la puerta, pero nadie contestó. La iglesia estaba cerrada.

—Es inútil, el cura no está —dijo una mujer de mediana edad, vestida de negro, que pasó junto a ellos.

—Perdone, pero me gustaría hablar con él.

—Lleva varias parroquias a la vez. Hasta el sábado por la tarde no vuelve.

—¿Y sabe usted dónde vive? —preguntó Alsina.

—En Torre Pacheco.

Se sentaron en un pequeño pilón encalado viendo cómo se alejaba la mujer.

—Al menos sabemos que hay fincas de cazadores donde caza gente de posibles.

—Sí, la de don Raúl —contestó Rosa.

—En un pueblo tan pequeño es fácil averiguar las cosas. ¿Has notado la incomodidad del pedáneo cuando le he preguntado por la procesión?

—Sí, me ha parecido evidente.

—Deberíamos echar un vistazo a la finca del mandamás, ¿no crees?

—Antes de que se nos haga tarde.

Se pusieron en pie y él le ofreció el brazo. Caminaron hasta el coche. Una vez en el seiscientos preguntaron a un lugareño, que les indicó cómo acercarse a la finca de don Raúl. Tomaron un camino que les hizo pasar por las casas de Alcaraz y al cabo de un par de kilómetros llegaron a una pista forestal. Debía de haber llovido durante la noche anterior porque el camino se hallaba embarrado.

—Cuando don Serafín vea cómo le has dejado el coche se enfadará —comentó ella.

—No puede enfadarse conmigo. Sería un lujo para él.

Llegaron a un inmenso mojón de piedra que señalaba el inicio de la finca. En él había unos azulejos de cerámica con un nombre: El Colmenar. Una alambrada de espino rodeaba el perímetro de la finca, que parecía inmensa, y una puerta metálica, de hierro repujado con aire andaluz, daba acceso a un camino que se perdía entre almendros. No se veía nada del interior de la propiedad.

—Hasta aquí hemos llegado —concluyó el policía.

—¿Y ahora?

—Pues no sé, la verdad. Vayamos a echar un vistazo a la casa de míster Thomas.

Volvieron de nuevo al pueblo y tomaron la carretera de Sucina. Nada más salir de la localidad, la vieron: una casa de dos alturas con un bello torreón, pintada de granate, antigua pero bien restaurada, con rejas en las ventanas, geranios en los maceteros y rodeada de palmeras.

Alsina paró el coche y observaron la vivienda.

—Ése míster Thomas debe de tener dinero —observó el detective.

—Es americano.

—Sí.

Quedaron en silencio. No sabían por dónde seguir. Sí, había una finca grande en los alrededores del pueblo, el pedáneo les había dicho que don Raúl recibía allí gente importante y las dos chicas habían acudido a una fiesta de gente bien. ¿Y qué? No tenían nada más.

Se miraron. Silencio.

Julio se fijó otra vez en sus ojos y, sin pensar en lo que hacía, le quitó las gafas para verlos mejor.

—¿Nunca llevas el pelo suelto?

—Nunca —negó hablando como a cámara lenta.

Él volvió a perderse en el color avellana de los ojos de Rosa Gil. Lo hizo sin darse cuenta de que se había hecho un profundo silencio a su alrededor.

Se besaron.

El detective notó que el mundo se paraba, y cuando vino a darse cuenta sintió que ella daba un respingo y se apartaba de él dando un salto hacia atrás.

—¡Perdón, perdón! —acertó a balbucear a modo de excusa.

¿Qué había hecho? ¿Acaso se había vuelto loco?

La joven falangista miraba al suelo, muy violenta, farfullando una retahíla de palabras.

—Las gafas —ofreció, devolviendo los lentes a su dueña.

—Sí, gracias —aceptó azoradísima.

Arrancó el coche y volvieron por donde habían venido.

No se atrevían a decir nada.

Justo al pasar el pueblo, y ya en la carretera de Murcia, se encontraron con una pequeña gasolinera. El silencio resultaba insoportablemente violento.

—Quiero devolverle el coche a don Serafín con el depósito lleno —expuso Alsina de pronto.

Pararon.

Un hombre menudo salió de su cuchitril para servirles el combustible y ella preguntó:

—¿El aseo?

—Sí, ahí detrás.

Mientras Rosa volvía, el policía suspiró aliviado y preguntó al hombre:

—¿Es usted del pueblo?

—Sí —respondió el otro sin mirarle siquiera a la cara.

Alsina le mostró veinte duros y dijo:

—¿Conoce a don Raúl?

—Claro —asintió el empleado de la gasolinera mirando el billete con avidez—. Por ese dinero conozco hasta al Papa de Roma.

—¿Sus apellidos?

—¿Los del Papa?

—No, coño, que si sabe los apellidos de don Raúl.

—Don Raúl Consuegra y Salgado.

—¿Qué más? Esto es un buen dinero —apuntó Alsina agitando el billete.

—Vino hará quince años. Su familia era de por aquí y tenía una finca inmensa. Luchó en la guerra y creo que era hasta conocido del Caudillo; cuando se cansó de la política se vino al pueblo.

Rosa volvió del servicio y se situó junto a ellos, entreabriendo la puerta del coche.

—¿Y el alcalde?

—¿El pedáneo? Ése es un papanatas. Don Raúl le pagó los estudios.

—¿Qué estudios?

—De maestro.

—¿Es el maestro del pueblo?

—No, no, vive de cuatro tierras que tiene y de lo que saca de la alcaldía, pero sobre todo de don Raúl, es como su perrito faldero. Le lleva las fincas, ya saben, como un capataz.

Alsina le entregó el billete y el otro sonrió satisfecho.

—Una pregunta —intervino Rosa tomando la palabra—: hemos visto una procesión en el pueblo. Una rogativa.

—Sí, la gente anda asustada.

—¿Asustada? —repitió la falangista.

—Sí; demasiadas cosas raras en poco tiempo.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó el policía, interesado.

El empleado hizo memoria y dijo:

—Pues… primero lo de la zagala ésa, la de los Almillas, la Antonia, a la que mataron malamente.

—Un momento —terció Julio—. ¿Antonia García?

—Sí, ésa.

—Conozco el caso. Truculento. ¿Y qué más?

—Pues eso fue por octubre, más o menos; luego, en noviembre o diciembre, pasó lo del Sebastián y Pepe «el Bizco».

—¿Sí?

—Sí, hombre, que salieron a cazar, de furtivos, ya sabe usted, y no volvieron. Y ahora, la semana pasá, lo de la pareja ésa.

—¿Cómo? ¿Qué pareja?

—Sí, una pareja: un mecánico, un chaval joven, y la novia, que se fueron por ahí con el coche, imagínense, a un camino, a desfogarse, y ya no se supo más.

—¿Y por eso ha hecho el cura la procesión?

—Sí, la gente anda revuelta.

Rosa y Alsina se miraron. Ella se dispuso a entrar en el coche y él pagó la gasolina. La parada había resultado fructífera, sin duda.

En el camino de vuelta quisieron poner en orden sus ideas. No les vino mal, porque así no tuvieron que hablar del incidente del beso.

—Veamos —dijo él—, Ivonne y Veronique fueron invitadas a una fiesta en una finca en La Tercia; eran prostitutas caras, luego deduzco que el sarao era de gente de posibles.

—Don Raúl —intervino Rosa—. Es hombre adinerado y de influencias, parece que de vez en cuando trae gente importante a su finca. Luego eso parece lógico.

—Míster Thomas es otro candidato, no lo olvides. Quizá dio él la fiesta.

—Sí, de acuerdo.

—Ahora, aparte de que las dos prostitutas acabaron mal, nos encontramos con que (según dice el tipo de la gasolinera) se han producido desapariciones en el pueblo. Bueno, perdón, lo de Antonia García no fue una desaparición, fue un crimen.

—¿Un crimen?

—Sí. Conozco al tipo que llevó el caso, mañana mismo hablaré con él. Pero debe sonarte, salió en la prensa: la abrieron en canal, al parecer fue un antiguo novio, un tipo del pueblo.

—Vaya.

—Y luego, además, desaparecen dos cazadores y una pareja.

—Y el cura organiza una rogativa a san Antonio Abad…

—Que ayuda a recuperar el ganado perdido.

—En este caso, varios feligreses.

—Exacto. Me gustaría hablar con el cura.

Ella quedó pensativa.

—Creo que algo puedo conseguir —dijo por último.

—¿De veras?

—Sí, tengo buenos contactos en el obispado, pertenezco a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas.

—Ya.

—Quizá podría lograr una entrevista.

—Hazlo. Yo mañana llamaré a Madrid, a mi amigo Herminio Pascual. Le encargué que averiguara lo que pudiera sobre Assumpta Cárceles, alias Veronique, y voy a pedirle que me mire los antecedentes y la última dirección conocida de Ivonne, o sea, Montserrat Pau. También hablaré con Oñate, es el detective que llevó el caso de Antonia García.

—¿Crees que los sucesos que nos ha contado el tipo de la gasolinera tienen relación con lo de Ivonne?

—¿Crees en las casualidades, Rosa Gil?

Julio detuvo el coche justo en la puerta de casa para que ella ajara. Ya había oscurecido.

—No debemos vernos más —soltó Rosa como un zarpazo a la vez que abría la puerta del seiscientos.

—Si es por lo del beso, te pido disculpas, Rosa, nada más lejos de mi intención que causarte molestias.

—No, no es eso —contestó ella, pensando que había hecho por besarlo tanto como él a ella—. Es que no debemos continuar viéndonos. Simplemente.

—No son citas románticas, estamos resolviendo un caso —insistió Alsina, y al instante se arrepintió del comentario.

Antes de que pudiera darse cuenta, Rosa había salido del seiscientos cerrando de un portazo.

Dio la vuelta y llevó el coche hasta el minúsculo garaje que tenía alquilado don Serafín. Bajó del vehículo, subió la persiana del local, volvió a subir al coche y lo aparcó dentro. Paró el motor y con las dos manos en el volante se echó a llorar como un niño.

¿Qué le estaba pasando?

Pensó en su padre, derrotado, en su madre y aquellos años tristes de su infancia. Aquélla maldita sensación de fracaso que le habían transmitido sus progenitores y que le hizo crecer para ser un perdedor. Las lágrimas caían por sus mejillas y se convulsionaba como un niño haciendo pucheros. Sintió el dolor que había ido acumulando durante años, sintió otra vez el daño que le hizo Adela y se maldijo por permitir que una mujer sin escrúpulos lo hubiera hundido de aquella manera. Ahora sabía que le gustaba su trabajo, que lo estimulaba. No era un mal policía y se sentía, por primera vez en muchos años, vivo.

Había resucitado.

Siguió con el llanto dentro del minúsculo vehículo y pensó en Ivonne, en el Lolo, en su amigo Juan José, enfermo de sífilis. Sintió pena por todos aquellos parias del Régimen que eran exactamente como él, unos perdedores.

Rosa se había enfadado. Era un imbécil. No pudo negárselo por más tiempo, ella le gustaba, era algo inexplicable. Desde siempre le había parecido una mujer poco atractiva, una solterona de la Sección Femenina, la más antierótica de las imágenes habidas en este mundo. Pero ahora, todo era diferente, incomprensiblemente la veía de otra manera, con otros ojos. Era una firme seguidora del Movimiento, sí, pero parecía preocuparse por las personas a quienes tenía que ayudar. Quizá sólo era una persona equivocada.

Sí, era eso. Una persona que había errado.

Era una mujer soltera y se había colocado en una situación difícil dejándose ver por ahí con un hombre casado. ¡Había subido con él en el coche a solas! Tenía que ayudarla. Él era como una especie de Midas al revés, que convertía en mierda todo lo que tocaba.

De pronto, percibió que había una sombra justo detrás del coche, en la calle. Quienquiera que fuese entró en el pequeño local, abrió la puerta del coche y se sentó junto a él.

Una oleada de perfume le impactó; era penetrante, pesado y sensual.

—Hola, polizonte. ¿Qué, llorando a solas? —dijo Clarita, la vecina.

—Soy alérgico —contestó sonándose con estruendo en el pañuelo que había sacado del bolsillo.

—Ya. Has estado de excursión por el campo.

—Exacto.

—Con esa solterona.

La miró con odio.

—Vaya, te gusta de veras, ¿eh? —dijo aquella cría entre risas—. Pues poco vas a adelantar con ella. Ésas de la Sección Femenina son unas estrechas.

—Estamos realizando una investigación.

—¿Ahora lo llamáis así?

Clara se le acercó mucho. Notó su respiración jadeante y sintió cómo sus pechitos se apretaban contra él moviéndose rítmicamente al respirar, parecía excitada.

—Sé que te gusto —dijo ella justo antes de besarle.

Alsina se abandonó a sus sentidos sin darse cuenta de que Clara le tomaba las manos y se las llevaba a sus tetas que, juguetonas, se estremecieron bajo la presión de las yemas de los dedos de Julio.

Ella gimió excitándolo a la vez que le colocaba la mano en la bragueta y jugueteaba con él. Alsina, maquinalmente, como en un sueño, introdujo la mano izquierda bajo su faldita y comenzó a acariciarle el sexo por encima de las braguitas. Ella volvió a gemir, retorciéndose de placer. Jadeaba. Entonces vio una sombra que pasaba detrás de ellos. Un transeúnte. Un momento… La persiana estaba subida.

¿Qué hacía?

Tuvo un momento de lucidez, como un chispazo, y la separó de un empujón.

Bajó del coche de un salto.

Ella se quedó dentro mientras Julio daba la vuelta al vehículo y abría su portezuela.

—Nos vamos —dijo como quien da una orden irrevocable.

Clara lo miró enfurecida, como una fiera, y salió corriendo de allí, aunque al pasar junto a él no se privó de decirle:

—¡Marica! ¡Medio hombre!

El detective quedó un tanto confuso, jadeante y con las manos apoyadas en la cara anterior de los muslos, como si acabara de realizar un titánico esfuerzo.

Decididamente, aquella cría era peligrosa; tomó nota para mantenerse alejado de ella como fuera. Pensó en Rosa Gil y bajó la persiana. Entonces sintió que alguien le miraba. Era una vecina, Blasa, «la platanera». Por una vez no iba acompañada de su hermano, del que nunca parecía separarse. ¿Habría visto la escena?

Eran ya las once de la noche cuando se abrió la puerta del cuarto de Rosa Gil y entró su madre, doña Ascensión, con un vaso de leche y unas cuantas galletas María.

—No has cenado —dijo.

—No tenía apetito —contestó la falangista, que leía un libro a la luz del flexo.

Quedaron en silencio. La hija dejó a un lado el libro, una biografía de José Antonio, y esperó la reprimenda:

—Dímelo.

—¿El qué?

—Ya sabes, mamá, te conozco.

—Tu padre está muy preocupado. Le he contado lo que has hecho esta mañana.

—Mamá, le ayudo con un caso de un homosexual al que he tenido en mi centro, sólo es eso.

—Sí, hija, sí. Si yo te creo, pero subirse en un coche con un hombre… ¡a solas! ¡Y delante de todo el mundo! ¿Te has vuelto loca?

Rosa permaneció silenciosa por unos instantes, como pensativa.

—La verdad es que tienes razón, mamá. No sé, no caí en la cuenta; estamos investigando un posible asesinato y quizá me dejé llevar. Todo era como en una de esas películas de detectives.

—Ya, hija, ya, pero ese hombre está casado, aún peor, ¡separado! Y es alcohólico.

—Ya no bebe.

—¿Ya no bebe? Eso lo dicen todos. Pero ¿en qué estabas pensando?

—No sé, mamá, ya sabes que yo no soy como las demás, no me importan las habladurías, yo no voy con hombres.

—Ya. Lo sé.

—Lo dices como con pena.

—No, hija, no. Nunca me metí en tus decisiones, pero sabes que tu padre y yo nos moriríamos porque nos dieras nietos, por verte casada, pero tú elegiste ese camino y te hemos respetado. Pero claro, la naturaleza tira y…

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que es normal que una mujer necesite un hombre y un hombre, una mujer.

—¡No digas tonterías!

—Sí, hija, esto tenía que pasar, tarde o temprano tenías que sentir… lo que todos sentimos.

Rosa Gil miró a su madre como si no supiera de qué le hablaba.

Doña Ascensión volvió a tomar la palabra:

—Mira, Rosa, es normal que pienses en buscar a un buen chico, en un noviazgo, en casarte, no hay nada malo en ello.

—Mamá, ¡despierta!, tengo veintiocho años. Ya se me pasó la edad de novios.

—¿Y por eso te vas a liar con el primer casado que se te ponga delante? ¿Qué es esto? ¿El último tren?

—Le he acompañado a realizar una investigación. Punto.

—Sólo queremos lo mejor para ti.

Volvió a hacerse el silencio. Rosa tomó la mano de su madre amorosamente.

—Está bien, no sufras. No volveré a verle, te lo prometo.

Un suspiro de alivio dio a entender que doña Ascensión se había quitado un peso de encima. Dio un beso de buenas noches a su hija y salió del cuarto para dirigirse al salón, donde don Prudencio escuchaba, de forma clandestina, Radio España Independiente desde la Estación Pirenaica con unos auriculares que le daban un aspecto ridículo.

—Por Dios, Pruden, que no te vea la nena.

Él hizo un gesto como de cansancio:

—A quien se le diga… ¡yo con una hija falangista…! ¿Has hablado con ella?

—Sí, todo arreglado —zanjó doña Ascensión—. Me voy a la cama.

Al pasar junto al cuarto de Rosita le pareció oirla llorar.

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