1969

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Desapariciones

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Desapariciones

A la mañana siguiente, Alsina despertó sobresaltado por unas voces procedentes del salón. Se puso la bata y las zapatillas y salió a ver:

—¡Mire, don Julio! —exclamó doña Salustiana, la patrona—. ¡Los Reyes han traído un televisor!

Los huéspedes parecían felices como niños, e Inés, la criada, miraba el aparato como si fuera una imagen sagrada. A él le pareció que aquel artefacto brillaba como si fuera algo mágico, olía a nuevo y parecía de calidad. De inmediato empezó a proporcionar imágenes de la carta de ajuste.

—¡Qué bien se ve! —exclamó la patrona henchida de orgullo.

Julio quedó mirando como embobado aquel flamante aparato de General Electric y recordó la oferta de su amigo Ruiz Funes. «Todos los españoles quieren un televisor en su hogar», algo así había dicho. Era cierto. Como siempre, el bueno de Joaquín, un visionario, tenía razón.

Entonces, y sonriendo por aquel revuelo, se fue a desayunar a la cocina.

Dedicó la mañana a leer la primera novela de Marcial Lafuente Estefanía, La mascota de la pradera, que, una vez más, le había proporcionado Inés, la criada. Después de comer, todos vieron el Noticiario en el televisor y, al terminar, Alsina se fue a dormir una siestecita.

Pasó la tarde leyendo y contemplando a ratos el patio, absorto y perdido en sus propios pensamientos. Los hijos de don Serafín estuvieron todo el tiempo jugando en aquel pequeño espacio interior pese a que el lugar resultaba ciertamente inhóspito en invierno. Con las primeras sombras, aquellos diablillos desaparecieron. A eso de las siete vio salir de casa a don Diego, viajante de comercio que llevaba las representaciones de los tejanos Lois y vivía junto al pequeño bajo de Clarita y su madre. Iba cargado de maletas. Pensó en lo duro que debía de ser aquel trabajo, tanto tiempo lejos de casa.

Pero ¿qué casa? Él vivía en una pensión, como el viajante. Siguió leyendo a la luz del flexo, al calor del brasero en su pequeña mesa camilla. Cenó con los otros huéspedes y vieron la tele: Un millón para el mejor. Parecía increíble que alguien pudiera ganar tanto dinero en un concurso de televisión. Corrían tiempos modernos.

Doña Salustiana hizo palomitas, o mejor, tostones, como les llamaban en Murcia. Aquello era como estar en el cine, pero gratis. Una maravilla. Pensó sonriendo en Ruiz Funes, un adelantado, sin duda. Luego programaron Historias para no dormir, un episodio titulado «El hombre que vendió su risa», que al parecer ya era repetido. Les dio igual. Nadie en la casa lo había visto.

Al acostarse, todos querían más, aquella caja atrapaba, contaba historias y no había comparación con los seriales de la radio. Ahí se veían físicamente las historias, las caras de los protagonistas, era como vivir una aventura. Se acostó pensando otra vez en las palabras de Joaquín Ruiz Funes; era evidente que vender televisores iba a ser un gran negocio.

Antes de dormir acudió a la cocina y se preparó un vaso de leche con coñac. Hacía frío en aquel enorme piso y la leche ayudaba a conciliar el sueño. Volvió a su habitación con el vaso en la mano y bebió un sorbo. Le sentó muy bien. Era la segunda vez, desde lo de Ivonne, que ingería algo de alcohol, o quizá la tercera. No sabía. En un par de ocasiones había mezclado un leve chorrito de coñac con la leche. No sintió nada en especial y respiró con alivio. Abrió el cajón de la mesita y tomó la botella de Licor 43. Salió al pasillo y fue directo al baño para vaciarla en el fregadero. Cuando hubo terminado, se giró con la sensación de que alguien le observaba. Allí, apoyada en el marco de la puerta, estaba su patrona. Sonreía.

—Estoy orgullosa de usted, don Julio —dijo.

—Tome, tire el casco —contestó él avergonzado entregándole la botella vacía.

Los cumplidos le azoraban mucho desde siempre.

Cuando volvió a su habitación echó un vistazo por la ventana. Vio cómo se abría la puerta de casa de don Diego, el viajante. Su mujer miraba a uno y otro lado y hacía una señal con la mano. Un tipo entró en el piso. Era el actorucho que se beneficiaba a doña Salustiana.

—Jesús, qué gente —musitó corriendo la cortina.

Desayunó con apetito ojeando el periódico en la pensión: el Murcia había empatado en el Ramón de Carranza y, según aseguraba el Régimen, los medios informativos extranjeros se felicitaban de que España hubiera abandonado, finalmente, Ifni.

—La misma historia de siempre —gruñó por lo bajo.

Rubén, el ciego vendedor del cupón, se hizo eco de la suerte del afortunado ganador de la lotería de Bilbao, un tipo al que habían tocado trescientos millones y se había enterado de la noticia cuando regresaba del entierro de su padre.

—Dio nos da y nos quita —comentó doña Salustiana, que, al parecer, se había levantado filosófica.

La mañana era fría, y Julio se arrebujó bajo el abrigo y una bufanda cuando salió a la calle. Llegó a la oficina y se encontró con que le había llegado por correo el informe de penales de la amiga de Ivonne, Veronique.

Abrió el sobre y leyó con atención: Assumpta Cárceles Beltrán era natural de Castellón y había sufrido más de diez detenciones por ejercer la prostitución. En los últimos cinco años no había tenido ni un solo problema con la ley. Figuraba una dirección, la de la casa de sus padres; así que decidió que podría telefonearles. Vivían en Madrid. Pensó hacerlo más tarde, pues no estaba seguro de darles un disgusto. Luego, descolgó el teléfono y llamó a Madrid, a la DGS. Preguntó por Herminio Pascual.

—Al aparato —se oyó al otro lado.

—Hola, Herminio, soy Alsina.

—¿Qué tal las cosas por la capital de la huerta?

—Bien, bien. He recibido tu informe. Poca cosa.

—Es lo que hay.

—Necesito otro informe de penales, toma nota, de una tal Montserrat Pau, sé que es de Barcelona.

—¿No tienes nada más? ¿Dirección, fecha de nacimiento?

—No, nada.

—Tardaré un poco, te lo envío por correo.

—Que Dios te lo pague. Cuando me pase por Madrid te invitaré a una buena cena.

—A ver si es verdad.

Colgó.

Quedó pensativo. Volvió a descolgar el aparato y marcó la extensión de Lafuente, el encargado de personas desaparecidas:

—Diga.

—¿Lafuente?

—Al habla.

—Soy Alsina. Mira, estamos actualizando los carnés de las zonas rurales y me encuentro un par de casos raros en La Tercia —mintió—. Hay dos fichas que deben de haberte llegado: una de dos cazadores que salieron de furtivos y no volvieron, y otra de una pareja que se fue con un coche a darse un revolcón y nunca más se supo.

—Te lo miro. Pásate a verme al final de la mañana.

Una vez realizadas estas dos gestiones, fue a buscar a Matías Oñate, de homicidios. Lo encontró perdido bajo una montaña de papeles y fumando como un carretero en su pequeño despacho, cuyas paredes aparecían empapeladas de horribles fotografías de asesinatos. No era muy apreciado en comisaría y todos decían que daba grima.

—Joder, Oñate —masculló Alsina cerrando la puerta tras de sí.

—Sí —asintió el otro sin apenas levantar la mirada del memorando que ojeaba—. Es lo que tiene, a la gente le impresionan mucho estas cosas.

Era un tipo bajo, rechoncho, de pobladas patillas y espeso bigote. Tenía pinta de agricultor más que de policía, o tal vez de minero o mecánico, pero no de sabueso.

Tomó asiento frente a su compañero y dijo:

—Tú llevaste el caso de Antonia García, ¿no?

Oñate interrumpió su trabajo y levantó la vista interesado:

—Sí, un caso bestial —respondió con un deje algo morboso en su tono de voz.

—Leí cosas en la prensa. Tengo entendido que fue el novio, ¿no?

—Sí, en efecto. Antonia García era una joven algo ligera de cascos, se le conocían romances con varios mozos del pueblo, pero tenía un novio de toda la vida, un electricista llamado Honorato Honrubia. Se peleaban y se reconciliaban continuamente. Le cayó la perpetua.

—¿Él la mató?

—Eso parece. ¿Te interesa?

—Sí, quiero hacer una recopilación sobre homicidios en Murcia; homicidios truculentos. Quizá escriba una novela.

—Vaya —sonrió Oñate—. Mira, ahí tienes el expediente, si quieres puedes llevártelo.

—¿Sí?

—Claro, hombre. Es un caso cerrado. ¿Para qué lo quiero yo? Mientras no lo pierdas y lo devuelvas a su sitio…

—Pero, ese Honrubia, ¿no va a apelar?

Oñate sonrió. Aquello debía de parecerle muy divertido.

—Se ahorcó hace dos semanas en la cárcel de Carabanchel —informó.

—Joder.

—Era culpable.

Alsina se hizo cargo de la pequeña subcarpeta y dijo:

—Cuéntame.

—No hay mucho que contar. Antonia García apareció en mitad de un bancal el 15 de octubre. Despanzurrada. La había abierto en canal. Ahí dentro tienes las fotos, pero prepárate. Sólo te diré que esperaba un hijo, estaba de cuatro meses, y se ensañaron con ella y con la criatura.

—Jesús. ¿Cómo cazaste al tipo?

—Sencillo, indagamos y supimos que el tal Honrubia era muy celoso, habían roto y ella salía con un partidazo, un ingeniero yanqui de una empresa americana de fertilizantes que hay en una finca de por allí, el…

—El Colmenar.

—Sí, ésa. Fuimos a casa de Honorato e hicimos un registro. Hallamos un cuchillo con dientes de sierra en una estantería de su pequeño almacén, manchado de sangre del grupo AB negativo, el de Antonia García.

—Vaya.

—Lo detuvimos y se le interrogó a fondo. Confesó.

—Se le daría cera de la buena, claro.

—Joder, Alsina, un buen par de hostias son a veces un bálsamo para ablandar las conciencias. Se le juzgó rápidamente. Había órdenes de arriba porque el caso alarmó mucho a la sociedad.

—Y luego, en el juicio, ¿se reafirmó en su confesión?

—No —denegó Oñate con fastidio—. Se retractó y alegó que se le había torturado.

Julio sonrió y asintió con la cabeza como diciendo, ¿ves?

—Fue cosa del abogado —añadió Oñate antes de que su interlocutor pudiera decirle nada—. Todos lo hacen, en el juicio siempre dicen que confesaron presionados.

Julio quedó en silencio, pensando, y mientras ojeaba el informe dijo:

—Oñate…

—¿Sí? —contestó el policía de homicidios que había vuelto a sumergirse en sus papeles.

—Dices que la joven salía con un americano; ¿no pudo ser él?

—No, no, está descartado. La mataron el día 14 y el americano se fue a su país el 13.

—Qué a tiempo. ¿Estás seguro de eso?

—Me informé en Barajas. Robert Forrester voló ese día a Washington.

—Ya —murmuró Alsina levantándose.

Cuando iba a salir del despacho y ya con el picaporte de la puerta en la mano, se giró y preguntó:

—¿Hallasteis sus huellas en el cuchillo?

—¿Cómo?

—Las huellas de Honrubia, que si estaban en el arma del delito.

—No, debió de ponerse guantes.

—Ah, claro. Gracias, Oñate. Te devuelvo esto cuando lo haya examinado.

—No hay prisa.

Estuvo ocupado con sus múltiples papeleos durante toda la mañana, y antes de irse a comer pasó a ver a Lafuente, el encargado de las personas desaparecidas. Lo encontró a la puerta de su despacho y con el abrigo puesto; se marchaba.

—¿Me has mirado lo de La Tercia?

—Sí, no hay nada de eso que me dices, de lo de los cazadores.

—¿Cómo?

—Sí, que no tengo ninguna denuncia al respecto.

—¿Y la pareja?

—Sí, eso sí, el hermano del chico es del pueblo, mecánico, puso una denuncia y se investigó. Se fugaron.

—¿Se fugaron?

—Sí, el joven trabajaba de mecánico, como su hermano, para un taller de San Pedro del Pinatar. Allí estaban reparando un mil quinientos negro, nuevo, flamante. Al parecer lo tomó prestado y se fugó con la novia. Los padres de ella no aprobaban la relación, así que lo típico, se la llevó.

—Pero… robó un coche.

—Sí. Ya caerán, en Madrid o en Barcelona.

—¿Y cómo dices que se llama el hermano?

—Antonio Quirós.

—Y si dices que fue una fuga…

—¿Sí?

—… ¿por qué habría de denunciarlo el hermano?

—Pues para justificar a su pariente, coño. Robó un coche, recuerda.

—Ya, claro.

—¿Se te ofrece algo más? Mi mujer me ha hecho cocido con albóndigas.

—No, no, perdona. No quería entretenerte.

—Si necesitas algo más, ya sabes dónde me tienes.

—De acuerdo, Lafuente.

Se quedó quieto, mirándose los zapatos. Tenía que reflexionar.

Joaquín Ruiz Funes vivía en un piso inmenso situado en plena avenida de José Antonio, a un paso del jardín de Santa Isabel. Era una vivienda con el suelo de parqué, totalmente exterior, con amplios ventanales, acogedora y decorada con buen gusto. Alsina encontró a su buen amigo leyendo bajo una hermosa lámpara en una cómoda butaca de su salón. Se había quitado la chaqueta y llevaba sobre la camisa una lujosa bata de seda bajo la que asomaban unos costosos gemelos. A Julio le llamó la atención la llamativa corbata de su amigo, en tonos rojos y negros. Observó que la librería se hallaba repleta de ejemplares encuadernados en cuero repujado.

—Hombre, Julio, toma asiento. ¡Blasa, trae un par de copas de coñac!

—Mejor café.

—Perdona, amigo, lo olvidaba. Ya no bebes.

—Exacto.

—Prepara café, Blasa. ¿Cómo vas, Julito?

—Bien, bien, avanzando.

—¿Sigues con eso de la puta?

—En efecto. El Lolo me dijo que la supuesta suicida y su amiga fueron a hacer un trabajito a una finca de La Tercia, estuve allí con Rosa y…

—¿La falangista?

—Sí, la falangista; el caso es que…

—Vaya, la cosa va en serio.

—¿Cómo?

—Sí, hombre, el romance.

Alsina miró a su amigo con cara de pocos amigos.

—Ella me ayuda en el caso, sólo es eso, Joaquín.

—Ya…

—Estoy harto, ¿sabes? Es una buena mujer, falangista, sí, pero me ha ayudado, es discreta y trata bien a los «enemigos del Régimen» a los que debe rehabilitar. No es una fanática, créeme. Se ha perjudicado por querer ayudarme, la gente murmura porque el otro día subió conmigo a solas al coche para ir a La Tercia.

Llegó la criada con los cafés. Era una zagala de Alguazas, buena moza y de formas exuberantes. Dejó los cafés y salió del cuarto mientras Alsina la seguía con la mirada.

—Te gusta, ¿eh? —dijo Ruiz Funes.

—No te has buscado mala ayuda, no.

—Toda Murcia rumorea que me la beneficio.

—Ya, la gente habla. No sé por qué, pero esa historia me suena.

—Oye, no quería molestarte con lo de esa solterona, Rosa.

—¿Qué tal mujer, o chica, en vez de solterona?

—Sí, disculpa. Sé lo que son las murmuraciones.

Hubo una pausa. Alsina añadió dos terrones a su café y comenzó a moverlo con la cucharilla. Estaba enojado, era obvio.

Entonces Ruiz Funes lo miró muy serio y dijo:

—Julio, soy homosexual.

—¿Cómo?

—¿Estás sordo? Que soy homosexual. ¡Maricón, coño!

Se quedó quieto al oírlo, como si hubiera recibido un golpe.

—No puede ser —negó con la cabeza.

—Te he dicho que soy homosexual, no el asesino del Niño Jesús.

—Ya, ya, pero es que… me sorprende… si eres un Casanova…, un «rompebragas»…, si las titis se vuelven locas por ti. Vistes como un dandi, vas hecho un pincel, viajas, te he visto tontear. Recuerdo la otra noche, con las mulatas; yo me fui pronto a dormir y tú y Blas Armiñana os quedasteis con ellas. Eres un conquistador.

—Me cuido de que lo parezca. Ser homosexual no es algo muy popular aquí que digamos.

—Sí, me hago cargo. ¿Por eso dejaste la policía?

—En parte fue por eso, sí.

—No me lo imaginaba.

—Ya. Comprenderás que cuando me hablas de murmuraciones, sé qué terreno pisamos. Ésta es una sociedad hipócrita, muy falsa. Yo, sin ir más lejos, tengo pareja, pero no podemos vivir juntos. Aun así no me quejo, somos discretos y felices. A todo se acostumbra uno, si respetas las reglas del juego te puede ir relativamente bien, ser feliz.

—Todo lo feliz que se puede ser aquí siendo homosexual.

—Pues sí, pero no creas, es más un problema de clases que de otra índole. Si tienes dinero e influencia, todo se puede arreglar. Te sorprenderías si supieras que hay distinguidos prohombres del Régimen que, casados y con hijos, ocultan su homosexualidad e incluso persiguen con saña a los pobres violetas para que no se sospeche de su masculinidad.

—Ya.

—Ésa chica, la falangista, ¿te gusta?

Alsina quedó pensativo por unos segundos; tenía la boca cerrada, como si estuviera en tensión. Entonces explotó.

—Pues sí, ¿y qué?, me gusta. Me encuentro a gusto con ella, sé que no es Brigitte Bardot, pero tiene algo, no sé. Es inexplicable. Además, estoy casado, ya sabes. «Hasta que la muerte os separe» y toda esa mierda. Al principio me parecía un adefesio, una solterona, una solterona más de la maldita Sección Femenina; pero hay algo en ella que… Si yo fuera soltero, libre, quizá podría…, pero así, ¿adónde voy? Lo único que puedo hacer es perjudicarla.

—Y tú, ¿le gustas?

—No, no creo, ¡qué dices! Soy un mierda, un calzonazos, el policía cornudo y el alcohólico del que la gente se ríe, todo el mundo lo sabe.

—Deberías aprender a quererte mejor, amigo.

Volvieron a quedar en silencio. Mirándose.

Ruiz Funes sacó un paquete de Rumbo de su bolsillo y ofreció un cigarro a su amigo. Se habían sincerado el uno con el otro. Sin tapujos, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

Joaquín le dio fuego con su encendedor Flaminaire y luego encendió un cigarrillo para sí mismo. Todo sin romper el silencio.

—¿Y dices que fuisteis al pueblo ése? —inquirió al fin el anfitrión exhalando el humo. Era un auténtico maestro cambiando de tercio.

—Sí, por eso he venido a verte. Estuvimos cerca de la finca a la que, supongo, fueron Ivonne y Veronique, pero no pudimos pasar de la entrada. Pero no es eso lo que me preocupa.

—¿Entonces…?

—Cuando llegamos, nos encontramos con una procesión de rogativa a san Antonio Abad. Se suelen hacer para recuperar los animales perdidos; ¿me sigues?

—Sí, claro. Supersticiones de gente del campo.

—Estuvimos con el alcalde y me dio la sensación de que no le agradaba lo de la procesión, cosa rara. Luego hablamos con un tipo, el empleado de la gasolinera, y nos dijo que el motivo de aquella rogativa no era otro que pedir amparo al santo porque en los últimos meses se habían producido varias desapariciones en el pueblo. ¡Varias desapariciones! ¿Te das cuenta? Ahí pasa algo raro, Joaquín. Pero mejor vayamos por orden. Bien, primero hubo un caso de asesinato, bestial, en octubre, lo recordarás a buen seguro: Antonia García, brutalmente acuchillada, ella y el bebé que esperaba. Le cargaron el muerto a un ex novio suyo.

—¿Le cargaron?

—Él no fue.

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo lo sabes?

—Sencillo. La prueba de cargo fue un cuchillo hallado en el pequeño almacén del acusado, lo he leído en el informe. Estaba manchado de sangre del mismo grupo que la de la víctima.

—¿Y? Parece claro.

—Que no había huellas en él.

—No te sigo.

—Sí, que nuestros compañeros piensan que el tipo se puso guantes para cometer el crimen, pero no creo que un tipo pueda ser tan cuidadoso como para calzarse guantes y no dejar huellas en un cuchillo y luego, en cambio, tan torpe como para guardarlo en una estantería de su taller, a la vista de todo el mundo y lleno de manchas de sangre.

—Tienes razón, tiene lógica lo que dices.

—Pues claro, no tiene ni pies ni cabeza. Se pone guantes y luego se le olvida que el cuchillo está bien a la vista, ¡y con manchas de sangre!

—Él no fue. Le colocaron esa prueba, es obvio. Tu razonamiento es sencillo pero demoledor. Habla con su abogado.

—El tipo se ahorcó en su celda hace dos semanas.

—Joder. O sea, que piensas que hay un asesino suelto por ese pueblo.

—Exacto. Y luego ha habido dos desapariciones más: dos furtivos que salieron a cazar y de los que nunca más se supo y una pareja que buscó intimidad en un coche por esos caminos de Dios y ya no volvió. Creen que se fugaron, pero, ojo, el coche no era suyo. El joven, mecánico, lo había tomado prestado.

—Muchas cosas raras, Julio, en efecto. Algo extraño sí que parece todo esto.

—Exacto.

—¿Y qué relación crees que tiene eso con la muerte de la prostituta?

—Dos prostitutas, Joaquín: una muerte y una desaparición, no lo olvides. La suicida murió, sí, pero de la amiga nunca más se supo. Creo que el asesino puede ser alguien pudiente y que las putas lo supieron de alguna manera.

Hubo un silencio. Se escuchaba desde allí el trasiego de coches por la Gran Vía.

—Tiene sentido lo que dices, Julio.

—¿Verdad?

—Y por eso debes tener cuidado. Ahí hay metida gente de posibles —sentenció Ruiz Funes, que no solía equivocarse.

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