1969

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La finca

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La finca

Durante el trayecto no pudo evitar que su mente volara hacia Rosa Gil. Curiosamente, se vio deseando que Adela no existiera. Era un obstáculo. Ahora que se sentía vivo, después de volver de años de ausencia, de salir de aquella maldita nebulosa, había comprobado que su ex mujer podía ser un obstáculo para su felicidad. No lo pensaba sólo por Rosa Gil, porque tampoco estaba muy seguro de qué era lo que sentía hacia aquella joven falangista, pero ¿y si decidía casarse con alguien de nuevo? Con ella o con otra, con la mujer de su vida. No podría hacerlo. Estaba claro.

Deseó que Adela estuviera muerta. Así sería libre. Comenzó a fantasear con la posibilidad de que así fuera. Imaginaba la escena mientras avanzaba por aquellos campos despoblados y yermos. Él estaba en la cama leyendo. «Don Julio, una llamada de Ceuta», le decía su patrona. Él salía al pasillo y se ponía al teléfono: «¿Don Julio Alsina?», preguntaba una voz metálica desde otro continente. «Sí, soy yo». Entonces se oía un suspiro y la voz decía con dificultad: «Su esposa ha muerto. Un accidente de tráfico».

Se sorprendió a sí mismo sonriendo.

—Pero ¿estás loco, joder? —exclamó en voz alta.

Se detuvo en seco. Había llegado al límite de la finca de don Raúl, donde comenzaba el puerto. Dejó el vehículo en la cuneta y bajó. Llegó hasta el final de la alambrada. Justo donde empezaba a acentuarse la ladera y comenzaba a surgir aquella pequeña sierra. Más allá, en algún lugar detrás de la masa de árboles, estaba La Casa. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿No se dedicarían aquellos americanos a violar y matar a gente pobre como simple diversión? Había visto de todo en sus años como policía y sabía que la maldad humana no conocía límites. Había depravados para todos los gustos.

Comenzó a caminar examinando el terreno. Había pinos, lentiscos y alguna coscoja. Se agachó a recoger una piña. La mañana era fresca pero el sol de aquella tierra era cálido y siempre acompañaba. Olía a romero y a tomillo. Como si fuera un robot que no controla sus actos, metió la pierna entre dos alambres de la valla y, sujetando el de arriba con un bolígrafo, pasó el cuerpo entero. Oyó un «rasss» que le hizo saber que se había rasgado la chaqueta. Le dio igual. Comenzó a caminar entre pinos que poco a poco se aclaraban hasta dar en un camino de tierra. Miró a derecha e izquierda. Cruzó adentrándose en un inmenso mar de algarrobos de troncos muy gruesos. Iba de uno a otro, escondiéndose, con el oído atento al menor ruido. Nada. Pensó que así podía tardar siglos en cubrir apenas cien metros. Entonces tuvo miedo.

¿Cuánto tiempo hacía que no sentía aquella sensación?

Estaba vivo. Había vuelto de la muerte como de una especie de no ser, de su nube, y ahora se sentía bien, y curiosamente, le daba igual morir. Por eso era peligroso para ellos. No tenía nada que perder, y eso le hizo sentirse poderoso de nuevo. ¿Estaba loco? Quizá. Quienquiera que hubiese hecho desaparecer a aquellas personas, iba a pagar. Él se encargaría de ello. Total, ¿qué iban a hacerle? ¿Matarlo de nuevo?

Soltó una carcajada y comenzó a caminar a paso vivo. La finca era inmensa y se cruzó con varios caminos. No había rastro alguno de actividad humana, ni de aperos ni de gente. De vez en cuando se le cruzaba algún conejo o levantaba unas perdices. Entonces comenzó a sentirse cansado. Allí sólo había árboles y más árboles, todos situados a la misma distancia unos de otros, plantados milimétricamente. Tenía sed y apetito. Miró sus zapatos: estaban hechos un asco. Al fondo vio un silo hemisférico alto, muy alto. Si pudiera subir ahí podría tener una buena panorámica, pero estaba demasiado lejos. Debía volver mejor preparado. Sí, y a ser posible, de noche. Aquello era inmenso.

Le costó casi una hora volver al coche. Cuando lo consiguió estaba rendido, sucio y hambriento. Eran las tres y cuarto de la tarde, así que subió al vehículo y se encaminó hacia la Venta del Garruchal, que se hallaba al comenzar el puerto de montaña. Allí, en los aseos, se adecentó un poco. Luego pidió un pincho de tortilla de patatas y una Coca-Cola que le sentaron francamente bien. Antes de reemprender la vuelta tomó un café y repasó la prensa. Una vez más se daba absoluta prioridad a noticias a veces absurdas, que reflejaban hechos nimios, sin importancia alguna. «Aparatoso accidente entre un camión y un motocarro», decía un enorme titular que encabezaba una noticia que ocupaba toda la primera página. Traía incluso dos fotografías de gran tamaño. «Ayer, en la carretera de Alcantarilla». ¿Pero es que nadie se daba cuenta de aquello? Propaganda y entretenimiento para las masas, eso era lo que leían a diario y nadie reparaba en ello, como autómatas sin iniciativa propia.

No se le escapó otra noticia, ésta sí, de importancia: Rusia había situado otra cápsula espacial en órbita. Las dos grandes potencias mundiales se estaban empleando a fondo en aquella carrera. Cerró el periódico y decidió seguir camino.

Cuando se adentró en la carretera que cruzaba el puerto se sintió en tensión. Las instalaciones de la empresa que buscaba no quedaban lejos, así que procuró estar atento y conducir despacio. Sólo se cruzó con un camión de transporte de ganado que iba vacío. El camino transcurría encajado por un pequeño cañón en el que había muchos pinos. Recordó viejas sensaciones, como cuando de pequeño le llevaban de excursión a Guadarrama. Rememoró las proclamas y el orgullo que sintió cuando le dieron por primera vez su uniforme de «flecha». No entendió por qué, aquel día, su madre lloró al verlo.

Justo tras una curva en que el camino pasaba por una pequeña rambla halló lo que buscaba. Allí surgía un camino lateral, de tierra. Estaba cerrado por una cadena que colgaba entre dos pequeños postes situados a ambos lados del sendero. En el centro de la misma colgaba un cartel rojo y oxidado: «Wilcox», rezaba. Detuvo el coche algo más adelante, en el punto donde el paisaje comenzaba a cambiar y el suelo de las laderas se hacía terroso, entre marrón y gris. Allí abundaban las chumberas. Había un camino hacia la derecha con un cartel que decía: «Fuente de Columbares». Aquello provocó que se le ocurriera una idea. Abrió el maletero y sacó la garrafa de plástico que llevaba con agua para el radiador. La vació y volvió sobre sus propios pasos caminando despreocupadamente.

Tardó un rato en llegar al camino de Wilcox. Soplaba viento, pero la tarde no era mala del todo. No le costó vadear la cadena.

Más allá había una barrera pintada de rojo y blanco que impedía el paso de vehículos. Siguió caminando tras pasar junto a ella y comprobó que el valle se cerraba delante de él. De pronto, tras girar a la izquierda en un recodo del camino se dio de bruces con una garita. En su interior había un tipo que salió al instante.

—¡No, no! —exclamó el vigilante con un extraño acento.

Era un negro inmenso, que vestía pantalones tejanos y una cazadora de cuero. Llevaba colgado un fusil como los que usaban los soldados americanos en Vietnam. Alsina sabía que era un M16. Era la primera vez que veía a alguien de color. Le llamó la atención cómo destacaban sus ojos, lo blanco de las conjuntivas, en una piel como aquélla, casi violácea.

El guardia dijo algo por un walkitalki y le encañonó.

—¡Agua! —dijo él, comenzando a asustarse, a la vez que levantaba la garrafa de plástico vacía—. ¡Agua para el coche!

El negro no parecía entender.

—¡Forbidden! —exclamó.

Entonces apareció otro guardia que le apuntó desde lo alto de una ladera mientras se le acercaba sin dejar de encañonarle en ningún momento.

—¡Agua! —repitió el policía.

El recién llegado era un hombre alto, musculoso y vestido como el otro, de manera informal, con pantalones vaqueros y una camisa de cuadros rojos y negros, como de leñador. Le recordó una de las películas favoritas del Régimen que de niño había visto no sabía cuántas veces: Siete novias para siete hermanos, una proclama que defendía la institución familiar, el matrimonio y las familias numerosas.

El recién llegado, rubio como el trigo, de ojos azules y con el pelo cortado a cepillo dijo:

—Prohibido el paso.

—¿Hablas español?

—Un poquito —dijo el americano con un acento que hasta resultaba gracioso.

Entonces Alsina habló como los indios de las películas, mientras hacía gestos ridículos, muy exagerados, para hacerse entender:

—Yo agua, coche, bruuum, bruum, quema, agua, Fuente de Columbares, coche.

—Ah, car.

Okay, okay —asintió Alsina recordando lo que había visto en las películas.

El rubio sonrió y dijo algo al negrazo, que bajó el arma. Después se le acercó y tomándole por el hombro le instó muy amable a que volviera por donde había venido. Al llegar a la carretera señaló hacia la izquierda indicándole que siguiera en aquella dirección y que luego torciera a la derecha:

—Columbares —dijo el rubio no sin cierto esfuerzo.

Cuando había caminado un rato, y tras perder de vista a los guardianes, suspiró aliviado. La treta de la garrafa le había salvado de una buena. Aquéllos tipos no tenían pinta de andarse con chiquitas. ¿Qué hacían allí los americanos que requería tanta seguridad?

Volvió al coche y arrancó. Poco a poco fue dejando el puerto, un paraje solitario y hermoso. Apenas si contempló una pequeña granja con una nave de las que se dedican a cebar cerdos y algunos eucaliptos que parecían centenarios. Poco más. Un lugar tranquilo y casi desierto, en plena naturaleza y a un paso de la ciudad. Al fin arribó al otro lado de la montaña y se encontró en plena huerta. Preguntó a un paisano y supo que estaba en Beniaján, un pueblo junto a Murcia.

A las cinco de la tarde, Alsina entró en el Olimpia, quizá la cafetería más elegante de la ciudad. Situada frente al bar El 42, junto al periódico Línea, era un lugar con clase, el único establecimiento de la ciudad en que resultaba posible adquirir yogures, pues los hacían allí mismo. Un refinamiento que quedaba al alcance de pocos y que a veces recetaban los médicos.

—Hola, Julio, siéntate —invitó Ruiz Funes, que, como siempre, vestía un traje gris impecable—. ¿Qué quieres tomar?

—Un café solo.

Mientras le servían, el policía sacó su carpeta y colocó los impresos de los pedidos que había conseguido hasta el momento. Ruiz Funes les echó un vistazo vivamente impresionado.

—Vaya… Ya te advertí de que éste iba a ser un buen negocio.

—Sí, como siempre, debo reconocer que tenías razón.

—Me han llamado de la central. Tienes que hacer el curso de vendedor. Será en Barcelona.

—¿Cuándo?

—La semana que viene.

—¿Es imprescindible?

Ruiz Funes resopló como haciendo una concesión:

—Hombre, imprescindible, imprescindible, no. Pero no vendría mal que lo hicieras.

—¿Puedo ir más adelante?

—Supongo que sí. Hablaré con ellos.

Quedaron en silencio por un instante.

—¿Cómo vas con tus… chanchullos?

Alsina sonrió.

—Pues bien… Y, ahora que lo dices, tengo que pedirte un favor.

—¿Otro? —repuso Joaquín sonriente.

—Ya, tienes razón —admitió Alsina. Sacó un Celtas de la cajetilla y ofreció—: ¿Quieres?

—¡No, por Dios!

—Eres un sibarita.

—Y por mucho tiempo. El favor.

—Bueno, verás, he ido llegando a la conclusión de que todo gira en torno a la finca.

—Eso no es nuevo.

—Bueno, déjame seguir —pidió el detective alzando la mano para calmar a su amigo—. Hoy he entrado en ella.

—¡Cómo! ¿Estás loco? ¿No sabes que te pueden pegar un tiro? Recuerda a los furtivos.

—Calma, calma. Aquello es inmenso, voy a volver.

—Lo dicho, de remate.

—El caso es que voy a necesitar un plano.

—¿De la finca?

—De la finca.

Ruiz Funes bebió un pequeño trago de su copa de coñac, como valorando las posibilidades.

—Algo puede hacerse. Tengo un amigo en el Ministerio de Agricultura.

—Y otra cosa.

—¿Sí?

—Se llevan un lío muy raro con unos terrenos al sur de la Cresta del Gallo, de ahí es de donde sacan los materiales para fabricar fertilizantes. Ésta mañana me he medio colado…

—Loco…

—… y me han salido al paso dos mastodontes con aspecto de mercenarios. Llevaban fusiles de asalto, ya sabes, de uso militar.

Joaquín Ruiz Funes dio un respingo sobre su silla.

—¿Cómo?

—Sí, M16.

—¿M16? ¿Me hablas de tipos armados con fusiles M16 en Murcia? ¿En La Tercia?

—Sí.

—Joder, eso es extraño.

—A lo mejor podías investigar a qué está dedicado ese terreno.

—No conozco a nadie en Industria, pero puede mirarse, sí. Costará tiempo —añadió mientras sacaba un pequeño bloc con tapas de piel—. ¿Cómo se llama la empresa?

—Wilcox.

—Wilcox.

—Tanta gente armada —comenzó Alsina— me da mala espina. Creo que hay algún loco suelto y me temo que sea uno de los americanos. Imagina, un asesino suelto en un país en el que puede tener total impunidad. ¿Sabes?, Robert, el tipo que se beneficiaba a Antonia, estaba casado, eso es definitivo, y recuerda lo que dijo la madre de la chica, que cuando su acompañante vio la foto famosa su amigo se quedó muy turbado.

—Ése tipo, ¿se llama?

—Richard. Es encargado de seguridad o algo así.

—Ya.

Ruiz Funes se pasó la mano por el pelo.

—Necesito que me hagas un favor —solicitó.

—Dime.

—Ahora, cuando vuelvas a la pensión, subes donde Práxedes, ¿sabes quién es?

—El loco de las palomas.

—Sí, ése, y le dices que mañana vaya a verme a mi casa.

—No entiendo.

—¿Qué no entiendes?

—Pues el encargo. Ése hombre está loco. ¿Lo conoces?

—Me hace recados. Es un tipo de confianza, discreto.

—Pero es un excéntrico, ¿no? Vive ahí arriba, con esas palomas…

—Las vende a buen precio. ¿No sabes el dinero que mueve aquí ese asunto?

—¿Qué asunto?

—Joder, Julito, estás en babia, hostias. ¡Los palomos deportivos! Práxedes entrena los mejores palomos de la región. Es un deporte muy seguido aquí.

—¿Un deporte?

—Sí, se junta una panda de locos que han entrenado un macho para competir y al que pintan con sus colores respectivos; como las camisetas del fútbol, vamos. Sueltan una hembra y, ¡hala!, todos los palomos detrás. Por en medio de la huerta, en motos, en coches, en bicicletas, van siguiendo la carrera hasta que un macho gana. Armiñana me ha contado que es un deporte peligrosísimo, se dan unos trompazos tremendos, claro, imagínate, más de cincuenta tíos circulando por los carriles de la huerta a toda velocidad y mirando al cielo.

—Vaya.

—Sí, sí, saltan vallas, entran en fincas… Ten en cuenta que eso mueve mucho dinero, ¡mucho! Los domingos por la mañana se reúnen en la puerta del mercado de Verónicas a hacer compraventa. Soy inversor de Práxedes y me hace ganar un montón de dinero.

—Pero se dice que ese hombre en la guerra se despachó a gusto.

Ruiz Funes estalló en una carcajada. Parecía divertirse con aquello.

—Sí, sí —asintió—. Él se ríe mucho con aquello. Ése, el treinta y seis era un comunista convencido y le atizó dos hostias a la madre superiora de no sé qué convento, nada más. No se cargó a nadie, porque de ser así lo habrían fusilado al acabar la guerra, ¿comprendes? Es un buen hombre, algo ido, pero me cae bien.

La conversación quedó interrumpida por una voz grave y altanera que, a espaldas del detective, dijo:

—¿Alsina?

Julio giró la cabeza y se encontró con un tipo alto, orondo, que vestía un elegante traje blanco con un abrigo marrón sobre los hombros y se tocaba con un inmenso sombrero panamá.

—Sí, soy yo.

—Buenas, soy don Raúl Consuegra y Salgado —se presentó el recién llegado tendiéndole la mano—. ¿Puedo sentarme?

Alsina se quedó de piedra.

—Sí, claro —musitó haciendo sitio a aquel cacique a la vez que contemplaba a Joaquín, que, con los ojos abiertos como platos, no podía disimular su sorpresa.

—Juanito, ¡un Napoleón! —ordenó el recién llegado, que parecía cliente asiduo de aquel elegante café y era evidente que estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.

—He pensado que, dadas las circunstancias, debíamos conocernos —explicó.

—¿Cómo? —acertó a decir el policía en excedencia.

—Sí, hombre. Ha estado usted haciendo averiguaciones por La Tercia sobre mi finca y, claro, me he dicho: «Pues voy a conocer yo a ese policía tan redicho que anda soliviantando a la gente». Así que aquí me tiene, para lo que usted crea menester.

Silencio.

Trajeron el coñac y don Raúl sacó un inmenso puro para acompañar la bebida. Mientras lo encendía, añadió:

—Bueno, ¿no va a preguntarme nada?

—Pues usted verá, don Raúl, así de buenas a primeras…

—A ver, a ver, vayamos por partes, somos gente civilizada y yo no tengo nada que ocultar, así que, ¿qué quiere? ¿Por qué me molesta?

—No era mi intención hacerlo.

—Hum…

—Mire, don Raúl, me acerqué por La Tercia investigando la muerte de una prostituta y la desaparición de una compañera suya que habían acudido a una fiesta en una finca del pueblo.

—¿A mi finca?

—Usted perdone, pero hice preguntas y la única finca de recreo con enjundia para dar una fiesta con… chicas de alto nivel, la única propiedad en que se llevaban a cabo celebraciones con gente pudiente, era la suya. No digo que las dos jóvenes fueran a su finca, eso no.

—Pero lo insinúa.

—Tiene usted allí alojados a muchos americanos de postín, cobran buenos sueldos y están solos. Necesitarán chicas.

—¿Es usted murciano? —preguntó entonces don Raúl, ladeando la cabeza mientras daba una profunda calada a su habano.

—No, no lo soy.

—Bien, pues con respecto a eso le contestaré con un refrán muy de aquí: «Que cada perrico se lama su pijico».

—¿Cómo?

Ruiz Funes intervino:

—Don Raúl quiere decir que si los americanos quieren esparcimiento que se lo busquen ellos.

—Exacto, hijo. Por cierto, usted es Joaquín Ruiz Funes, ¿no?

—Sí, en efecto.

—Conocí a su tío de usted, Huberto.

—Sí, ya murió.

—Era invertido…

Alsina sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Era aquello una velada amenaza? Don Raúl tomó la palabra de nuevo:

—Mire, Alsina, me importa tres pares de pepinos si los americanos joden o no, ¿me entiende? No hice una guerra y luché en los negocios para acabar de mamporrero de nadie. Yo, a los americanos, les alquilo una buena casa en un lugar tranquilo y nada más. Ésas putas no han estado nunca en mi finca y punto. Sé que en los últimos meses se ha producido una desgraciada concatenación de sucesos en el pueblo que, la verdad, no agradan a nadie, pero han sido eso, una serie de casualidades. Déjese de tonterías y vuelva a lo suyo, a su trabajo. Ahora vende usted televisores, ¿no?

—Sí, así es.

—Pues sepa usted que necesito un hombre de confianza, a ser posible con experiencia policial. Piénseselo bien. Se encargaría usted de la seguridad de la finca.

—Vaya, gracias, pero de momento seguiré con lo de los televisores.

—Me imaginaba que diría algo así. Ni que decir tiene —dijo levantándose— que no he de contarle lo de mi amistad personal con el Generalísimo, ¿verdad?

—Verdad.

—Pues hale, jóvenes, a divertirse. Me voy, que he quedado a cenar en el Rincón de Pepe y he de cambiarme.

—¿Vuelve usted a El Colmenar? —preguntó Alsina.

El otro sonrió y antes de salir del café contestó:

—No, no, tengo un piso en Trapería, suelo residir en la capital entresemana. Buenas tardes.

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