1969

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Amenazas

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Amenazas

Cuando don Raúl salió de la cafetería, Alsina y Joaquín se quedaron mirándose algo perplejos. No podían creer lo que les había sucedido:

—¿Ha sido sensación mía o este tipo nos ha amenazado veladamente?

—No ha sido sólo sensación tuya. A mí también me lo parece.

—Eso que ha dicho de tu primo…

—Mi tío.

—Tu tío, sí. ¿Ése tipo sabe…?

—No, no creo. Nadie sabe en Murcia que soy homosexual —dijo Ruiz Funes bajando el tono de su voz—. O eso creía yo, claro. Insisto en que te vayas a Barcelona. Un cambio de aires te vendrá bien.

—No, ahora no. Bueno, me voy a la pensión; es tarde y quiero pensar.

—Acuérdate de enviarme a Práxedes.

—Descuida.

Salió tras estrechar la mano de su amigo. La sola idea de subir al pequeño ático del viejo le daba repelús, pero un encargo era un encargo.

Salió a la calle y se abrochó el abrigo. Hacía frío. Se cruzó con una vieja gitana que asaba castañas y pensó que, pese a su aspecto poco higiénico, tenían buena pinta y olían bien.

—Un cucurucho —pidió una voz a la vieja.

El detective miró a su lado y comprobó que se trataba de Guarinós, el jefe de la Político Social en Murcia.

—Hola, Alsina.

—Hola —contestó, pensando que menuda tarde llevaba. Ahora Guarinós, ¿qué más podía pasarle?

—¿Cómo te va? —le dijo el recién llegado intentando hacerse el simpático.

—Bien, bien. Perdona, tengo prisa —trató de cortar echando a andar hacia San Pedro.

—Espera hombre, voy en tu misma dirección. Te acompaño.

Se puso nervioso ante la posibilidad de que aquella comadreja supiera hacia dónde podía dirigirse o, a lo peor, dónde vivía. De todos modos, aquella era una ciudad pequeña. Adolfo Guarinós era un tipo delgado, alto, con pelo castaño, abundante, y que lucía un poblado bigote. Sus ojos tenían la conjuntiva roja, poblada de pequeñas venillas inyectadas en sangre. Le daba grima. Había dirigido la Brigada Político Social en Guipúzcoa con mano de hierro y todo el mundo sabía que dejó tras él un reguero de dolor, torturas y muerte. Una triste celebridad.

—Parece que te va bien con lo de los televisores…

—Sí, sí, estoy muy ilusionado.

—¿Has seguido con el asunto aquél?

—¿Perdona? —dijo parándose en seco para simular que no sabía de qué le hablaba y hacerse el sorprendido.

—Sí, hombre, el de la puta aquella que se suicidó en Nochebuena.

—¡Ah! —contestó riéndose como si aquello fuera una locura—. No, no. Al principio me dio que pensar porque tenía señales de esposas y parecía que le habían dado una buena somanta, pero es obvio que hacía trabajos especiales, numeritos fuertes. Me lo dijeron en el hotel Victoria.

Cruzó los dedos porque aquella mentira resultara convincente y Guarinós se diera por satisfecho.

—¿Y llegaste a pensar que habíamos sido nosotros?

Continuaron caminando. Julio contestó con aplomo:

—Pues al principio sí, pero luego averigüé la verdad; se suicidó. Caso cerrado.

—Ya.

—Sí, yo a lo mío, a mis televisores. Sabes que no era un buen policía. Esto se me da bien, estoy contento con las ventas y apenas acabo de empezar.

Ahora fue Adolfo Guarinós quien se paró en seco. Alsina se giró para ver por qué.

—¿Qué te ha dicho don Raúl?

—¿Cómo?

—Mira, Alsina, no te hagas el tonto conmigo —conminó aquel tipo, cuyo rostro había pasado de la sonrisa franca y abierta a mostrar unos ojos gélidos, inmisericordes, que lo miraban con dureza.

—No sé de qué me estás hablando.

—Sí, Raúl Consuegra se ha entrevistado contigo en el Olimpia. Lo sé. Hace apenas unos minutos.

—No, hombre, no. Lo que ocurre es que cuando pasé por La Tercia tuve la suerte de conocerle fugazmente. Ha pasado por la cafetería, me ha reconocido y se ha sentado con nosotros. Ya está. Es un hombre amable, sólo eso. Hemos hablado de fútbol, yo soy del Atleti y él del Madrid, lo típico.

Guarinós se le quedó mirando con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos. Chasqueó los labios. Parecía estar valorando la veracidad de lo que le decía Julio. Al cabo, se ajustó el nudo de la corbata y sentenció:

—Te estás metiendo en un lío, Alsina. No te pases de listo. ¿Qué has averiguado?

—Nada, ya te he dicho que no hay nada que averiguar.

—Sabemos que has hecho indagaciones por La Tercia. Dime, ¿qué se cuece en la finca? Te conviene hablar, te saldrá rentable, el comisario, don Jerónimo, y el gobernador te lo agradecerán.

Eso era.

Estaban a oscuras. Alsina comprendió que aquellos tipos querían averiguar lo que estaba pasando tanto como él. Era obvio que se había visto metido entre dos fuegos, entre dos facciones del Régimen que estaban jugando a algo que él ni intuía. Guarinós y su gente habían torturado y asesinado a Ivonne, pero ésta no debía de haberles dado ninguna información.

Decidió seguir fingiendo:

—Mira, Adolfo, sabes que no soy lo que se dice precisamente un héroe. No me gusta correr riesgos, bastante llevo ya pasado en esta vida. Lo más que llegué a averiguar era que la gente del pueblo se había alarmado por unas desapariciones. Ya está. Ésa finca es inexpugnable. Si vosotros no sabéis nada, figúrate yo, un don nadie. Hace tiempo que dejó de interesarme el tema, lo juro.

El otro quedó quieto, mirando a su interlocutor como si pudiera leerle el alma, como valorando si lo que decía era o no la verdad. Alsina pensó que aquel hombre le olía el miedo.

—Si me entero de algo por ahí, te lo digo, en serio. Tendré los ojos abiertos —mintió de nuevo—. Paso por la zona a menudo para ir al Mar Menor.

Entonces sintió su aliento. Se le había acercado mucho, demasiado, para espetar:

—Mantenme informado o eres hombre muerto, ya me conoces.

Ni siquiera pudo contestar a aquella amenaza, pues antes de que pudiera darse cuenta aquel maníaco se había ido.

Se pasó la mano por el pelo y se aflojó el nudo de la corbata. Adolfo Guarinós era un sádico, un mal bicho que, en condiciones normales, en una sociedad sana, habría acabado en la cárcel por asesinar, torturar o descuartizar a la vecina, a su párroco o al cartero, pero en un Régimen como aquél, un tipo como él podía ser útil. Un torturador. Disfrutaba haciendo daño a los demás, y encima le pagaban. De locos. Recordó las cosas que se decían sobre él en comisaría. Era vox pópuli que había provocado la muerte a una joven vasca a la que había torturado brutalmente con sus secuaces. No contentos con hacerle cortes en el cuerpo y los glúteos, le habían aplicado descargas eléctricas, «la picana» y «la bañera». Cuando vieron que se les iba la abandonaron en la puerta de la Casa de Socorro. Murió tres días después a causa de una fuerte hermorragia interna provocada por las lesiones que había sufrido en sus órganos vitales. Era un salvaje, la peor expresión de la especie humana. Guarinós se jactaba de cosas como aquélla. Era un mal nacido, un bestia. Era exactamente lo que Alsina más temía en aquel momento.

Continuó andando a paso vivo, pues ya había oscurecido y las calles estaban desiertas. Cuando encaraba la calle de Almenara, y antes de meterse en el portal, vio venir a Rosa Gil por la esquina de San Luis Gonzaga. La esperó. Advirtió que ella se quitaba las gafas con disimulo al verle.

—Tienes mala cara —comentó la joven por todo saludo—. Ni que hubieras visto un fantasma…

—Peor. Últimamente, amenazarme se ha convertido en el pasatiempo favorito de los españoles —respondió mientras la tomaba por el brazo para entrar en el edificio—. No sabes lo que me alegro de verte. Vamos.

Quedaron semiocultos en la penumbra del inmenso portal, pues la solitaria bombilla que debía iluminarlo se había vuelto a fundir. Le explicó lo de Guarinós, así como su entrevista con don Raúl y la sugerencia de Ruiz Funes de que cambiara de aires.

—La semana que viene tengo que ir a Barcelona a una reunión de coordinadoras. El miércoles y el jueves —apuntó Rosa sonriendo.

—Vaya —murmuró él pensativo—. Menuda casualidad. Igual podríamos hacer algo de turismo. Pero no quiero huir de esto como una comadreja. No, eso ya no lo pienso hacer.

—Vete, no seas tonto. Corres peligro, y una semana en Barcelona te vendrá bien para ordenar tus ideas. Tendré las tardes libres e iré a verte.

—No me apetece escapar.

—No lo enfoques así, piensa en tu nuevo trabajo. Te vendrá bien aprender, venderás más.

—Visto así…

—Tengo miedo por ti, Julio. ¿Qué sacas con este asunto? Olvídalo todo y céntrate en tu nuevo trabajo. Te puede ir muy bien.

No se atrevió a confesarle que temía volver a sumirse en aquella maldita nebulosa en la que vegetó durante años si dejaba aquel caso que le había hecho resucitar, recuperar su autoestima y olvidar el Licor 43.

—Sí, debo irme —se oyó decir a sí mismo—. Una semana, sólo eso. La mera idea de que ese sádico esté tras de mí me da pavor. Debo relajarme y pensar. Además, si tú vas a Barcelona no estaré solo.

Entonces escucharon pasos. Alguien se acercaba desde el patio, y se escondieron bajo la inmensa escalera, en la penumbra. Clarita llegó desde el patio y se situó fuera de las miradas que podían venir de las ventanas, amparada en la semioscuridad del portal.

Más pasos. Una voz masculina:

—¿Qué quieres ahora? ¡Te he dicho mil veces que no me llames a casa! Mi mujer podía haberte visto. Estábamos cenando.

—Serafín —dijo la joven, apenas una cría—, tienes que decírselo.

Hubo un suspiro de desesperación.

—Dame tiempo, Clara, dame tiempo —pidió él.

—Tiempo, ¿para qué? No te faltó tiempo para bajarme las bragas y desvirgarme a la primera de cambio.

—Perdona rica, pero tú no eras virgen cuando yo te conocí.

Una bofetada sonó en la oscuridad. Alsina notó el aliento de Rosa cerca, muy cerca, sus senos se apretaban contra su pecho, duros, y respiraba rítmicamente, de manera entrecortada.

—¡No sabes lo que estás haciendo! —dijo la joven—. Puedo hundirte Serafín. ¡Puedo hundirte!

Pasos a la carrera. Clarita se había ido. Julio se asomó con cuidado y vio a su vecino con las manos en jarras y mirando al suelo, solo. Pensó que aquella joven no hablaba como la niña de dieciséis años que debía de ser. Don Serafín se pasó la mano por la nuca y resopló agobiado. Parecía pensar en su difícil situación.

Se fue caminando lentamente, mientras el detective atraía a Rosa por la cintura y la besaba. Ella no se resistió, más bien al contrario, rodeó el cuello de Julio con sus brazos y cerró los ojos, abandonándose. Poco a poco, él bajó las manos hasta que apretó sus nalgas. Estrechó a la chica contra sí y sintió que se estremecía.

—Julio… —murmuró ella.

Siguieron besándose durante minutos, en los que él le mordió los labios y ella respondió haciendo otro tanto. Rosa Gil jadeaba.

Hasta que ella se separó de pronto, empujando el pecho de Alsina con las manos. Lentamente se fue apartando de él.

—Debo irme. Esto es una locura.

Se despidió con un beso corriendo escaleras arriba.

Julio se ajustó bien la corbata y, asido al pasamanos, miró al fondo, hacia el bajo en que vivían Clara y su madre, doña Tomasa.

—Menudo lío —masculló entre dientes, aliviado al comprobar que había gente con problemas más graves que los suyos.

En cuanto llegó a la pensión, pidió permiso a doña Salustiana para hacer una llamada. Le contó a Joaquín lo de Guarinós y decidieron que debía cambiar de aires. Una semana en Barcelona no le sentaría nada mal. No le dijo que esperaba ver a Rosa Gil en la capital catalana.

Aquélla noche volvió a tener sueños eróticos. No durmió bien, pues en su mente había anidado una extraña mezcla de sensaciones: el miedo a Guarinós, las amenazas de don Raúl, lo insólito de su situación con Rosa Gil, sus abrazos con ella bajo la escalera, la promesa de un encuentro en Barcelona y los turbios sucesos que investigaba. Todas aquellas emociones que se agolpaban en su cerebro lo confundían y le impelían, en cierta medida, a sentir la necesidad de salir huyendo de allí. Total, ¿quién se lo impedía?

Despertó muy temprano con un horrible dolor de cabeza e hizo un esfuerzo para levantarse, pues tenía cosas que hacer. Desayunó con el ciego, Rubén, que no parecía muy comunicativo ante los comentarios irónicos que hacía Inés entre sus idas y venidas de la cocina, y se dispuso a ir a ver a Práxedes, el loco de las palomas.

Subió hacia la terraza, no sin cierta aprensión, y salió al exterior. Comprobó que la mañana era muy soleada, de modo que al menos no tendría que sufrir aquella humedad que tan poco le agradaba. Al fondo de la azotea, de suelo enlosado de color amarillo, había una especie de pequeña vivienda con un sucio y desvencijado tejado gris. La puerta era apenas una mosquitera con un marco de madera de mala calidad, así que golpeó en el lateral de la misma como pudo.

—¿Quién es? —dijo una voz que sonaba como salida de las profundidades de la tierra.

—Un huésped de doña Salustiana, me manda Ruiz Funes. Soy amigo de Joaquín. Le traigo un recado de su parte.

Silencio.

Se escuchó entonces el quejido de un somier, el chasquido de unas viejas rodillas y un suspiro de esfuerzo. Aquél hombre se había levantado y el sonido de sus pies que se arrastraban indicaba que iba hacia Alsina.

La puerta se abrió y apareció Práxedes, un tipo anciano, canoso y con una sola ceja muy negra que surcaba su frente como dándole aspecto de estar siempre enfadado. Lucía una barba larga y descuidada que le daba un aire inquietante, como de forajido o quizá de salvaje náufrago.

—¿Qué tripa se le ha roto a ese señorito de Ruiz Funes?

Julio echó un vistazo al cuarto, que aparecía sucio y desordenado: un catre, una mesa con botellas de vino vacías y muchos transistores destripados, profanados y tirados aquí y allá por aquel individuo, que al parecer se distraía intentando arreglarlos. Algunos tenían pilotos rojos encendidos y otros emitían algo así como un quejido. Al fondo se escuchaba Radio Nacional de España. Un locutor, de voz similar a la del sempiterno Matías Prats, decía que los rusos habían conseguido que dos naves, la Soyuz 4 y la 5, establecieran contacto en pleno espacio.

Una malla metálica separaba apenas aquella estancia del palomar en el que pululaban, ruidosas, las palomas. Alsina pensó que no le gustaban las aves, y menos aún aquéllas, las sucias palomas que molestaban a la gente en los jardines buscando migas de pan. Quizá era un pesimista.

—Joaquín me ha pedido que le diga que vaya a verle —dijo a modo de presentación—. Soy Alsina.

El otro soltó un eructo por toda respuesta. El policía percibió una insoportable vaharada a ajo. Sintió ganas de vomitar.

—La cena de anoche —aclaró Práxedes.

—Bueno, ya sabe, vaya a verle.

Salió de allí a toda prisa. Pensó en que su amigo Joaquín era una auténtica caja de sorpresas. ¿Qué podía tener en común con aquel tipejo? ¿Qué quería encargarle? Bajó las escaleras a paso vivo, diciéndose que, a fin de cuentas, no era asunto suyo.

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