1969

1969


La suicida

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La suicida

Julio Alsina nunca creyó que pudiera ocurrirle algo así, nunca.

Y menos aún que reaccionara como lo hizo, porque, la verdad, ni siquiera el más imprudente, el más valiente de los hombres que había conocido, hubiera actuado de manera tan irresponsable, tan inconsciente, tan heroica, quizá.

Sí, ¿por qué no decirlo?, tan heroica.

Sólo los imbéciles no tienen miedo, en efecto, los imbéciles, los tontos, los idiotas. Él siempre había pensado que los héroes no eran más que unos pobres descerebrados, gente sin sustancia, unos tipos incapaces de medir los riesgos a que se enfrentaban. Por eso actuaban así, por memos.

Los inteligentes son cobardes por definición, miden las consecuencias de sus actos y, sobre todo, piensan. Un tipo listo nunca arriesgaría el pellejo de aquella manera, jamás.

Pero él lo hizo. Idiota.

Eso le llevaba a pensar que no siempre se actúa heroicamente por estupidez, por un impulso irresistible, por luchar contra la injusticia o por salvar a alguien, no. Sino que a veces son las circunstancias las que te empujan a hacerlo así, a no evaluar los peligros, a actuar como un necio imprudente sin saber muy bien por qué. Quizá era cosa del azar.

Era un consuelo. O no.

Pero aun así, a pesar de todo, tenía que reconocer que cuando todo comenzó era impensable. No cabía en cabeza humana que él…

Impensable.

Nadie podía imaginar que actuara de aquella manera. Al menos, él, no. Un no hombre, un castrado mental, la irrisión del cuerpo. Seguro que ellos también lo imaginaban de aquella manera: «Dejadle el tema a Alsina». Dirían entre carcajadas.

«Asunto resuelto», bromearían en el vestuario palmeándose los muslos muertos de risa. Malditos bastardos.

Pues no. No fue así.

Le parecía imposible, pero ocurrió y punto. Resucitó.

Porque Julio Alsina estaba muerto en vida.

Aquélla Nochebuena estaba de servicio. Todos sabían que cubría siempre las guardias de las fechas más señaladas porque no tenía familia y vivía en una pensión. Desde que Adela se fue, parecía un fiambre, no sentía, sólo hacía por respirar y veía pasar los días inmerso en una especie de neblina gris. Habían terminado por relegarle a tareas administrativas, aunque al menos seguía llevando «el hierro». Un policía manso, un don nadie. Ése era él.

Todos lo sabían y venían a pedirle el favor. No le importaba, la verdad: Nochevieja, la noche de Reyes, Jueves Santo, Viernes Santo, el Corpus y el día del Alzamiento, el 18 de julio, eran fechas fijas en su agenda. Nunca fallaba.

Aquéllas guardias eran lo más parecido al trabajo policial que le dejaban hacer y él no tenía a nadie. Se había convertido en un chupatintas, un oficinista que pasaba el día entre papeles enfrentado a peligros como una grapadora atascada o un golpe en la espinilla con el borde de la mesa. Jesús.

Así lo veían ellos. Y él mismo también, para qué engañarse.

Día 24 de diciembre de 1968. La comisaría, desierta. Alsina, en su despacho, con la sempiterna botella de Licor 43 que le acompañaba como una extensión de su ser y la radio, al fondo, emitiendo, monótona y constante, villancicos insufribles y loas al nacimiento de Jesús.

A veces se dormía bajo la cálida luz del flexo metálico. Cabeceaba, yendo y viniendo de su plácido y voluble mundo onírico a la realidad en decenas de viajes que se repetían una y otra vez. Le gustaba más el mundo de los sueños; allí él era un hombre con todas las de la ley, un policía auténtico, y su mujer, Adela, lo respetaba y amaba.

De vez en cuando ojeaba el periódico que tenía delante: «Ésta mañana entrarán los cosmonautas en órbita lunar», rezaba el titular. Le parecía increíble que alguien pudiera llegar tan lejos. Aquéllos tipos, decididamente, estaban locos. Una fotografía mostraba a un tipo sonriente, el astronauta del Apolo VIII William Anders, que mostraba orgulloso su cepillo de dientes.

Alguien que se había cepillado los dientes en el cosmos. Con dos cojones. Desde luego, el progreso no tenía límites. Qué tontería, pensó entonces para sí al advertir lo absurdo del asunto: cepillarse los dientes en el espacio.

Otro inmenso titular en el periódico anunciaba el mensaje navideño del señor obispo, doctor Roca Cabanelles. ¡Menudo nombre! Pero, un momento, ¿quién coño era ese Roca Cabanelles?

Ah, sí: el obispo. Acababa de leerlo y ya lo había olvidado. A veces, su mente no funcionaba tan bien como debiera.

El señor obispo. Sí.

Pensó que le importaba una mierda. Odiaba la Navidad. ¿Para qué servía aquello?

Aunque al menos reconocía que, merced a las fiestas, gozaba de cierta tranquilidad, volvía a hacer de policía por unas horas y era el dueño de la comisaría, desierta y calma. Como si aquello fuera su castillo. Gracias a la Navidad gozaba de un poco de paz. En aquel momento, claro.

Los dos agentes que pelaban aquella guardia con él, tras cerrar las puertas de comisaría para evitar molestias, habían pasado a desfogarse con un par de putas que habían ingresado en los calabozos por dar un escándalo en la calle Trapería aquella misma tarde. Ellas sabían ser complacientes con los miembros del cuerpo. «Pago en especie», decían entre risas muchos de sus compañeros. Imbéciles.

Alsina se sentía en paz, algo achispado, atontado por el alcohol, como flotando en un limbo protector y agradable. Continuó leyendo y volvió al asunto de los cosmonautas, que ocupaba varias páginas en el diario: «La gran aventura, sin novedad», decía la prensa, anunciando que al día siguiente se contactaría con la nave. Televisión Española iba a ser la encargada de servir la señal a todo el mundo, pues sería captada por la NASA desde su estación de Fresnedillas. Aquélla era una prueba, siempre según el Diario Línea, de que «España se halla a la cabeza del desarrollo tecnológico mundial y bla-bla, bla-bla…».

Idiotas. Fanáticos. Le cansaban, en serio. Siempre con su soniquete, su runrún fascistoide, eterno y machacón que trepanaba las mentes y vencía las más férreas voluntades. Al menos allí, en la soledad de la guardia, estaba a salvo de consignas. Nadie ni nada le molestaba y aquellos momentos de intimidad resultaban especiales, quizá hasta agradables. Aunque la maldita realidad volviera una y otra vez con tozuda insistencia a molestarle, a hacerle sentirse mal, una mierda.

Por momentos salió de su propio cuerpo y se vio a sí mismo como un extraño, desde fuera. Pensó que se recordaba a su padre. Sí, era como su padre. Se había convertido en algo parecido a él. Un hombre derrotado, un perdedor que había vivido sus últimos años sin esperanza, dejando transitar los días como él, a la espera del paso hacia algo mejor, quizá la nada.

Es malo morir en una guerra, pero peor es sobrevivir y perderla. Eso fue lo que le ocurrió a su viejo, Segismundo Alsina. Llegó a capitán del Ejército Rojo y combatió a las órdenes de Modesto, motivo de orgullo para su familia y sus amigos. Julio apenas acertaba a recordar cuando, en plena guerra, venía a verles a casa de permiso, con su gorra algo caída y un pitillo en la boca colgando de su labio inferior. El revuelo en el pequeño ático de la calle Fósforo era considerable; él apenas tenía cuatro años y no entendía nada, pero su padre era capitán, un soldado que les defendía de unos monstruos muy malos que acechaban Madrid y se llamaban «fascistas».

Volvió de nuevo desde los sueños a la realidad y pasó unas páginas más; el Murcia había ganado al Alavés por dos a cero. El Madrid era líder tras vencer al Málaga, y el Atleti, su Atleti, había palmado y ya tenía un punto negativo.

—Mierda —musitó para sí.

Su mente volvió a caer en el duermevela tras un nuevo trago. Su padre había sido denostado por la estirpe de su madre, los Atienza, conservadores hasta la médula y católicos píos de Almagro, de quienes apenas hubo noticias durante la guerra. Tampoco es que se trataran mucho con su madre, Helena, a la que negaron el pan y la sal por casarse con un empleado de imprenta socialista en lugar de hacerse monja como se esperaba de ella. Acabada la guerra y con cinco años, su madre le dijo que los «fascistas» habían encarcelado a su padre. Eso era que lo habían vencido, pensaba él.

Aunque, la verdad, no reparaba mucho en ello, porque era demasiado pequeño y no acertaba a entender de política, bandos o guerras. La realidad era que vivía más preocupado por llevarse algo a la boca que por otra cosa, porque pasaban mucha hambre, mucha. Eran perdedores. Lo llevaban en la sangre.

Su madre fregaba escaleras para salir adelante, y Alsina recordaba que de vez en cuando venían unos tipos con gabardinas que inmovilizaban a la mujer, le rapaban la cabeza y le daban aceite de ricino. Él los odiaba, pero algunas veces, al irse, le daban chocolatinas. Quizá no eran tan malos, se decía su mente inocente de niño. No entendía demasiado aquello ni le importaba mucho. Sólo pensaba en vivir, en jugar y en conseguir que el estómago dejara de rugirle como un león.

Abrió los ojos. Volvió a ojear el periódico: «Una bella tradición española: el belén». Siguió leyendo desde el mundo consciente al que había retornado: «Rusia, a pesar de la propaganda ateísta, no ha podido borrar la fe». Joder. Estaba harto, decididamente, de consignas.

A veces fantaseaba con la idea de irse a otro país, a otro lugar donde las cosas fueran normales, pero le faltaban huevos. Eso, huevos. Era un pusilánime. Un no hombre. Por Adela.

Otro trago.

Fue un crío débil y enfermizo, acosado por la desnutrición y sus frecuentes ataques de asma que le hacían pasar el invierno entero en cama. Apenas podía jugar. Además, los otros niños le llamaban «el rojo», pues tenía a su padre en la cárcel y aquello lo estigmatizaba como un potencial enemigo de la sociedad al que había que perseguir, lo mismo que a masones y judíos. Sus compañeros no sabían bien lo que significaba aquello (ni él tampoco, claro), pero era excusa más que suficiente como para que le persiguieran al acabar las clases y lo ahuyentaran a pedradas.

No tuvo una infancia feliz, para qué negarlo.

Diez años tardó en volver su padre, diez años de cárcel en los que sólo se les permitió verlo dos veces. Al fin salió. Él tenía quince por aquel entonces, y cuando vio al capitán de su niñez, a su héroe, convertido en un despojo humano, flaco, apocado y con los ojos hundidos en unas cuencas profundas y cavernosas, sintió que su mundo se desplomaba.

Segismundo no volvió a ser el mismo; ya no había orgullo en sus ojos, ya no caminaba con la barbilla levantada, como comiéndose el mundo. No; se había convertido en un ser dócil, domesticado, que pasó el resto de sus días yendo de casa a la imprenta y de la imprenta a casa. Se indignaba con su mujer cuando la sorprendía escuchando Radio España Independiente, en el añoso aparato de transistores escondida bajo una manta. No quería problemas. Nunca hablaba de la cárcel, pero era evidente que vivía atenazado por el miedo. ¿Qué habría visto allí? ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo era posible que hubieran domesticado así a un hombre orgulloso?

Murió a los cuarenta y cinco. Nunca superó la tuberculosis que había contraído en la humedad del presidio. Era el año cincuenta y dos, y Alsina ya no pudo eludir por más tiempo el servicio militar. Gracias a las prórrogas por estudios había podido mantenerse al margen de sus deberes patrios, pero su moratoria acababa, así que salió de Madrid a la vez que su madre volvía al pueblo con su hermana Marisa. Estuvo en Melilla y luego lo enviaron a Barcelona, donde al saber que estudiaba segundo de Derecho, le ubicaron como oficinista bajo el mando del secretario del capitán general Huete, un coronel llamado Biedma que le trató como a un hijo.

Pese a que era un tipo corriente, de mediana estatura, más bien tirando a alto, ojos negros y pelo oscuro y abundante, resultó buen tirador. Así que, aun sin ser un portento de la naturaleza físicamente hablando y como tenía letras, aquel buen hombre le recomendó para ingresar en la policía, que necesitaba inspectores jóvenes y preparados. La sangre nueva del Régimen.

Llegó a la ciudad de Logroño con apenas veintitrés años. Allí las cosas le fueron relativamente bien. Cinco años tranquilos y una nueva vida. A los veintiocho volvió a Barcelona.

Su madre murió, como todos.

Era una especie de fracasado congénito, el pesimismo fluía por sus venas, abocándolo a una existencia gris y melancólica. Pero la vida seguía, y en Barcelona se encontró con Adela; fue en el bar de enfrente de la comisaría, El Paraíso. Se acostaron la misma noche en que se conocieron. Quizá debió sospechar que era una chica demasiado fácil, bien podía ser una fresca, pero a él le daba igual. Alta y morena, de formas generosas, pechos turgentes y prieto trasero. Sus labios eran carnosos, muy apetecibles, siempre propicios y rojos, muy brillantes por el carmín; sus ojos, inmensos, negros y aceitunados; ella, graciosa y despierta. Luego supo, entre burlas, que se había acostado con medio cuerpo policial, aunque en realidad eso a él no le afectaba.

Se casó con ella a las dos semanas de conocerla.

Las risitas a sus espaldas no le importaban. Ahora era su mujer, y la quería. Aquello era pura envidia. Sí, eso era, le envidiaban porque aquella hembra era suya y sólo suya. Ingenuo.

Poco a poco los rumores comenzaron a minar su moral. Las evidencias se acumulaban. Un día reparó en un cigarrillo apagado en el cenicero de la mesita de noche: un Lucky. No era su marca.

A veces la sorprendía mintiendo, pues decía haber estado en tal o cual sitio, de compras, cuando le decían que la habían visto con algún hombre en un café. En otra ocasión le abordó la mujer de un compañero para contarle que su marido le era infiel con Adela. Aquello comenzaba a complicarse.

Pidió el traslado.

Una vida nueva lejos de allí en una ciudad pequeña, Murcia.

Allí podía llegar incluso a comisario, quién sabe. Volver a empezar siempre es bueno. Al menos para él. Y, de hecho, al principio la cosa fue bien. Adela llegó a adaptarse a la perfección a su papel de amante mujercita de provincias. Durante unos años llegaron a ser un matrimonio modélico, se diría que casi felices, pero ella se aburrió y acabó por volver a las andadas.

Se vio de nuevo convertido en el hazmerreír. Un pusilánime cornudo en una ciudad demasiado pequeña y provinciana donde todo se sabe. Y además, policía.

Se arrepintió de no haberse quedado en Barcelona, donde los chismes se diluían entre tantos miles de desconocidos. Sus posibilidades de ascenso se vieron mermadas. «Un tío que no manda en su casa…», llegó a comentar el comisario.

Comenzó a beber para soportar el día a día. Era la comidilla de Murcia. Así aguantó hasta que ella se fue con Matías «el Sobrao». Un cabestro rudo, brutal, conocido en la comisaría por sus alardes y sus bravatas, en las que contaba cómo chillaba tal o cuál fresca a la que se había beneficiado.

Cuando no se vanagloriaba de haber hecho pecar a alguna incauta ama de casa o de haber fostiado a la puta de turno, alardeaba de su hombría paseándose entre las taquillas con el miembro en la mano. Decían que era un caso de congreso médico y él se sentía orgulloso de aquello. «Burro grande, ande o no ande», decía entre risotadas el muy cabrón.

Lo trasladaron a Ceuta, y Adela desapareció con él.

Aquello fue un golpe definitivo para su autoestima y su ya menguada buena fama. ¿En qué momento perdió el norte? Ni se sabía. Él era un joven policía con un brillante porvenir, un tipo inteligente y perspicaz. Destacaba, tenía futuro. Y ahora, de pronto, todo era rutina, tristeza y soledad.

Sonó el teléfono, haciéndole volver a la vida. Ah, sí, la guardia, Nochebuena, el flexo, el periódico y el Licor 43. Le extrañó. ¿Quién diablos llamaba a comisaría en una noche así?

—¿Diga? —contestó con voz cansina, amodorrada.

—Buenas noches, soy el sereno de Trapería. ¿Comisaría?

—Sí, esto es la comisaría, dígame.

—Manden a alguien en seguida. Una mujer se ha tirado de la torre de la catedral.

—¿Cómo? ¿Qué dice? —preguntó sin poder creerlo—. ¿Dónde ha sido?

—El cuerpo está en la plaza de la Cruz. He oído el golpe desde las Cuatro Esquinas y he venido corriendo. Le llamo desde el teléfono de la parada de taxis.

—Ya.

Un silencio.

—¿Oiga? —dijo el hombre al otro lado de la línea telefónica.

—Sí, sí. Estoy aquí. El caso era suyo y tenía que ir. Además, estaba a un paso.

—¿Vienen o qué?

—Sí. En cinco minutos estoy ahí. Soy el inspector Alsina.

No sabía muy bien por qué, pero aquello le hizo sentir bien. Algo que hacer. ¿A quién se le iba a ocurrir que sucediera algo así en una pequeña ciudad como aquella y precisamente en Nochebuena? Bajó a los calabozos, donde una puta hacía una felación a un agente mientras el otro penetraba a la segunda prostituta sujetándola por detrás, en tanto que ella, muy fina, apuraba a morro una botella de sidra. Ni le oyeron llegar.

«¡Menudo cuadro!», pensó para sí.

—¡Dejad la fiesta! —ordenó, sorprendiéndose a sí mismo y a ellos por su tono autoritario que no dejó lugar a dudas—. Ha habido un suicidio y tengo que salir. Martínez, avisa al forense y al coche patrulla de Ruiz. Que vayan a la plaza de la Cruz. ¡Ah, y avisad también al juez de guardia!

Salió de allí a toda prisa y vio de reojo cómo aquellos cerdos se subían los pantalones a la vez que recomponían sus uniformes grises. Llegó a la calle de inmediato y giró a la derecha. La noche era fría, y el zarpazo del viento lo espabiló definitivamente. Nunca se acostumbraría a aquella humedad. Prefería el frío de Madrid, más seco, más llevadero. Fue caminando por la calle de Trapería, una arteria estrecha, peatonal y repleta de comercios que moría al fondo, al pie de la catedral. Iba pensando en que aquello era raro, inusual, pero no se paró a meditarlo demasiado hasta que llegó a la plaza de la Cruz, que quedaba en penumbra, oculta a la luz de la luna por la sombra de la imponente torre.

—¡Dionisio Herrera! —dijo el sereno, y se le cuadró como si él fuera un general.

—Inspector Alsina.

Se dirigió hacia el cuerpo de la finada. No había duda. Estaba muerta: despatarrada, con los huesos rotos, en esa postura antinatural que, al azar, adoptan los suicidas tras precipitarse contra el suelo. «No hay dos iguales», pensó. Como ocurre con las huellas digitales de las personas. Entonces reparó en que siempre aparecían en posturas ridículas, atroces, perdiendo cualquier pequeño rescoldo de dignidad que pudiera quedar de sus tristes vidas.

Tomó nota mentalmente de ello: nunca se suicidaría. Seguro.

Había un charco de sangre junto a la cabeza de la muerta. Casi negra, aún líquida y de olor dulzón. Pobre mujer. Otra solitaria como él. Miró sus manos: delicadas y con las uñas pintadas de rojo, de manicura. Olía que apestaba a perfume caro, francés, y lucía un vestido negro que, pese a las circunstancias, evidenciaba una muy buena situación económica. La falda había quedado levantada y se entreveía que la ropa interior era de seda, carísima. Igual que las medias. No era un ama de casa, estaba claro. Había perdido un zapato que rumiaba su soledad al fondo, junto a una farola.

—¿Qué tenemos aquí?

Miró hacia atrás al oír la voz. Era el juez Barreiros. Iba muy elegante. Sin duda, aquella desgraciada había interrumpido una cena de postín.

—Una puta —respondió—. De posibles.

—Sí que ha averiguado usted cosas en tan poco tiempo… —repuso el magistrado con retintín, demostrando su malestar por tener que estar allí.

Dos vehículos llegaron al mismo tiempo: el coche patrulla por la calle de Barrionuevo y el mil quinientos negro del forense por la de Salzillo.

—En cuanto la vea el forense, me la levantan y al depósito —dispuso el juez de guardia sin siquiera acercarse a aquella desgraciada, pues tenía prisa—. Ah, y sáquenle un par de fotos. No quiero perderme los chistes del gobernador civil. Aún llego a los postres.

Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, Barreiros había desaparecido y caminaba a paso vivo por la calle Amores con las manos en los bolsillos de su elegante abrigo. No había permanecido ni un minuto en la escena del deceso. El detective se quedó como hipnotizado, perplejo, mirando hacia la calle por la que el juez se había evaporado.

—¿Una suicida? ¡Joder, qué momento! —exclamó Blas Armiñana, el forense, haciendo que el detective saliera de su ensimismamiento.

Armiñana era un tipo alto, bien parecido, de pelo totalmente blanco, abundante y peinado hacia atrás. Las mujeres se pirraban por él, pero se rumoreaba que era homosexual. La verdad era que parecía un galán de cine, siempre bronceado y con una dentadura perfecta de las que llaman la atención. El policía se giró y lo saludó con una sonrisa. Ordenó a los dos agentes recién llegados que subieran a la torre de la catedral por si aquella pobre mujer había dejado allí su bolso con su documentación, quizá alguna carta que les facilitara el trabajo. Era lo habitual. Los suicidas solían firmar así. Sobre todo para que se pudiera avisar a la familia. Siempre lo mismo. Entonces, sin saber muy bien por qué, recordó sus tiempos de policía, cuando era uno de los de verdad.

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