1969

1969


Una uña

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Una uña

Al día siguiente despertó a eso de las cuatro de la tarde en su cuarto de la pensión. Salió a la cocina en bata y doña Salustiana le dijo a Inés, la cocinera, criada y fregona de aquel establecimiento, que le sirviera un plato de cocido con albóndigas. Por primera vez en mucho tiempo comió con verdadero apetito, mientras la zagala fregaba los platos entre observaciones y reprimendas de su jefa.

La arpía de doña Salustiana le trituró las meninges con sus cotilleos de portera de barrio. Era una mujer delgada, que siempre llevaba el pelo recogido en un moño y que, invariablemente, lucía vestidos de florecitas de colores que compraba en el mercado de los jueves. Su marido había sido guardia civil: una impresionante fotografía suya en un horrible portarretratos presidía la entrada a la pensión, bajo el espejo, sobre una pequeña mesita con flores de plástico y un san Pancracio. Daba grima. Alsina sabía que tras aquellos fieros bigotes se escondía un tipo ruin y ambicioso que había muerto de una cuchillada cuando apretaba las tuercas a un chulo del barrio de San Juan al que quería subir el importe de la mordida. Ella creía que su hombre había expirado acuchillado por el último de los maquis que quedaba en la región. Jesús. ¡En pleno casco urbano y en el año sesenta!

Aun así le agradaba aquella pensión, situada en un amplio piso de la calle de Almenara.

Aquél era un mundo pequeño y, a su manera, complejo. Un edificio que constituía un universo propio, minúsculo, pero a veces complicado y difícil de comprender. Mientras que el segundo piso pertenecía a doña Salustiana, la azotea, con el palomar y un minúsculo ático, era ocupada por un individuo extraño, don Práxedes, de quien se decía que había combatido en la guerra a las órdenes del Campesino despachando a más de una docena de curas, aunque nadie tenía redaños para preguntarle si aquello era cierto y cómo era posible que con ese pasado no estuviera en la cárcel o, peor aún, muerto.

Desde su habitación, Alsina oteaba el patio del edificio al que daban dos viviendas de la planta baja situadas en el mismo, al fondo, sin ventanas a la calle. Eran pisos interiores. Uno estaba ocupado por doña Tomasa, una costurera de quien se decía que era madre soltera. Su hija, Clara, de catorce años apenas, estudiaba en la Milagrosa y suponía un cierto factor de turbación para el policía, con los senos turgentes, pequeños y dulces como melocotones de Cieza, que se intuían apenas bajo la camisa blanca del uniforme escolar. Ella se sabía deseada por los varones del barrio y jugaba con ellos, demasiado pizpireta quizá, dándoles mala vida. El detective sabía que algún día iría demasiado lejos con esos juegos y terminaría quedando preñada de algún desaprensivo. Un desastre.

En el otro bajo situado en el patio residían un viajante de comercio, un representante de los famosos tejanos Lois que nunca paraba en casa, don Diego, y su mujer, siempre reservada y un tanto estirada.

Había otras tres viviendas más en la planta baja, de alquileres más elevados porque no eran interiores, daban a la calle de Almenara, al exterior, y también al patio. Una estaba ocupada por dos hermanos, Blasa y Asdrúbal, ambos solteros, de rostro siempre colorado y rozando la cuarentena. Eran los únicos importadores de plátanos de aquella pequeña ciudad y tenían un almacén en una casa vacía que habían alquilado a tal efecto en la calle de San Luis Gonzaga, a un paso de allí.

Asdrúbal relataba aún que apenas unos años antes, cuando el hambre apretaba de veras, tenía que dormir en el almacén porque por las noches se lo asaltaban legiones de pordioseros.

El bajo del centro lo habitaba don Serafín, su esposa, Aurora, y media docena de niños gritones que hacían recordar con cariño a Herodes y que se pasaban las horas de siesta dando guerra en el patio o subiendo y bajando por las escaleras ruidosamente para molestar en la azotea a las palomas de don Práxedes o arrojar globos llenos de agua a los viandantes. Unos pequeños bastardos. Úrsula, una joven atractiva y que salía a trabajar al caer la tarde, ocupaba el bajo derecha. Decían que era puta, pero él sabía que no, que cuidaba a un viejo acaudalado de la calle de Trapería al que, ya de paso, se sospechaba hacía algún que otro «trabajito». Un buen empleo, sin demasiadas complicaciones y bien pagado. El abuelo tenía dinero a puñados, había luchado en la guerra, era camisa vieja, y en sus años como gobernador civil sus posesiones inmobiliarias habían crecido espectacularmente.

En el primero había tres viviendas, una grande, la del dueño del inmueble, don Prudencio, un comerciante del barrio de San Pedro que vivía con su mujer y su hija, una exaltada de la Sección Femenina. También había dos pequeños pisos a los que se llegaba por una especie de balconada; eran alojamientos interiores que daban solamente al patio. En esos dos pisos vivían un mecánico y su mujer, sin hijos, y dos ancianas solteras, las Berruezo, que malvivían de una pensión de guerra, pues los rojos les habían fusilado al padre, un guardia de asalto que, pensando que en Murcia había triunfado el Alzamiento, salió a la calle en la mañana del 18 de julio pistola en mano, dando vivas al Ejército y a José Antonio y cantando el Cara al Sol. Nadie se explica cómo, ni de dónde, había sacado aquel desgraciado información tan errónea, pero el caso es que fue reducido de un buen par de guantazos por un carpintero de la calle de San Antolín que decía ser anarquista, y luego, llevado por dos guardias civiles a la cárcel, de donde no salió con vida.

Ahora tenía una calle en una pedanía: Puente Tocinos. Era la calle de Braulio Berruezo, aunque el pueblo, siempre sabio, había terminado por denominarla la «calle el tonto’l pijo» en memoria a la estulticia del tipo que había dado nombre a dicha vía secundaria.

Sólo doña Salustiana, la dueña de la pensión, era propietaria de su piso, en el segundo, aparte de don Prudencio, el propietario del edificio. El resto de las viviendas eran arrendadas.

Con respecto a la pensión, se decía que la patrona se acostaba con algunos de sus huéspedes, los más jóvenes, a cambio de la manutención y el alojamiento, pero Alsina nunca había observado nada fuera de lo normal al respecto. No le parecía atractiva, la verdad. Además, podía pagar las mensualidades con comodidad y ella no debía de considerarle un hombre sexualmente activo, por lo que nunca se le había insinuado; al contrario, lo trataba con corrección, como si se preocupara de veras por él. Algo así como una tía o una pariente de más edad, casi una madre.

Después de dar las gracias a su patrona y despedirse de Inés, la criada de pocas luces que tenía la extraña habilidad de embarazarse y desembarazarse cada dos por tres sin que nadie supiera ni quién era el responsable de aquellas tropelías ni adónde iban a parar los retoños que concebía, se fue a su cuarto a dormir acompañado de su botella de Licor 43.

Miró al patio ladeando la persiana de madera verde por si veía a Clara, la lolita del edificio, pero no había nadie. Ni siquiera los pequeños hijos de puta de la carnada de don Serafín. Hacía frío y aquel era un día triste. Pensó en la suicida desconocida y sintió pena por ella. «¡Qué coño! —se dijo—; peor lo tengo yo, que sigo vivo».

Por la mañana del día 26 se levantó a su hora y desayunó en el comedor con Rubén, un ciego que se ganaba la vida vendiendo el cupón, y don Damián, representante de mercería de fino bigote y poseedor de un único y siempre bien planchado traje de franela color beis. De camino a la comisaría pasó por su peluquería en la calle del Pilar.

—Buenos días —saludó Fernando, el barbero, que ya le colocaba la silla a su altura. El aprendiz, Vicentico, afeitaba con esmero a don Cosme, el dueño de la Gestoría San Damián, sita en la plaza de San Julián, justo enfrente de la Droguería Sánchez. Era un hombre calvo, de imponente cabeza y poblado bigote.

—Éstos tíos sí que tienen huevos —comentó ojeando el periódico.

—¿Cómo? —preguntó Alsina a la vez que Fernando le daba jabón con una brocha.

—Sí, hombre, los astronautas. Vuelven a casa después de dar cuatro órbitas alrededor de la Luna…

—¿Órbitas? —preguntó Vicentico.

—Vueltas, burro —contestó el barbero—. Vueltas alrededor de la Luna.

—Sí, cuatro, y cada vez que pasan por la cara oculta del satélite se pierde el contacto con ellos. ¡Qué huevos! Si algo sale mal en ese momento, ¡hala!, a tomar por culo y nunca más se supo. Dicen que el paisaje lunar es como un desierto lleno de cráteres —aclaró el gestor.

—Curioso —murmuró el policía cerrando los ojos.

—Lo dicho, un par de huevos —sentenció don Cosme—. Mañana vuelven. Eso me hubiera gustado ser a mí, ¡astronauta!

—Y a mí, ¿no te fastidia? —El comentario era de Fernando, el barbero, que de inmediato decantó la conversación hacia su tema favorito: el fútbol. Era madridista hasta la médula y resultaba obvio que quería reírse un rato de Alsina ahora que los de Concha Espina eran líderes, pero el policía no entró al trapo.

Después del afeitado, más relajado y en la calle, compró la prensa y se llegó a su despacho a tiempo de echarle un vistazo mientras tomaba la primera copa del día antes de que comenzara a llegar el público. Le dolía la cabeza.

Sacó la botella de Licor 43 del cajón y llenó el vaso hasta el borde. Echó un vistazo a la primera página, algo fastidiado por el asunto de los astronautas que, la verdad, le resultaba ya un poco cargante.

Sonó el teléfono.

Era el forense, Armiñana.

—Dime, Blas —contestó con desgana.

—Ya tengo los resultados de la autopsia. ¿Vas a venir?

—¿Debo?

—No sé, es tu caso.

—Es una puta, Armiñana; se suicidó, y ya está.

—Hay una cosa.

—¿Qué cosa?

—Por teléfono, no.

Quedó pensativo. Pensó que no le iría mal un poco de aire, así que aceptó:

—Voy para allá.

Aquélla decisión cambió su vida.

No se dio cuenta de ello, pero el vaso con el Licor 43 había quedado, sin tocar, encima de la mesa.

Alsina entró en tromba en el depósito. Las puertas se bamboleaban tras de él.

—Cuéntame esa cosa tan importante.

Blas Armiñana, el forense, contestó:

—Buenos días primero, ¿no?

—Sí, claro, buenos días, Blas. Perdona.

Armiñana dejó un cadáver con el que trabajaba y le instó a que lo acompañara con un gesto de la cabeza.

El forense levantó la sábana que cubría un cuerpo situado al fondo.

—Mira.

Era ella. Tenía el rostro desfigurado.

—¿Sabemos su nombre? —preguntó el inspector.

—Ni idea, no llevaba nada encima que la pudiera identificar. Se reventó la cara contra el asfalto. Parece que lleve una careta. Tampoco se encontró nada arriba, ¿no?

—Los guardias no vieron ni rastro de ningún bolso o cartera.

—Tendrás que identificarla, me imagino.

—Nadie se ha interesado por ella.

—Ya.

Se hizo un largo silencio.

—¿Y eso que querías decirme? —preguntó el detective para abreviar.

—Observa esto —contestó el forense levantando el antebrazo derecho de la finada—. Mira estas marcas.

El policía comprobó que la muerta había sido atada con fuerza por las muñecas.

—Unas esposas —dijo el médico.

Julio Alsina se tomó unos segundos. Sacó el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo de la chaqueta y luego, con parsimonia, un cigarrillo. Lo encendió y exhaló el humo.

—¿A qué crees que se dedicaba esta buena mujer? —dijo de sopetón.

—Estoy de acuerdo contigo en eso: era una puta de posibles. Ésa ropa interior no es de una mujer decente.

—Y parece cara, ¿no?

—Sí, lo parece.

—Bien, Blas, si aceptamos que era una prostituta, no me parece tan anormal lo de las esposas. Ya sabes, hay tipos a los que agradan los numeritos raros. He conocido putas que tenían un surtido de esposas y grilletes que ya los quisieran para sí en San Quintín.

—Si tú lo dices…

—¿Causa de la muerte?

Armiñana miró al detective como si fuera tonto.

—El impacto. Coño, Julio, se descalabró. Tiene casi todos los huesos fracturados, incluso el cráneo, pero mira —añadió, y se acercó al cuerpo, con lo cual su largo flequillo blanco cayó sobre su rostro de actor de cine americano—, aquí, aquí y aquí hay moretones. Ahí, bajo el ojo, o mejor dicho, bajo lo que queda del ojo, hay otro moretón. Mira el antebrazo: estos morados se producen cuando se agarra a alguien con fuerza, son impresiones de los dedos del que agrede. Marcas de presión, se llaman.

Alsina asintió porque no quería seguir mirando aquello. Sentía lástima por aquella mujer. ¿O no era eso? En el fondo comenzaba a sentirse incómodo por lo que tanto el forense como él intuían.

—¿Qué quieres decirme? —inquirió secamente.

—Que a esta pobre furcia le dieron una buena mano de hostias.

—Igual hacía servicios especiales. Ya te he dicho.

—Sí, hay gente rara. Y la violaron; varios hombres.

—Era una prostituta, ¿recuerdas?

—La violaron, Alsina, las relaciones no fueron consentidas, y le arrearon de lo lindo.

—Blas, joder.

—Créeme.

—Y además, ¿no pudo hacerse los morados al caer?

El forense negó con la cabeza:

—Dame un pito, anda —pidió.

Se hizo otro silencio.

—¿Y eso? —preguntó de pronto Alsina señalando el dedo índice de la muerta.

—¿Eso? Ah, nada. Perdió una uña.

—¿Arrancada?

—No, no —dijo el médico con una carcajada—. Son postizas, debió de perderla en la caída. No creas, de porcelana. Cuestan un potosí.

—Ya. Lo dicho, una puta de posibles.

Alsina no parecía amigo de complicaciones y, al parecer, veía claro el asunto.

—¿Cierras el caso, Julio?

—Pues claro, Blas, pues claro. Está todo muy claro. Que la entierren donde los indigentes, en Espinardo.

—Querrás decir donde los suicidas.

—Pues eso, donde corresponda.

—No es lo mismo, amigo, no es lo mismo.

Comió en la pensión: pechugas de pollo empanadas con ensalada y natillas de postre. Tras el café se fue a tomar un par de tragos a su cuarto, a solas, sentado en su pequeña mesa cubierta con un hule de plástico coloreado con flores rojas y verdes. Miró por la ventana y contempló a Clara que llegaba del colegio, con sus calcetines en los tobillos y una gruesa rebeca de lana verde que llevaba entreabierta, pues a esa hora el sol invernal hacía que la temperatura fuera agradable. Don Serafín, el padre de los niños insoportables, hablaba con ella apoyado en la pared con aire chulesco y venciéndose sobre la cría, como si se la fuera a comer.

«Viejo verde», pensó.

Claro que él no era mucho mejor que aquel tipo. También deseaba a aquella jovencita.

Entonces vio salir a la mujer de Serafín, cuyo nombre nadie sabía; Aurora o algo así. Estaba preñadísima, como siempre, y con su presencia provocó el fin de aquella conversación.

Se echó a dormir la siesta después de atizarse un par de tragos.

Cuando despertó, se sintió bien por primera vez en mucho tiempo, de veras, y tras mojarse la cara y peinarse con mucha gomina salió a la calle. Se encaminó hacia el centro y tomó un café en el bar El 42, frente a la redacción del diario Línea. Era un establecimiento que le agradaba mucho. Allí charló un rato con Joaquín Ruiz Funes, un compañero que había dejado el Cuerpo de Policía para dedicarse a los negocios y a la construcción. Era famoso por haber resuelto un caso que, en realidad, le había incapacitado para siempre como policía: los crímenes del Carril de la Farola.

A consecuencia de su participación en aquel sumario del año 1965, Ruiz Funes dejó la policía, pues decía haberse encontrado con lo más despiadado de la condición humana. Después de aquello había colgado los trastos de buenas a primeras.

Aquél crimen llegó a conmocionar al país entero: en la calle Carril de la Farola se produjo la muerte de una niña de nueve meses, María del Carmen; el médico dictaminó que a causa de una meningitis. A los cuatro días falleció un hermano de la niña, Mariano, de cinco años. El doctor que atendía a la familia achacó el óbito de nuevo a dicha enfermedad, pero unas fechas después fallecía otra hermana más de aquella nutrida prole, una niña de cuatro años, Fuensanta. La policía tomó cartas en el asunto y el caso fue a parar a Ruiz Funes. El pobre Joaquín no pudo evitar un cuarto deceso, el del más pequeño miembro de la familia que había sobrevivido, Andrés. El despiadado ejecutor resultó ser una niña, la mayor de los nueve hermanos, a quien se le había robado la infancia. A aquella niña le gustaba jugar, pero no podía, se veía obligada a limpiar, a cuidar sus hermanos y a hacerse cargo de las labores de la casa como una versión moderna de Cenicienta. Había acabado por decidir la eliminación de los menores, los que más esclavizaban, con una mezcla de DDT y matarratas. Para Ruiz Funes, que decía que aquella era una niña pizpireta, espabilada y juguetona, fue su último detenido. Ni siquiera fue a la cárcel debido a su edad, sino que ingresó por orden del juez en las Oblatas, un centro para jóvenes descarriadas donde pudo tener, al fin, algo parecido a una infancia. Había quien decía que la verdadera asesina había sido la madre de las criaturas, pero nada pudo probarse al respecto. Un caso horrible.

Ruiz Funes no volvió a ser el mismo, aunque supo reinventarse después de aquello. Al parecer, le iba bien. Mantenía buenas relaciones con el Régimen y era un tipo muy listo.

Aquélla tarde vestía traje oscuro, con rayas finas de color blanco, apenas perceptibles pero que le daban un cierto aire de acaudalado, corbata roja y camisa azul celeste. Lucía un oloroso clavel en la solapa, a la manera de los triunfadores del momento.

Charlaron un rato y Joaquín le dijo que andaba tras un negocio de envergadura, como siempre; le contó cotilleos sobre lo más granado de la sociedad murciana y se jactó de un par de aventuras amorosas. «Tú lo que tienes que hacer es venirte a trabajar conmigo», le dijo cuando se despedían. Siempre lo había tratado con respeto, hasta con cariño, pese a ser él un apestado cuya compañía todos rehuían. Alsina le estaba muy agradecido por ello.

Entonces, sin saber muy bien por qué, cruzó la Gran Vía —en realidad se llamaba avenida de José Antonio, aunque nadie usaba nunca ese nombre—, y en unos minutos se acercó, caminando a paso vivo, a la plaza de la Cruz. Llegó al pie de la torre de la catedral y miró hacia arriba. Era imponente. «Menuda caída», se dijo.

El templo era bello, sin duda. La fachada, que daba a la plaza de Belluga, le pareció algo barroca la primera vez que la vio tomando café con Adela, quizá demasiado recargada, pero ahora le parecía hermosísima cuando se recortaba contra el cielo siempre azul. Era algo que le gustaba de aquella pequeña ciudad: el sol siempre brillaba y el cielo era de color turquesa, casi sin nubes. La luz del Mediterráneo es algo a lo que uno se acostumbra fácilmente.

Sin saber muy bien por qué, entró en la catedral, pagó al sacristán y se vio escalando las empinadas cuestas que ocupaban las tripas de aquel inmenso torreón. Tuvo que descansar varias veces. En un rincón olía a orines, vio cáscaras de pipas e incluso sorprendió a una pareja besándose junto a una ventana. Cuando lo vieron llegar salieron corriendo a toda prisa cuesta abajo mientras ella intentaba bajarse la falda. Un grupo de niños se cruzó con él cuando iban de vuelta. Parecían felices y sintió envidia. Llevaban golosinas en la mano, un par de piruletas y un paquete de chicles Cheiw. Aquéllos rapaces pasaban la tarde entre carreras arriba y abajo. Jugaban a policías y ladrones, a la guerra, y se meaban desde arriba intentando acertar a los viandantes. A veces tiraban petardos que estallaban mucho antes de llegar al suelo. Cuando llegó arriba, donde las campanas, se sintió exhausto. Apoyó las palmas de las manos en los muslos y tomó aire. Entonces vio allí a Ramiro Herrera, un pedófilo muy conocido en comisaría. Pensó en las piruletas que llevaban los niños que se había cruzado al subir.

Cabrón.

Mostró la placa para acojonarlo y le dijo que avisaría al sacristán para que llamara a comisaría si le volvía a ver por allí. El otro salió por piernas farfullando una excusa.

Cuando quedó a solas miró la hora. Las siete menos cuarto. Respiró con alivio, no quería estar allí cuando sonaran las campanas. Se acercó al ventanal por el que debía de haber saltado aquella pobre mujer. Pasó bajo una inmensa campana y se asomó al exterior. Tenía miedo. Volvió a mirar el reloj. Desde allí se veía toda la ciudad, la huerta, el edificio Alba que tenía deslumbrados a los lugareños por su altura, y a lo lejos, el campo de fútbol La Condomina. Pensó que Murcia era aún pequeña.

Su mente, inconscientemente, la comparaba a menudo con su ciudad natal, Madrid. La noche y el día.

Aquélla era una pequeña urbe que había pasado de ser una ciudad compacta en la preguerra a una población desordenadamente estrellada. Su crecimiento se complicaba por la existencia de núcleos rurales muy cercanos y por la nebulosa presencia de la huerta, muy hermosa, que en algunos puntos distaba menos de ochocientos metros del centro de la población. Aun así, el viejo casco había crecido hacia levante, rozando los cien mil habitantes: en el Polígono de la Paz habían nacido seis bloques y se levantaron viviendas de cierta altura junto a la plaza de toros, y la Gran Vía se estaba convirtiendo en una arteria que vertebraba la expansión hacia la plaza Circular que todos llamaban «la Redonda». Pero con todo, aquélla era una ciudad pequeña, coqueta, casi un pueblo.

Alsina miró hacia abajo y contempló a la gente que pasaba: hormigas, tipejos insignificantes cuya vida no importaba a nadie.

Como la suya. Vislumbró por un momento la sensación que vivió la suicida, el viento en la cara, los brazos abiertos y el suelo que se acerca, rápido, rápido…

Entonces la vio.

En un pequeño saliente, en la base de la balaustrada de piedra, había algo rojo que brillaba con el sol: la uña.

Se dobló sobre sí mismo y alargó el brazo sujetándose con fuerza con la otra mano.

Temió que la campana sonara en aquel inoportuno momento. Lo lanzaría al vacío. Qué tontería, quedaba tiempo. Su pie izquierdo quedó en el aire. Cuidado, podía caer. Con las yemas de los dedos palpó la uña. Hizo pinza a duras penas con el extremo del índice y el anular y se hizo con ella. Casi se le cae. Poco a poco recuperó la verticalidad. Respiró hondo. Salió de debajo de la campana y se situó en el centro de la torre.

Miró el reloj: menos cinco.

De pronto, todas las campanas comenzaron a sonar haciendo que casi le estallaran los oídos. Salió de allí a la carrera. ¡Su repugnante reloj atrasaba! Se juró a sí mismo que lo machacaría de un martillazo al llegar a la pensión. Por poco lo mata. Había sido cuestión de segundos. Si hubiera sonado la campana cuando estaba suspendido, lo habría lanzado al vacío.

¡Maldito reloj! Recordó que era un regalo de Adela, claro.

Triturar aquel odioso reloj de un martillazo fue algo liberador, terapéutico. Entonces no lo sabía, no era consciente de ello, pero aparte de vengarse de aquel chisme por intentar asesinarle, rompiéndolo se había deshecho del último objeto, el último nexo que, de manera invisible, lo mantenía unido a Adela. Le temblaban las manos, ¡había estado a punto de morir! Sacó la botella de Licor 43 de su mesilla de noche para endosarse un buen trago.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó desde el otro lado de la puerta una voz alarmada por el golpe.

—Nada, nada, doña Salustiana, se me ha caído una cosa. Disculpe.

Hubo un silencio.

—La cena ya está lista —anunció la patrona.

—Ahora mismo voy.

Su mente voló de nuevo a la torre de la catedral. Una uña. La prostituta no había perdido la uña en la caída. De hecho, las otras nueve habían permanecido en su sitio, seguro que las pegaban a conciencia. La uña de porcelana de color carmín que tenía en la mano estaba arriba, en la torre. Junto a la barandilla. A aquella pobre la habían curtido, no dejó bolso ni identificación como todos los suicidas, tenía señales de esposas y además había aparecido una uña junto a la barandilla. La imaginó aferrándose a la balaustrada de piedra, luchando por su vida. ¿No la habrían empujado?

¿Quién era? No le costaba trabajo hacer unas preguntas. Se fue a cenar sin advertir que ni siquiera había abierto la botella.

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