1969

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La película

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Jonás estaba ocupado luchando con un cercado cuando vio llegar el automóvil del policía. Vio que del mismo se apeaban Alsina y Antonio, el mecánico.

—Buenas —saludó el policía, y otro tanto hizo el mecánico.

Nas nos dé Dios —contestó él.

—Hace bueno, ¿eh? —comentó Julio.

—Sí. Pero mañana, lluvia.

—¿Cómo lo sabe?

Jonás sonrió con la tranquilidad que da la experiencia dijo:

—¿Ve usted esas nubes allá, por el Mar Menor?

—Sí, claro —contestó el policía—. Son pequeñas.

—No haga caso. Cuando hay nubes como esas y el viento viene de lebeche, en una jornada, lluvia segura.

El mecánico miró a Alsina y asintió como si aquel lugareño no fallara en sus predicciones.

—Me lo enseñó mi abuelo —explicó Jonás volviendo a su quehacer. Entonces, como quien no quiere la cosa, siguió diciendo—. Al final encontró usted los cuerpos…

—Sí, así fue.

—Todos los de por aquí tenemos que estarle agradecidos. Mi primo, el Bizco y el hermano y la novia de aquí, Antonio, descansan en paz gracias a usted. Ayer se les dio cristiana sepultura.

—¿Hace un pito, don Jonás? —dijo el mecánico.

—Echaré uno, vale —aceptó el labriego dejando la valla.

Alsina, mirando hacia la sierra, esperó a que Antonio le diera lumbre y dijo:

—El pedáneo va a pagar por las muertes.

Jonás, aspirando el humo con fruición, contestó:

—Sí, se dice por ahí que fue él quién los mató. Cosas de un loco.

—¿Y usted qué cree? —preguntó Antonio como si pidiera consejo a alguien de más edad.

El labriego se rascó la cabeza tras quitarse la gorra y después de pensárselo afirmó:

—Fue cosa de los americanos.

Hubo un silencio.

—Voy a ayudar a aquí, al señor Alsina —explicó Antonio—, quiero que paguen y le necesitamos. Usted conoce la sierra como nadie.

El viejo los miró con la cabeza ladeada, como sopesando los riesgos.

—¿Qué hay que hacer?

—Debo colarme en Wilcox, en las instalaciones que tienen al sur de la Cresta del Gallo —expuso el policía.

—¿Cuándo?

—Ésta noche.

—¿Podrá usted hacer que paguen por lo que hicieron?

—Al menos podré hacerles daño, mucho daño.

—Cuente conmigo.

—Será peligroso.

Jonás miró sonriente a los dos jóvenes y fue concluyente:

—Tengo sesenta y ocho, hice la guerra con el Campesino y nunca me he puesto de rodillas delante de nadie. ¿De verdad creen que me voy a asustar por cuatro yanquis pelirrojos?

—Pasaremos a recogerle a eso de las once.

—Dense prisa, no sea que me duerma.

—Descuide —dijo Alsina encaminándose hacia el coche.

Cuando subieron al vehículo, miraron atrás y comprobaron que el hombre seguía a lo suyo, con su valla. Como si nada. Alsina le envidió el temple.

Eran las doce de la noche cuando Antonio Quirós detuvo el vehículo de Alsina en el punto que les indicó Jonás. El policía y el labriego bajaron del coche y el mecánico quedó esperando por si había que salir huyendo. Jonás se puso en marcha sin tardanza, guiando al policía por una estrecha cañada. Caminaba a paso vivo en la oscuridad, trepando de roca en roca como si fuera una cabra. Al detective le sorprendía que el viejo se moviera así a su edad y que pudiera ver algo en aquella noche cerrada y lóbrega. De vez en cuando, Jonás, que se apoyaba en una especie de garrote, se giraba y aguardaba al policía, que caminaba con dificultad. Por último, y cuando caminaban entre pinos, comenzaron a escuchar un sonido ensordecedor que venía de lejos.

—Por aquí —dijo el campesino pasando bajo un pequeño puente que cruzaba un ramblizo.

Siguieron caminando, siempre hacia arriba. Alsina no veía el momento de llegar. ¿Conseguiría lo que buscaba? ¿Llegaría a tiempo? Había hablado con la madre de Rosa por teléfono y ésta se había mostrado inquieta porque los presos habían sido trasladados. No les decían adónde.

Él lo sabía. Estaban en la «Casita», donde el sádico de Guarinós podría despacharse a sus anchas, ensañarse con ellos. Pensó en Ivonne, golpeada, torturada y violada por aquellos bárbaros. La sola idea de que Rosa pudiera estar pasando por algo similar le volvía, sencillamente, loco.

—Silencio —musitó Jonás—. Un coche.

Quedaron quietos, agazapados, junto a un camino de tierra. Él no oía nada, pero sabía que debía fiarse del instinto del viejo. Al poco, el murmullo de un motor se hizo ligeramente audible. No tardó en pasar junto a ellos un camión de Wilcox, muy parecido a los del ejército estadounidense.

—Ahora —decidió el viejo reanudando la marcha.

Llegaron a una especie de cortado y escalaron unas rocas. El detective pudo ver desde cerca aquella inmensa nave metálica. Al fin llegaba a la última etapa de aquella aventura y podría ver con sus propios ojos, comprobar qué era lo que había costado tantas vidas. Lo sabía, o creía saberlo, pero estaba allí para conseguir pruebas que le ayudaran a salvar a sus amigos. La nave estaba enclavada al final del valle, al sur de la sierra de la Cresta del Gallo. Un trozo de terreno árido, yermo, de suelo gris como la ceniza y sin apenas vegetación. Un lugar solitario y apartado que recordaba las películas del Oeste.

—Chiiist —chistó Jonás, que consideraba las pisadas del policía demasiado ruidosas.

Quedaron agazapados, tras una inmensa roca.

La nave estaba abierta y había focos que iluminaban el terreno por todas partes. De una inmensa grúa colgaba una extraña cápsula, como las de los astronautas que circunvalaban la Tierra describiendo órbitas y realizando proezas espaciales. Más de cien hombres se agitaban laboriosos. Iban de aquí para allá como minúsculas hormigas afanadas en sacar adelante a su colonia. Unos reparaban unos cables, otros se encargaban de los focos, y la mayoría se empleaba a fondo ultimando detalles. Un tipo daba órdenes en inglés a voz en grito, muy exaltado, con un gran megáfono, mientras varios operarios se subían en grúas para hacerse cargo de sus cámaras.

—¿Están rodando una película? —repuso Jonás en un susurro.

—Sí —asintió Alsina—. Una película.

Las luces se apagaron de pronto con un gran estruendo y se escuchó una voz por la megafonía que decía:

Silence!

Todos los operarios quedaron en sus puestos, en la oscuridad. Entonces se encendió una luz, un foco, otro y otro. Todos enfocaban a un punto determinado. Poco a poco la nave fue bajando, lentamente. No se apreciaba que se encontraba colgada de la inmensa grúa y daba la sensación de estar aterrizando. Alsina lo miraba todo con la boca abierta. El piso era como arenoso, de un color gris ceniza y salpicado por algunas rocas aquí y allá. Sacó la cámara que había comprado y comenzó a sacar fotos como un loco. A la grúa, a los operarios, a la cápsula y a todo lo que se veía o podía medio intuirse. Al fin la nave se posó y, tras unos segundos que se hicieron eternos, se abrió una especie de escotilla. Por ella descendió un astronauta vestido de blanco, inmenso y grande. Llevaba luces que salían del casco para iluminar, como un minero, su camino.

—Los ángeles blancos —murmuró Alsina.

Entonces, por la megafonía, y a la vez que el tipo ponía el pie en el suelo, se oyó decir:

That’s one small step for man, one giant leap for men[3].

Hubo un silencio y entonces el tipo del megáfono interrumpió aquello gritando como un loco:

No, no, noooo! Mankind, Neil! Men, no! No! Mankind[4]! —gritaba fuera de sí—.

Mankind!

El astronauta se quitó el casco con cara compungida, como excusándose.

Mankind! —gritó de nuevo el director de la película como si el otro fuera tonto.

Como si estuvieran acostumbrados a ello, todos los operarios corrieron raudos de aquí para allá para dejar el decorado como al principio: barrían la arena del suelo, medían la luminosidad o tensaban los cables, mientras el actor que hacía de hombre de las estrellas se excusaba farfullando excusas en inglés. Alsina lo fotografió todo, mientras Jonás, hombre sencillo y de otra época, miraba todo aquello con cara de asustado.

Entonces, una voz sonó detrás de ellos:

—¡En pie!

Alsina giró la cabeza y vio a uno de aquellos mastodontes armado con un M16 que les apuntaba.

—¡Corre, Jonás! —gritó a la vez que arrojaba un puñado de tierra a los ojos del guardia y le asestaba una patada en las corvas que lo hizo rodar.

Del fusil del americano surgió una ráfaga que rasgó la noche y provocó que todos se volvieran a mirar hacia el punto en que se hallaban. Alsina no se giró para mirar, porque Jonás corría monte abajo y no quería que lo cazaran como a una rata. Corrió a todo lo que daban sus piernas, hasta que, en unos segundos apenas, se vio frente al cortado rocoso. Jonás estaba abajo y le hacía gestos con la mano para que se diera prisa. ¿Cómo había llegado allí tan rápido? ¡Tenía sesenta y ocho años!

Oyó voces y se volvió. Tres figuras se le acercaban en la oscuridad.

—¡Toma, Jonás, ponla a salvo! —gritó.

Le lanzó la cámara, que el labriego asió al vuelo para salir al galope de allí ladera abajo. A los pocos segundos había desaparecido.

Justo en ese momento, Alsina sintió un brutal golpe en la nuca y todo se volvió negro.

Despertó con un fuerte dolor de cabeza y comprobó que estaba esposado a una silla. Se encontraba en una especie de sótano con amplias ventanas a ras del suelo, un cuarto de juegos o algo así, grande y espacioso, con una mesa de billar y un futbolín. Estaba bien iluminado y la luz del sol se filtraba inundándolo todo. Atardecía. Recordó el rodaje en las instalaciones de Wilcox, la huida de Jonás con la cámara y el golpe en la cabeza. Había llegado lejos, muy lejos. Demasiado tal vez.

—¡Ehh! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

Al momento se escuchó el ruido de un cerrojo que se abría y apareció ante él uno de los mastodontes de Wilcox, que lo miró con curiosidad.

Wait a minute —dijo, para desaparecer a continuación.

No tardaron en llegar otros dos hombres, que lo liberaron de las esposas, lo levantaron y le tomaron en volandas para subir unas escaleras e introducirlo en una estancia más amplia plagada de butacas. Lo sentaron en una silla y alguien encendió un proyector cuya bombilla, sin película, le daba en la cara impidiéndole ver a las tres figuras que se sentaban frente a él.

—Ha llegado usted lejos —comentó una voz que identificó como la de don Raúl.

—Sí, hace un momento he pensado lo mismo —repuso, reparando en que, curiosamente, no se encontraba nervioso ni tenía miedo. Había vivido una vida de mierda, había estado muerto, atrapado, y la muerte de Ivonne le había hecho resucitar para perderlo todo de nuevo. Estaba harto y no le importaba abandonar este valle de lágrimas, así que se sintió bien, poderoso, fuerte.

—¿Qué estaba haciendo anoche? —preguntó la voz de Richard.

—Vaya, Richard. Supongo que la tercera sombra que intuyo es de míster Thomas. ¿Es así?

—En efecto —contestó el interpelado.

Se hizo un silencio.

—¿Por qué ha venido? —preguntó don Raúl.

—Para el acto final. Toda película, novela u obra de teatro lo requiere, ya saben, el momento en que los implicados juegan sus cartas y ganan los buenos.

—Ya —repuso don Raúl que parecía hacer de portavoz—. ¿Y qué cartas son ésas?

—Las mejores.

—Le recuerdo que está en nuestro poder, esposado y a punto de ser interrogado por Richard.

—Ése medio mierda no me va a tocar un pelo. Usted se encargará de ello. Si se me acerca a menos de un metro no habrá trato y los rusos dispondrán de toda la información: fotos y película incluidas.

Pudo ver que los tres se miraban entre sí. Debían de estar asombrados.

—Vaya, creo que no mide usted bien sus fuerzas.

—Un metro he dicho —contestó—. No lo pienso repetir.

Silencio.

Se oyó el ruido de un fósforo que rascaba la lija de la caja y prendía. Don Raúl encendía un puro. Escuchó su soplido, exhalando el humo. Habló:

—¿Qué cree tener?

—Lo sé todo.

—¿Qué es todo?

—Todo: qué hacen aquí, quién era Robert, por qué mataron a los desaparecidos, lo de sus películas, por qué murió Antonia García… ¿Sigo? —Sí, por favor.

—Los dos cazadores no murieron por estropearle la caza. Fueron ejecutados por el mismo motivo que Paco Quirós y su novia: se acercaron demasiado a la finca y vieron algo que no debían.

—Eso que dice usted es de Perogrullo. No demuestra que sepa nada de valor.

—¿De Perogrullo? —interrumpió míster Thomas.

—En castellano quiere decir que es de cajón, evidente —aclaró el dueño de la finca.

—Murieron por lo que vieron —insistió Alsina.

—¿Y qué era, si puede saberse?

—Los ángeles blancos del Alfonsito.

Don Raúl estalló en una violenta carcajada que resultó algo forzada.

—Y ahora dirá que también matamos a ese pobre subnormal.

—Pues sí. Pero no por ver los ángeles, sino por Frank Berthold.

Silencio.

Había dado en el clavo.

—Vaya, es evidente que lo subestimamos —reflexionó don Raúl.

—No me lo tomo a mal. Todo el mundo lo hace. —Escuchó que murmuraban entre sí. Al fin, don Raúl volvió a hablar:

—Bien. Pensamos que es inútil andarse con subterfugios. Total, usted no va a salir vivo de aquí…

—El pobre chico terminó resultando incómodo.

—En efecto.

—Vagaba por los campos de noche y vio a «los ángeles» —prosiguió el policía—. Supongo que, al principio, la gente se lo tomaría a risa, pero luego, al comenzar las desapariciones, cundió el pánico.

Don Raúl dijo:

—Ése cura histérico empeoró las cosas. Sí, al principio era algo anecdótico y, de hecho, no me costó convencer a mis amigos americanos de que no le hicieran daño. Richard es muy profesional para estas cosas.

—Dirá usted muy asesino.

Don Raúl continuó hablando como si no hubiera oído nada:

—Intenté protegerlo, bien lo sabe Dios. Lo hice en memoria de la amistad que tuve con su madre, pero, como usted dice, vio la fotografía de Frank Berthold en la prensa y la recortó. Comenzó a hablar del asunto y hubo que eliminarlo. Por fortuna, el periódico sólo llega al Teleclub y él había recortado la foto. No descubrió el pastel por poco.

—Porque Frank Berthold, héroe del viaje del Apolo VIII, la primera nave que orbitó alrededor de la Luna, y que ahora se halla de gira por Europa, era en realidad Robert, el novio americano de Antonia García —puntualizó Julio.

—¿Cómo lo supo usted? —preguntó míster Thomas.

—Por el Alfonsito. Fui a su casa después de su suicidio y comprobé que estaba empapelada de estampas de ángeles y santos. La única fotografía que no encajaba era un recorte de periódico de un tal Frank Berthold. Luego, pasado el tiempo, pensé en la fotografía que Richard había robado de casa de Antonia. Su madre me contó que se quedó muy confuso el día que vio que Robert y Antonia se habían hecho una foto. No robaron más que eso, y Honorato Honrubia, el supuesto asesino de Antonia, estaba en la cárcel en el momento del robo. Me pareció evidente que había sido Richard y me pregunté por qué podía ser tan importante una foto de un ingeniero y una chica de pueblo para un agente de la CIA.

—¿De la CIA? —repitió míster Thomas.

—Sí, no disimulen. Les digo que lo sé todo: Richard Black Weaber, alias «Gunboy», alias «Jesús». Destacó en sus trabajos en la Cuba de Baptista y en Vietnam.

Dejó pasar unos segundos para que encajaran el golpe, y luego continuó:

—Trabajo a medias con los comunistas; una asociación digamos temporal, pero no teman, no les he contado lo que sé —mintió—. No pagan bien, y ustedes sí me darán lo que pido.

Dejó que sus últimas palabras flotaran en el aire. Se hallaba cómodo, controlando la situación. Los tenía en sus manos.

—Continúe —pidió don Raúl.

—¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La casualidad, la suerte y el Alfonsito. El caso es que hablé con la madre de Antonia respecto a la foto y me dijo que había sido realizada por un fotógrafo ambulante al que localicé con facilidad. Me hizo copias y compré los negativos. Cuando miré la fotografía de Antonia y su novio americano, me quedé de piedra: yo había visto aquella cara. No era un ingeniero, era Frank Berthold, un famoso astronauta que llevó a cabo una peligrosa misión en Navidades. Se había ido de España en octubre. No crean, miré los ejemplares de prensa atrasados en la hemeroteca del diario

Línea y supe que por aquellas fechas se hallaba oficialmente culminando su duro adiestramiento en Cabo Cañaveral. La fotografía era la prueba de que había estado aquí, y no podía saberse, ¿me equivoco?

—No —admitió don Raúl—. Aunque da usted a la foto más importancia de la que tiene. Ésa putilla se quedó preñada y amenazó con escribir a Indiana, a casa de Frank o Robert, como ella lo llamaba. Richard tuvo que actuar.

—Y le cargaron el muerto a Honorato Honrubia con una prueba falsa, el cuchillo.

—Exacto. Fue fácil. Ya la había maltratado antes.

—¿Podrían traerme un vaso de agua? Tengo sed.

Alguien pulsó un timbre, se abrió la puerta y apareció uno de los hombres de Richard. Hablaron en inglés y en seguida le trajeron un vaso de agua que Julio apuró de un trago. Una vez repuesto, volvió a tomar la palabra:

—Aquello me llevó al siguiente paso: ¿qué era tan importante como para eliminar así a la gente? ¿Qué hacía aquí un astronauta de la NASA? ¿Por qué se había calificado este terreno como zona militar? Los rusos estaban muy interesados, créanme. Mi amigo el comunista me puso en contacto con ellos —mintió de nuevo.

—¿Los rojos saben que estamos aquí? —preguntó alarmado míster Thomas.

—Sí, han sido ustedes muy poco… discretos. Pero no saben qué hacen ustedes. Y, claro, se mueren por saberlo. Pero eso es otra historia. Como ya sabrán, yo comencé a meterme en este interesante negocio por la investigación de un suicidio muy peculiar. Fue en esta misma sala, ¿no, Richard?

—Hijo de puta —masculló el americano con su característico acento.

—Calma, calma —lo apaciguó don Raúl—. No perdamos los nervios.

—Eso, don Raúl. Que este asunto no es mo-co-de-pa-vo. Usted ya me entiende.

—¿Cómo?

—Sí, ya sabe, moco de pavo, moco. Las putas lo cuentan todo. Hablé con Veronique. Moco, mocos. Hay gente muy rara.

—Es usted un maldito hijo de puta.

Alsina chasqueó la lengua a la vez que movía la cabeza hacia los lados:

—No perdamos los nervios, don Raúl, somos gente civilizada. Sólo pretendo demostrarle que estoy bien armado, nunca usaría esa información contra usted, créame.

—Raúl, ¿de qué habla este idiota? —quiso saber míster Thomas algo confuso.

—Nada, nada —disimuló el dueño de El Colmenar—. Bromas entre españoles. Sigamos hablando, joven.

—Ah, sí, las putas —añadió Julio—. Aquí, Richard, que si me permiten decirlo ha sido un modelo de negligencia tras negligencia, acudió a esta misma sala con un tal Steve y dos putas. Los muy zopencos, en lugar de poner una película pornográfica como pretendían, se equivocaron de filme.

—Vaya —intervino ahora míster Thomas—. Sí que sabe usted cosas.

—He hecho mis deberes.

—¿Y de qué trataba? ¿Era del Oeste, de la Segunda Guerra Mundial o quizá de amor? —preguntó don Raúl con retintín.

—No —contestó él muy seguro de sí mismo—. El tema era el mismo que grababan ustedes en la sierra.

—O sea…

—Veronique vio una película de un astronauta paseando por la superficie lunar.

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