1969

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Un seguro de vida

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—¿Cómo? —dijo don Raúl con tono burlesco—. Me parece, Alsina, que su imaginación le ha jugado una mala pasada. ¿De veras ha dejado el alcohol? ¿Está seguro?

—Mire, don Raúl, usted y yo sabemos de lo que hablamos. Da la casualidad de que la de anoche no fue mi primera visita —mintió una vez más—. He venido en cuatro o cinco ocasiones y he hecho fotos y he grabado muchos metros de película con mi tomavistas. A estas alturas dispongo de material, a buen recaudo y en el extranjero, claro, como para dar un escándalo de dimensión mundial.

Percibió que sus interlocutores volvían a mirarse. La sombra que él creía era míster Thomas sacó algo del bolsillo. Parecía la silueta de una pipa. Encendió una cerilla.

—Thomas, haz los honores —dijo don Raúl.

El intenso aroma de tabaco de pipa que, dicho sea de paso, le encantaba, llegó hasta donde estaba Alsina. El americano que dirigía aquel circo se levantó, se acercó hasta donde él estaba y se sentó en una butaca junto a su silla. Casi frente a frente. Podía verle la cara perfectamente.

—Me sorprende usted. Ya quisiera tener muchos hombres así —dijo míster Thomas en una velada alusión a los errores de Richard.

—Gracias.

—Debo decirle que se equivoca. Usted no ha visto al hombre poner un pie en la Luna. Eso no ha ocurrido aún, pero ocurrirá. Puedo adelantarle que será este mismo año y que lo lograremos nosotros.

—Vaya, pues enhorabuena. Pero entonces, ¿para qué este tinglado? ¿Por qué los muertos?

—No me cree, ¿eh?

—No, la verdad. He visto cómo grababan ustedes un alunizaje; fue anoche mismo, ¿recuerda?

Míster Thomas hizo una pausa y aspiró una buena bocanada de humo. Reanudó el discurso al instante, con calma. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar y que sabía controlar aquellas situaciones:

—Veamos, Alsina. A nadie se le escapa que, quitando cuatro guerras de otros aquí y allá, como es el caso de Vietnam, nosotros no estamos combatiendo con los rusos directamente. Puede que ocurra, no le digo que no, pero, de momento, la amenaza nuclear evita una confrontación directa. A eso se debe que nuestra gran rivalidad política, técnica, y sobre todo militar, haya derivado hacia la carrera espacial. Un asunto que, dicho sea de paso, vuelve locas a las masas. Ellos golpearon primero con lo de

Laika, Yuri Gagarin y todo eso, pero ahora nosotros hemos recuperado la iniciativa con la expedición en que participó Frank Berthold.

—Si es que existió…

—Existió, créame. El caso es que esta carrera es una auténtica guerra. Consume muchos recursos y en gran parte alienta nuestra investigación en áreas como la militar, las telecomunicaciones, la física o la aeronáutica. Temas que, por supuesto, son vitales. Si tenemos éxito, más recursos asignará el Congreso, ¿entiende?

—Perfectamente.

—Bien. Puedo repetirle que estamos en condiciones de conseguirlo este mismo año. Tenemos varios equipos trabajando en turnos, sin dejar de avanzar sea de día o de noche y la cosa pinta bien, pero…

—¿Sí?

—… no estamos libres de que se produzca un fallo, un error, un bandazo, no sé, que dé al traste con la misión. Imagine, por ejemplo, que lanzamos una nave desde Cabo Cañaveral y anunciamos con tambores y… ¿cómo se dice, Raúl?

—A bombo y platillo.

—Eso, a bombo y platillo. Imagine usted que en el trayecto perdemos la nave o estalla. Quedaríamos mal, ¿no?

—Un ridículo.

—Exacto. Esto que ha visto usted no es otra cosa que una opción, la opción b. La operación fue bautizada como operación Hollywood.

—Por el cine, claro.

—Exacto. Di con este paraje hace años, por casualidad. Vine a hacer una visita a mi amigo Raúl y me encontré con esa maravilla que tienen ustedes al sur de la Cresta del Gallo: nada menos que un paisaje lunar. Aquí, en un país amigo y en una provincia pequeña, discreta, alejada del mundanal ruido. Un hermosísimo y desolado paisaje lunar. Por eso, cuando surgió la idea de desarrollar esta operación, pensé en Murcia al momento. La carrera espacial va viento en popa, pero esta misión tiene como objetivo crearnos otra alternativa. Como un seguro de vida. Imagine que la nave, en la misión definitiva, estalla.

No problem. Seguiríamos con la misión como si nada. Pasaríamos las imágenes grabadas, que serían emitidas por televisión a todo el mundo y asunto resuelto.

—¿Y los astronautas?

—Tenemos incluso imágenes grabadas que muestran su feliz regreso, pero sería más sencillo decir que hubo un problema técnico en la entrada a la atmósfera, por ejemplo. Ya sabe, un accidente tras cumplir la misión con éxito. Fabricaríamos tres héroes, pero, eso sí, tras pisar la Luna por primera vez en la historia de la humanidad. Hay más alternativas, todo está pensado. Pero el caso es que tendríamos las espaldas cubiertas, ¿entiende?

—Claro.

—Hay otro posible problema que nos cubre esta operación que usted ha descubierto tan brillantemente: los rusos. Nosotros estamos cerca de conseguirlo, pero ellos también. Trabajamos contra reloj. En los dos bandos. Tenemos gente en Moscú que puede avisarnos con una semana de antelación en caso de que ellos decidan acometer la misión. Eso nos daría un margen razonable para lanzar una nave desde Cabo Cañaveral, vacía, claro, y hacer la pantomima con la película. No crea, lo vamos a conseguir y pondremos un hombre en la Luna. Seguro. Pero tenemos que cubrirnos las espaldas y esta operación vale su peso en oro.

—Y debe permanecer secreta.

—En efecto. No le voy a mentir, pero lo tiene usted mal.

—No, no lo entiende.

—¿Cómo?

—Ustedes son quienes lo tienen mal. Tengo imágenes, fotos, pruebas. Si esto se hace público, usted sabe que aunque llegaran a la Luna, nadie les creería. Los rusos darían lo que fuera por tener esta información. ¿Sabe usted por qué estoy tan tranquilo? Aquí, en la boca del lobo, donde otros murieron por saber muchísimo menos que yo. ¿No le parece curioso que esté tan relajado? Pues la respuesta es sencilla: lo tengo todo muy atado. Un amigo mío tiene que verme cada tres días, vivo, solo y sano. Ni nos hablamos, pero él o ella debe verme pasar por la calle, feliz y libre. Si pasan más de setenta y dos horas sin que me vea, debe enviar un paquete a la embajada soviética en apenas unas horas. —Ni Alsina podía creerse la mentira que estaba urdiendo, pero pensó en Rosa y sacó fuerzas de flaqueza para seguir hablando con aparente seguridad—. Por eso, si Richard se me acerca o me molesta, si no me dan lo que pido, o si me matan, me torturan o me despellejan, todo el orbe sabrá la patraña que han construido aquí. Si tenemos en cuenta que me capturaron ayer, que no pasé a que me viera mi amigo y que me tienen retenido durante todo el día de hoy, les comunico que deberían soltarme mañana a más tardar, o su misión se irá al carajo.

Míster Thomas se pasó la mano por el pelo resoplando como un toro, desesperado. Lo miró como queriendo parecer amable y dijo:

—¿Y qué quiere?

—Pues eso es lo mejor. Que quiero poco, muy poca cosa. Quiero a mis amigos libres y tres pasaportes de Estados Unidos con otras identidades. Nos iremos a vivir una nueva vida y no sabrán más de nosotros. Allí, en su país.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso. Creo que la situación es sencilla. Un asunto fácil de resolver. Dos detenidos liberados y pasaportes extranjeros para salir de aquí para siempre. Así de simple.

Míster Thomas miró hacia atrás como diciendo: «¿qué os parece?» Don Raúl asintió y Richard, hombre de pocas palabras, dijo:

—Es un farol. No tiene nada. Dejádmelo media hora y os lo demostraré.

—Si ese gilipollas vuelve a abrir la boca, no hay trato, que quede claro —disparó Alsina—. Desde este momento, en mi presencia, se ha vuelto mudo.

Míster Thomas hizo un gesto con las cejas al agente de la CIA, que se levantó y salió de allí claramente contrariado. El americano que controlaba aquel asunto tomó la palabra:

—Es usted muy razonable. Y quizá incluso podría trabajar para nosotros en un futuro.

—No creo. No me ha gustado ver la carnicería que han hecho aquí.

—Richard se empleó demasiado a fondo, lo reconozco; pero la seguridad de la nación más poderosa del mundo está por encima de esas minucias.

—Una vida sencilla, sólo pido eso. No quiero ni que me busquen trabajo. Mis amigos y yo saldremos adelante.

—Tengo que hacer unas gestiones. No le prometo nada.

—Es razonable. Me parece que nos vamos a entender.

El americano dio unas instrucciones en inglés y apareció un tipo que lo tomó por el brazo y le llevó a una habitación del piso superior. Había una silla en la puerta, para un vigilante. Le hizo entrar en el cuarto y lo dejó a solas. Una habitación espartana, una cama, una mesa y rejas en las ventanas. El suelo estaba enmoquetado.

Quedó sentado en el borde de la cama y se dijo que la entrevista había ido bien. Manejó a sus tres oponentes, jugó hábilmente con las informaciones de que disponía y los colocó entre la espada y la pared. Pensó en Richard: era un tipo listo y se había olido desde el primer momento que aquello era un farol. No. No podían ser tan ingenuos. Hablarían entre sí y verían que él era un policía fracasado, un cornudo y un alcohólico al que traicionaban sus amigos… Un pobre hombre.

Sintió que le invadía el pánico. Estaba perdido y pensó en Rosa, torturada en la «Casita».

En ese momento, y quizá debido a la enorme tensión que había vivido, se desmayó como una colegiala.

Cuando volvió en sí se sintió más repuesto. Estaba tumbado en la cama y fuera era de noche. Debía de haber dormido varias horas. Había una pequeña lámpara encendida en la mesa, donde alguien había colocado una bandeja con un vaso de leche, un

sandwich y una manzana. Estaba hambriento. Se levantó y se acercó a la puerta caminando despacio, sin hacer ruido. Aplicó el oído al tablón de madera y escuchó a alguien que canturreaba. Había un guardián al otro lado. Entonces fue hacia la bandeja y sopesó la posibilidad de que hubieran puesto alguna droga en la comida: algún suero de la verdad o cosa similar.

Tenía apetito, así que decidió arriesgarse y comió con ansia. Sabía que tendría que afrontar pruebas difíciles aún y necesitaba reponerse. Entonces, con el estómago lleno, se tumbó en la cama y sacó la fotografía de Ivonne. Se entretuvo mirándola bajo la luz tenue y cálida de aquel cuarto que ahora le parecía incluso acogedor. No quería pensar en Rosa o en Joaquín porque le invadía el miedo, la impotencia por no poder hacer nada por ellos. No les reprochaba su comportamiento. Lo entendía y sabía que, en el fondo, le querían.

O eso quiso pensar, porque, total, no tenía otra cosa.

Pensó en su mujer, Adela. Lejos de allí, con el Sobrao. Ya no podía hacerle daño.

—Hasta aquí has llegado, Alsina —se dijo a sí mismo.

Y se colocó la foto de Ivonne sobre el pecho.

Vinieron por él cuando la mañana ya estaba avanzada. Eran más de las diez. El guardia abrió el cerrojo y Alsina se despertó y se incorporó de un salto. Había pasado una mala noche, inmerso en una etérea duermevela que lo llevaba desde el mundo de las pesadillas hacia el peor y más descorazonador presente que, la verdad, no se presentaba nada halagüeño.

Pensó que, en su última noche, un condenado a muerte debía de pasar por las divagaciones, sueños y miedos que él había experimentado en la velada anterior.

El inmenso guardia lo esposó de nuevo y lo llevó junto a la piscina, al lujoso empedrado en que don Raúl, Richard y míster Thomas disfrutaban de un suculento desayuno. Allí, en una mesa repleta de bandejas plateadas, había de todo: bollos suizos, jamón, huevos con bacon, tostadas y dulces; así como café, leche, té y zumo de naranja. Aquélla estampa parecía salida de una película norteamericana.

—Siéntese, Alsina —invitó míster Thomas, que parecía llevar ya la voz cantante—. ¿Quiere café?

—Sí, por favor. ¿Podrían quitarme las esposas?

Míster Thomas y Richard se miraron.

Julio añadió:

—Tengo un tío de dos metros detrás de mí, con un M16, y estoy rodeado de gente armada en una finca enorme.

Míster Thomas hizo una seña al guardián y éste liberó al preso.

—Querido amigo —anunció el jefe de Wilcox—, he hecho las gestiones que le prometí y no hay posibilidad alguna de darle lo que pide.

Alsina resopló.

Don Raúl tomó la palabra:

—Lo siento, amigo, pero los del

bunker hicieron mucho ruido. No olvide que gracias a Richard sacaron de aquí cinco cuerpos. Logramos cargar el muerto al pedáneo, que ya ha confesado, pobre hombre. Pero desde Madrid nos han dicho que no demos más problemas. La situación con respecto a esos malnacidos de la Político Social es de empate técnico. Así me lo han definido desde El Pardo. Lo siento, pero no hay nada que hacer.

—Ya.

Míster Thomas apuntó entonces:

—Reconozco que esto nos coloca en mala situación con usted. Lo lamento, pero no podemos ayudarle.

—Pues entonces canto.

—Le eliminaremos.

—La información saldrá.

—¿No entiende que no podemos hacer nada? —gritó míster Thomas fuera de sí.

Don Raúl tomó la palabra de nuevo:

—Razone, Alsina, usted no entiende. Thomas le quiere ayudar, pero no puede meterse en asuntos policiales de un país extranjero. Usted le ha dado un plazo muy corto. No puede hacer nada por sus amigos, créame. Los del búnker están muy jodidos y van a pagarla con sus amigos, sí, pero está usted vivo. Lo sacaremos del país y vivirá a cuerpo de rey en Estados Unidos.

—Los quiero libres hoy mismo o no me presento ante mi amigo. Ustedes sabrán.

Míster Thomas y don Raúl se miraron con desesperación.

—No me deja usted salida —murmuró el primero de ellos—. Richard insiste en que todo es un farol, lo que se comprobará en veinticuatro horas. Quizá deba hacerle caso y eliminarlo, Alsina. Ésa historia que nos ha contado de su amigo, películas y fotografías me suena increíble. Además, ¿qué otra cosa puedo hacer? Total, si me equivoco, me pegaré un tiro y adiós.

—Inténtelo. Usted puede hacerlo.

—Le digo que estamos bloqueados. Yo no puedo liberar a sus amigos y usted insiste en presionarme. Lo siento, no tengo otra opción que seguir el instinto de Richard. Ha sido un placer conocerle.

Míster Thomas se levantó y se dio la vuelta mirando los fértiles campos. La tierra estaba rojiza porque, tal como pronosticara Jonás, había llovido la jornada anterior.

El guardián se dirigió hacia Alsina para ponerle las esposas y éste captó una sonrisa de triunfo en el rostro de Richard. Supo que había perdido la partida. Nunca fue un buen jugador de cartas.

Cuando aquel gorila se situaba delante de él, se oyó un disparo de postas y el guardia se desplomó y cayó boca abajo. Tenía un boquete inmenso en la espalda.

—¡

Cagontó! —había gritado alguien.

Entonces vio a Richard que corría hacia la casa, mientras míster Thomas saltaba detrás de un seto. Frente a él, Jonás recargaba su escopeta de caza aún humeante. Un nuevo escopetazo le hizo mirar hacia la izquierda, a la vez que escuchaba el silbido de los perdigones que pasaban demasiado cerca de él. Antonio Quirós había hecho fuego y herido a don Raúl, que, pistola en mano, rodó por el suelo llevándose la mano al hombro.

Julio se hizo con el arma que el orondo preboste había soltado. Tenía el hombro destrozado, convertido en una masa sanguinolenta de carne y trozos de tejido de la camisa y la chaqueta. Gritaba como un cerdo.

—¡Vamos! —gritó Jonás.

El policía se metió la pistola en el cinto y recogió el M16 del guardián que yacía en el suelo. El sonido de una ráfaga le hizo volverse y vio cómo Jonás se desplomaba. De manera instintiva apuntó el arma y disparó dos tiros que, junto con otro escopetazo de Antonio, el mecánico, hizo rodar a un guardia que había aparecido tras un enorme baladre. Alsina se acercó a Jonás y vio que el viejo tenía la boca abierta, la lengua ladeada y los ojos en blanco.

—Está muerto —murmuró tras poner los dedos en su cuello y comprobar que no tenía pulso.

Los zumbidos de las balas que alguien les disparaba cortaban el aire como moscardones; salieron corriendo de allí. Richard salía de la casa y hacía fuego con una pistola checa, una Block. Por fortuna, ganaron un huerto de algarrobos y quedaron a salvo.

—Estáis locos —reconvino Alsina.

—Tenían que pagar —contestó el mecánico a la carrera.

Richard debía de haberse quedado con los heridos, porque comprobaron que nadie les seguía.

—¿Tienes el coche?

—Sí, ahí.

Corrieron durante diez minutos hasta que parecía que les iban a estallar los pulmones. Entonces pasaron por el agujero que Jonás y el mecánico habían abierto en la valla y llegaron al Simca 1000 de Alsina. Subieron, el policía arrancó y salieron de allí a toda prisa.

—¿La cámara?

—En el asiento trasero.

—¿Tienes un coche?

—Sí, en mi taller.

—Te dejo allí; en cinco minutos te estarán buscando, así que sube al coche y sal cagando leches. Ni te pares a llevar nada, ni ropa, ni dinero. Salva la vida. Yo tengo que hacer una cosa. ¿Entendido?

—Sí.

—¿Tienes familia en otro lugar? ¿Alguien que te esconda?

—En Tarragona.

—Vete para allá y no vuelvas en una larga temporada, ¿de acuerdo?

—Sí.

Habían llegado a la puerta del taller.

—Gracias, amigo —dijo Alsina estrechándole la mano.

—Gracias a usted, por lo de mi hermano y los demás. Pero ¿adónde va? —preguntó Antonio.

—A echarle cojones —respondió el policía pisando el acelerador a fondo.

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